miércoles, 28 de febrero de 2018

El asesinato de Cánovas del Castillo


Crónica aparecida en la revista "La ilustración española y americana" del 15 de agosto de 1897 del asesinato de Cánovas del Castillo.

CRÓNICA GENERAL

Desde la muerte del malogrado D. Alfonso XII no hemos registrado en nuestra crónica una pérdida personal de tanta trascendencia para España como la del jefe del partido conservador, D. Antonio Cánovas del Castillo, brutalmente asesinado en Santa Agueda por un obscuro anarquista italiano, que dio por razón de su crimen la de vengar á sus hermanos. ¿Qué hermanos eran esos? Los tigres que sembraron de muertos y heridos las butacas del Liceo y la calle de los Cambios en Barcelona, y que, por lo visto, creían tener derecho á la impunidad y á que el Sr. Cánovas, presidente del Gobierno, les hubiera consentido el asesinato libre y el bombardeo del pueblo á voluntad. Los periódicos ingleses compadecen á Italia, con razón, por dar tan abundante cosecha de asesinos. Hay algo peor que esa desgracia involuntaria: la que padece Inglaterra, de ser el antro donde se fraguan esos crímenes. Discurriendo Le Temps acerca de las ferocidades anarquistas, recuerda que también en otros tiempos hubo regicidios y asesinos políticos. Es verdad que el Padre Mariana sostuvo ser lícito el tiranicidio, y acerca de esto, cierto en absoluto, se podrían hacer algunas salvedades sobre el concepto que tenía del tirano y de su destrucción: pero no ha podido negar que pertenece exclusivamente a nuestra época la vergüenza de haber creado la secta irracional y cruel del anarquismo, tras la cual ¿quien sabe lo que se esconde? Porqué si dispone de instrumentos fanáticos, prontos á esparcir la muerte por instinto de perversidad, y que se complacen en destruir, ya á ciegas, ya á golpe seguro, con infernal atrevimiento; y la feroz voluntad que mueve esa maquinaria se presta á todas las venganzas y se adhiere á todos los intereses ilegítimos que conduzcan a la perturbación universal, ¿quién podrá asegurar que, aun siendo cada criminal responsable y consciente de su delito, no sea también un instrumento empujado por oculta conspiración hacia la víctima?


El asesino del Sr. Cánovas del Castillo era extranjero y venía de fuera á cumplir su odioso encargo. Deslizado entre los bañistas, sólo causó extrañeza la modestia de su traje. Si algún presentimiento cruzó por el pensamiento de alguien, acaso transmitido en la mirada del que premeditaba su crimen, por ese telégrafo sin hilos que comunica de cerebro en cerebro, no ideas formadas, sino vagas impresiones, esa advertencia íntima no cuajó en forma de sospecha. Ejecutado el asesinato, no una, varias personas se dieron cuenta de haber recibido aquella misteriosa transmisión que sólo nos explicamos siempre demasiado tarde y que casi todos juzgan haber comprendido mucho antes; sirva este fenómeno y la existencia indudable de dicha telegrafía no estudiada, que tantas veces nos representa en forma de recuerdo á una persona olvidada que aparece muy pronto, ó nos predispone á recibir un gran disgusto, ó provoca justas simpatías ó antipatías, ó llamamos presentimientos, para disculpar á esas personas que, creyendo haber sentido sospechas del crimen, no le previnieron. Es que tuvieron la advertencia y no llegó á adquirir forma definida. Y es también que el ilustre jefe de los conservadores españoles había terminado su destino, y la tragedia debía consumarse en momentos tales, que grandes y chicos, amigos y adversarios comprendieran su valer por el vacío que dejaba.

