martes, 27 de abril de 2021

Un mes en el Senegal, bajo el sol africano

ESTAMPA, 16 de mayo de 1931.

En el año 1925 el ex presidente de la Diputación de Barcelona, don Juan Maluqucr y Viladot, emprendió un viaje al Senegal para visitar a una niña, ahijada suya, residente en una factoría catalana establecida en Tivaouane.

Durante un mes, el señor Maluquer vivió entre los senegaleses. Y aunque tenia entonces sesenta y siete años, viajó por el Desierto, sufrió las inclemencias del sol africano y asistió a cacerías llenas de peligros, en que las piezas cobradas fueron el león y el leopardo, con la arrogancia juvenil de un explorador. Hemos creído curioso dar a conocer a nuestros lectores el relato de este viaje, que el señor Maluquer ha tenido la gentileza de hacer a uno de nuestros colaboradores.

En el número de hoy publicamos la primera información y en el próximo publicaremos la segunda y última.


Tribus de árabes nómadas a su llegada a Dakar para participar en una fiesta.


"NO SOY AMIGO DE ESAS COSAS, PERO, EN FIN, VEREMOS..."

Cuando llegué eran las nueve y media de la mañana. Subí la escalera, y en el piso principal el portero me hizo pasar a un despacho. Allí, sentado ante su mesa, encontré al secretario del señor Maluquer, con el rostro un poco alterado, porque parece que no cesaba de sonar el timbre de un teléfono que tenía detrás. Al verme cambió de gesto, y yo intenté preguntarle si era Fulano de Tal. Pero no me decidí por temor a equivocarme. Sin embarco, me pareció un papel triste el entrar desconociendo el apellido del secretario del ex presidente de la Diputación de Barcelona. Preferí decirle el mío, y el objeto de mi visita. 

— ¡Ah, si! Tome usted asiento.

El secretario sofocó el timbre del teléfono y se asomó a una puerta cercana.

— Don Juan Maluquer —me dijo— vendrá dentro de un momento. No puede tardar.

En efecto, a los pocos minutos entró en el despacho el señor Maluquer y Viladot. Extraordinariamente alto, delgado, escurridizo, de ojos negros y vivos; se quedó mirándome, y al reconocerme, me dijo:

—No soy amigo de esas, cosas, pero, en fin, veremos.

El ilustre ex prcsidente de la Diputación de Barcelona, don Juan Maluquer y Viladot, de cuyo viaje al Senegal se recoge un interesante relato en estas páginas.

"MONSIEUR MALUQUER. L'ANCIEN MINISTRE ESPAGNÓL"

A una ahijada de pocos años—comenzó diciendo—le prometí una visita en la factoría calalana que sus padres tienen en el Senegal. Como yo nunca falto a mi palabra, el 12 de enero de 1925, a los sesenta y siete años de edad, embarqué en Alicante, en el buque de transportes Plata, de una Compañía francesa...

Unas horas antes de llegar a Dakar, la oficialidad del barco y los viajeros me obsequiaron con un rumboso almuerzo. A los postres, el comandante, alzando la copa, brindó por mí y para que l'ancien ministre espagnol monsieur Maluquer pudiese conseguir con salud la misión que lo llevaba al Senegal. Quedé atónito al sentir que me creían ministro, y al corresponder al brindis aclarando el concepto, lo atribuyeron a modestia. A mi lado, un embajador sudamericano, acercándose a mi oído, me dijo que había sido una indiscreción del comandante descubrir mi incógnito...

Los expedicionarios son recibidos por sus familiares al llegar al poblado de Tivaouane, después de la penosa travesía del Desierto.

