martes, 18 de marzo de 2008

Dos opiniones sobre Thomas Midgley

Thomas Midgley nació el 18 de mayo de 1889 en Ohio. Estudió ingeniería, aunque terminó dedicándose a la química. Desarrolló el plomo tetraetílico,que durante décadas se utilizó como aditivo para la gasolina, y más tarde los clorofluorocarbonos (CFC).

Ambos productos han sido polémicos y han tenido firmes partidarios y no menos firmes detractores.

Bill Bryson en su libro “Una breve historia de casi todo“ hace una reseña sombría del personaje.

Middley era ingeniero y el mundo habría sido sin duda un lugar más seguro si se hubiese quedado en eso. Pero empezó a interesarse por las aplicaciones industriales de la química. En 1921, cuando trabajaba para la General Motors Research Corporation en Dayton (Ohio), investigó un compuesto llamado plomo tetraetílico (conocido también equívocamente como tetraetilo de plomo) y descubrió que reducía de forma significativa el fenómeno de trepidación conocido como golpeteo del motor.

Aunque era del dominio público la peligrosidad del plomo, en los primeros años del siglo xx podía encontrarse plomo en todo tipo de productos de consumo. Las latas de alimentos se sellaban con soldadura de plomo. El agua solía almacenarse en depósitos recubiertos de plomo. Se rociaba la fruta con arseniato de plomo, que actuaba como pesticida. El plomo figuraba incluso como parte de la composición de los tubos de dentífricos. Casi no existía un producto que no incorporase un poco de plomo a las vidas de los consumidores. Pero nada le proporcionó una relación mayor y más íntima con los seres humanos que su incorporación al combustible de los motores.

El plomo es neurotóxico. Si ingieres mucho, puede dañarte el cerebro y el sistema nervioso central de forma irreversible. Entre los numerosos síntomas relacionados con la exposición excesiva al plomo se cuentan la ceguera, el insomnio, la insuficiencia renal, la pérdida de audición, el cáncer, la parálisis y las convulsiones. En su manifestación más aguda produce alucinaciones bruscas y aterradoras, que perturban por igual a víctimas y observadores, y que suelen ir seguidas del coma y la muerte. No tienes realmente ninguna necesidad de incorporar demasiado plomo a tu sistema nervioso.

Además, el plomo era fácil de extraer y de trabajar, y era casi vergonzosamente rentable producirlo a escala industrial... y el plomo tetraetílico hacía de forma indefectible que los motores dejasen de trepidar. Así que, en 1923, tres grandes empresas estadounidenses, General Motors, Du Pont y Standard Oil de Nueva Jersey crearon una empresa conjunta: la Ethyl Gasoline Corporation (más tarde sólo Ethyl Corporation), con el fin de producir tanto plomo tetraetílico como el mundo estuviese dispuesto a comprar, y eso resultó ser muchísimo. Llamaron «etilo» a su aditivo porque les pareció más amistoso y menos tóxico que «plomo», y lo introdujeron en el consumo público (en más sectores de los que la mayoría de la gente percibió) el 1 de febrero de 1923.

Los trabajadores de producción empezaron casi inmediatamente a manifestar los andares tambaleantes y la confusión mental característicos del recién envenenado. Casi inmediatamente también, la Ethyl Corporation se embarcó en una política de negación serena e inflexible que le resultaría rentable durante varios decenios. Como comenta Sharon Bertsch McGrayne en Protnetheans in the Lab [Prometeos en el laboratorio], su apasionante historia de la química industrial, cuando los empleados de una fábrica empezaron a padecer delirios irreversibles, un portavoz informó dulcemente a los periodistas: «Es posible que estos hombres se volvieran locos porque trabajaban demasiado». Murieron un mínimo de quince trabajadores en el primer periodo de producción de gasolina plomada, y enfermaron muchos más, en muchos casos de gravedad. El número exacto no se conoce porque la empresa casi siempre consiguió silenciar las noticias de filtraciones, derrames y envenenamientos comprometedores. Pero a veces resultó imposible hacerlo, sobre todo en 1924, cuando, en cuestión de días, murieron cinco trabajadores de producción de un solo taller mal ventilado y otros treinta y cinco se convirtieron en ruinas tambaleantes permanentes.

Cuando empezaron a difundirse rumores sobre los peligros del nuevo producto, el optimista inventor del etilo, Thomas Midgley, decidió realizar una demostración para los periodistas con el fin de disipar sus inquietudes. Mientras parloteaba sobre el compromiso de la empresa con la seguridad, se echó en las manos plomo tetraetílico y luego se acercó un vaso de precipitados lleno a la nariz y lo aguantó sesenta segundos, afirmando insistentemente que podía repetir la operación a diario sin ningún peligro. Conocía en realidad perfectamente las consecuencias que podía tener el envenenamiento con plomo. Había estado gravemente enfermo por exposición excesiva a él unos meses atrás y a partir de entonces no se acercaba si podía evitarlo a donde lo hubiese, salvo cuando quería tranquilizar a los periodistas.

