lunes, 5 de julio de 2021

UNA HORA EN CASA DE EMILIO ZOLA

La Ilustración artística, Barcelona, 27 de junio de 1892

UNA HORA EN CASA DE EMILIO ZOLA

En resumidas cuentas, Emilio Zola ha tenido novecientas noventa y nueve interviews hasta el día; y he creído interesante reservarme el décimo centenario de ese sport a que he consagrado ya algunos años de mi existencia. A la originalidad de ese aniversario agregábase para mí el placer de volver a debutar como reporter, pues todos saben que M. Zola comparte con M. Renán el fatigoso monopolio de bautizar a los neófitos de la interview, o dicho más claro, de tener que aguantar los primeros ensayos de todo al que a esa especialidad periodística quiere dedicarse.

Me he puesto, pues, el traje de domingo del regorter, llevando conmigo al fotógrafo de la Revista, a que va destinado este artículo, y he ido a llamar al número 21 bis de la calle de Bruselas, conservando el recuerdo de la ligera angustia de mi primera visita.

La nueva morada del maestro no ha sido descrita aún, al menos que yo sepa; pero aunque lo hubiese sido, ¡qué importa! Hoy es día de fiesta, y quiero rehacer esa descripción.

Desde el vestíbulo del hotel obsérvase ya una mezcolanza fabulosa de formas y de colores, un cúmulo inusitado de chucherías: a la izquierda un Buda, hipnotizado por su ombligo, está sentado en medio del sol de oro de su nicho de hojas del loto, a la sombra de dos palmeras plantadas en jarros de China; enfrente se ve una triple silla de coro de encina vieja esculpida, y unas vidrieras conservan una atmósfera concentrada en aquel rincón reservado para los visitantes que esperan. La gran escalera del hotel, que recibe la luz por un vano con cristales, elévase dando vueltas sobre sí misma, y presenta en el centro un espacioso tramo para descansar. Apoyado en la pared de la escalera, a la izquierda, hay un bajo relieve de madera pintada, que representa media docena de personajes de tamaño natural, y una extraordinaria dalmática con enormes adornos de plata antigua, que se destacan sobre un fondo de perlas azules: diríase que es el caparazón de una quimera apocalíptica. A cada lado de la vidriera hay dos grandes santos con mitra, completamente negros, con un dedo levantado en ademán de bendecir; en plena luz destácase una reducción en mármol de la Venus de Milo; y detrás osténtase un magnífico retrato del maestro, pintado por Manet. Vense también una hermosa tapicería de tonos viejos, una verdura amarillenta, cuadros llenos de esmaltes, de croquis y de estampas iluminadas, y debajo de otra antigua dalmática de seda bordada, de color extraño, una antigua Madona de madera ennegrecida medio se oculta en un lecho de sedas amarillas y azules. La mirada, atraída por todas partes, no encuentra ya un rincón donde fijarse.

Semejante decorado parece convenir con la agitación que hay en el fondo del temperamento de Emilio Zola. Esa reunión en un mismo punto de tantas formas y colores tan diversamente sugestivos, esa complicación de adornos, es propia para complacer al autor de tantas descripciones sinfónicas a grande orquesta, al novelista pintor que ha bosquejado vigorosamente los grandes frescos de la vida moderna, y en cuyo arte hay sobre todo un intenso hormigueo y omnipotente brutalidad.

Pero hele aquí a él mismo, muy flaco, muy vivo, y siempre admirable hablista.

— Todas estas chucherías, me dice, no merecen admirarse; eso es viejo, ocupa mucho sitio, estorba y no siempre es hermoso. En cambio tampoco cuesta caro, pues yo, como usted sabe, no compro curiosidades para enriquecerme, ni tengo nada raro; pero paréceme que no hay sino eso para comunicar un poco de carácter y frescura a un decorado.

— ¿De la Edad media, seguramente, mi querido maestro?