LOS NEGROS EN LA CAPITAL DE ÁFRICA OCCIDENTAL

En la Aduana de Dakar llamé a un negro para que trasladase mi equipaje al hotel. Tenía cara de hambre, y, sin embargo, ¡qué fuerzas las suyas! Cuando le vi cargar a la espalda mis dos maletas, tamañas como baúles, y lo vi subir la primera cuesta, curvando como garfios los dedos de los pies, hinchadas las pantorrillas a manera de bollos, yo, que jadeaba tras él, me avergoncé de mi debilidad. Dos viajes hizo. Le di cinco francos. Salió de mi habitación silencioso e indiferente, al parecer; pero en su mirada, simple como la de un niño, brotó la claridad, de un agradecimiento.

Al día siguiente, muy de mañana aún, sentí resollar, como si una bestia tomara aliento al trepar una cuesta. Me asomé al balcón; era él, el cargador negro que había traído mis maletas a la espalda. Llevaba una media res vacuna a la carnicería. ¡Media res atada con una cuerda por delante de su pecho! Tanto se curvaba que temí se diese de bruces en el empedrado.

De allí a poco, volvió, hablando a solas. Aun estaba yo acodado en el balcón. No advirtió mi curiosidad. Abrió la mano; en la palma blanqueaba una moneda de veinticinco céntimos. ¡Un real! Para ganarlo estuvo a punto de quedar aplastado por la carga... Después vi cientos de negros como aquél, abrumados por pesadas cargas...

Aquel día llegó a Dakar el mariscal Pétain, y con ese motivo la población estaba de fiesta. ¡Población de cuarenta mil habitantes, de la que treinta y cinco mil son negros! Por las calles la animación y el griterío eran como un día de carnaval en Europa. Balcones y azoteas atestábanse de curiosos. Yo no espero volver a ver en mi vida una muchedumbre tan heterogénea. Las mujeres lucían tocados claros; muchas de ellas sin velo. Otras, lo llevaban transparente o bien, tapándose el rostro, mostraban la pierna por debajo de la falda. Los preparativos y el ir y venir de las gentes resultaron más lucidos que el desfile del mariscal y su comitiva, reducido a un brevísimo paso de lanceros montados en briosos caballos blancos, automóviles, más lanceros en caballos blancos y más automóviles, terminando en cosa de dos minutos lo que se esperó con afán durante cuatro horas.

Indígenas senegaleses ante una de las miserables chozas que constituyen su habitación.

Y ALLÍ, FRENTE A DIOS MISMO, CADA UNO REZA A SU MANERA, CON ANSIAS LOCAS DE GRITAR

Al regresar al hotel me encontré con mi amigo y paisano Ramón Boldú, el padre de mi ahijada, que venia a buscarme para ir a Tivaouane, donde está la factoría.

Para llevar el interior del automóvil en que haríamos el viaje lo más vacío posible, atamos todos nuestros bártulos y petates a los estribos, Nos acostamos temprano y al amanecer nos pusimos en camino.

El ritmo del motor llenó el silencio misterioso del alba. A los pocos kilómetros la mañana y el sol nos sorprendieron en plena desolación. ¡Un árbol, un árbol; quién nos diera un árbol para reposar un instante! ¡Médano, monte, arena! 

A causa de su gran sobriedad y resistencia, el camello es insustituible en los grandes viajes a través del Desierto. He aquí a los dóciles animales bebiendo en un río bajo la custodia de sus dueños.

En cuanto nos descuidábamos, el radiador se transformaba en una tetera. Trasudaba vapor por arriba y por abajo. El agua que llevábamos para nosotros, empezó a tragársela el coche. A la una de la tarde empezó a mordernos el hambre. Pero nadie se animó a comer allí.

Una hora después, ¡oh alegría salvaje!, divisamos unos árboles. Bajamos, y cada cual se tumbó a la fresca. Comimos con un apetito feroz. Miraba a la lejanía, y al pensar que tenía que salvarla, me entraban ganas de suicidarme.

La marcha se hizo otra vez pesada, ronca, desesperante. Arena y más arena. Caía fuego diluido sobre nosotros. La ausencia absoluta de pájaros nos indicaba la falta de agua. De pronto, apareció ante nosotros, de espaldas, una figura humana. El negro llevaba su morral al hombro y apoyábase en una rama que le servía de cayado.