Animado por el éxito de la gasolina con plomo, Midgley pasó luego a abordar otro problema tecnológico de la época. Los refrigeradores solían ser terriblemente peligrosos en los años veinte porque utilizaban gases insidiosos y tóxicos que se filtraban a veces al exterior. Una filtración de un refrigerador en un hospital de Cleveland (Ohio) provocó la muerte de más de cien personas en 1929.4 Midgley se propuso crear un gas que fuese estable, no inflamable, no corrosivo y que se pudiese respirar sin problema.

Con un instinto para lo deplorable casi asombroso, inventó los clorofluorocarbonos, o los CFC.
Raras veces se ha adoptado un producto industrial más rápida y lamentablemente. Los CFC empezaron a fabricarse a principios de la década de los treinta, y se les encontraron mil aplicaciones en todo, desde los acondicionadores de aire de los automóviles a los pulverizadores de desodorantes, antes de que se comprobase medio siglo después que estaban destruyendo el ozono de la estratosfera. No era una buena cosa, como comprenderás.

El ozono es una forma de oxígeno en la que cada molécula tiene tres átomos de oxígeno en vez de los dos normales. Es una rareza química, porque a nivel de la superficie terrestre es un contaminante, mientras que arriba, en la estratosfera, resulta beneficioso porque absorbe radiación ultravioleta peligrosa. Pero el ozono beneficioso no es demasiado abundante. Si se distribuyese de forma equitativa por la estratosfera, formaría una capa de sólo unos dos milímetros de espesor. Por eso resulta tan fácil destruirlo.

Los clorofluorocarbonos tampoco son muy abundantes (constituyen aproximadamente una parte por cada mil millones del total de la atmósfera), pero poseen una capacidad destructiva desmesurada. Un solo kilo de CFC puede capturar y aniquilar 70.000 kilos de ozono atmosférico. Los CFC perduran además mucho tiempo (aproximadamente un siglo como media) y no cesan de hacer estragos. Son, por otra parte, grandes esponjas del calor. Una sola molécula de CFC es aproximadamente diez mil veces más eficaz intensificando el efecto invernadero que una molécula de dióxido de carbono... y el dióxido de carbono no es manco que digamos, claro, en lo del efecto invernadero. En fin, los clorofluorocarbonos pueden acabar siendo el peor invento del siglo xx.

Midgley nunca llegó a enterarse de todo esto porque murió mucho antes de que nadie se diese cuenta de lo destructivos que eran los CFC. Su muerte fue memorable por insólita. Después de quedar paralítico por la polio, inventó un artilugio que incluía una serie de poleas motorizadas que le levantaban y le giraban de forma automática en la cama. En 1944, se quedó enredado en los cordones cuando la máquina se puso en marcha y murió estrangulado.

Por su parte Joe Schwarcz en su libro “Radares, hula hoops y cerdos juguetones“ defiende al gran químico que fue Thomas Midgley.

La medalla Perkin es uno de los galardones más prestigiosos que se conceden en el mundo de la química. Se otorga anualmente y se presenta durante la celebración de una gala formal, que se corona con el discurso del ganador. La mayoría de los galardonados pronuncian el discurso típico: dan las gracias a todo el que está a la vista y rememoran su larga carrera en la química. Sin embargo, el discurso del ganador del premio de 1937, Thomas Midgley, fue diferente. Midgley inició su charla inhalando un poco de gas freón, y luego lo expulsó dentro de un tubo en el que había una vela encendida, apagándola. Fue una demostración sensacional de la no toxicidad y no inflamabilidad de este gas, pero ¿por qué Midgley se dio el gusto de hacer una exhibición tan teatral en una ceremonia académica de etiqueta? Pues para convencer a la comunidad química de que el freón, o diclorodifluorometano, era una sustancia excelente para usarla como refrigerante.

Midgley recibía el premio por su descubrimiento de las propiedades antichoque del plomo tetraetilo en la gasolina, pero su proyecto preferido en aquel momento era la sustitución, en los refrigeradores, del amoniaco y el dióxido de sulfuro, que resultaban problemáticos. Al inventor le estaba costando mucho convencer a los fabricantes de neveras de la seguridad del freón, y supuso que su demostración en la muy celebrada gala de la entrega de premios le ayudaría a reunir apoyos. La estratagema funcionó, y pronto los frigoríficos y los acondicionadores de aire empezaron a zumbar cargados con freón, en sustitución del amoniaco y el dióxido de sulfuro, productos tóxicos. Los usuarios ya no tendrían que preocuparse más de las tuberías corroídas ni la fuga de gases peligrosos. Las ventas de frigoríficos subieron y las intoxicaciones alimentarias descendieron; todo parecía correcto en el mundo.