—¡Ah, sí! ¿Qué quiere usted? Esta contradicción existe en mí: alimentado por Hugo y Musset, por más que procuro combatir en mí el romanticismo, mis gustos siguen siendo siempre los de un romántico empedernido. Balzac ha dicho una palabra muy justa, que se aplica perfectamente a mi caso: «Cuando un hombre llega, siempre realiza el lujo que soñaba en su juventud.» Ahora bien: cuando yo tenía quince años, la edad media de Hugo me acosaba, me llenaba por completo; en ella fue en donde tomé gusto al baratillo, y apenas pude, compré más y más chucherías, visité a los prenderos para examinar cuanto tenían, y fui con frecuencia al hotel Drouot; la fiebre, la borrachera de las subastas satisfacían mi afición a la lucha. ¡Sí, esto me ha proporcionado muy buenos ratos! Y además, créalo usted, el decorado me seduce. Si no hubiese sido novelista, hubiera deseado pasar mi vida decorando las casas de los demás, haciendo combinaciones con las telas y adornos. ¿Sabe usted cómo edifiqué mi casa de Medán? Pedazo a pedazo; y a medida que mis libros producían, la iba agrandando. Ha de saber usted que nunca me he servido de un arquitecto; yo mismo me subía a los andamios, hacía planos, manejaba los ladrillos y dirigía los obreros. En el fondo, esto es una necedad; pero ¿qué quiere usted?; a mí me gustaba mucho. Por lo demás, ya pasó; ahora esto ya no me divierte...

Hemos llegado al salón, aposento espacioso que recibe la luz por tres ventanas con cortinas de seda amarilla con flecos de felpa color azul pálido; el suelo está cubierto por una antigua alfombra, festoneada también de felpa azul, y en la monumental chimenea se ve el busto en yeso de Zola cuando era joven. Varios divanes y sillones de tonos azules, amarillos y rosa viejo, con brazos dorados; un piano de cola de palo de rosa y palisandro, un velador dorado y varias jardineras completan el conjunto.

En el silencio de la vasta habitación, cómoda y espléndida, mis labios pronunciaron la palabra «fortuna.»

—¡Mi fortuna, mi fortuna!, exclama Zola. ¡Pero si no tengo un cuarto! ¡Eso de Zola millonario es una leyenda! ¡Cómo! ¿No lo sabía usted?

— Pero... ¿y las grandes tiradas?...

— ¡Las grandes tiradas, las grandes tiradas!... Por término medio no son más que ochenta mil ejemplares vendidos al año. Pues bien, cuente usted: me dan sesenta céntimos por ejemplar, lo cual apenas representa la suma de cincuenta mil francos; agregue a esto los derechos de traducción y las reproducciones, y llego a ganar cien mil francos el año que más.

En París, con el género de vida que llevamos, esto no es una fortuna, porque el dinero se gasta muy pronto. ¿Sabe usted los millones que hoy se necesitan para tener, verdadero lujo? La más insignificante mesa moderna, verdaderamente artística, vale diez mil francos, y lo demás a proporción. ¡Sí, ponga usted tres millones nada más que para los muebles!

Y no hablo de la construcción de un palacio a gusto del dueño. Por lo que a mí hace, mi mayor locura ha sido la compra de antiguallas que verá usted en mi despacho, cuatro tableros por cuatro mil francos.

Tengo fama de ser hombre de dinero, preocupado sólo por grandes tiradas y millones de ejemplares... ¡Imbéciles! Deseo que de mis novelas se hagan muchas ediciones, es evidente, y ambiciono un público muy numeroso, lo cual no me parece menos lógico. Es un hecho histórico, curioso de conocer, que M. Georges Ohnet haya tenido cien mil lectores en el siglo XIX. En cuanto a mí, le diré que siempre fue mi teoría influir en las grandes masas; y me complace decir que hasta la hora presente se han vendido un millón doscientos mil ejemplares de los Rougon-Macquart. Por lo que hace a pretender que cuanto más se vende un libro más mérito tiene su autor es tan absurdo, que ni siquiera quiero hablar de ello.