Desnudo el tórax, hirsutas las barbas. Pasamos a su lado. Marchaba a buen paso. Poco después, al volverme para mirarlo, su figura era una mancha en el horizonte.

Don Juan Maluquer y Viladot mostrando sobre el mapa a nuestro colaborador José D. Benavides el itinerario de su viaje al Senegal. (Fotos Badosa.)

El calor nos ahogaba. De repente, oí unos alaridos tras de mi, dados por uno de mis compañeros de viaje.

— ¡Miren, miren! — gritaba.

Boldú frenó violentamente. Nos bajamos. Un silencio terrible nos envolvía. La hora se nos entró en el alma con una fuerza inaudita, y allí, frente a Dios mismo, cada uno rezó a su manera, con unas ansias locas de gritar...

JOSÉ D. BENAVIDES


ESTAMPA, 23 de mayo de 1931.

UN MES EN EL SENEGAL. UN PUEBLECITO AFRICANO DONDE SE HABLA CATALÁN

HE TENIDO CALOR. HE PADECIDO SED. HE SUFRIDO HAMBRE. 

Porque el proceso, en el desierto, es éste — continuó diciendo don Juan Maluquer y Viladot, ex  presidente de la Diputación de Barcelona.

Un aspecto del mercado de Tivaouane, el pueblecito senegalés cuyos habitantes europeos y africanos hablan a la perfección el catalán. 

Primero, le acosan a uno ganas de gritar, y grita aunque esté solo. Después, poco a poco, el espíritu se va serenando, y la partícula divina que cada cual lleva en su alma florece en hondo recogimiento.

Yo he tenido calor en el desierto, he padecido sed, he sufrido hambre, Pero puedo asegurarle que el desierto es algo maravilloso. Y me gusta tal como es, con su calor, con su sol de fuego, sus arenas quemantes, el agua estancada de sus pozos y su desesperante inmensidad. ¿A quién se le habrá ocurrido eso de que los desiertos africanos son una vasta planicie cubierta de arena amarilla y poblada de leones rugientes? ¿Que habrían podido comer los pobres leones en medio de las arenas? No me extraña que en 1352 el mallorquín Ibn Batutah confiase, para atravesar el Sahara, en un guía ciego de un ojo y con el otro ya enfermo.

El señor Maluquer y Viladot en su puesto de caza durante una de sus excursiones por la brava selva senegalesa.

CUANDO LLEGAMOS AL POBLADO. ESTÁBAMOS FUERA DE COMBATE

Habíamos salvado ya más de la tercera parte del camino cuando empezó a anochecer. Si lo que habíamos recorrido era decididamente malo, lo que nos aguardaba era peor.

Estos negros senegaleses acaban de regresar de una salida pesquera, cuyo producto han sido los raros ejemplares con que aparecen en la fotografía.

El motor, refrescado por la noche, comenzó a trabajar con precisión admirable, pero fue menester, debido a la senda endemoniada, marchar a diez o quince kilómetros por hora y cambiando continuamente de velocidades para evitar los barquinazos. Estábamos en lo alto de la montaña de Thies, la única que hay en el Senegal. Camino rocoso, lleno de altos y bajos, curvas y accidentes de toda naturaleza...

Cuando vi las primeras luces de Tivaouane, a mí, como de costumbre, me entraron ganas de cantar "La Santa Espina". El camino se hizo entonces más amable, y, ¡al fin!, llegamos al poblado, que despertamos a fuerza de bocinazos. Pero nosotros, que parecíamos unos valientes, estábamos fuera de combate.

