viernes, 21 de abril de 2023

La Primavera Árabe en Libia

La Primavera Árabe en Libia

El 17 de febrero de 2011, siguiendo las protestas ciudadanas que sacudían Túnez, Egipto, Siria o Yemen, miles de libios convocados a través de las redes sociales salieron a las calles para exigir reformas y el fin del régimen de Al Gadafi.

Sin embargo, pronto perdieron el control de las mismas a manos de grupos de opositores en el exilio que retornaron a Libia apoyados desde Londres, París y Washington, cargados de armas, como el mariscal Jalifa Hafter. 

Antiguo miembro de la cúpula golpista que aúpo al poder a Al Gadafi, Hafter fue reclutado por la CIA a finales de la década de los ochenta después de que una humillante derrota militar en Chad fuera aprovechada por Gadafi para apartar a uno de los militares que amenazaba su poder.

El mariscal, que se exilió en Virginia y obtuvo la nacionalidad estadounidense, regresó a Libia en marzo de 2011 al frente de un grupo de hombres y en los años siguientes cabildeó entre los distintos grupos rebeldes hasta lograr ser nombrado jefe del antiguo Ejército Nacional Libio (LNA) y convertirse en el tutor del Parlamento electo y el gobierno no reconocido en el este.

"Hafter no fue el único. Otros líderes políticos actuales, tanto en el este como en el oeste y el sur, llegaron de fuera. Los libios que sufrimos la dictadura nos quedamos sin margen mientras las milicias se multiplicaban y asumían el control", explica Mohamad al Turki, antiguo militar y socio de una empresa de Seguridad local.

"Las milicias son hoy el principal problema. No solo porque a falta de Policía y Ejército son necesarias para cualquier gobierno. También porque dinamizan una economía basada en la guerra y el contrabando. Las armas y el petróleo son los únicos recursos de un país que no produce nada e importa prácticamente todo", argumenta un analista militar europeo destinado en Trípoli.

Influencia extranjera 

Apenas un mes después de iniciada la revuelta, y en pleno avance de las tropas libias leales a Gadafi, unidades navales de la OTAN y aviones de combate franceses bombardearon el oeste de Libia para evitar que recuperaran las posiciones alcanzadas por los distintos grupos rebeldes.

Francia, pero también Italia y Estados Unidos, fueron igualmente esenciales en la composición del primer Gobierno de Transición libio, que tutelaron, y que logró cierto grado de estabilidad hasta las elecciones legislativas de 2014, fecha en la que el conflicto entre el islam político, próximo a la ideología de los Hermanos Musulmanes primigenios, y el salafismo radical contrarreformista impulsado por Arabia Saudí, quebró el país. 

Una división que desembocó en guerra civil después de que la ONU impulsara un fallido proceso de paz y forzara la creación de un Gobierno de Acuerdo Nacional no electo en Trípoli (GNA), reconocido por la comunidad internacional pero no por la mayoría de los libios. 

En abril de 2019, Hafter, con la ayuda militar y económica de Egipto, Emiratos Árabes Unidos, Sudán y Rusia, y el apoyo político de Francia, levantó un asedió a la capital para arrebatársela al GNA, objetivo que evitó Turquía con el envió de soldados y miles de mercenarios sirios reclutados entre los grupos islamistas de oposición al presidente, Bachar al Asad.

Nuevos jugadores, nuevo intento

Turquía y Rusia, países que no aparecían en los primeros días de la revolución, son diez años después los actores principales de una guerra que ha devenido en un conflicto multinacional y que es, junto al contrabando de personas, combustible y otros productos el motor de la economía nacional.

Ambos gestaron en septiembre de 2020 el alto el fuego que permitió a la ONU emprender un mes después el actual proceso de paz.

Al igual que en 2015, Naciones Unidas ha propiciado la formación de un nuevo Gobierno de Unidad Nacional (GUN) transitorio con el objetivo de celebrar elecciones a final de año.

Su líder, Mohammad Menfi, un hombre con fuertes lazos con Ankara, llegó hoy (17 de febrero de 2021) a Trípoli en medio del optimismo de la comunidad internacional y la desconfianza de la población, que cree que desde hace tiempo ya no es dueña de su destino.


LIBIA

El paréntesis de la ‘primavera árabe’

La caída de Trípoli en manos de los rebeldes pone en jaque a la Jamahiriya de Muamar Gadafi y acerca a su final una guerra civil enquistada desde hace siete meses 

Revista Española de Defensa, Septiembre de 2011

En el dominó revolucionario norteafricano Libia debería haber caído tras su vecina Túnez, pero la geopolítica no sigue las leyes de la física. La ficha egipcia empezó a desplomarse antes, al tiempo que la cabeza del presidente tunecino, Ben Alí, saltándose al líder libio Muamar Gadafi. Para cuando el rais egipcio, Hosni Mubarak, quiso darse cuenta ya estaba dando un paso al lado para dejar que la partida siguiera sin él. La primavera árabe florecía en ambos países, donde, ciudadanos de todas las clases sociales, pero principalmente los jóvenes, se echaban a la calle hartos de un futuro sin esperanza, con altas tasas de desempleo, ausencia de libertades y escasez de pan. La inmolación de un joven en el país magrebí y la muerte de otro muchacho torturado por la policía en el reino de los faraones, prendían una mecha que a su paso incendió otros países como Bahréin o Yemen, para saltar de allí a Siria, donde aún hay muertos a diario. Mientras, en Libia los aires de cambio del mundo árabe avivaban un fuego que devoraba los cimientos de uno de los países más aislados de la región.

Como había sucedido en Egipto y Túnez, las redes sociales, sin ser determinantes, funcionaron como catalizador del descontento popular y sirvieron de foro a los opositores al régimen. Los libios habían convocado su despertar el 17 de febrero a través de Facebook, pero Libia era una olla exprés con demasiado vapor en su interior y el 15 ya se estaban echando a la calle.