Zola se hundía teniendo las piernas cruzadas en un ángulo del gran sillón, y con la mirada meditabunda detrás de los lentes, añadió encogiéndose de hombros:

— ¡El lujo, el lujo me importa un pito! ¿Ve usted todo eso? — y con su mano describió un movimiento circular. — ¡Qué me importa a mí todo eso! No lo necesito ni me interesa, se lo repito. ¡Ah! Si yo pudiese comenzar de nuevo a vivir... Una buhardilla, sí una buhardilla y mucha tranquilidad...

—¡Ah! A propósito de buhardilla... si pasáramos a su dormitorio...

— Venga usted, voy a enseñárselo, contestó con resignación.

Entramos en un aposento bastante espacioso, dividido en dos partes por una verja de hierro de la altura de un hombre, maravilloso trabajo del siglo XIII; detrás se ve la cama de columnas con su colcha y sus cortinajes de color rojo y oro; los tintes rojizos y violáceos de los antiguos cristales fulguran en una poderosa armonía de colores; los muebles ataraceados; los armarios a la italiana, dorados y brillantes; el Buda, de oro también y cubierto de abalorios, y la chimenea, revestida de terciopelo bermellón con adornos de color verde rana. Esta sinfonía vibrante se dulcifica por el fondo obscuro de las paredes enteramente cubiertas de tapices que representan personajes que se elevan desde el suelo hasta la cornisa de encima, llegando hasta el techo. Todo esto da calor a la vista, como un horno lleno de ascuas ardientes.

 — ¿Ve usted?, dijo Zola: esa impresión de calor es precisamente lo que he tratado de obtener y lo que más me complace. No se consigue esto sino con esos antiguos tejidos, que fueron de colores muy chillones, borrados por el tiempo.

 — ¿No parece esto un cuadro de Delacroix, o un viejo lienzo holandés esfumado en las pecas de las pátinas?

Ya estamos en el despacho: aquí hay menos rojo; es una armonía de oro viejo. Los cuadros antiguos que datan del siglo XV, el diván dominado en el fondo por una gran pieza de terciopelo negro con bordados que representan pavos reales de plata y de seda verde, la mesa-escritorio llena de libros y de chucherías, el gran sillón de cuero de Córdoba, detrás del cual se eleva un cortinón de terciopelo carmesí, y antiguo estandarte cubierto de ramajes de oro pálido, y en la mesa de trabajo varias cuartillas empezadas...

 — ¿Sin duda serán cuartillas de La Debacle?, pregunté.

 — Precisamente son las últimas. ¡Oh! Esos dos capítulos, que concluyo en este momento, me han costado lo indecible.

Figúrese usted que me proponía trazarlos a grandes rasgos para terminar el tomo con la apoteosis del sitio de París y las llamas de la Commune, parecíame esto un final grandioso y bastante fácil de hacer; me pongo, pues, a estudiar mis documentos sobre 1870 y 1871, y ¿cómo creerá usted que no sabía de qué manera desenmarañarlos? ¡Hay allí todo un mundo! ¡Se necesitaría otro volumen! Pero de todos modos ha sido preciso poner tasa, La vie populaire me seguía muy de cerca, y debía estar preparado; pero ¡qué trabajo tan infernal!

— ¿Y da usted sus novelas a los diarios antes de haberlas concluido del todo? 

— ¡No me hable usted de eso! Dí mi primer folletín sin haberlo terminado, y desde entonces no he podido darme alcance. Es la historia del propietario que jamás consigue comer una manzana en sazón: no se da prisa en cogerlas, se pasea por su jardín. «¡He aquí, dice, una manzana que está a punto de picarse; es preciso comerla!» Al día siguiente repite la misma función, hasta que ve la última, y al fin las come todas medio podridas... Y a propósito, ¿cree usted que si yo fuese millonario querría que se publicasen mis novelas en folletines? ¿Cree usted que no me parece absurda esa necesidad de cortar capítulos, a veces en medio de una descripción? Pero esto produce dinero, y yo le necesito para equilibrar mi presupuesto. Es como las traducciones; trato yo mismo con los editores extranjeros, y generalmente demuestro ser muy poco entendido en los negocios. Había propuesto á Charpentier que se encargase de ello, pero se parece a mí. En el fondo le importa poco el dinero...

