lunes, 19 de diciembre de 2022

Cayetano Ripoll

Valencia tuvo el triste honor de condenar a muerte al último hereje ejecutado en España, un maestro de escuela, Cayetano Ripoll, por enseñar a pensar a sus alumnos. Fue ahorcado en Valencia el 31 de julio de 1826. Ciertamente, la Inquisición o Santo Oficio, dejaron de existir hace más de 200 años en primera instancia, con la anulación que implementó José Bonaparte en 1808 y más tarde en 1812 con el refrendo de la Pepa. Aunque con algunos pataleos y estertores, duraría hasta que Isabel II decidiese su total abolición.

UN AHORCADO EN TIEMPO DE FERNANDO VII POR SUS OPINIONES RELIGIOSAS. 

La América, Madrid, 12 de mayo de 1864

No se puede escribir la historia contemporánea sin incurrir en la nota de parcialidad; pero se puede y se debe buscar con toda diligencia los documentos sin los cuales no podría escribirla la posteridad ni juzgar de los acontecimientos mas importantes de cada época. Un solo documento que se haga desaparecer puede dar lugar a que se falsee por completo la historia. Por ejemplo, la que hasta ahora conocemos del reinado de Fernando VII, nos presenta a este buen Rey siendo objeto desde 1820 a 1825 de los mas groseros insultos de parte de los liberales, que llegaron algunas veces a vías de hecho y pusieron en grave peligro su existencia. No parece posible que nadie lo ponga en duda, cuando el mismo Rey lo declaró así ante las Cortes, en una posdata que puso al discurso de la Corona (desde cuyo tiempo no se entregan a los Monarcas hasta el momento mismo en que los han de leer, sin duda para que no puedan imitar tan insigne ejemplo); cuando este fue el principal motivo del Congreso de Verona, y cuando los soberanos del Norte, como entonces se decía, enviaron a España los cien mil nietos de San Luis para acabar con los constitucionales que en tanto riesgo ponían la preciosa vida de Fernando. 

Pues cuando se publiquen, que en su día se publicarán, las órdenes que él mismo escribió de su puño y letra, y que felizmente se conservan, a un agente suyo que pasaba por liberal muy exaltado, para que en tal día le apedreasen cuando saliera de Palacio, si bien cuidando de que no lo hicieran tan al vivo como la última vez, que por poco no le descalabran, y encargando que tirasen las piedras a las mulas y no al coche, el Rey y sus compañeros de la Santa Alianza quedarán en el lugar que les corresponde, y los pueblos aprenderán que arterias y qué medios tan indignos se emplean para despojarles de sus derechos y para hollar su independencia y su dignidad. 

Por eso ha sido en todos tiempos el primer cuidado de los tiranos esconder y aun destruir los documentos en que debe apoyarse la historia. Hace muchos años que buscando yo datos para formar mi opinión sobre los graves acontecimientos que precedieron y acompañaron la pérdida de la libertad en Aragón y revolviendo los preciosos manuscritos de la librería llamada de Salazar que es sin duda el mas rico tesoro que posee la Academia de la Historia, tuve la dicha de tropezar con una real orden, que no se dio ciertamente para que se publicara, y de la cual ningún escritor de aquellos ni de los posteriores tiempos había hecho mención, por la que se mandaba al Consejo de Aragón (1) que no se imprimiese nada que tocase a la historia, ni de sucesos dignos de ponerse en ella, y que recogiese todos los papeles de que tenga noticia y que toquen a esto

Los recogieron en efecto, y quedaron sin duda muy satisfechos con haberlos recogido, no contando con que había de llegar un día en que fuera lícito a todos enterarse de su contenido. Yo he tenido el triste placer de examinar, cerca de tres siglos después que se formaron, cincuenta y tres causas originales seguidas a los que mas se distinguieron en Zaragoza en los acontecimientos a que dio ocasión ó motivo la prisión de Antonio Pérez, y aun de publicar la diligencia del tormento dado al venerable anciano don Diego de Heredia, que aunque no fuera mas que por la dignidad con que lo sufrió, merecería el lugar que ocupa en el salón del Congreso entre los mártires de la libertad de Aragón. 

Por eso en el principio de este reinado no se contentaron con mandar recoger las causas seguidas en el de Fernando VII, que son mucho mas monstruosas que las que el mismo Felipe II dispuso que se formasen; y con el hábil pretexto de borrar recuerdos odiosos y de procurar la reconciliación do todos los españoles, se dispuso que se quemaran todas públicamente, y uno de los primeros actos de servicio en que se empleó la Milicia Nacional, que en todas las provincias se estaba organizando apresuradamente, fue el de proteger aquellas hogueras con que se quiso purificar el reinado anterior. En ellas desaparecieron tantos y tan preciosos documentos que por sí solos formaban su terrible proceso.