Aquel día, las familias de los 1.270 presos ejecutados por Gadafi en la cárcel de Abu Salim, en 1996, empezaban una protesta tras la detención de su abogado, Fathi Terbil. Ésta daría paso a una revuelta que se extendió por el oriente libio y, apenas unos días después, al principio de una guerra. Gadafi juró que lucharía hasta el último aliento y ya entonces se intuía que vendería caro su pellejo. No entraba en los planes del coronel abandonar el trono sobre el que se había autoproclamado rey de África.

Seis meses después, al cierre de esta edición a finales de agosto, los rebeldes libios amparados por los bombardeos de la OTAN rompían el status quo logrando entrar en Trípoli. Hasta entonces, el frente en el este del país, así como el occidental, habían permanecido estancados en un avance y retroceso de posiciones que no terminaba de inclinar la balanza a favor de los alzados y que ha ocasionado un profundo desgaste en todos los participantes en el conflicto. Si bien los insurgentes aún estarían lejos de alcanzar su objetivo, en opinión de un alto oficial de la OTAN que consideraba entonces que la caída de Trípoli no sería el fin de la guerra, esta ruptura de tablas en la partida ha precipitado la caída del régimen. Los expertos consideran a Gadafi, que se encuentra en paradero desconocido, acabado políticamente. Su postrera oferta de un gobierno de transición ha encontrado la negativa de los insurgentes y sólo le quedaría entregar el poder, un exilio forzoso en algún estado amigo o permanecer escondido en su propio país.

Lograr el control de todo el territorio parece lejos del alcance rebelde, por el momento. Libia no es Trípoli y, en cualquier caso, para los insurgentes sería imposible mantener cualquier tipo de avance o resistencia sin la ayuda de los bombardeos de la Alianza Atlántica.

INTERVENCIÓN NO UNÁNIME

El 22 de febrero, gran parte de la zona oriental del país, la Cirenáica, en cuya capital, Bengasi, habían empezado las protestas, se encontraba ya bajo control rebelde. La frontera con Egipto, en manos de los revolucionarios, permitía el acceso de ayuda humanitaria y la salida de millares de refugiados que huían de la masacre que Gadafi empezaba a infligir a su pueblo. También el de los informadores. En Shahat, a medio camino entre Tobruk y Bengasi, el aeropuerto mostraba entonces los restos de la batalla, casquillos de munición de gran calibre, edificios bombardeados.

En el hospital, de ambas poblaciones, y en la morgue, los excesos del Coronel se hacían patentes en cuerpos desmembrados que se contaban por docenas; y en los improvisados cuarteles rebeldes había otra prueba de la barbarie del líder libio: mercenarios su daneses, chadianos o nigerinos de poco más de 15 años que aseguraban haber aterrizado en el país hacía una semana con la promesa de un trabajo, y a los que se les había dado un arma y obligado a salir al frente «a matar rebeldes».

Las denuncias de que Gadafi estaba empleando mercenarios africanos y de las violaciones en masa y asesinatos de civiles que estos estaban cometiendo, golpearon las conciencias occidentales. Human Rights Watch, entre otras organizaciones de derechos humanos desplazadas a la zona, ha documentado las detenciones arbitrarias y las desapariciones de decenas de personas, así como los casos en que las fuerzas del Gobierno han disparado contra manifestantes pacíficos.

Desde principios de marzo, pasadas dos semanas del inicio del conflicto, la comunidad internacional debatía ya sobre la necesidad de intervenir mediante el establecimiento de una zona de exclusión aérea sobre Libia, como la única opción para frenar la masacre que Gadafi estaba cometiendo contra su propio pueblo. El 27 de junio, la Corte Penal Internacional (CPI) emitió órdenes de arresto contra él y su hijo Saif por crímenes contra la humanidad por su papel en los ataques contra civiles, incluidos los manifestantes pacíficos, en Trípoli, Bengasi y Misrata, entre otras ciudades y pueblos de Libia. El principal proveedor de petróleo a Europa y uno de los mejores trampolines para la inmigración hacia las costas occidentales del Mediterráneo, se hundía en una guerra que estaba dejando centenares de víctimas civiles.

Sin embargo, los fantasmas de Irak y Afganistán estaban demasiado presentes para reacciones precipitadas.

Cuando la Liga Árabe dio su beneplácito a la intervención pasó una semana hasta que la decisión fue tomada en el seno del Consejo de Seguridad de Naciones Unidas. Con la abstención de China y Rusia (con derecho a veto), India, Brasil y Alemania, que no quería asumir las víctimas civiles que también provocaría (y de hecho ha causado), la intervención de la fuerza aérea, la ONU aprobó la creación de una zona de exclusión aérea.

UNA BOMBA DE RELOJERÍA

La intervención militar autorizada por Naciones Unidas, y comandada por la OTAN, en la que España participa, ayudó a evitar la caída precipitada del bando rebelde, pero no resolvió el problema y la guerra civil sigue enquistada en un avance y retroceso de posiciones que sólo en las últimas semanas parece empezar a inclinar la balanza a favor de los insurgentes. Prevista inicialmente para evitar la muerte de civiles, la misión ha devenido en respaldar de facto un cambio de régimen. Gran parte de la comunidad internacional reconoce como único representante válido del Estado Libio al Consejo Nacional de Transición (CNT), formado tras el alzamiento popular; Naciones Unidas ya ha ofrecido un paquete de ayudas y en la sede de la Liga Árabe en El Cairo, ondea la bandera monárquica tricolor adoptada por los rebeldes al inicio de la protesta. Este reconocimiento ha valido para conceder créditos o descongelar activos que han permitido a los rebeldes obtener ingresos con los que mantener sus posibilidades en el terreno e intentar asegurar una transición ordenada. El control de las refinerías (y la negociación sobre el suministro), que es vital para ganar la guerra, lo será para la transición, y cuando las potencias han intuido el final se han apresurado, como Italia, a ofrecer la ayuda económica pertinente al CNT.

Un artículo del diario británico The Independent afirmaba a finales de julio que los alzados podrían haber perdido hasta el 20% del territorio que tenían al inicio de la revuelta, a pesar de los bombardeos de la OTAN, que tampoco han tenido éxito en lo que los observadores han considerado intentos de acabar con la vida de Gadafi. Y los últimos avances en el oeste y en el este no significan que el conflicto esté próximo a acabar.