EL HOMBRE SABÍA QUE LE RESTABAN POCOS MINUTOS DE VIDA

Al día siguiente el paisaje ostentaba, como uniforme de duelo, un color gris pardo sucio. La miseria de las bestias corría pareja con la desolación del paisaje. Los tigres y los leones bajaban al poblado sedientos de agua y de sangre, cuando más les faltaba aquélla. Y hasta a los zorros la magrez afligíalos hasta el ridículo. Y para un zorro sufrir el ridículo es como sufrir hambre, y esto es todo cuanto se puede decir. La gente de la factoría estaba flaca de tanto dormir mal. ¡Qué calor y qué sol!... Esa misma mañana pude observar, con asombro, los atroces efectos de aquella temperatura.

Estaba a eso de las diez, en una de las galerías, un negro, que hablaba muy bien el catalán, ocupado en desprender una garrapata adherida a una oreja de su perro, cuando, de improviso, se incorporó y lanzó un grito. Todos miramos su faz descompuesta. Algo grave y extraordinario le ocurría. Una víbora terrible le había picado en el índice de la mano izquierda. El negro se estremecía de frío. El colmillo del reptil asomaba roto en la herida. El hombre sabía que lo quedaban muy pocos minutos de vida.

No perdió un segundo. Rodilla en tierra afirmó sobre la pierna el mango de su cortante tijera, y empuñándola con fuerza puso el dedo entre las hojas y dio un tijeretazo formidable... Crujió el hierro al cortar el hueso de la primera falange y saltó a dos metros el dedo. La herida quedó blanca un instante, y luego brotó un hilo de sangre...

A través de la galería, la víbora tropezó con el borde del corredor de baldosa francesa que comunica el edificio principal de la factoría con el escritorio y otras dependencias. Después de vencer con alguna dificultad aquel obstáculo, se lanzó resuelta y velozmente sobre las rojas baldosas; pero no habría andado un metro cuando de pronto vaciló, se detuvo como si hubiera querido volverse, se enroscó después con violencia, se desenroscó más despacio, levantó mucho la cabeza, tornó a abatirla rudamente, dio varias vueltas completas sobre el lomo mostrando la blancura del vientre, tuvo unas leves ondulaciones y, por último, se quedó inmóvil. Al acercarnos llenos de curiosidad, la víbora estaba muerta, y la había matado, sin duda, el caldeamiento terrible de aquellas baldosas, expuestas sin reparo alguno al formidable sol de la mañana.

—-¡Anoche soñé con los fantasmas!...— sentenció el negro.

Cogió del suelo el pedazo de su dedo y se lo guardó en el bolsillo...

Don leopardos senegaleses capturados en una cacería y domesticados por los indígenas de Tivaouane. 

TIVAOUANE, DONDE TODO EL MUNDO HABLA EN CATALÁN

Tivaouane es un poblado de unos dos mil habitantes, de los cuales son blancos unos treinta, entre grandes y pequeños, contando los empleados de la factoría, el administrador, el médico y los jefes de policía y del correo. Pueblo de callejones gredosos, cuando no hay sequía. Sólo una docena de casas son de piedra y madera; las demás son de cañas y ramajes.

Hace más de treinta años que se estableció en Tivaouane la casa Codina. Un telegrama o una carta con la dirección "Chez Codina-Senegal", es suficiente para que llegue a su destinatario. El señor Codina, que ahora vive en Barcelona, tiene como representante en Tivaouane a don Ramón Boldú, y los empleados blancos, sin excepción, son catalanes. En el Senegal se da el caso curioso de que todos los españoles hablan en catalán. En la factoría todo se hace en catalán, y los habitantes de Tivaouane lo hablan como el más puro ampurdanés, y hasta bailan la sardana al son de un fonógrafo. La factoría, que se dedica a la explotación del cacahuet, tiene importantes sucursales en Dusrbel, Bombey y Guinguinen.

En esta apacible tertulia formada por habitantes de Tivaouane, el viajero español se sorprendería de oír hablar el catalán, ni más ni menos que si se hallara en un café del Paralelo...