Algunos entre tantos millares se salvarían por imprevistas é inevitables casualidades, que siempre ocurren, y otros por el favor de almas caritativas, que nunca faltan. Pues tras de unos y otros anda mi diligencia hace años, y no han sido vanas mis pesquisas y las de algunos amigos que me ayudan en tan buena obra, y que siento no me autorice su modestia para revelar sus estimables nombres. Así he podido publicar documentos tan importantes en los artículos, que sin esta circunstancia no merecerían recordarse, sobre Torrijos y el Empecinado, y hoy tengo, además de la satisfacción de haber asegurado para la historia de Fernando VII una de las páginas que mejor le caracterizan, la mas pura, la mas delicada, la mas sublime que puede experimentar el hombre: la de encomendar a la pública simpatía, al respeto y aun a la admiración de todas las almas sensibles el nombre oscuro, generalmente desconocido, de una victima del furor religioso y político de aquella época, dando a conocer la causa, cotejada cuidadosamente con la original, seguida a D. Cayetano Ripoll, maestro de primeras letras, que fue ahorcado en Valencia por sus opiniones religiosas el 31 de julio de 1826. 

Esta fecha hará recordar a todos que ya había desaparecido para entonces la Inquisición de España, y esto exige una explicación. Es verdad que lo único que exigió de veras Luis XVIII de Fernando VII, ó al menos lo único que de este obtuvo, fue que no restablecería el tribunal de la Inquisición. Los Borbones franceses estaban en el deber de librarnos de este azote, que su dinastía nos conservó un siglo mas de lo que sin ella hubiera durado. 

Discurriendo sobre los hechos vergonzosos del último reinado de la casa de Austria y comparando el atraso en que dejó a España Carlos II con la cultura y progreso de la Francia de Luís XIV, cualquiera imaginaria que si este gran Monarca lograba colocar, como colocó, a su nieto en el trono de España, todo lo que la nación perdería en dignidad e independencia, lo ganaría en dulzura de costumbres y en todo lo que constituía la civilización francesa. Los afrancesados de aquella época parece que debían prometerse que si los Borbones triunfaban, abolirían la Inquisición; pero entonces y siempre era y será un error el confundir el deseo que en lo antiguo y en lo moderno ha tenido y tendrá la Francia de darnos sus Reyes, con el deseo que nunca ha tenido ni es fácil que tenga en mucho tiempo de que los españoles seamos tratados como los franceses. 

Luís XIV encargó a su nieto que conservase la Inquisición y que se apoyase en ella para aumentar su partido y perseguir al contrarío, y este lo hizo así a las mil maravillas. Como la causa del archiduque se sostenía con grande entusiasmo en las provincias de Cataluña, Aragón y Valencia, donde aun se conservaba entre cenizas el amor a su antigua constitución y esa tendencia liberal debida a la gloriosa tradición de sus fueros particulares que ha llegado hasta nuestros días, la Inquisición encontraba sus antiguos enemigos en los que lo eran de la dinastía francesa, los calificaba de protestantes y como a tales los perseguía mientras amparaba a toda la gente milagrera y embaucadora que tenía imágenes con llagas que se abrían y se cerraban según que eran derrotadas ó vencían las tropas del francés. 

Nótese de paso, qué poco ha adelantado en inventiva esta clase de gentes desde el reinado del primer Borbón hasta el presente. Concluida la guerra de sucesión, cuando ya no hacia falta el terrible instrumento que los afrancesados habían manejado a su gusto, y otros podrían emplear en daño de algunos de ellos, pensaron en romperlo y es muy notable que el Consejo de Castilla propusiera al rey en 1714 la abolición de la Inquisición. Esta es una de tantas pruebas como nos suministra la historia de cómo en las guerras que tienen un carácter político mas ó menos declarado, suelen penetrar entre los vencedores las ideas de los vencidos; pero Felipe V se declaró resueltamente por el Santo Oficio y menudeó tanto los autos de fe, que Llorente le cuenta nada menos de setecientos ochenta y dos, en que fueron penitenciados catorce mil sesenta y seis españoles, si bien el número de los quemados vivos en persona no pasó de mil quinientos sesenta y cuatro. 

¿Qué dirían de esto los filósofos, los escritores, los poetas y los grandes hombres de la ilustrada corte de Versalles, y qué dirían sus damas, unas célebres y otras famosas, y todas por demás influyentes en las cosas de Francia y en las de España, cuando supieran que a una señora, doña Manuela Hurtado de Mendoza Pimentel, tan principal como estos apellidos indican, la sacaron por las calles con una soga con dos nudos al cuello y con santa solemnidad la dieron doscientos azotes por tarda confitente? Se cubrirían el rostro de vergüenza y exclamarían: ¡que horror! Mas a juzgar por lo que continuó sucediendo, debemos creer que al repetir ¡qué horror! añadirían pero en España puede pasar. 

