lunes, 23 de diciembre de 2024

Rectificación de la República

El domingo 6 de diciembre de 1931 a las once y media de la mañana José Ortega y Gasset pronunció una conferencia con el título Rectificación de la República en el Cine de la Ópera. Posteriormente se publicó en la Revista de Occidente en 1931 y se reeditó en 1973.


La conferencia del 6 de diciembre de 1931

El Día de Palencia, 7 de diciembre de 1931 

La siguiente crónica apareció en este periódico, en portada a cinco columnas.

LA ACTUALIDAD POLITICA  
 
AYER DIO SU ANUNCIADA CONFERENCIA EN MADRID EL DIPUTADO DON JOSE ORTEGA Y GASSET, DISERTANDO ACERCA DE LAS CARACTERISTICAS DEL NUEVO REGIMEN 
 
SEGUN El. ORADOR, HAY QUE ORGANIZAR LA ALEGRIA DE LA REPUBLICA ESPAÑOLA

ASISTE NUMEROSO PUBLICO

Ayer domingo, a las once y media de la mañana, pronunció su anunciada conferencia en el Cine de la Opera, don José Ortega y Gasset sobre el tema "Rectificación de la República”. Todas las localidades del salón y hasta los pasillos se hallaban completamente ocupados desde mucho antes de la hora anunciada, figurando entre el público destacadas personalidades de la política, de las ciencias y de la literatura.

De los ministros actuales asistieron los señores de los Rios y Albornoz. Veíanse también muchas señoras.

A las once y media en punto se cerraron las puertas del teatro y el orador hizo su entrada en el escenario. 

Su presencia fue acogida con una ovación. En el escenario se había colocado una mesita para el orador y sobre ella un micrófono. 

Por las localidades altas y por el vestíbulo se habían distribuido diferentes altavoces. 
 
Discurso del señor Ortega y Gasset 
 
LA SITUACION DEL PAIS  
 
En estos días, con la aprobación del texto constitucional y con la elección de Presidente de la República, queda ésta establecida jurídicamente.  
 
Tenemos ya bajo nuestras plantas un terreno firme de derecho sobre el que emprender la marcha. (El público que ha quedado sin poder entrar promueve en la calle un pequeño alboroto que obliga al orador a interrumpir momentáneamente su discurso).

Decía —continúa— que es el momento excelente para hacer algo y para que examinemos la situación de nuestro país, analizando no sólo el pasado, sino tendiendo la vista al futuro.

Van transcurridos ya siete meses de vida republicana y es hora de hacer el primer balance. Durante estos siete meses, la República ha estado entregada a unos hombres de buena voluntad que han hecho aquello que les dictaba su libérrima voluntad. 

Tenían derecho a ello porque fueron los que actuaron en los momentos de máximo peligro hasta conseguir la implantación del nuevo régimen.

A los demás no nos correspondía otra tarea que la de formar un cerco a su alrededor y evitar estorbos a los que gobernaban. Por lo que a mí respecta, creo haber cumplido con mi deber.

Ya a los quince días de la implantación del régimen, hacía señas a los de arriba para indicarles que yo tomaba vía muerta.

Era urgente que existiese una ley que permitiera iniciar una vida política normal.

LA CONSTITUCION .

Ya existe la Constitución y se hace preciso ahora que cada cual exprese su opinión respecto a cómo ha sido planteada la República y que cada cual fije su programa, porque es también llegada la hora de las responsabilidades.

Cuando España vuelve a nacer y está sobre un terreno resbaladizo es preciso que todos fijemos nuestras actitudes. Queramos o no estamos creando la historia con cada una de nuestras palabras y de nuestros gestos, y es preciso que de ello se dé cuenta el pueblo español.

Por eso el mayor crimen que se podría cometer actualmente en España es empequeñecer el
momento.

Son instantes de rango sutil. ¿O es que creen que podemos entrar a organizar una nación si seguimos como hasta aquí con el temple chabacano, flojas las mentes y sin un tono de disciplina?

