martes, 17 de marzo de 2009

Compuestos químicos

Antoine-Laurent Lavoisier (1743-1794) fue un financiero. Estableció un sistema de pesos y medidas que condujo al sistema métrico, vivió los primeros momentos turbulentos de la Revolución Francesa y fue pionero en la agricultura científica. Se casó con una jovencita de catorce años y fue decapitado durante el Terror. Se le ha llamado padre de la química moderna y, a lo largo de su atareada vida, sacó a Europa de las épocas oscuras de esta ciencia.

Antoine-Laurent Lavoisier

Una de las primeras aportaciones de Lavoisier surgió cuando éste hizo el experimento de hervir agua durante largos períodos de tiempo. En la Europa del siglo XVIII muchos científicos creían en la transmutación. Pensaban, por ejemplo, que el agua podía transmutarse en tierra, entre otras cosas. Entre las pruebas, la principal consistía en hervir agua en una cazuela: en la superficie interior se formaban residuos sólidos. Algunos científicos proclamaron que esto se debía a que el agua se convertía en un nuevo elemento. Robert Boyle, el gran fisico y químico británico del siglo XVII que llegó al apogeo de su actividad científica cien años antes que Lavoisier, creía en la transmutación. Después de observar cómo crecían las plantas absorbiendo agua, llegó a la conclusión —al igual que muchos antes que él— de que el agua podía transformarse en hojas, flores y bayas. Según dice el químico Harold Goldwhite, de la State University de California, en Los Ángeles, «Boyle fue un activo alquimista».

Lavoisier observó que el peso era la clave y que las mediciones eran fundamentales. Puso agua destilada en un hervidor especial en forma de tetera llamado pelícano, un recipiente cerrado con una tapa esférica que tomaba el vapor del agua y lo devolvía a la base del recipiente por dos tubos parecidos a unas asas. Hirvió el agua durante 101 días y encontró un residuo considerable. Pesó el agua, el residuo y el pelícano. El agua pesaba exactamente lo mismo. El pelícano pesaba algo menos, una cantidad exactamente igual al peso del residuo. Por lo tanto, el residuo no era producto de una transmutación, sino parte del recipiente: vidrio disuelto, sílice y otras sustancias.

Como los científicos seguían creyendo que el agua era un elemento básico, Lavoisier realizó otro experimento crucial. Inventó un aparato con dos boquillas e hizo pasar distintos gases de la una a la otra, para ver qué sucedía. Un día mezcló oxígeno con hidrógeno, esperando conseguir algún ácido. Lo que obtuvo fue agua. Filtró el agua a través de un cañón de escopeta lleno de anillos de hierro calientes, para hacer que ésta se descompusiera de nuevo en hidrógeno y oxígeno, confirmando así que ésta no era un elemento.

Lavoisier hizo mediciones de todo y observó que, cada vez que hacía este experimento, obtenía los mismos números. El agua siempre producía oxígeno e hidrógeno en una proporción de 8 a 1 en sus pesos. Lo que Lavoisier vio fue que la naturaleza era estricta en cuanto al peso y la proporción. Los gramos o los kilos de materia no desaparecían o aparecían de forma aleatoria: tomando las mismas proporciones de gases, éstos producían los mismos compuestos. La naturaleza era predecible... y, por consiguiente, maleable...

...La historia de la química se desarrolla de una forma contraria a la historia de la física. Esta última contiene gran abundancia de teoría, quedando la actividad experimental muy por detrás. En la química observamos una fascinación por el conocimiento empírico, por la experimentación con toda una variedad de sustancias (líquidos, sólidos, gases), utilizando todo tipo de métodos (el fuego, la ebullición, la destilación), pero sin un marco teórico sólido que guíe la experimentación. La imagen de película del científico de cabellera hirsuta metido en su laboratorio y mezclando el contenido de probetas llenas de productos químicos de colores brillantes no está muy lejos de la realidad. La química ha sido una ciencia de pruebas y tanteos. La teoría no siempre ha sido de máxima calidad.

Se desarrolló una teoría coherente que predice qué elementos se combinan entre sí y cuáles no, y también por qué algunos compuestos son imposibles y otros no lo son y qué es exactamente lo que va a suceder cuando una sustancia química se combina con otra. Además de Lavoisier, hubo dos grandes pioneros en esta materia.

En 1869, en la Universidad de San Petersburgo, el científico nacido en Siberia Dimitri Mendeleiev no pudo encontrar un buen libro de texto de química para asignarlo a sus clases. Por consiguiente, se puso a escribir su propio libro. Como Lavoisier consideró la química como la «ciencia de la masa». Era aficionado a hacer solitarios, por lo que escribió los símbolos de los elementos con sus pesos atómicos en unas fichas de cartulina, una para cada elemento, con la lista de sus diversas propiedades (por ejemplo, sodio: metal activo; cloro: gas reactivo).