Estas «señales alentadoras», se deben, según altos mandos de la OTAN a la acción previa de las fuerzas aéreas de la Alianza Atlántica, que despejaban de peligro la zona, de forma que los rebeldes han podido progresar más rápido. Es lo que sucedió en Sirte días después de la caída de la capital. Aviones Tornado británicos lanzaron misiles sobre la ciudad natal del rais libio, donde se creía que éste se ocultaba. «No se trata de encontrar a Gadafi, sino de asegurarse de que el régimen no pueda seguir luchando contra su propio pueblo», explicó el ministro de Defensa británico, Liam Fox. La realidad sin embargo muestra que las conquistas insurgentes van de la mano de estas acciones.

El régimen de Trípoli ha sido muy consciente de las limitaciones del compromiso de la OTAN. Estados Unidos ha mantenido un papel secundario, mientras la misión que lideran Gran Bretaña y Francia, se acercaba rápidamente al techo de lo que sus recursos le permiten comprometer con la lucha. A finales de este mes debe revisarse la operación que la Resolución 1973 aprobó para tres meses que fueron prorrogados por otros tres en junio y que finalizan ahora. El avance en Trípoli y en Sirte ha demostrado la necesidad de acabar cuanto antes, aunque la OTAN ha dejado claro que está dispuesta a mantener sus acciones el tiempo que sea necesario.

La muerte del general Abdel Futuh Yunis en julio pasado mostró que el CNT no tiene todo bajo control, a pesar de haber gestionado bien la crisis, haberse ganado el respaldo internacional y organizado las instituciones para el funcionamiento de las zonas bajo su mando. Pero también dejaba entrever algunas de las dificultades a las que tendrá que enfrentarse al fin del conflicto.

UN EJÉRCITO DESESTRUCTURADO

Yunis fue el numero dos del régimen hasta el inicio de las protestas de febrero cuando se convirtió en el primer alto mando del Ejército en unirse al alzamiento. Desde entonces había comandado las tropas rebeldes como parte del órgano ejecutivo del CNT.

En julio, fue asesinado por una Brigada rebelde islamista. El dominio de esas milicias surgidas al calor de la revuelta será prioritario una vez acabado el enfrentamiento. El general Yunis había comandado hasta su muerte una tropa de soldados con escasa o nula formación militar, jóvenes en su mayoría que reciben entrenamiento sobre la marcha antes de entrar en combate.

Si Gadafi se encargó apenas dos años después del golpe de Estado, de prohibir los partidos políticos, el Ejército fue literalmente desestructurado a partir de los años 80. «Gadafi destruyó nuestro Ejército y lo convirtió en milicias porque temía que algún día pasaría lo que está ocurriendo ahora: que nos volviéramos contra él», explica Naima Rifi, oficial de Telecomunicaciones del Ejército libio destacada en Tobruk, y que desertó al inicio de la contienda. «Quería asegurarse la lealtad a sus hijos y fue diluyéndonos hasta que no quedó un Ejercito de verdad sino una panda de mercenarios y destacamentos aislados», asegura.

Esto habría influido en el hecho de que poco después del alzamiento gran parte de los militares, sobre todo en el este, se unieran a la revolución. Junto a ellos, un ejército de jóvenes, ingenieros, profesores y estudiantes pasó a engrosar las filas de los alzados contra el régimen. «Nuestras armas son viejas, nuestros soldados, pocos. Por cada 10 mercenarios de Gadafi hay un solo rebelde. Nuestros jóvenes están luchando al mismo tiempo que aprenden a disparar», declaraba el Coronel Ibrahim Boucheim, en Tobruk, el pasado abril. «No están entrenados pero saben por qué luchan, tienen una causa. Y no es lo mismo luchar por dinero que por un bien mayor», concluía.

EL RETO DEL CNT: LA UNIDAD LIBIA

Si la crisis en el país norteafricano está lejos de tener una clara solución bélica o por la vía del diálogo no lo será menos una eventual transición. Hace 42 años, el 1 de septiembre de 1969 Muamar Gadafi y un grupo de autodenominados Oficiales Libres acabaron con la monarquía del rey Idris.

El Estado libio, se había configurado dos décadas antes, en 1950, uniendo tres regiones diferentes, Tripolitana, al oeste, Fezzan al sur y Cirenáica al este; y más de 140 tribus. El nuevo líder, perteneciente a la kabila Gadafa, no muy influyente, se encargó de aumentar las diferencias favoreciendo a algunas de esas tribus en detrimento de otras creando lazos que fortalecían su posición. El CNT o un eventual Gobierno de transición, tendrán que lidiar una vez finalizado el conflicto con todas las sensibilidades y deberán incluir en el proceso a los gadafistas, algo que a día de hoy, con los rebeldes deseando venganza y ejecutando a sus opositores por toda Libia, se antoja difícil. Aunque también porque es algo para lo que el país nunca se ha preparado. Gadafi, el Guía de la Revolución, que se autoproclamaría años después rey de África, negaba ser el líder del país que en 1977 rebautizó como Jamahiriya, el Estado de las Masas.

Una hipotética democracia directa que se asienta en la idea de que los libios gobiernan a través de asambleas populares, consejos locales que después llevan sus ideas a través de un representante al Comité del Pueblo, el órgano ejecutivo libio.

Apoyándose en la suposición de que así el pueblo ejercía un gobierno directo, Gadafi suprimió los partidos políticos, que se le antojaban innecesarios.