Así como el entrenamiento es necesario en el deporte, también para hacer historia es preciso que el ciudadano se prepare a estar tenso como el arco para poder disparar la flecha. Yo soy un pobre hombre con menos pretensiones que lo que algunos creen, que cuando ve se va a cometer un error lanza a sus ciudadanos una voz de advertencia.

Así os digo: No presumáis que triunfe la chabacanería ni que domine el espíritu de casinillo.

El apasionamiento de momento no ha creado nunca nada.

La pasión para ser fecunda, ha de ser un sentimiento recóndito.

Por eso os pido que en este rato, me dejéis razonar sobre los destinos nacionales. (Aplausos)

La ocasión es magnífica para hacer una España grande.

¿No es triste que esto se malogre por pequeñeces? Y es evidente que algo de esto se está produciendo.

Nada grave ha acontecido. Pero sí se compara nuestra República en su natividad con el momento de hoy, arroja un balance que señala una partida.  
 
No se han sumado nuevos entusiasmos al régimen, sino más bien se han restado.  
 
EL PERFIL DE LA REPUBLICA 

Hay, pues, que rectificar el perfil de la República. (Aplausos). 

Nació ésta en forma tan ejemplar que sorprendió a todo el mundo. 

No por manejo, ni por golpe de mano nació, sino tan espontáneamente como se produce la fruta en el árbol. 

Ello demuestra la necesidad profunda que España sentía de arrojar de su organismo el cuerpo extraño que era la Monarquía. 

Lo inexplicable es que a los siete meses empiece a cundir por el país el desagrado, la tibieza, la apatía; historia en suma. 
 
¿Por qué nos amargan, sin haber ocurrido nada grave, al régimen?  
 
Conozco a los hombres del Gobierno y sé la buena voluntad que atesoran.  
 
Pero han cometido también errores, que no son imputables a ellos, sino a las clases representativas del antiguo régimen. 
 
¿Pues qué querían éstas, que habiendo estado apartados los gobernantes actuales de las tareas del Gobierno improvisasen sus aciertos y dieran la exacta visión política? 
 
Ya en 1914 me lamentaba yo en una conferencia de que la Monarquía apartase de esas tareas de gobierno a ciertos sectores políticos. 
 
La República debe hacer usos nuevos y nadie espere que renuncie a los imperativos de toda mi vida, y el que espere palabras duras de mi, que busque como en el juego infantil candela en otra puerta. (Aplausos). 
 
¿Por que ahora se siente menos fervor por la República que antes? Esto es inexplicable.  
 
Retrocedamos a los momentos del advenimiento del nuevo régimen.  
 
En aquellos momentos de lucha, la gente acierta en su visión, pero logrado el triunfo, parece como que éste obscureció la mente de las gentes. 
 
Los conservadores vieron en aquellos momentos con toda claridad lo que debía ser República.  
 
Esta, dijeron, tiene que ser conservadora y burguesa. Algún ministro recordará los aplausos con que esto fue acogido. Pero ya advertí que esos términos son antitéticos. Los problemas de hoy no pueden ser atacados con los métodos y la visual del pasado.  
 
No hay nadie en Europa que se haga ilusiones respecto a esto. 
 
Todos están convencidos de que es muy poco lo que se debe conservar del pasado. En la misma Inglaterra el triunfo del partido conservador se ha debido a las modificaciones que ha tenido que introducir en su ideario para conservar el nombre de conservador, (Aplausos).  
 
Sólo Francia ha podido mantener un “statu quo” que es cosa muy diferente a una política conservadora. Pero ese “statu quo” zozobrará también. Menos afortunada aun me parece la otra expresión de república burguesa, ya que la burguesía es causa de la decadencia de Europa. 

Si España se apagó en el siglo XVII época en que predominaba la burguesía, ¿va a reanimarse ahora, que esa burguesía está en quiebra?

No es posible que un nuevo régimen se constituya como burgués. Yo haré un llamamiento más adelante a todas las clases sociales y entre ellas a la burguesía. Quiero que esto quede bien claro. Lo que actualmente se observa de modo indiscutible, es un movimiento ascensional de la clase obrera, y toda política que se emprenda, no tendrá más remedio que seguir esta trayectoria, como la tierra sin quererlo, camina hacia la constelación Hércules. (Aplausos)

No se hable, pues, de república burguesa. Pero no hay que confundir ese movimiento obrero ni con el laborismo, ni con el socialismo, ni con el comunismo, que no son sino fórmulas transitorias de aquella realidad inexorable.

