miércoles, 4 de diciembre de 2019

La guerra de África de 1859


A comienzos del siglo XIX, tras perder la mayor parte de las colonias americanas, España dejó de ser un gran imperio ultramarino para convertirse en una potencia de segundo orden. Bajo el reinado de Isabel II, se quiso compensar esta situación con una política de prestigio, en forma de expediciones militares al Pacífico, a Cochinchina o a México. La más célebre de estas aventuras exteriores fue la guerra de África (1859-60), contra el vecino Marruecos.


Este interés en el Magreb imitaba la política de Francia, que no hacía mucho que había ocupado el territorio argelino. Desde Madrid se temía que los franceses amenazaran los intereses hispanos en la zona y emparedaran la península entre los Pirineos y el Rif. Había que evitar que el área del estrecho de Gibraltar estuviera controlada por una potencia que no fuera España.


Ceuta y Melilla debían convertirse en las plataformas para una futura expansión. El pretexto se encontró en 1859: había que vengar el ataque de los musulmanes a un destacamento. Aunque se trataba de un incidente menor, el gobierno y la prensa afirmaron con solemnidad que el honor nacional estaba en juego.

Los periódicos se sumergieron entonces en una marea de exaltación patriótica: España, como en tiempos de la Reconquista, vencería al islam y llevaría la civilización a un pueblo que supuestamente vivía en el salvajismo. Según un artículo aparecido en La Gaceta Militar, los marroquíes, belicosos y sufridos, estaban sometidos al mal gobierno, víctimas de la ignorancia y de “las ridículas supersticiones de su religión”.

Todo el Parlamento, incluidos los diputados republicanos, estuvo a favor de la intervención en África. Los mejores intelectuales del momento fueron los eficaces propagandistas del belicismo. Pedro Antonio de Alarcón, en su Diario de un testigo de la guerra de África, presentó el conflicto como un camino para que el país superara las divisiones internas de sus “mal avenidos hijos”.

Concepción Arenal, por su parte, dijo en una oda de 1.200 versos que aquel era el momento de resucitar las glorias de Pelayo, los Reyes Católicos o Cristóbal Colón. El general Prim, desde la óptica de la escritora, era el nuevo Cid. Esta opinión reflejaba el entusiasmo popular por un militar que se había distinguido en la batalla de los Castillejos y otros combates.

Se consiguió la ampliación de Ceuta y Melilla y la entrega de Santa Cruz de Mar Pequeña y las Chafarinas

Pocas fueron las voces discordantes. Para el republicano Francesc Pi i Margall, era absurdo utilizar la violencia para intentar destruir las tradiciones religiosas islámicas. Absurdo e hipócrita, porque un país que solo permitía la expresión pública del catolicismo no podía dar lecciones a otros.

Finalmente, el esfuerzo bélico sirvió de poco. Marruecos solicitó el cese de las hostilidades y se vio obligado a ofrecer una compensación de 400 millones de reales, de los que Madrid tendría que descontar los 236 millones invertidos en la contienda. En términos territoriales, los resultados fueron exiguos. España consiguió la ampliación de Ceuta y Melilla, la entrega de Santa Cruz de Mar Pequeña (Ifni) y el reconocimiento sobre la soberanía de las islas Chafarinas.

Pedro Antonio de Alarcón dijo entonces que aquella había sido una paz pequeña para una guerra grande, pero lo cierto es que el sueño de conquistar todo Marruecos, como se propuso desde la prensa, estaba fuera de la realidad. El gobierno de Madrid sabía que Gran Bretaña, el gran gendarme mundial, no iba a permitir la ocupación de Tánger, y menos una expansión que pusiera en peligro el equilibrio de poder en la zona.

Además, pese a las victorias, las tropas hispanas no estaban en buenas condiciones. Como señaló Frederick Hardman, corresponsal del Times, la campaña se había realizado de una forma chapucera, con precipitación y recursos insuficientes. ¿Cómo se explica, entonces, el resultado positivo? Solo por la poca capacidad militar marroquí. En otras circunstancias, la desorganización y el impacto de enfermedades como el cólera, que provocó el 69,7% de las muertes, hubieran desembocado en una derrota segura.

Los supervivientes regresaron a la península en un estado penoso, demacrados y con el equipo prácticamente inservible. Desde las instancias oficiales, se procuró silenciar esta verdad incómoda a base de triunfalismo. El bronce de los cañones arrebatados al enemigo en la batalla de Wad-Ras sirvió para fundir una pareja de leones, los que podemos ver en la actualidad a la entrada del Congreso de los Diputados.

Marruecos, en las décadas siguientes, seguiría condicionando la política española. En especial, durante la guerra del Rif (1909-1927), un conflicto tremendamente impopular, sobre todo porque los que marchaban a combatir eran los más humildes, aquellos que no podían satisfacer la elevada suma de dinero que les permitiría librarse del servicio militar.

Los leones de las Cortes fueron fundidos con los cañones capturados en la batalla de Wad-Ras.

En Barcelona, el descontento popular dio lugar en 1909 al estallido de la revuelta conocida como Semana Trágica. En paralelo, en el conflicto marroquí se estaba formando una nueva generación de militares, los denominados “africanistas”, que se distinguían por sus ideas políticas ultraconservadoras. Muchos de ellos, empezando por Francisco Franco, apoyarían en 1936 la rebelión contra el gobierno de la Segunda República.

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