La invención de la Jamahiriya supuso que cualquier tipo de oposición fuera considerada traición. «No podíamos sentarnos en los cafés y conversar sobre política, ni decir nada que fuera en contra de lo que decía Gadafi. No teníamos permitido si quiera pensar. Su palabra era la ley», afirmaba un profesor de francés de la universidad de Bengasi que prefiere mantener el anonimato. «Si lo hacías, podías ser detenido y encarcelado o desaparecer para siempre», concluye el catedrático. El fin del conflicto es incierto, igual que la cifra de muertos que supera los 6.000, según la Liga Libia de Derechos Humanos, y el número exacto de refugiados. Mientras, el coronel Gadafi, de 69 años, 42 de ellos en el poder, parece dispuesto a seguir presentando batalla aún en la sombra, y los suyos siguen cometiendo carnicerías y resistiendo en focos dispersos por todo el país. Aún es difícil saber si se cerrará el paréntesis de la primavera árabe abierto en Libia.

Una compleja realidad

Libia es un país árabe de mayoría musulmana suní con seis millones y medio de habitantes, más de la mitad de los cuales viven en Trípoli, mientras el resto se divide entre las cinco capitales principales del país.

Acoge 1,2 millones de trabajadores de otros países árabes y subsaharianos y un día antes de iniciarse el conflicto exportaba 1,8 millones de barriles de petróleo al día. Su renta per cápita fue de 9.724 euros en 2010; la española de 20.421, según datos del World Factbook y su tasa de desempleo supera el 30%, sobre todo entre la juventud.

Desde 2003, el régimen inició una apertura al exterior que fue concretada en 2006 con la eliminación definitiva de las sanciones impuestas por las potencias occidentales, lo que propició la llegada de inversores para el desarrollo de la tecnología de extracción y refinado del petróleo.

En parte, gracias al segundo hijo de Gadafi, Saif el Islam que consiguió ganarse la confianza de muchos de los ciudadanos y de la comunidad internacional. Un discurso que contrastaba con la fortuna personal que tanto él como los miembros de su familia amasaban mientras tanto y también con la verborrea amenazante, en la misma línea que su padre, que ha empleado desde el inicio de la guerra. La Cirenáica, en la zona oriental del país, a pesar de ser la más rica en hidrocarburos, fue dejada a un lado en lo que a desarrollo e infraestructuras se refiere.

En su capital, Bengasi, se iniciaron las protestas que devinieron en guerra. La promesa de Gadafi sobre la implementación de un plan de medidas que mejoraría la situación de la zona, llegó demasiado tarde aquel febrero.

El este del país se ha caracterizado también por una mayor islamización. Algo que ha aprovechado Gadafi que desde el inicio del conflicto acusó a Al Qaeda del alzamiento. Aunque es cierto que varios grupos islamistas han mantenido su presencia en la región. Un cable del Departamento de Estado estadounidense de junio de 2008 desvelado por Wikileaks, hablaba del radicalismo en el este de Libia. Argumentaba que los combatientes libios de Afganistán e Irak se habían establecido especialmente en esta región y que esto habría influido en los más jóvenes.

El autor también subrayaba que la tasa de desempleo de los jóvenes de esta zona era de entre el 60 y el 70 por ciento. Al Qaeda, sin embargo, no tiene una operatividad real en la zona debido principalmente a la limpieza efectuada por Gadafi y al programa de rehabilitación de islamistas militantes, acometida por Saif el Islam.

Nuria Tesón

Libia busca el camino de la democracia diez años después de la 'Primavera Árabe'

RTVE, 21 de febrero de 2021, LAURA GÓMEZ DÍAZ

Miles de ciudadanos libios se echaron a la calle hace diez años para denunciar la corrupción y los abusos de las autoridades, así como para pedir libertad, democracia y el fin del régimen de Muamar el Gadafi, que estuvo gobernando con mano dura el país norteafricano durante más de 40 años.

Consiguieron la caída del dictador libio, que murió meses después, el 20 de octubre de 2011, tras ser capturado y ejecutado por un grupo de rebeldes en Sirte, su ciudad natal. Sin embargo, “no se completó la tarea”, tal y como explica a RTVE.es el codirector del Instituto de Estudios sobre Conflictos y Acción Humanitaria (IECAH), Jesús Núñez Villaverde.

El movimiento en favor de un sistema democrático en Libia terminó desembocando en una guerra civil en la que han muerto más de 8.000 personas, con decenas de milicias armadas y un país divido, en el que ha reinado el caos durante años.

La tregua que entró en vigor en octubre de 2020 y la reciente formación de un gobierno interino, con la vista puesta en unas elecciones previstas para el próximo 24 de diciembre, han abierto un camino lleno de incertidumbres hacia el fin del conflicto civil y una transición a la democracia.

Diez años del ‘Día de la Revuelta’

El 17 de febrero de 2011 --una fecha conocida en Libia como el ‘Día de la Revuelta’--, miles de personas salieron a las calles para exigir reformas y el fin de la dictadura de Gadafi, inspiradas por las protestas populares en Egipto y Túnez, y enmarcadas en la llamada ‘Primavera Árabe’.

Las movilizaciones, que comenzaron en el este de Libia, se extendieron hasta la capital, Trípoli, y pronto quedaron fuera de control, derivando en un conflicto. Gadafi trató de acabar con la revuelta con todo su aparato represivo, pero tan solo un mes después de que comenzara, diferentes grupos rebeldes se habían hecho con varias ciudades. En pleno avance de las tropas gadafistas, la OTAN y tropas francesas bombardearon posiciones del Ejército en el oeste de Libia para evitar que recuperaran las posiciones alcanzadas por los rebeldes.

La intervención de la OTAN permitió que las tropas rebeldes tomaran Trípoli en agosto y dos meses después capturaran a Gadafi, que fue asesinado a golpes en Sirte, su ciudad natal.

Sin embargo, la muerte de Gadafi no puso fin a la lucha por el poder entre las milicias armadas. “Una cosa es librarse de un dictador y otra cosa es ver qué ocurre a continuación y se entró en una dinámica repetida muchas veces de organizar unas elecciones de inmediato para dar una sensación de estabilidad”, afirma Núñez Villaverde.

Kristina Kausch, investigadora senior del think tank German Marshall Fund, asegura a RTVE.es que tras la intervención se necesitaba “una presencia militar para asegurar la seguridad local y apoyar la reconstrucción de las autoridades”, que según Kausch “no querían la presencia de fuerzas internacionales, pero a la vez no tenían la capacidad de defenderse solos”.