No es, pues, posible, ninguna política que no sea obrerista. Pero a la par, ningún partido obrerista puede arrogarse la posesión del dogma obrero. 
 
Si yo rechazo lo de República burguesa y conservadora, no por eso dejo de reconocer que lo que con ello se quería decir, es esta otra cosa: La República después de su triunfo debía ser sólo República, que no podía ser triunfo de ningún partido, si no que era entregar el régimen a la cordialidad de los españoles. Porque no se ha hecho eso, porque se ha dado la impresión de que no se hacía eso, es por lo que a los siete meses ha descendido la temperatura de aquel entusiasmo. Pocas veces acontece que un pueblo llegue a una unidad de voluntad tal, como llegó España a la República; y es que se sabía lo que la Monarquía significaba para los destinos de España. La Monarquía de Sagunto era una sociedad de socorros mutuos para los diferentes grupos que usufructuaban los destinos del país. Esos grupos estaban formados por las altas personalidades del ejército, de la Iglesia y de la banca. 
 
Yo no quiero ofender a ninguno de éstos, pero la realidad histórica es que la llamada Monarquía de Sagunto, era una sociedad de la que el monarca era el gerente, nada más que el gerente, pero tampoco nada menos. 
 
Si era Monarquía acertaba al recoger el anhelo nacional, éste se manifestaba con explosiones patrióticas; pero si se colocaba enfrente de uno de los grupos, los demás acudían en seguida en su socorro. La vieja democracia, como la Iglesia, no se supeditaba a la Nación, si no que era ésta la que se supeditaba a aquélla, Y así el pueblo no ha podido hacer la historia que germinaba en su seno y así España no ha podido prosperar. Los grandes hechos de un pueblo deben ser respetados y no desvirtuados. 
 
Esta es la tesis de mi discurso.  
 
Por un lado pugnaba por ir el pueblo; el Poder público le violentaba para que marchase por otro, y con ello se conseguía no otra cosa que desfigurar la realidad española. Ejemplo de esto, la Iglesia, que gozando de extemporáneos privilegios, parecía tener una plena soberanía sobre el pueblo. 
 
Con ello no quiero decir que la fórmula actual me parezca perfecta. El Estado debe ser laico y yo, que no soy católico, no estoy dispuesto a dejarme imponer por los mascarones de proa de un arcaico anticlericalismo. (Aplausos) 
 
El Estado actual exige la colaboración de todos sus individuos. Por eso, gobernar hoy, es contar con todos para llegar a fundirlos en uno. Esta fusión se llama democracia. La democracia es el presente, pero no es que en el presente haya democracia.  
 
LA NACIONALIZACION DEL REGIMEN 
 
Yo he venido a la República con la esperanza de que a nuestro pueblo se le iba a permitir su espontaneidad, sin que la presión o el favor deformasen su realidad. El error que en estos meses se ha cometido, es que al cabo de ellos, es preciso reclamar la nacionalización de la República. Al día siguiente del triunfo, pudo el Gobierno elegir entre seguir siendo Comité revolucionario o el representante de un hecho histórico. Al decidirse por lo primero, el hecho histórico quedó desvirtuado, y a él tendrá que volver su vista para no seguir fracasando. 
 
Aquel hecho significaba la ansia de un orden nuevo distinto del desorden en que se venía viviendo (muy bien). A esa voluntad nacional es preciso que volvamos, porque a la puerta de la República se han formado hileras de hombres que perturban e impiden la llegada hasta ella de españoles de buena voluntad. Esos hombres exigen una revolución que sería peligrosa para España, y demandan a todo el que se acerca, que pruebe la pureza de su sangre republicana. Pocas veces la voluntad integra del pueblo se concentra en un punto, pero cuando acontece así, es un deber procurar que no quede sin aprovechamiento frente a todas las ambiciones. Por ejemplo: pudo crear un Consejo de Economía que rápidamente dictaminase sobre la riqueza del país, y dijera lo que se podía esperar y hasta dónde se podría llegar. Con ello habría alentado los apetitos de los que se lanzaban contra el orden. Porque eran muchos los que querían que los ministros saliesen de caza para cazar un decreto vistoso como un faisán que satisficiese las apetencias de un grupo. (Aplausos).