Mendeleiev ordenó estas fichas en orden ascendente según el peso atómico de los elementos. Observó una periodicidad evidente (de aquí que se diga «tabla periódica de elementos», que es como llegó a llamarse este ordenamiento). Los elementos que tenían propiedades químicas similares estaban a una distancia de ocho fichas. El litio, el sodio y el potasio, por ejemplo, son todos ellos metales activos (se combinan fuertemente con otros elementos, tales como el oxígeno y el cloro) y sus posiciones son 3, 11 y 19. El hidrógeno, el flúor y el cloro son gases activos y ocupan las posiciones 1, 9 y 17. Mendeleiev reorganizó las fichas en una tabla de ocho columnas verticales. Leyendo la tabla horizontalmente, los elementos que aparecían eran cada vez más pesados. Leyéndola verticalmente hacia abajo, los elementos de cada columna mostraban unas propiedades similares.

Dimitri Mendeleiev

Mendeleiev no se sintió obligado a rellenar todas las casillas de la tabla, sabiendo que, como en un solitario, algunas de las cartas estaban aún ocultas en el mazo. Si una casilla de la tabla pedía un elemento con unas propiedades especiales y tal elemento no existía, la dejaba en blanco. Muchos ridiculizaron a Mendeleiev por dejar esos huecos en la tabla periódica. Sin embargo, pocos años más tarde, en 1875, se descubrió el galio y éste encajó en el hueco situado bajo el aluminio, con todas las propiedades que su lugar en la tabla predecía. En 1886 se descubrió el germanio y éste encajó en el espacio situado bajo el silicio. Nadie se ha reído desde entonces. Mendeleiev nunca ganó el premio Nobel de química, aunque seguía vivo y elegible durante los primeros años de este premio. No obstante, tres químicos que descubrieron nuevos elementos para llenar los «huecos» sí lo ganaron: William Ramsay, que descubrió el argón, el criptón, el neón y el xenón; Henri Moissan, por el descubrimiento del flúor, y Marie Curie por descubrir el radio y el polonio.

Cuando yo estudiaba, durante las décadas de 1950 y 1960, al igual que otros estudiantes de aquella época pasé muchas horas mirando fijamente la tabla periódica, que colgaba en las paredes de las aulas por todo el país. La tabla periódica no se expone tanto hoy en día, lo cual es una desgracia, ya que inculca, incluso en la mente más lenta, la importancia del número atómico, que coincide con el lugar que ocupa un elemento en la tabla periódica. Las impactantes diferencias cualitativas entre elementos —el carbono se parece poco al hidrógeno, lo mismo que el plomo al helio— son, a un nivel básico, diferencias entre sus números atómicos, que actualmente equiparamos con la carga del núcleo.

El significado de la tabla periódica y sus regularidades y pautas repetitivas siguió estando oculto hasta principios del siglo XX, cuando se hizo la disección del átomo y los físicos encontraron dentro electrones y un núcleo que contenía protones y neutrones. Los elementos difieren entre sí debido al número de protones y neutrones que tienen en su núcleo y al número de electrones que zumban en torno a estos núcleos. A partir de todo esto surgió la teoría cuántica.

Uno de los pioneros del apogeo cuántico (de 1900 a 1930) fue Wolfgang Pauli. Pauli no intentaba resolver el misterio de la tabla periódica; simplemente trataba de comprender el átomo. Pauli era famoso por su cruel sentido del humor. Nadie se libraba. Cuando el famoso físico Víctor Weisskopf, que entonces era ayudante de Pauli, le presentó los resultados de sus esfuerzos por desarrollar cierta teoría, Pauli dijo: «¡Bah, esto ni siquiera es erróneo!». Pauli también envió una carta a Albert Einstein para recomendarle a un discípulo suyo como ayudante. «Querido Einstein», decía Pauli, «este estudiante es bueno, pero no entiende claramente la diferencia entre las matemáticas y la física. Por otra parte, usted, querido maestro, hace tiempo que perdió la noción de esta diferencia.»