Caos y división reinante

En los años siguientes al derrocamiento de Gadafi, Libia --un país rico en petróleo-- se sumió en un caos devastador. Se convirtió en el refugio de grupos armados y militantes islámicos y, en los últimos años, ha sido el principal punto de tránsito de inmigrantes que huyen de la pobreza y la guerra en África y Oriente Próximo hacia Europa.

Libia ha estado dividida durante años entre un gobierno débil en Trípoli, respaldado por Naciones Unidas y encabezado por Fayez al Sarraj, y otro gobierno que tiene su base en el este del país dirigido por el mariscal Jalifa Hafter, jefe del autodenominado Ejército Nacional Libio (LNA). Hafter, un antiguo miembro de la cúpula golpista que aupó a Gadafi, fue reclutado a finales de los ochenta por la CIA y en marzo de 2011 se puso al frente del LNA.

Por otro lado, la creación del primer Gobierno de Transición libio, tutelado por Francia, Italia y Estados Unidos, logró una cierta estabilidad en el país hasta que se celebraron unas elecciones legislativas en 2014. La división entre el islam político y el salafismo radical contrarreformista desembocó en una guerra civil después de que Naciones Unidas impulsara un proceso de paz fallido y forzara la creación del Gobierno de Acuerdo Nacional (GNA) en Trípoli.

Hafter lanzó en abril de 2019 una ofensiva que buscaba capturar Trípoli y arrebatársela al GNA, algo que evitó Turquía al intensificar su apoyo militar al gobierno ubicado en la capital con soldados y miles de mercenarios sirios.

“Hafter se vio con suficiente fuerza para hacer un asalto a Trípoli para tomar el poder sobre todo el país. El intento fracasó porque el gobierno en la capital pidió a los países europeos que le ayudaran e hizo un pacto con Turquía para intercambiar derechos de explotación de recursos naturales en el Mediterráneo por ayuda militar dentro de Libia”, explica Kaush, subrayando que la entrada de las fuerzas turcas “dio la vuelta al conflicto”. 

Jesús Núñez Villaverde define a Hafter como “el principal obstáculo para llegar a algún tipo de acuerdo entre las diferentes instancias políticas”.

En los últimos años, este país norteafricano, también se ha convertido en el punto de tránsito dominante para los inmigrantes hacia Europa, así como en uno de los focos del tráfico de armas y personas. Según la investigadora senior de German Marsahll Fund, Libia ha sido tan importante como ruta migratoria ilegal porque “no hay un sistema que funcione”. “Es más fácil pasar de forma ilegal por un país en caos que por un país con una gobernanza democrática”, detalla.

El papel de actores extranjeros

Después de que los resultados de las elecciones de 2014 desembocaran en enfrentamientos, las potencias internacionales empezaron a involucrarse más en Libia defendiendo sus intereses políticos.

Mientras Egipto, Arabia Saudí y Emiratos Árabes Unidos apoyan a Hafter en el este, en parte debido a su oposición a la organización política y religiosa Hermanos Musulmanes, Turquía y Qatar están del lado del Gobierno de Acuerdo Nacional en Trípoli por razones económicas y políticas, además de porque sus principales rivales apoyan al otro bando.

La riqueza petrolera de Libia y su potencial geopolítico han atraído a otras potencias extranjeras, como Rusia --que apoya a Hafter--, y su proximidad a bases de la OTAN también han llevado a países como Francia e Italia a entrar en el conflicto en el país norteafricano.

En los primeros días de la revolución hace diez años, ni Rusia ni Turquía estaban presentes y ahora se han convertido en los actores principales. Ambos gestaron el alto el fuego en septiembre de 2020, que ha permitido que se inicie un proceso de paz con la mediación de Naciones Unidas.

La ONU pidió la retirada de todas las fuerzas extranjeras y mercenarios en tres meses, plazo ya vencido. Se calcula que en Libia había alrededor de 20.000 combatientes extranjeros apoyados por Turquía, Egipto, Rusia, Emiratos Árabes Unidos y Qatar.

Por su parte, Estados Unidos lleva cuatro años ausente en Libia y con la nueva Administración de Joe Biden, es poco probable que la situación cambie. “Tiene muchas más posibilidades de que salga mal y sumaría un fracaso. No creo que tenga ningún deseo de implicarse militarmente y no veo de qué modo pueda tener aquí un papel protagonista”, opina Núñez Villaverde.

El futuro de Libia

La Misión de Apoyo de Naciones Unidas para Libia (UNSMIL) anunció en octubre que representantes del Gobierno y el Parlamento del país habían firmado un alto al fuego permanente para todo el territorio nacional, después de estar enfrentados durante seis años en una guerra civil.

Tras diez años de inestabilidad y después de semanas de negociaciones, 75 delegados seleccionados por Naciones Unidas eligieron el 5 de febrero en Ginebra a un Gobierno de transición. Este gobierno provisional tiene como objetivo preparar al país para celebrar elecciones el próximo 24 de diciembre, fecha que coincide con el 70 aniversario de la independencia de Libia.

El gobierno interino tiene a Abdul Hamid Mohammed Dbeibah, un empresario millonario con diversos negocios en Trípoli, como primer ministro, y a Mossa al Koni, líder tribal en el sur del país, y Abdullah Hussein al Lafi, diputado del Parlamento de Tobrouk, como vicepresidentes. Por su parte, Mohammad Younes Menfi, diplomático del este de Libia y con fuertes vínculos con el golfo Pérsico, presidirá el nuevo Consejo Presidencial. En este sentido, el gobierno de transición estará representado por las tres regiones del país que se han enfrentado en los últimos diez años.

Sin embargo, Jesús Núñez Villaverde recalca que existen “muchas posibilidades de que el proceso descarrille”, como ha ocurrido en anteriores ocasiones. “Sigue habiendo muchas dificultades, muchos obstáculos. No hay partidos políticos, el islamismo radical sigue teniendo mucho peso, hay violencia alimentada tanto por actores locales como vecinos –incluyendo a Francia e Italia--, los terroristas no van a querer comprometerse en un proceso político, ni lo van a intentar…”, detalla.

