Como recordarán algunos, la tortuga acabó llegando a la meta antes que la liebre, algo que ni ellos, ni el resto de los animales que les observaban, pudieron nunca sospechar que llegase a ocurrir, aunque hemos de decir que Esopo algo intuía. Por ello, después de este inesperado resultado, la creencia de que se puede coger antes a un mentiroso que a un cojo deja de tener mayor importancia, y más si tenemos en cuenta que hay mucho farsante que además tiene problemas de movilidad.
Por empezar por algo veamos que es eso de la verdad y también, por contraposición, la mentira. la Real Academia Española de la Lengua en su diccionario nos proporciona toda una batería de significados para la palabra verdad. Como segunda acepción nos recuerda que verdad es la conformidad de lo que se dice con lo que se siente o se piensa. Por ello, uno no miente si explica cosas que no son ciertas, si es que cree que lo son. Los ignorantes no son necesariamente mentirosos, aunque también puedan serlo.
De hecho el común de todos nosotros somos bastante desconocedores de un sinfín de realidades y las intimas relaciones que existen entre ellas. Nuestro mundo es grande y complejo, y por ello inabarcable para cualquier mente humana, incluidas las de los grandes genios. Si para tener conversaciones entre nosotros tuviésemos que saber de lo que hablamos no intercambiaríamos más de cuatro palabras seguidas.
El paso de los años a la par que nos proporciona secuelas fatigosas y artríticas no consigue anular nuestra capacidad para sorprendernos cada mañana con los múltiples sucedidos que nos proporciona la realidad y las interpretaciones que de todo ello se hacen. Ahí nos topamos con verdades, medias verdades, algunas, aunque muy pocas, mentiras y estadísticas. Toda esta información vista a través del prisma individual que nos proporciona una imagen que no ha de coincidir necesariamente con la percepción que de todo ello tienen nuestros convecinos, amigos y parientes. Esa diferencia de perspectivas puede agrandarse, aunque no necesariamente, tratándose de la familia política, el enemigo, o los extranjeros, si es que alguien puede ser extranjero en la aldea global. Por cierto, en todo lo anterior no he contemplado en ningún momento que ninguno de nosotros mienta al explicar esos sucesos. Por regla general todos estamos convencidos de que aquello que pensamos y las opiniones que se derivan de ello son veraces y como consecuencia las verdades de muchos de nosotros son contradictorias con las de esos vecinos o conocidos.
Los diversos medios de comunicación, al igual que los ciudadanos a los que dirigen sus informaciones, asumen a diario distintas verdades y enfoques, frecuentemente contrarios a los vertidos en otro medios, aunque hagan referencia a unos mismos hechos. Y tampoco creo que los periódicos, radios y televisiones mientan, a veces lo harán, pero no necesitan hacerlo para alcanzar sus objetivos informativos, propagandísticos y económicos.
En los enunciados de muchas verdades parciales de todo tipo de medios acaban apareciendo los términos mentira, bulo, engaño, y más modernamente, fake news y posverdad. Todos ellos tienen una connotación negativa utilizada para caracterizar las noticias, crónicas y artículos de los otros, los que se encuentran frente a mi, en constante lucha ideológica. Existen medios más y menos sensacionalistas, algunos son manifiestamente maniqueos, otros pueden ser menos hiperbólicos en su lenguaje, con expresiones menos exageradas, pero todos ellos utilizan en mayor o menor medida esos recursos literarios y dialécticos, por cierto, con un desenlace no tan feliz para la dialéctica.
No es la mentira, sino el uso y abuso de las interpretaciones de las diversas verdades, el recurso que utilizan los medios de comunicación para crear opinión entre los ciudadanos, bien sea con fines comerciales, políticos, ideológicos, o como simple entretenimiento. No es tan importante el hecho de que haya malos, sino la confrontación mediática con esos malos que hará que nosotros, lo que decimos y opinamos sea bueno. Los malos, esos que parece ser que mienten y lanzan bulos, son estereotipos, reales o virtuales, eso no importa, que consiguen que lo que caractericemos como contrario a ellos pase a ser bueno y deseable.