Ello es que todo el reinado de Felipe V fue terrible para los perseguidos por la Inquisición, que en el de Fernando VI calmaron notablemente las persecuciones, y en el de Carlos III no tanto como debía esperarse del progreso, de las luces y de las tendencias de algunos hombres distinguidos de aquella época. ¡Ah! sí la época hubiera sido otra, ¿Quién sabe lo que hubiera hecho aquel gran rey, que en una noche se apodera de seis mil jesuitas y en 1781 enciende una hoguera en Sevilla , en que fueron quemados vivos cuatro infelices por sus opiniones religiosas? 

Algunos extranjeros han querido suponer que no fueron estas las últimas víctimas de la Inquisición suponiendo que hubo alguna en el reinado de Carlos IV. Yo le he defendido después de exquisitas diligencias para asegurarme de su inocencia. Bástele la nota de su mansedumbre pata hacerle cargar con la de cruel, que nunca mereció, y que pudo dejar en profecía para su primogénito y sucesor. Ello es que, fuera por temor a esta propensión de Fernando VII, ó por descargar a la dinastía del peso de la Inquisición, que la sirvió de apoyo, y romper esta funesta alianza, sin la cual ni la una ni la otra hubieran podido existir, o por no chocar tan de frente con el espíritu liberal del pueblo francés, que veía con disgusto la intervención de 1823, es lo cierto que, al enviar Luis XVIII a España al duque de Angulema, le dijo exactamente lo contrario de lo que Luís XIV encargó a Felipe V. «No mas Inquisición.» Este fue también el compromiso de Fernando. 

Si la palabra real es de suyo sagrada, ¿Cuánto más lo será cuando aquel a quien se da es también un Rey, y no un Rey cualquiera, sino el monarca a cuya protección y a cuyas tropas, que todavía estaban en España, había debido el nuestro la libertad? No pensó, por consiguiente, en faltar a lo ofrecido, y aunque los frailes, las monjas y has a los generales, con otros dignos vasallos, le pedían el restablecimiento del Santo Oficio, siempre se negó a ello por tener empeñada su palabra. Ahora, si los obispos pueden hacer que sin faltar a ella se establecieran ciertos tribunales de la fe a la sordina, los que la Inquisición había de quemar se encargarían de ahorcarlos los tribunales ordinarios. 

Este fue el pacto que, mas ó menos explícitamente, hizo Fernando VII con los benditos eclesiásticos y seglares que fundaron una sociedad tan caritativa como lo indica el título que tomó del ángel exterminador. Se distinguió entre todos ellos por su celo, y según entonces decían, por su caridad, el arzobispo de Valencia, que estableció en aquella ciudad el tribunal de la fe, valiéndose al efecto de algunos antiguos inquisidores, que todavía se engalanaban con este título, y de otros eclesiásticos no menos piadosos y caritativos. Los que eran ya prácticos en el oficio, que coa razón llevaba este nombre aunque se le llamara santo, restablecieron muy santamente el antiguo y tremendo espionaje de la inquisición. 

Ayudábales oficiosamente una clase de penitentes tan timoratos y tan escrupulosos, que en vez de confesarse y arrepentirse de sus culpas, se complacían en denunciar, para descargo de su conciencia, los pecados del prójimo. Las mujeres propenden mas a esto, y hay motivos para creer que alguna consultó con su confesor, por supuesto bajo el sigilo de la confesión, si sería pecado lo que hacia un maestro de escuela que, en vez de exigir a sus discípulos que al entrar en ella dijesen Ave María purísima, les enseñaba a decir Alabado sea Dios; que no los llevaba á misa, ni les hacia salir a la puerta cuando las campanillas anunciaban que pasaba el Viático por la calle. 

Estos escrúpulos mujeriles manifestados en íntima y piadosa conversación (que no merece llamarse confesión la revelación de pecados ájenos) fueron el origen de la causa inquisitorial que se formó al desgraciado Ripoll. Vivía este desempeñando su magisterio en la huerta de Ruzaffa, tan ajeno a este temor como el maestro del mismo pueblo, que pereció hace poco entre las ruinas de la escuela, lo estaba del peligro que él y sus discípulos corrían. Podía recelar alguna persecución política, porque había pertenecido a la Milicia Nacional de Valencia; pero tenía motivos para confiar en la buena fe y hasta en la gratitud de los labradores de aquella huerta, testigos de su celo, de su caridad y de sus virtudes ejemplares. 