Wolfgang Pauli

En 1924, Pauli anunció el principio de exclusión: no hay dos electrones que puedan ocupar el mismo estado cuántico. Este principio explicaba el orden de los elementos en la tabla de Mendeleiev y, además, por qué podemos utilizarla para predecir qué elementos pueden combinarse con cuáles y cómo. No voy a entrar aquí en detalles de lo que es un estado cuántico. Baste decir que el principio de exclusión de Pauli limita el número de electrones en lo que actualmente llamamos las «capas» [o niveles de energía] de cada átomo: dos electrones en el primer nivel, ocho en el segundo, dieciocho en el tercero, y así sucesivamente. El átomo de hidrógeno, por ejemplo, no tiene más que un protón en su núcleo. Para equilibrar esta carga positiva única necesitamos un electrón (carga negativa), que ocupa en su órbita el nivel más bajo de energía. El siguiente en la tabla es el helio. Su núcleo tiene dos cargas positivas, por lo que necesitamos dos electrones, que, según el principio de Pauli, encajan ambos en el primer nivel. Cuando llegamos al litio, con sus tres cargas positivas en el núcleo, necesitamos tres electrones. Dos están en el primer nivel, pero el tercero debe ponerse en el segundo nivel. Este nivel tiene un radio mucho más largo que el primero y, por el hecho de que sólo está ocupado uno de los ocho huecos que existen para los electrones, podemos entender por qué el litio es un metal activo que se combina fácilmente con otros átomos. Cuando se llenan las capas más exteriores, es imposible añadir un electrón. La resistencia electromagnética es enorme. Pero cuando hay huecos vacíos, es el momento de hacer negocios.

El dirigible Hindenburg es un ejemplo formidable de este principio. Su trágica explosión sobre Lakehurst, Nueva Jersey, en 1937, ilustra el principio de Pauli. Estados Unidos se había negado a exportar helio a Alemania, por lo que los dirigibles alemanes se llenaban con hidrógeno. El helio es más seguro porque sus dos electrones llenan su nivel de energía, convirtiéndolo en un gas inerte. El hidrógeno sólo tiene un electrón, lo que le hace ser un gas activo, hecho que se hizo evidente cuando el Hindenburg estalló en llamas.

El hidrógeno y el helio son muy diferentes, a pesar de que sus números atómicos difieren en sólo una unidad. Por otra parte, las columnas verticales de la tabla periódica contienen elementos cuyas capas más externas poseen el mismo número de electrones, por lo que estos elementos tienen propiedades químicas similares.

Gracias a Lavoisier, Mendeleiev, Pauli y muchos otros, los estudiantes de bachillerato pueden hacer y comprender experimentos que les habrían parecido mágicos a los químicos que trabajaban hace sólo unos pocos siglos. En los últimos tres cuartos de siglo, gracias a Pauli, hemos entendido por qué las sustancias químicas se mezclan y reaccionan como lo hacen. Vemos claramente por qué el sodio y el cloro pueden combinarse para formar sal, o el hidrógeno y el oxígeno para dar agua.

La alquimia es el intento de convertir el plomo u otros metales básicos en oro. Otro objetivo de los alquimistas era hallar el elixir de la eterna juventud. La alquimia se puede definir también como una forma primitiva de la química.

La ambición de convertir plomo en oro no es tan disparatada. Como ya hemos visto, el número atómico es la clave de la química, y el número atómico del plomo es parecido al del oro, estando ambos elementos en posiciones cercanas dentro de la tabla periódica (sus números atómicos son 82 y 79, respectivamente), aunque, por supuesto, los antiguos no disponían de una tabla periódica.

Uno de los primeros premios Nobel de química fue concedido en 1908 a Ernest Rutherford, quien descubrió que a causa de la radiactividad algunos elementos se transforman en otros. Los elementos son alterables. Escuchemos la famosa conversación de Rutherford con su colaborador Frederick Soddy:

Soddy: «Rutherford, esto es transmutación.»
Rutherford: «Por Dios, Soddy, no lo llames transmutación. Nos cortarían la cabeza
por alquimistas.»

Rutherford siguió transmutando elementos de otra manera: bombardeándolos con partículas para extraer de ellos protones, «rompiendo a golpes los átomos» para convertirlos en elementos más ligeros.

Ernest Rutherford

En 1938, el físico italiano Enrico Fermi ganó el premio Nobel, en parte por haber descubierto, supuestamente, nuevos elementos radiactivos más pesados que el uranio. Fermi había bombardeado uranio, cuyo número atómico es 92 en la tabla periódica, con neutrones lentos y había logrado producir dos sustancias misteriosas, que en el discurso de aceptación del premio Nobel llamó «ausonium» y «hesperium», que serían los elementos de número atómico 93 y 94, respectivamente. En realidad, Fermi había escindido el átomo de uranio en elementos más ligeros, no había añadido neutrones para conseguir elementos más pesados. Sin saberlo había realizado la fisión del átomo. En 1939, Otto Hahn y Fritz Strassman, con cierta ayuda de Lise Meitner y Otto Frisch en la interpretación de los resultados, escindieron el átomo de uranio y constataron que habían logrado la fisión. (El premio de Fermi estuvo bien merecido; Fermi fue un gran físico, un «dios» del lenguaje, y alcanzó muchos otros logros del nivel del premio Nobel.) En 1940, Edwin McMillan y Glenn Seaborg llegaron a las metas que la obra de Fermi había señalado. Crearon mediante bombardeo los elementos transuránicos neptunio y plutonio. Ganaron el premio Nobel de química en 1951.

"Los grandes descubrimientos perdidos", Dick Teresi, Editorial Critica, Barcelona 2004


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