El uso conductista de los mensajes periodísticos resulta muy efectivo. Primeramente se han de crear los héroes y villanos mediáticos. Como villanos nos sirven Donald Trump, Jair Bolsonaro, Vladimir Putin, etc. Los héroes serán aquellos que no están en la lista de villanos y señalen a estos con el dedo. Para crear el perfil del villano se reproducen cientos y miles de artículos en todo tipo de medios en los que se describe al personaje y sus artimañas y bajezas. Una vez que el personaje ha tomado cuerpo simplemente se ha de escribir su nombre para conseguir esa reacción repulsiva, o placentera según se trate de villano o de héroe, y alimentar la ficción con alguna crónica de vez en cuando que sirva e refuerzo. Se podrían poner ejemplos más cercanos de personajes políticos españoles, que cada cual asigne a uno y otro bando los que le vengan en gana, yo me quedo con otros términos que no alunen a personas, pero que también tienen un uso conductista, como cambio climático, negacionista, feminista, ultraderechista, comunista, etc.
Una de las palabras placebo más utilizadas en la actualidad, casi con fervor religioso, es ciencia. Se alude a ella para caracterizar que algo o alguien es bueno. Los fieles de estas corrientes creen en esos eslóganes científicos, frente a las opiniones de aquellos negacionistas que no creen en la ciencia. Estos creyentes son legos en todo tipo de materias, no entienden gran cosa de nada de ello, pero eso sí creen.
Estos usos pseudorreligiosos de la ciencia incluso son fomentados por dirigentes institucionales de primer nivel con un claro interés propagandístico. En este sentido, el 20 de junio de 2024 el presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, anunció la creación de la Oficina Nacional de Asesoramiento Científico y la consecuente incorporación de más de medio centenar de asesores científicos a la Administración General del Estado. No quisiera tener que enterarme de que antes de esta fecha los responsables ministeriales diseñaban sus políticas y tomaban las decisiones que nos habían de afectar a todos nosotros con el asesoramiento de chamanes y pitonisas, y bajo los efectos psicodélicos de la ayahuasca.
Con prudencia, de ciencia deberían hablar los científicos, docentes y divulgadores. Sin cuidado podemos hacerlo todos los demás, aunque no entendamos ni nuestras propias palabras. No estamos obligados a mucho más, pero hacer de los seudo conocimientos científicos un cuerpo de creencias religiosas resulta obsceno. La ciencia y la religión, al igual que les ocurre al agua y al aceite, no mezclan bien. A base de agitarlas podremos conseguir una emulsión, pero tarde o temprano volverán a separarse nadando por encima la religión y ocultando a la ciencia.
En palabras del médico Paracelso, todas las sustancias son venenos, no existe ninguna que no lo sea, y solo la dosis hace el veneno. En términos mediáticos, todo artículo puede utilizarse para crear opinión, efecto que se intensifica con la acumulación de muchos más textos que argumenten en un determinado sentido que en el contrario.
Pues bien, en todo tipo de sociedad, dotada de más o menos libertades formales, o autocrática, ocurre que existen múltiples formas de pensar y opiniones acerca de unos mismos hechos. El artículo 18 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos de 1948 legitima estas diferencias de opinión, ya que establece que toda persona tiene derecho a la libertad de pensamiento, de conciencia y de religión; este derecho incluye la libertad de cambiar de religión o de creencia, así como la libertad de manifestar su religión o su creencia, individual y colectivamente, tanto en público como en privado, por la enseñanza, la práctica, el culto y la observancia. Por otra parte el libre albedrío, a pesar de los condicionantes impuestos por nuestras circunstancias y el efecto de los neurotransmisores, todos somos dueños y responsables de nuestras acciones y, porque no, dueños y señores de nuestros pensamientos e ideas.