Para que el gobierno interino de Libia no se rompa y las elecciones lleguen a celebrarse en diciembre, el codirector del IECAH subraya que será necesario terminar con “esa competencia entre diferentes supuestos gobiernos y que se acepte a los que ahora se han decidido en Ginebra como referentes fundamentales”, así como que haya una capacidad para garantizar la seguridad en las calles y que termine “la injerencia de actores externos, incluidos mercenarios”.

Por su parte, Kristina Kausch afirma que antes de que se celebren elecciones será necesario derribar las “dos estructuras de gobierno paralelas” que se han construido en los últimos años, porque "no puede haber gobernanzas paralelas". Además, cree que las fuerzas exteriores no deben “molestar en el proceso” y se debe asegurar que “el alto al fuego se mantenga”.

La Primavera Árabe, 12 años después: sueños rotos, autoritarismo y conflictos

El Diario, Francesca Cicardi, 4 de febrero de 2023

Doce años después de las revueltas contra los líderes árabes más longevos, sólo uno de ellos permanece en el poder, el sirio Bashar al Assad, tras una guerra de alcance internacional. Mientras, en Libia y en Yemen, el derrocamiento de sus líderes llevó a una lucha encarnizada por el poder y a conflictos que continúan hoy en día, sin vistas de una pronta solución. Los generales egipcios –que sacrificaron al presidente Hosni Mubarak en 2011– han restablecido en los pasados años un régimen más restrictivo todavía; y la última esperanza de la Primavera Árabe, Túnez, ha dado un giro autoritario desde 2021. 

Las primeras fichas del dominó

Los primeros que bajaron a la calle y pidieron “la caída del régimen” fueron los tunecinos, en diciembre de 2010. La llamada “revolución de los jazmines” triunfó rápidamente y el dictador Zin Al Abidine Ben Ali dejó el poder después de 23 años y huyó del país. Los árabes de países vecinos, sobre todo los jóvenes –que son más del 50% de la población–, se inspiraron en los acontecimientos de Túnez y el efecto dominó dio comienzo.

El 25 de enero de 2011 estallaron las primeras protestas contra el dictador egipcio, que llevaba en el poder 30 años. El 11 de febrero, 18 días después, Mubarak entregó el poder al Ejército, al que él mismo pertenecía y que ha sido la columna vertebral del régimen egipcio desde el fin de la monarquía en 1952. Dos años más tarde, los militares dieron un golpe de Estado contra el primer presidente de la república civil elegido en las urnas (el islamista Mohamed Mursi), reafirmando su poder y control sobre el país.

“Estamos viendo una tendencia autoritaria en ambos países, las libertades se han restringido, las fuerzas de seguridad llevan a cabo violaciones de los derechos humanos a gran escala con impunidad absoluta”, explica Hussein Baoumi, miembro de Amnistía Internacional para Norte de África y Oriente Medio en la UE.

“Túnez está en transición hacia un sistema más autoritario, mientras que en Egipto existe un régimen militar muy consolidado que controla todos los aspectos de la vida”, detalla Baoumi. En su país, Egipto, “el régimen ha conseguido silenciar todas las formas de disenso y la sociedad civil está en riesgo de desaparecer”. “En Túnez todavía hay espacio: los medios no están controlados por completo, hay partidos de oposición y la judicatura no está en manos del presidente Kais Said”, agrega. El mandatario, que en julio de 2021 asumió poderes extraordinarios, “está intentando hacer lo mismo que hizo el presidente Abdelfatah al Sisi en Egipto en 2014 y 2015” para controlar todas las instituciones.

Las elecciones legislativas, convocadas por Said para elegir un nuevo Parlamento tras haberlo suspendido hace un año y medio, han registrado los índices de abstención más altos de todas las citas electorales desde la marcha de Ben Ali. En la segunda ronda, el pasado 29 de enero, la participación volvió a quedarse por debajo del 12% y la oposición ha pedido la renuncia del presidente porque carece de “legitimidad”. 

Baoumi cree que aún es posible “cambiar el rumbo en Túnez (…), pero los Gobiernos europeos y la UE no están haciendo todo lo posible para presionar al presidente Said y su régimen”. “Sin una postura fuerte y coordinada en contra del autoritarismo en Túnez, nos arriesgamos a que se vuelva tan represivo como Egipto”, advierte desde Bruselas.

El peor balance lo hacen los egipcios, con un régimen mucho más severo que el de Mubarak, que en los últimos años de su gobierno permitió cierta oposición en el Parlamento y en la prensa, y un espacio limitado para la sociedad civil, los sindicatos y otros grupos de base.

“Los sueños y las esperanzas de millones de jóvenes en Egipto y Túnez han sido hecho añicos”, dice amargamente el representante de Amnistía Internacional. “No ven ninguna perspectiva ni posibilidad real de una mejora política, social o económica” y las principales causas de las revueltas –que llevaron a prenderse fuego al vendedor de frutas ambulante Mohamed Bouazizi en Túnez– siguen afligiendo a la población.

Conflictos armados enquistados

Pocos días después de los egipcios, los yemeníes empezaron a protestar contra Ali Abdalá Saleh, que había ocupado por primera vez la presidencia en 1978. La entrega del poder a su vicepresidente, en febrero de 2012, no trajo la estabilidad al país, que ya en aquel entonces era el más pobre del mundo árabe. La toma de la capital por los rebeldes hutíes chiíes llevó en marzo de 2015 a una intervención militar de Arabia Saudí y sus aliados, que exacerbó el conflicto y dio lugar a una grave crisis humanitaria.