Su asiduidad, su esmero y su dulzura en la enseñanza eran tan extraordinarias, que desde el amanecer hasta la hora de la escuela iba recorriendo las barracas de aquella fertilísima vega para enseñar a los hijos de los labradores que ayudaban a sus padres en las labores del campo; su generosidad tan grande, que no recibía ninguna remuneración de los pobres; su sobriedad tan extremada, que apenas comía mas que sopas; su vestido pobre, y su caridad tal, que nada reservaba para sí, y daba absolutamente cuanto tenia. Personas de toda veracidad que le conocieron y le trataron de cerca, de quienes adquirí en mi último viaje a Valencia los mas seguros informes, me refirieron algunos hechos de su vida, que demuestran hasta qué punto la consagraba al amor y al servicio de la humanidad, siendo un ejemplo singular de abnegación y de olvido de sí mismo. 

Pero no se cuidaba su virtud de tomar el color de la época; no era realista ni fanático, ni quería parecerlo, y quizá, y este fue el origen de su desgracia y su verdadera falta, indignado de la conducta que seguían los fautores y cómplices de aquella horrible y sanguinaria reacción, afectaba un desvío imprudente de las prácticas religiosas, que no son menos respetables porque sirvan de escudo y de pretexto a la maldad y a la intolerancia. En su juventud había estudiado teología, y las ideas confusas que entonces adquiriera, y la imitación de la vida de Jesús, que con gran sinceridad y exaltación de espíritu había practicado siempre, le hacían desdeñar toda devoción que no rayase tan alto. 

A estas tendencias agregaba una figura hermosa, gallarda y apacible, de las que suelen compararse con la del Salvador, con larga y tendida cabellera, que entonces se consideraba como distintivo de masonería, y no se necesitaba mas para que el tribunal de la Fe, que reemplazaba entonces al de la Inquisición, lo declarase buena presa y lo escogiera como la persona mas digna de su religioso celo. El modo con que lo manifestó, los trámites que su justicia creyó suficientes, sus procedimientos y el término que tuvieron, resultan de la causa original, y merecen quedar consignados en la historia. 

Por eso, aunque el trabajo sea prolijo y la lectura poco agradable, vamos a dar a conocer sus principales actuaciones. Empieza la causa en el tribunal eclesiástico, ramo de Fe, por una delación, hecha bajo juramento en descargo de la conciencia del delator, en que se dice que en el tiempo que Ripoll llevaba ejerciendo su magisterio, cerca de un año, «no se le había advertido haber ido a oír misa en ninguno de los días de precepto ni aun en el de Navidad: que cuando pasaba S. M. de Viático a los enfermos por delante de la escuela, no salía a la puerta a tributar el culto debido a Dios, sin embargo de que los muchachos lo hacían: que cuando por casualidad encontraba a S. M. de Viático tomaba otro camino diferente, y que no enseñaba a los niños la doctrina cristiana, sí solo los mandamientos de la ley de Dios.» 

A consecuencia de esta delación se procedió al examen de trece testigos que el tribunal declara fidedignos, pero de cuyos nombres ni de sus declaraciones se dio jamás conocimiento al encausado, ó mejor dicho, al perseguido; y con tan legales fundamentos pidió el fiscal del tribunal la captura del reo y embargo de sus bienes, que se mandaron por un auto del gobernador de la mitra D. Miguel Toranzo y Ceballos, dictado en 29 de Setiembre de 1824, llevándose a efecto la primera en 8 de Octubre siguiente. 

En 27 del mismo mes se tomó a Ripoll la declaración indagatoria que insensiblemente de pregunta en pregunta va convirtiéndose en una verdadera confesión con cargos, en que se le hicieron los que en la delación aparecían. Con lo que de nuevo se pasó la causa al fiscal, quien fue de parecer que para evitar que con el ejemplo y mala doctrina que Ripoll se pervirtiese a los incautos y sencillos, convendría que por un teólogo docto fuera instruido en los misterios y dogmas de nuestra santa religión. 

Así se hizo; y el santo varón instructor, cuyo nombre sentimos que no conste en la causa, dijo: «que sus fuerzas intelectuales (de Ripoll) son muy débiles fuera del mayor apego y adhesión a su propia dictamen, que su ignorancia en materia de religión es la mayor y que va acompañada de una gran soberbia de entendimiento.» 

Tras cuya luminosa y caritativa declaración so creyó que no había mas que pedir; y dando el sumario por completo, el fiscal pone su acusación en forma contra Ripoll, donde después de varios cargos que no hay paciencia que baste a copiar, dice como resumen...

SALUSTIANO DE OLOZAGA























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