Habida cuenta de que pensamos y opinamos de diferente manera unos de otros, he de destacar que es de suma importancia el hecho de que todos tengamos una coherente estructura de verdades, la nuestra propia, pues ello nos proporciona seguridad y estabilidad emocional. Estructuras mentales del tipo de esto es verdad y aquello mentira; esto es bueno y lo otro nefasto; si quiero ser bueno y que me reconozca el grupo he de hacer esto y evitar aquello, y así sucesivamente, y todo ello para poder dormir profundamente y descansar. Pero, ¿Qué es bueno y que es malo?
El bien es todo aquello que nos proporciona bienestar y nos evita sufrimiento. Bueno es aquello que nos conduce al bien. Alguien bueno es el que hace el bien, provoca satisfacciones a alguien, a toda la sociedad, a nuestra familia, a nosotros mismos. Alguien malo es el que hace el mal, provoca insatisfacción y sufrimiento. Para saber que nos hace bien o mal nos podemos orientar utilizando el sentido común.
En palabras del Diccionario esencial de la lengua española de la RAE el sentido común es el modo de pensar y proceder tal como lo haría la generalidad de las personas, que era la manera como lo entendían algunos filósofos griegos. Para Aristóteles era la capacidad de percibir de manera casi idéntica los mismos estímulos sensoriales. En su opinión cuando alguien escucha el crujido de una rama al romperse, está percibiendo lo mismo que habría percibido cualquier otra persona en su lugar.
Siglos después, Descartes, comenzó el Discurso del Método, hablando del buen sentido, lo que viene a ser el sentido común. Para él el buen sentido es la facultad innata en el hombre, que le permite distinguir lo verdadero de lo falso, y que le permite juzgar bien. Además, esta facultad, es la cosa mejor repartida del mundo, ya que se encuentra en igual medida en todas las personas. Es por esto, que la diversidad de nuestras opiniones no es debida a que unos hombres sean más razonables que otros, sino a que conducimos nuestros pensamientos por caminos distintos al no aplicar bien el buen sentido, al hacer un mal uso de nuestra capacidad racional.
Por el contrario para Voltaire el sentido común es en realidad el menos común de los sentidos. Es decir no siempre se percibe esa unanimidad a la hora de entender qué es lo lógico o lo esperable en cada situación. De algún modo, cada uno integra en su ser su propio sentido común, el cual, en ocasiones, no coincide con el que tienen los demás. Dicho de otra forma, el sentido común no es ningún sexto sentido con el que nacemos los humanos, sino fruto en parte de la educación y la cultura.
Como soporte para el particular sentido común de cada cual podría servir aquel famoso aforismo: Trata a los demás como te gustaría que te trataran a ti. Entre los autores anglosajones, desde el siglo XVII, se le conoce como regla de oro. Hay quien encuentra un origen de este principio en la Carta a Meneceo de Epicuro de Samos, que llegó hasta nuestros días a través de Diógenes Laercio. Epicuro entendería la justicia como una cuestión de reciprocidad entre individuos. Este principio tiene bastante que ver con la empatía, esa capacidad que tiene una persona de comprender las emociones y los sentimientos de los demás, basada en el reconocimiento del otro como similar.
Pues bien una vez estudiados el bien y el mal, las bondades y maldades y la verdad y mentira, solamente concluir que incluso en las noticias más tendenciosas siempre se conserva algo de la realidad y que en las más objetivas se pueden rastrear sutiles briznas de subjetividad. El raciocinio nos puede ayudar a saber como realmente funciona el mundo, a pesar de la deficiente información con la que contamos, pero eso no nos garantizara capacidad alguna para cambiar la realidad y, por supuesto, no nos hará más felices, tampoco está claro que nos vaya a hacer mucho más desgraciados.
Los periódicos se han digitalizado, y aunque existen muchas otras fuentes informativas de menor entidad, son junto con la radio y la televisión los principales motores para la creación de opinión. No es por tanto extraño que hoy, del mismo modo que ya ocurría en el siglo XIX, sean muchas las conexiones entre el mundo empresarial, económico y político, y el periodístico, generadas a través de la contratación de publicidad, la participación en el capital de esos medios y las redes de relaciones personales.
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