Así quedó la República a merced de las demandas, y tal vez del chantaje de los individuos de los grupos. El daño no ha sido excesivo, porque el gobierno ha sido tan moral, que su moralidad ha compensado en parte todo aquello. No se hagan ilusiones las fuerzas antirrepublicanas, cuando combaten a los ministros. Una cosa es que hayan cometido errores, pero frente a ello hay otra realidad, y es la de que muchos de ellos, ofrecen para España grandes posibilidades de hombres de gobierno. Lo no dudoso, es que es preciso rectificar el perfil y el tono de la república; y para
ello, es necesario un gran movimiento político que fabrique un gran cuerpo nacional, capaz de dar un gran salto en la historia. En suma: frente al particularismo debe haber un partido de amplitud nacional. Porque si no el régimen seguirá viviendo en peligro. Ese partido nacional debe llegar a constituir el Estado nacionalizado frente a todas las tiranías; debe ser la unidad de nuestro destino y porvenir. La necesidad de ese partido se ve cuando se mira a la economía; se habla de intereses de comerciantes, propietarios industriales, y no se advierte que éstos no hacen sino espumar la gran fuerza que tienen detrás, y que es la Economía nacional, que está por encima de las clases obreras. El fracaso de los socialistas en Inglaterra, no debe entenderse en el sentido de que su política obrerista haya fracasado, sino que se han visto envueltos en las perturbaciones de la economía mundial. En mis primeras palabras en el Parlamento, pedía yo al partido socialista español que enseñase a los obreros esta verdad: que para ser ellos menos pobres, debían ayudar a hacer una España más rica. La participación de los obreros no puede ser más que aquella que permita la amplitud de la economía nacional. En ese partido nacional, tendrá entrada el obrero, pero en esa forma. Todo el mundo advierte que por las condiciones de nuestro suelo y por el arraigo técnico, es España el país en el que puede obtenerse un progreso mayor en el aspecto económico. Todo está por hacer. Para ese engrandecimiento se llama desde aquí a los capitalistas y se les invita a que denodadamente sirvan a la nación. Y para nada más; no vayan a entender que se les requiere para poner un partido al servicio del capitalismo. El capitalista debe darse cuenta de que entra en una política de sacrificio, pero es de ley también que se le tranquilice. No sé si acudirán a este llamamiento. Confieso que a mí mismo me sorprende un poco el tener que hacerlo, por que han debido estar ahí en el primer momento, sin necesidad de que se los llamase. Y es que los capitalistas españoles no están bien acostumbrados. Si se exceptúa a los andaluces y a los de alguna otra parte, los demás no tienen derecho a quejarse, y pido que se den una vuelta por Europa. (Aplausos). 
 
Pero es que estaban mal acostumbrados; estaban hechos como la Iglesia a vivir bajo el amparo del Estado. Esto me recuerda una anécdota que leí en las memorias de una princesa rusa; refería ésta que cuando bajaba con la corte por la escalera de honor, se declaró un incendio en el palacio. Toda la Corte huyó, y la princesa se quedó sola en la escalera, sin saber qué hacer, porque no estaba acostumbrada a descender sola la escalera. Es preciso que las clases favorecidas se acostumbren a vivir a la intemperie, que es cosa sana; fortalece el músculo y se aligera la inteligencia. (Grandes aplausos). 
 
Puede ponerse a este partido una objeción: la de la escasa capacidad política de quien lo hace, y la objeción es justísima. Pero yo consideraré fracasado el movimiento, sí no vienen hombres dinámicos de gran sentido político que compensen mi incapacidad. Me da pena ver cómo en el Parlamento se hallan divididos los grupos y contemplar en éstos a hombres que son capaces algunos de ellos para la política más difícil, que es la política quirúrgica; a algún otro a quien nadie le niega capacidad de político y al que sólo bastaría rasparlo algunas palabras de demasiado sentido derechista, que podrían cuajar en este partido. (Grandes aplausos, que el público otorga principalmente al señor Maura, que se encuentra en uno de los palcos). 
 
