jueves, 5 de noviembre de 2009

Un científico canibal y un rey sin corazón

William Buckland (1784-1856) fue el primer ocupante de la Cátedra de Zoología en Oxford y pasó su extraordinaria excentricidad a su hijo Francis, un zoólogo autor de Curiosidades de Historia Natural y durante algunos años inspector de las pesquerías de salmón. Los Buckland hicieron un hábito de comer, con espíritu de curiosidad científica, cualquier animal que se cruzara en su camino. Francis llegó a un acuerdo con el zoológico de Londres para recibir una pieza de cualquier cosa que muriese allí.

Los visitantes de la casa de los Buckland, además de sufrir las insinuaciones del burro mascota y otras criaturas que en general no se encuentran en un salón, corrían el riesgo de que se les ofreciesen manjares tales como ratón en croüte o una cabeza de marsopa en lonchas. William mantenía que el asado de topo había sido la cosa más desagradable que había comido hasta que probó los moscardones guisados. Cuando un amigo suyo, el arzobispo de York, le mostró una caja de rapé que contenía el corazón embalsamado de Luis XVI que el prelado había comprado en París en la época de la Revolución, William Buckland manifestó que nunca había comido el corazón de un rey y antes de que se lo pudieran impedir lo había cogido y se lo había tragado.

Nada en el mundo natural era ajeno a los Buckland. Cuando un clérigo local, que también era un naturalista aficionado, llevó con excitación a William Buckland un hueso fosilizado que había desenterrado, William se lo pasó a su hijo de siete años: «¿Qué es esto, Frankie?». «Es una vértebra de ictiosauro», contestó el niño sin dudarlo. La señora Buckland compartía el entusiasmo de la familia. Cuando su marido se despertó una noche diciendo: «Querida, creo que las pisadas del Cheirotherium son indudablemente similares a las de la tortuga», ella le acompañó inmediatamente escaleras abajo y preparó un poco de pasta de harina en la cocina mientras William recogía una tortuga del jardín; y, de hecho, para su satisfacción, las impresiones en la pasta se mostraron casi idénticas a las huellas del fósil.

Frank Buckland recordaba un momento embarazoso cuando volvía a Inglaterra en una diligencia con un extraño. Ambos dormían. Buckland había recogido algunas babosas rojas en Alemania (no está registrado si eran para su cena) y, al despertar, se alarmó al ver una procesión de estas criaturas que hacían su camino majestuoso por la calva de su compañero dormido. Antes que explicarse y disculparse, Buckland creyó prudente dejar la diligencia en la primera parada.

Durante una visita a Italia, a los siempre curiosos Buckland les mostraron una mancha en el suelo de una iglesia en el lugar donde un santo había sido martirizado. Cada mañana, les dijeron, la sangre fresca se renovaba milagrosamente. Inmediatamente William se arrodilló en el suelo y aplicó su lengua a la mancha húmeda. No es sangre, informó a sus anfitriones. Él sabía exactamente lo que era: nada más que orina de murciélago.

Véase, por ejemplo, The Curious World of Francis Buckland, de G. H. O. Burgess (John Baker, Londres, 1967).

El texto del artículo es del libro "Eurekas y euforias", Walter Gratzer, Editorial Crítica, Barcelona 2004.

1 comentario:

Ksawery dijo...

¡Todo un experto en sabores, sí señor! Muy curiosa entrada (y vida...).