No sobresalía solamente D. Antonio Cánovas del Castillo por su gran cultura intelectual y alta capacidad: era un carácter: Dios le había creado para mandar y dirigir: los que le conocieron siendo joven, declaran que en sus primeras agrupaciones Cánovas era siempre el amo. Nieto de un valiente que derramó su sangre por la patria, é hijo de un profesor, presidieron su infancia modesta dos elementos á cual más nobles: el heroísmo y la cultura del espíritu. Huérfano y pobre, halló cariñosa acogida en un pariente, maestro en el decir, gran erudito, á cuya sombra se ensancharon sus conocimientos, y al que correspondió con grandeza, no sólo refrescando su memoria en su libro El Solitario y su tiempo, sino siendo un segundo padre para la familia del ilustre D. Serafín Estébanez Calderón. Dotado de energía indomable, brilló en la prensa, se impuso en la política, dominó en la tribuna, y, paso a paso, ocupó por derecho propio los puestos más culminantes del país, en el orden intelectual y en el civil, creándose una nobleza personal que transmitirán á todos los suyos cuantos lleven su apellido, de renombre universal. Nótese en este breve extracto que sólo consignamos lo que por ser tan evidente no niegan sus más encarnizados enemigos. Y, sin embargo, es la síntesis exacta de su vida.

No gobernó el país en tiempos fáciles, sino complicados y revueltos: tiempos de luchas y pasiones hirvientes, de choque de ideas, de transformación, guerras civiles, ataques periodísticos, conflictos á montones y cúmulo de desventuras. Natural es que, al juzgar los opuestos bandos ó criterios su gobierno, le ataquen y defiendan, le ensalcen ó reprueben, y que en un término medio creamos algunos que, habiendo acertado en mucho, humano y natural era que se equivocase algunas veces; pero ¿quién puede en estos tiempos realizar un ideal, si todo se vuelve obstáculos para el que dirige y ejecuta, y el mismo que coloca las piedras en su marcha se ríe del que tropieza? El juicio histórico de su obra política no se puede hacer aún: la distancia es necesaria para apreciar la obra en su conjunto.

Pero hay cierta información de que sólo pueden juzgar y dejar nota los testigos presenciales: por ejemplo, la de que D. Antonio Cánovas del Castillo era, como estadista, de entendimiento tan extenso que abarcaba en lo especulativo los conocimientos más vastos, y procuraba estar muy enterado del movimiento general de las ideas, y era al mismo tiempo un práctico en los ramos principales de la Administración y en el conocimiento de los hombres y las cosas. Más podremos decir: su obra literaria, con ser honrosa, no podrá dar idea de su saber, ni de su ancho entendimiento: absorbido por la política y el estudio; embargado por trabajos directivos y resoluciones y consultas, jamás tuvo tiempo ni reposo para meditar y escribir lo que podía. »Soy, decía en un discurso literario, un desterrado de las letras.» Aun así, hay en su obra mucho que aprender para los que más le han censurado.

Tampoco sabría la posteridad que ha de fijar su importancia en la historia, si no se escribiera hoy, que, siendo un hombre tan serio, tenía un gracejo meridional en su trato íntimo que le hacia agradable entre las damas y temidos sus epigramas. Ni por los extractos de sus discursos, desfigurados por los correctores y taquígrafos, el arte con que sabía pronunciarlos, su dominio de la palabra improvisada y la resonancia y timbre grato de su voz robusta y varonil. Era un artista en la tribuna, no lírico, florido y rebosante de imágenes y rasgos como Castelar, sino de castiza y solemne seriedad y amplitud majestuosa, que se hacía acerada y contundente, como lanza y como maza, en los momentos oportunos. Nadie le excedía en el arte, indispensable en los Parlamentos, donde rara vez se discute de buena fe, en presentar sus argumentos envueltos en gasas y nebulosidades que, en su doble y vago sentido, dejasen lugar á la defensa por sus diversas interpretaciones. Y si nuestro criterio no nos equivoca, no sólo gustaba de los asuntos difíciles, sino hasta de los conflictos, por el placer de resolverlos, y, si era posible, por medios inesperados y diferentes de la opinión más admitida: es decir, á su manera.