La obra por hacer es ingente, y naturalmente tiene que serlo también el instrumento con que ha de labrarse la nueva España. Se trata de realizar innumerables cosas que pueden ser condensadas en esta sola: Organizar la alegría de la República española, (Gran ovación). 

En el mismo número aparecieron otros contenidos como los que se muestran a continuación.

A los católicos palentinos

Por el culto divino, por los seminarios y por el Clero

Mañana martes, festividad de la Purísima, la Iglesia, depositaria veneranda de la fe, tenderá su mano de madre pidiendo a todos sus hijos que acudan generosos en socorro del culto divino, en ayuda de los seminarios, en auxilio de los sacerdotes pobres.

Los enemigos de Cristo creen que con las dificultades económicas naufragarán muchas virtudes y vocaciones sin cuento.

Los verdaderamente elegidos, no vacilarán, pero todos los católicos estamos en el deber de demostrar con hechos que llegaremos con nuestros sacrificios hasta donde sea necesario.

Las circunstancias actuales así lo exigen y no dudamos que Palencia católica, la ciudad que viene demostrando sus arraigadas creencias religiosas, llenando de fieles sus templos, en las festividades santas, advirtiéndose cada día mayor ambiente de piedad, más espíritu de fervor, más acentuados síntomas de fe, ha de responder con toda generosidad al llamamiento del Episcopado, en favor del culto divino, del seminario y de los sacerdotes. Seamos generosos. Ha llegado la hora de la verdad.

Demostremos que en la defensa de nuestra fe sabemos llegar hasta donde sea preciso.

Que cada cual aporte lo que su generosidad y su fervor cristiano le permitan.

Acto socialista

EN EL TEATRO MARIA GUERRERO

MADRID. — Con veinte minutos de anticipación a la hora anunciada, se llenó el teatro de María Guerrero de público socialista. Como el público que quedara en la calle pretendiera entrar, el señor Cordero, desde una terraza del edificio, le dirigió la palabra para hacerle ver la imposibilidad de ello por insuficiencia del local. El señor Cordero, que presidía, explicó la significación del acto, que era para dar cuenta de la gestión parlamentaria de la minoría socialista. A continuación concedió la palabra al señor Llopis, que habló de la minoría socialista en el problema de la cultura y más concretamente en el de la enseñanza. (Entra el señor Prieto y el público aplaude). La labor —prosigue el orador— tenía que obedecer a una serie de concesiones mutuas para cumplir los acuerdos y el plan que se señalaron cuando el actual Gobierno era solo comité revolucionario. Hecha una breve estadística, vimos que necesitábamos 27.151 escuelas y forjamos un plan de cinco años para realizarlo. Se refiere a las siete mil escuelas creadas y dice que cuando otras naciones rebajan los sueldos a los maestros España los ha subido.

El señor Sanchis Banús dice que la minoría socialista está en uno de sus momentos más difíciles: el de la revisión de cuentas.

El señor Jiménez Asúa compara la sociedad humana con un buque en el que los marineros que son el pueblo, se han percatado de que el capitán y la oficialidad no son los que conducen el barco, sino ellos y que la clase de 1.ª es un parásito. Habla de las dificultades que el comunismo ha encontrado y pronostica su fracaso rotundo a los que quieran copiar a Rusia. El verdadero proletariado, añade, está hoy en la U. G. T. Pasa a ocuparse del contenido económico de la Constitución y dice que se ha tenido que hacer un texto constitucional que permita a los socialistas gobernar en lo futuro y así mismo gobernar ahora a los demás sin miedo a ellos,

Refiérese después al proyecto de código penal y dice que será un instrumento socialista aunque no un resumen de la doctrina del partido. Aún no se ha hecho la revolución y el socialismo ha de revolucionarlo todo. La España republicana no es nuestra madre, pero ha de ser nuestra hija.