En el mercado de Tivaouane son frecuentes las disputas por dinero. Fui a verlo, aunque nada ocurre en él digno de mención, salvo la costumbre de gritar sin necesidad, que parece característica de los árabes. Me acerqué a un puesto, donde vendedor y comprador concertaban una pequeña transacción. Se trataba de establecer, mediante los procedimientos habituales, a qué precio cedería el primero una ristra de ajos que el segundo deseaba adquirir. Diferían en cosa de cinco céntimos, y para demostrar la justicia de sus respectivas actitudes, elevaban la voz, juraban, lanzábanse miradas iracundas, llegaban a poner en duda la honorabilidad de sus respectivas familias, y, por último, pusiéronse de acuerdo, convencidos de que los cinco céntimos de diferencia no valían semejante disputa.

A pocos kilómetros de Tivaouane está Kreur N'Diobo, donde las tropas francesas, hace diez años, dieron muerte a Damel Laubé, el terror del Senegal, una especie de amo y señor de vidas y haciendas, cuya ferocidad llegó al extremo de degollar, empalar y desollar vivos a muchos soldados que cogió prisioneros...

LA PSICOLOGÍA DEL SENEGALÉS

En general, los senegaleses, como los beduinos, son pastores, nómadas y merodeadores. Las sequías prolongadas los obligan a cambiar de lugar en busca de agua y hierba para sus animales, lo que provoca querellas entre tribus que se disputan un abrevadero o un prado, o los reduce a un grado de extrema necesidad que los fuerza a recurrir a la rapiña para obtener medios de subsistencia. Sus guerras o refriegas no suelen ser sangrientas. No les conviene matar, porque el autor de una muerte debe pagar a la tribu a que pertenecía la víctima una indemnización de diez a cincuenta camellos; de lo contrario, los enemigos se vengan con el asesinato, que a su vez debe ser vengado, y así sucesivamente, con lo que la querella no tiene fin.

Una negrita de Tivaouane, retratada con sus dos pequeñuelos en la puerta de su humilde cabaña.

Completamente ignorantes del arte de escribir, los senegaleses lo confían todo a su memoria, y cuando la memoria les falla, llenan sin ningún escrúpulo los claros con los productos de su imaginación. No tienen un código de moral fijo, y en su conducta se observan, las más extrañas contradicciones.

La mentira y la exageración son corrientes en cuanto dicen, y quebrantan a menudo los juramentos más sagrados y los compromisos más solemnes. Son, eso si, muy supersticiosos. A uno le oí decir que un pariente suyo vivió sin cabeza: otro me contó que hay una tribu que habita bajo tierra, con un rabo del tamaño de un palmo...

LA CARAVANA Y LA RESISTENCIA DE LOS CAMELLOS

Yo había dedicado algunos días a esa caza que no ofrece peligros y que puede emprender cualquier hombre más o menos ágil o paciente, con cualquier arma y cualquier clase de perros. Pero antes de abandonar el mundo nuevo en que viví algo más de un mes, quise presenciar la caza del leopardo, el animal por antonomasia para los senegaleses. 

Como teníamos que cruzar una ruta llana, árida y arenosa, se organizó una caravana de cien camellos, atados en filas de cincuenta, unida la cola de cada uno con la cabeza del que le seguía. Delante iba un asno sin carga, porque, según creen. Trae buena suerte, y, en casos difíciles, acierta con la orientación. Por razones religiosas partimos un viernes, una hora después de la plegaria del mediodía. A los dos kilómetros aproximadamente, la caravana se detuvo, para que los camellos llenasen de agua las pequeñas bolsitas que tienen en el interior de su cuerpo. De esta manera pueden caminar cinco o seis días sobre la arena caliente del desierto, llevando una carga de doscientos o trescientos kilos, sin volver a beber y comiendo únicamente, de cuando en cuando, alguna planta espinosa.