Pero entonces, el cielo empezó a caerse o, al menos, se abrió y permitió que lo atravesara una dañina luz ultravioleta. En la década de 1970, había brotado la preocupación de que los clorofluorocarbonos —o CFC, como se conocen— no fueran tan benignos como se pensaba. Cuando escapaban de los pulverizadores, los frigoríficos o los acondicionadores de aire, ascendían a la capa superior de la atmósfera, donde destruían poco a poco la capa de ozono que nos protege del exceso de rayos ultravioleta. Pronto se prohibieron los pulverizadores impulsados por freón, y se hicieron planes para la final liquidación de todos los CFC: el héroe se estaba convirtiendo en el villano.

Thomas Midgley no vivió lo bastante para poder presenciar el derrumbe de su invento, y fue una pena pues sin duda su brillante inteligencia hubiera encontrado una solución al problema. El destacado químico enfermó de polio y quedó confinado en el lecho. Como todavía estaba mentalmente activo, ideó un sistema de poleas para poder salir de la cama, pero un día se enredó accidentalmente con las cuerdas y se estranguló. En mi opinión, la ciencia perdió ese día a una auténtica figura, aunque no todo el mundo estaría de acuerdo conmigo. Hace unos años, tuve el dudoso placer de asistir a una obra de teatro, supuestamente educativa, patrocinada por la Liga de Mujeres de Quebec, que retrataba a Midgley como un desalmado que había recibido un justo castigo por una vida entera dedicada a la contaminación. Repleta de frases memorables, tales como «Thomas está muerto y enterrado. Ya ha dejado de contaminar», la parodia acababa con la advertencia de que debemos guardarnos de ser tan estúpidos como Thomas Midgley. Parece que los educadores responsables de la obra necesitaban algo de educación.

En el contexto de la década de 1930, las contribuciones de Midgley fueron espectaculares. Nadie podía predecir que, cincuenta años más tarde, aquellos CFC pioneros abrirían un agujero en la capa de ozono. En aquella época, la falta de refrigeración y las intoxicaciones alimentarias que se derivaban de ello eran un problema mayor. No se puede dudar de que las contribuciones de Midgley a la ciencia de la refrigeración salvaron muchas vidas. Su retrato como un bribón sin compasión sólo demuestra la ignorancia de los realizadores de aquella pieza teatral anticientífica y absurda.

De hecho, en la saga de los CFC hay otros que sí son unos verdaderos sinvergüenzas. Los controles de la producción y el uso de los CFC que impuso el protocolo de Montreal, en 1987, han dado ocasión a un nuevo negocio muy provechoso: el contrabando de clorofluorocarbonos a gran escala. Hay mucha demanda de estas sustancias porque las alternativas legales que se han desarrollado, los conocidos como hidrofluorocarbonos (HFC), exigen una amplia modificación de los refrigeradores y acondicionadores de aire existentes. En todas partes, rehacer un sistema de aire acondicionado del coche con HFC, sustancia más respetuosa con el medio ambiente, cuesta de trescientos a ochocientos dólares.

Los acondicionadores de aire que funcionan mal suelen perder freón, y obviamente resulta mucho más barato reparar los sistemas defectuosos y volver a llenarlos con freón que modificarlos para emplear los hidrofluorocarbonos. Actualmente, en Estados Unidos todavía se puede utilizar freón reciclado, y también clorofluorocarbonos que han estado inventariados. Pero la fabricación de estos productos químicos es ilegal, por lo cual sus existencias se reducen rápidamente. En consecuencia, hay muchos motivos para que las empresas poco éticas busquen suministros ilegales. No son difíciles de encontrar: el protocolo de Montreal autorizó a algunos países no industrializados a continuar fabricando freón hasta el ano 2010; una consulta rápida por internet revela que varias empresas chinas se ofrecen para embarcar freón, completado con falsos certificados de «reciclaje»; México también produce legalmente freón por una cantidad aproximada de cinco dólares el kilo; en Estados Unidos, un kilo puede superar diez veces esa cantidad, haciendo así muy lucrativo el contrabando desde México. Con todo esto, no resulta sorprendente que el freón ocupe el segundo lugar, sólo con la cocaína delante, en el rankingáe importaciones ilegales en Estados Unidos.

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