“La población está sufriendo los efectos de casi ocho años de conflicto: pocos tienen ahorros y muchas familias venden lo que les queda para poder comer, y muchos sobreviven con una comida al día”, relata a elDiario.es el portavoz del Comité Internacional de la Cruz Roja (CICR) para Yemen, Ali Daoudi. Se estima que más de 17 millones de personas (más del 50% de la población) se encuentran al borde la hambruna. “El CICR busca que los yemeníes puedan tener una fuente de ingresos estable y sustentarse de manera independiente, protegiéndoles y ayudándoles a reconstruir sus vidas devastadas por la guerra”, afirma Daoudi, pero para que eso ocurra “Yemen necesita una solución pacífica duradera”, algo que parece cada vez más lejano a medida que el conflicto se va enquistando.

La guerra ha tenido un gran impacto en las pobres infraestructuras del país, dejando fuera de servicio más de la mitad de las instalaciones sanitarias y muchas escuelas. “Los yemeníes mueren cada día por enfermedades curables debido a la falta de servicios médicos” y los niños no reciben una “educación adecuada”, agrega el portavoz, alertando de que de esta “generación perdida” dependerá el futuro del país. Según la ONU, en 2023 más de 21 millones de yemeníes (de una población de unos 33) necesitarán ayuda humanitaria, mientras la guerra en Ucrania ha desviado la atención y los fondos internacionales.

La violencia también ha asolado Libia, donde la revolución del 17 de febrero de 2011 degeneró rápidamente en un conflicto armado debido a la represión del régimen de Muammar al Gadafi, en el poder desde 1969. El país quedó dividido entre el este, que se levantó en armas contra el dictador, y el oeste. Tras el asesinato de Al Gadafi a manos de los rebeldes, en octubre de 2011, la lucha por el poder hizo que el país se fracturara aún más. Actualmente, existe una línea divisoria en Sirte, dos autoridades enfrentadas en el este y el oeste, un frágil alto el fuego y una miríada de grupos armados con intereses y lealtades cambiantes. Además, los dos bandos cuentan con el apoyo político y militar de terceros países, incluida Rusia, con los milicianos de Wagner sobre el terreno. 

“Las hostilidades a gran escala han cesado desde mediados de 2020, gracias al alto el fuego entre las partes beligerantes; sin embargo, la incertidumbre política y los enfrentamientos armados esporádicos ensombrecen la vida diaria de la población, en un entorno inseguro desde 2011”, explica a elDiario.es el portavoz del CICR para Libia, Basheer al Selwi. “Libia está sufriendo las consecuencias de una crisis prolongada, con menos emergencias (humanitarias) pero muchas necesidades para poder adaptarse a esas consecuencias”, agrega.

Según la ONU, unas 300.000 personas (de unos siete millones de habitantes) necesitan asistencia y más de 140.000 no han podido volver a sus hogares, que abandonaron en la pasada década. “Los desplazados internos y los que han regresado son los más vulnerables, pero la vida diaria es difícil para todo el mundo, en una economía que depende del petróleo”, dice Al Selwi. Las infraestructuras petrolíferas, así como las sanitarias y otras básicas se han visto muy dañadas.

Además, el caos y el vacío de poder han convertido a Libia en un importante punto de partida para los migrantes africanos hacia Europa. Unos 680.000 residen en el país, entre los que esperan cruzar el Mediterráneo y los que intentan buscarse la vida, según el portavoz. “Aquellos que están en tránsito son particularmente vulnerables y sus necesidades, múltiples y agudas”, destaca. Ellos también sufren las consecuencias del conflicto y se encuentran a merced de los grupos armados y mafias.

Siria, el único superviviente

Doce años después de la Primavera Árabe, Bashar al Assad es el único dictador (excluyendo reyes y emires) que sigue en el poder, al que se aferró desde el estallido de las protestas en Siria en marzo de 2011. Al año siguiente, la revuelta desembocó en un conflicto armado y la situación degeneró con el auge de grupos armados radicales, como el Estado Islámico, que llegó a ocupar amplias áreas del noreste de Siria. Actualmente sigue activo en el país pero no domina ningún territorio, mientras que la única región que escapa al control del régimen –la de Idlib, en el noroeste del país– está en manos de otras milicias, incluida la exfilial de Al Qaeda en Siria. 

Para ganar la guerra, Al Assad ha contado con la fundamental ayuda militar de Moscú, sin embargo, el conflicto no resuelto y sus consecuencias han hecho que Siria presente hoy “una de las emergencias humanitarias más complejas del mundo”, según el último informe de la OCHA. Es el país con el mayor número de desplazados internos (6,8 millones) y este año alcanzará su cifra más alta de personas que necesitan ayuda (15,3 millones de una población de 22 millones). La agencia de la ONU explica que se debe al deterioro de la economía, con el encarecimiento de los bienes básicos y la falta de fondos internacionales por la guerra en Ucrania. Añade que los servicios básicos y las infraestructuras sanitarias están “al borde del colapso” y los combates esporádicos, ataques y bombardeos contra civiles afectan a la seguridad y a la salud mental de los sirios. 

“Por primera vez, los sirios de todos los distritos del país están sufriendo algún tipo de estrés humanitario”, afirma el informe, también los que residen en los bastiones del régimen. Ante la grave crisis, Al Assad busca restablecer y mejorar sus relaciones con países poderosos de la zona, como Turquía y Emiratos, ahora que los dos aliados que le han mantenido a flote –Rusia e Irán– tienen que ocuparse de sus propios problemas. 

Muerte de un dictador

Venganza sangrienta en Sirte

Cuando estallaron las protestas contra el gobierno del líder libio Muammar Gaddafi en Libia en febrero de 2011, las fuerzas de seguridad del gobierno respondieron abriendo fuego contra los manifestantes. Como un movimiento de protesta inicialmente pacífico se transformó en un levantamiento armado en toda regla contra su gobierno de 42 años, Gaddafi se comprometió a perseguir a las "cucarachas" y "ratas" que se habían levantado en armas contra él "pulgada a pulgada, habitación por habitación". casa por casa, callejón por callejón, persona por persona”. Comenzó un conflicto brutal, con fuerzas pro-Gaddafi bombardeando indiscriminadamente áreas civiles, arrestando a miles de manifestantes y otros sospechosos de apoyar a la oposición, reteniendo a muchos en detención secreta y llevando a cabo ejecuciones sumarias.