No es ésta ocasión, ni tendríamos espacio para juzgar, por su legislación y sus actos, la magnitud de su obra política y sus inconvenientes: requeriría un libro y algún tiempo ese trabajo; no es fácil abarcar en breve espacio la historia de veintiún años que se puede decir que presidió, y de cerca de medio siglo en que intervino activamente. Ni el estupor que causa la caída del atleta deja el ánimo sereno para discernir con claridad toda una época. Se ha extinguido una fuerza intelectual, ha muerto un hombre ilustre; y si las banderas ondeando á media asta, y los balcones de los edificios públicos con sus negras colgaduras advierten al pueblo que ha muerto uno de sus primeros dignatarios, la voz de todas las naciones, que le aclaman estadista insigne, nos convence de que hemos perdido una gran inteligencia. Pues bien; el espíritu se subleva, y todos los sentimientos de rectitud y de justicia, con que ese lamentable suceso sea la obra infame de un malvado que ha roto á traición aquel cerebro poderosos. Los quejidos de una viuda desolada: el luto de todos los corazones generosos: la apoteosis que España entera dedica á la victima ilustre: hasta el jubilo canallesco de los que ven con placer morir todo lo que vale y apagarse todo lo que brilla, que también este tributo de lo mísero y ruin ensalza y glorifica: los honores fúnebres: la lluvia de coronas que ha sepultado el féretro entre flores: el estupor de España; la indignación del mundo entero; la causa porque muere, si ha acortado algunos años la vida de D. Antonio Cánovas del Castillo, le ha dado un final trágico y grandioso. Morir a
manos de los enemigos de la humanidad, es para un hombre de Estado como para el militar caer envuelto en su bandera sobre el campo de batalla.

¿Cuáles serán las consecuencias de esa muerte? Se preguntan las gentes y discurren los políticos. La historia nos contesta que los hombres pasan y las naciones siguen su curso misterioso. Si hemos de creer en ciertos signos, la fortuna, que es uno de los factores de toda grandeza personal, había entrado en su periodo menguante para el insigne hombre político que España acaba de perder. Cuando un poder personal termina, los partidos, ó tienen el instinto de la vida y acuden á su unidad, ó se deshacen, y sus restos sirven para fortalecer otros partidos. En esta ó en la otra forma, tengan los enemigos de España la certidumbre de que la vida nacional y sus energías no han de quebrantarse. En lo accesorio, claro es que se desamortizarán ciertas jerarquías é influencias que había centralizado el Sr. Cánovas. Su autoridad y fortaleza le habían hecho árbitro, no ya de la política, sino de todas las posiciones que se disputan los hombres en la esfera mercantil o intelectual. Los herederos respetan la tumba, pero no pierden de vista sus despojos. A la grandeza de la caída seguirán las escenas menos grandes del reparto. Si los muertos levantaran la cabeza, un año después de su muerte — un hombre de mucho entendimiento y experiencia nos decía, — si las personas más queridas y lloradas resucitaran algunos meses después de morir, producirían una perturbación entre los suyos. Este pensamiento repugnante encierra, sin embargo, una dolorosa verdad; esperemos un año, y proponemos para entonces este tema á los políticos: ¿qué efecto produciría en el partido conservador liberal la resurrección de su ilustre jefe y fundador?

La muerte se ha apoderado de nuestra Crónica por completo. El arzobispado de Toledo está vacante
por el fallecimiento de su ilustre Prelado, el cardenal Monescillo, una de las figuras más eminentes del clero Español y una de las glorias de su púlpito. ¡Qué dos sepulcros se han abierto en pocos días! Formando contraste con la trágica e inesperada del jefe del Gobierno, la muerte del Primado de Toledo ha sido la extinción de una vida dilatadísima, causada por natural caducidad. Todo hacía presumir que el Sr. Cánovas, no solo habría de sobrevivir al cardenal Monescillo, sino influir con su consejo en la elección del sucesor: y, sin embargo, el Arzobispo moribundo tuvo vida para saber la triste noticia del crimen ejecutado en Santa Agueda, y alientos para escribir de su puño y letra el pésame por aquella gran desgracia. Como al Sr. Cánovas del Castillo, se han concedido honores de Capitán general con mando al Arzobispo difunto: de manera que Madrid y Toledo presencian al mismo tiempo dos solemnidades igualmente tristes é imponentes. Quiera Dios que en la Crónica venidera se haya eclipsado la estrella aciaga que ha presidido al país en estos días. Entretanto, lloremos á los muertos: pero tengamos confianza en la vitalidad de nuestra patria, que siempre ha sabido sacar fuerzas de lo que á otros amilana y confiar en sus destinos.

JOSÉ FERNÁNDEZ BREMÓN.

Artículo de "Le monde Illustré" del 21 de agosto.

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