Algunos de estos animales trotan a una velocidad de doce a diez y seis kilómetros por hora, y pueden andar de esa manera un día entero y parte de la noche sin descansar. Las jorobas son unos verdaderos depósitos de grasa, y cuando el camello efectúa un largo y penoso viaje, éstas empiezan, poco a poco, a disminuir, y algunas veces desaparecen casi completamente. Esto sucede porque el camello va empleando la grasa que tiene depositada allí, como reserva de alimento, y ella le va dando las fuerzas necesarias para seguir trabajando.

EL PAVOR DE LA SELVA

Entre nosotros iba un negro que tenia el admirable sentido de la orientación. Porque nada es correr el día entero, azuzar, machetear, tirar y matar, cuando al final de la sangrienta jornada el cazador no sabe dónde se halla. Todo lo ha llevado por delante con la locura de correr. Con el último grito de triunfo vuelve en si como de un sueño.

Nos habíamos metido en la selva virgen, en la que apenas se entreveían lívidos retazos de cielo. Habíamos vuelto cien veces sobre nuestros pasos, y girando como trompos. La jornada era mucho más fuerte y difícil de lo que presumiera; el ramaje, tupido, nos impedía avanzar. Aunque nos encontrábamos con bichos no despreciables para un cazador, no hicimos fuego sobre ninguno. ¡Queríamos encontrar cuanto antes un tigre o un león y volver triunfantes con él nuevamente al poblado!

De pronto, experimentamos una sacudida, y los perros arremetieron tremendos de furia. Oímos el ruido de una carrera impetuosa que hacía crujir y temblar la vegetación, y alcanzamos a distinguir una leona que, con elásticos saltos, huía a más no poder. No ocurrió lo mismo con el león, al que los perros bravamente le interceptaron el paso. Los negros lanzaron un estentóreo alarido de combate. Deseoso de contemplar la ruda escena, yo también avancé. Corté unas ramas que me impedían ver, y contemplé al león hirsuto, gruñente, respaldado contra un árbol, mostrando las fauces feroces...

Los perros, con ladridos agudos, arremetían a la fiera, sin cuartel, en desorden desconcertante. Pero, cuando el león se lanzaba contra ellos, éstos se esquivaban con esguinces de increíble rapidez. A pesar del número, el león era más poderoso. 

Sentí una enorme curiosidad por ver como terminaba el lance. Cierto que el león estaba completamente acorralado. Imposible que pudiese huir. Dos negros se aproximaron para alentar a los perros. En ese momento, uno de los mastines, con una audacia oportuna, le clavó los dientes en el pecho. Por libertarse de él, el león desatendió a los otros enemigos, y entonces otro le mordió en el pescuezo y en la oreja. Erguida, en dos píes y afianzando el lomo en el árbol, la fiera cogió a uno de sus enemigos, ¡y no soltaba su presa! Otros le arremetieron poniéndola en libertad. El león manoteaba a los perros para evitar otro ataque. Se mezclaron los gritos de dolor y de ira de los mastines en una algarabía ensordecedora.

Don Juan Maluquer y Viladot relatando a nuestro colaborador José D. Benavides los incidentes de su viaje al Senegal.

El león, perdido, sangraba del pecho y del pescuezo. Estimulados los perros por nuestros gritos, acometieron a un tiempo. Ocurrió entonces lo inesperado. Vimos avanzar de improviso, como un bólido, hacia un negro, el cuerpo de la fiera. El senegalés dio un salto enorme. Jamás experimenté mayor emoción. No nos habíamos repuesto aún, cuando vimos al león subir por el tronco del árbol. En una gruesa rama se detuvo, mirando a los perros que ladraban, desesperados. ¿Quién cedería en la espera? Los cazadores apuntaron, atravesando la cabeza del león a balazos. El bicho cayó a tierra, y yo, acercándome, le corté un puñado de pelo que ajusté en el ojal de la solapa como si fuese una flor...

JOSÉ D. BENAVIDES





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