Pero después de una intervención militar de la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN) y ocho meses de intenso conflicto, fue Muammar Gaddafi y su círculo íntimo quienes se vieron acorralados y aislados en la ciudad costera de Sirte, la ciudad natal de Gaddafi, moviéndose entre casas abandonadas para evitar la bombardeos feroces e indiscriminados por parte de las milicias anti-Gaddafi de Misrata, Bengasi y otros lugares que habían rodeado la zona. En la mañana del 20 de octubre de 2011, Mutassim Gaddafi, el hijo de Muammar Gaddafi que había liderado la defensa de Sirte, ordenó al círculo íntimo de Gaddafi, a sus leales restantes y a algunos de los civiles restantes que abandonaran el Distrito 2 sitiado de Sirte en un convoy de unos 50 vehículos fuertemente armados.

El intento de fuga fue condenado: cuando el convoy fuertemente armado de los leales a Gaddafi intentaba huir del Distrito 2 sitiado de Sirte, un misil disparado por un dron de la OTAN lo golpeó y destruyó un vehículo, dijeron testigos. Después de viajar unos cientos de metros más hacia el oeste, el resto del convoy se topó con una milicia con base en Misrata y luego fue alcanzado por bombas de explosión en el aire disparadas desde un avión de combate de la OTAN, que incineró a decenas de combatientes de Gaddafi. Mientras algunos de los sobrevivientes del ataque de la OTAN se enfrentaron en una escaramuza con los milicianos de Misrata, Muammar Gaddafi y otros sobrevivientes del convoy huyeron a un recinto cercado de una villa amurallada, y poco después trataron de escapar a través de los campos y dos tuberías de drenaje debajo de un importante camino cercano. Allí los atraparon las milicias de Misrata.

Este informe presenta pruebas de que las milicias con sede en Misrata, después de capturar y desarmar a los miembros del convoy de Gaddafi y ponerlos bajo su control total, los sometieron a brutales palizas antes de ejecutar aparentemente a decenas de ellos. Siete meses después, las autoridades libias no han investigado ni responsabilizado a quienes cometieron estos crímenes.

Cuando los milicianos encontraron a Muammar Gaddafi y su círculo íntimo escondidos junto a las tuberías de drenaje, uno de los guardaespaldas de Muammar Gaddafi les arrojó una granada de mano, que rebotó en el muro de hormigón y explotó en medio del círculo de líderes, matando al ministro de Defensa de Gaddafi, Abu. Bakr Younis y la aspersión de metralla que hirió a Muammar Gaddafi y a otras personas, según sobrevivientes del incidente entrevistados por Human Rights Watch. Muammar Gaddafi fue atacado de inmediato por combatientes de Misrata que lo hirieron con una bayoneta en las nalgas y luego comenzaron a golpearlo con patadas y golpes. Cuando cargaron a Muammar Gaddafi en una ambulancia y lo transportaron a Misrata, su cuerpo parecía sin vida: no está claro si murió por esta violencia, las heridas de metralla o por los disparos posteriores.

Esa misma mañana del 20 de octubre, los milicianos de Misrata aprehendieron por separado al hijo de Muammar Gaddafi, Mutassim, quien estaba a cargo de la defensa militar de Sirte y había liderado el convoy condenado, cuando intentaba huir del lugar de los combates. Las imágenes de video tomadas poco después de su captura muestran a Mutassim consciente y capaz de caminar, pero con pequeñas heridas de metralla en la parte superior del pecho. Las imágenes de video tomadas más tarde el 20 de octubre lo muestran hablando en una habitación con combatientes de Misrata de la milicia Leones del Valle, bebiendo agua y fumando cigarrillos. En la tarde del mismo día, estaba muerto, con nuevas heridas importantes que sugieren que lo mataron bajo custodia.

Cuando terminó la batalla final, más de 100 miembros del convoy estaban muertos en el lugar. Si bien la mayoría murió en los combates y los ataques de la OTAN contra el convoy, al menos algunos aparentemente fueron asesinados a tiros después de que las milicias anti-Gaddafi que barrieron el área después de los combates los encontraron vivos y los capturaron.

Las fuerzas anti-Gaddafi capturaron con vida a unas 150 personas después de la batalla. Transportaron a unos 70 de estos sobrevivientes a Misrata y los mantuvieron bajo custodia, pero al día siguiente encontraron muertos al menos 53 y posiblemente hasta 66 personas en el cercano Hotel Mahari. Las imágenes de video amateur grabadas por un combatiente de Misrata muestran a 29 de las personas detenidas siendo golpeadas, abofeteadas, insultadas y escupidas por sus captores, en el lugar de su captura. Human Rights Watch identificó a seis de los veintinueve que aparecen en el video entre los cuerpos fotografiados más tarde en los terrenos del Hotel Mahari, y el personal del hospital en Sirte confirmó la coincidencia de otros siete hombres que se ven en el video y esos encontrado en el hotel. Otros cinco cuerpos en el hotel fueron identificados por familiares y amigos.

Aparentemente, estos asesinatos constituyen la mayor ejecución documentada de detenidos cometida por las fuerzas anti-Gaddafi durante los ocho meses de conflicto en Libia. La ejecución de personas bajo custodia es un crimen de guerra.

Las autoridades de transición de Libia no han tomado medidas serias para investigar este grave crimen, a pesar de que la evidencia sugiere que los miembros de las milicias con sede en Misrata perpetraron o tienen conocimiento directo de este crimen. Hasta cierto punto, el hecho de que las autoridades de transición de Libia no hayan investigado muestra su continua falta de control sobre las milicias fuertemente armadas y la urgente necesidad de poner a las numerosas milicias de Libia bajo el control total de las nuevas autoridades. Human Rights Watch exhorta a las autoridades libias a que tomen medidas inmediatas para investigar y enjuiciar los asesinatos en Sirte, y exhorta a la comunidad internacional a insistir en la rendición de cuentas por estos crímenes y a ofrecer asistencia técnica para llevar a cabo la investigación.
























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