Sí, mi novela Za Debacle se publicará en nueve idiomas al mismo tiempo, en alemán, en inglés con una segunda traducción para América, en español con otra para la República Argentina, en portugués, en italiano, en lengua tcheque, en húngaro, en danés y en ruso. ¿Y sabe usted lo que me producirá todo esto? Pues solamente un total de veintisiete mil francos cuando más: Alemania seis mil, América ocho mil... ¡Son tan agarrados esos tunantes!

Iba a marcharme y me detuve, recordando que Zola no había tenido nunca oportunidad de explicar la contradicción, al menos aparente, de su vida de batallador y revoltoso con su candidatura actual para La Academia.

— Y bien, pregunté, ¿y la Academia?

— ¡Ah! No me quiere todavía, contestó con acento picaresco imposible de reproducir.

Los dos soltamos la carcajada.

 — ¿Y continuará presentándose?

— Escuche usted: en mí se reúnen el político y el soñador... ¡Sin duda la sangre italiana! Cierto que en mi vida hay actos que no son de política, y si tengo empeño en pertenecer a la Academia no es por una simple gloria, sino porque esto se aviene con mis teorías de existencia y de sociabilidad; lo que yo quiero socialmente es ver mi triunfo con mis propios ojos. ¡Se vive, se trabaja, se lucha y se muere! ¿Qué llega a ser uno después? ¡Jamás sabe uno si tuvo talento!...

El semblante del maestro toma una indefinible expresión de melancolía al pronunciar estas palabras, y continúa lentamente.

— Tal vez no me queden más que veinte años de vida, o quizás solamente quince, pues ahora cuento cincuenta y dos, y no quiero irme sin haber realizado todo mi programa de hombre social. Otros vienen detrás, jóvenes muy encopetados, que os rodean y os dicen: «¡Su torre es de marfil, sea usted altivo!»

Y entretanto se apoderan de las condecoraciones, de los sitios y de los honores, y acaban por dejarle a uno en un rincón completamente solo.

— ¿De manera que usted persiste?

— Absolutamente. ¿Cree usted que un descalabro en la Academia disminuya en algo el valor que un artista pueda tener? Eso carece de importancia, y me parece que la persistencia de mi candidatura prueba, por el contrario, que no tengo vanidad. No soy de la opinión de aquellos que piensan que la elección por la Academia de un artista que es inferior a ellos constituye una derrota personal. A fe mía que eso más bien me divierte. La elección de Loti permitió reconocer corrientes de opinión bastante curiosas... En cuanto a la oposición que se me hace personalmente, siempre es la misma historia: el Jesucristo de la Tierra y mi pretendida pornografía. Siempre tenemos la Revista de Ambos Mundos y ese excelente Brunetieres... y además personas que se figuran que el público distinguido no me admite todavía. Esto es lo que yo llamo la leyenda del antiguo suscriptor. ¡Vea usted a Arturo Meyer!... a mí me divierte mucho...

Jamás habla de mí el Gaulois sin restricciones: es preciso que todo aquel que escribe un artículo sobre mi persona haga esta observación: «¡Es verdaderamente sensible que un hombre como Zola, que tanto talento tiene, haga tan mal uso de él!» Esto es muy cómico, y Arturo Meyer se figura de la mejor buena fe que no he sido aceptado aún por lo que él llama su clientela.

Y además, otros pretenden que en el extranjero se admirarían de verme admitido por la Academia. Estoy seguro que es otro error. Recibo montones de artículos publicados en las principales revistas alemanas y rusas, los cuales prueban que se me aprecia por allá por lo menos tanto como en Francia.

— ¿Y los partidarios de usted?

— ¿Mis partidarios en la Academia?

¡Oh! Es muy sencillo. Por el pronto tengo nueve, que me han dado su voto, y que se llaman, si los informes recibidos son exactos, Coppée, Dumas, Claretie, Sardou, Halévy, Meilhac, Hervé, Doucet y John Lemoine.

—¡Ya irán haciendo prosélitos, mi querido maestro!...

Julio Huret






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