Don Indalecio Prieto se refiere a los hechos prerrevolucionarios que prepararon la jornada del 12 de abril y dice que no pueden estar ni satisfechos ni descontentos, En primer lugar, por que se ahuyentó a un rey que se había hecho incompatible y se ha implantado la República en forma tal, que es imposible su vuelta. Pero amenaza un peligro: el posible apoderamiento del país por elementos clericales. Se ha instaurado una República que no puede satisfacer las aspiraciones socialistas pero hemos aprobado una Constitución que puede ser un instrumento para el socialismo.

Dice que la reacción está valentona y retadora y pronto se dará la gran batalla, que será entre el socialismo y el clericalismo.

El señor Cordero cerró el acto con unas palabras en las que dice que ha terminado la primera etapa parlamentaria de la reconstitución. Dice que la carta constitucional sin los elementos complementarios no es nada y no podrán disolverse las Cortes sin cumplir esta misión. Termina diciendo que hay necesidad de cultivar a la mujer por medio de una campaña irreligiosa.

El acto terminó a la una y media de la tarde. 

Las siguientes imágenes son del Mundo gráfico del 8 de diciembre de 1931.


Ahora, 8 de diciembre de 1931

EL ACTO POLÍTICO DE AYER EN EL CINE DE LA OPERA 

Don José Ortega y Gasset dice que es necesario rectificar el perfil y el tono de la República 

EL ILUSTRE ESCRITOR DIRIGE UN LLAMAMIENTO A LAS CLASES CAPITALISTAS PARA QUE SE INCORPOREN A UN GRAN PARTIDO DE AMPLITUD NACIONAL

La concurrencia 

En el Cine de la Opera ha pronunciado su anunciada conferencia don José Ortega y Gasset. El teatro, completamente lleno. Gran número de damas. Entre los concurrentes figuraban los señores don José Sánchez Guerra, Maura, Pedregal, Unamuno, Marañón, Salvatella, Albornoz, De los Ríos, Agramante, Gascón y Marín, Montiel, general Burguete, Leopoldo Palacios, doctor Pittaluga, Royo Villanova. Pérez Urruti, Barnés, Salaverría, Posada, embajadores de Méjico y Francia, García Sanchiz, Barcia, Recaséns Siches, ministro de Checoeslovaquia, García Morente, Abad Conde, Sánchez Albornoz, doctor Pascua, Marfil, Saldaña y otros muchos.

El Liberal 8 de diciembre de 1931

EN EL CINE DE LA OPERA 

LA ALEGRIA DE LA REPUBLICA 

NOTABLE DISCURSO PRONUNCIADO EL DOMINGO POR D. JOSE ORTEGA Y GASSET

LA CATEDRA EN LA REPUBLICA. — Un discurso de Ortega y Gasset. Acento “mentefacturcro”. Gran documento. Optimismo e invocación de alegría republicana. Barruntos de partido nacional. El adjetivo, sin embargo, no suena del todo bien. Nacional es ya la República. Pero música oratoria no la hay más selecta. La buena intención republicana es, por otra, parte, irreprochable. Gran documento y gran mañana la del domingo. El filósofo vivió una hora serena de ilusión.

Radiado el discurso de D. José Ortega y Gasset, tuvo con ello la mayor difusión. 

Reproducido in extenso por la «Hoja Oficial» del lunes y por los periódicos de la noche, lo han leído ya los que no pudieron procurarse localidad para asistir a la conferencia. Lo reproducimos nosotros también, sin embargo, porque queremos quede en la colección de EL LIBERAL, a la que hemos procurado llevar todo lo que tiene algún interés en el momento histórico que vivimos. No hay para qué decir que el local estaba completamente lleno, ni que fue interrumpido con aplausos el conferenciante en diferentes ocasiones. Faltó, sin embargo, entusiasmo, porque el orador puso especial empeño en hacer pensar.

En la hora de crear historia 

Van transcurridos siete meses de vida republicana, y es hora ya de hacer un primer balance, y algunas cosas más que un balance. Durante esos siete meses la República ha estado entregada a unos cuantos grupos de personas, que han hecho de ella lo que les recomendaba su espontánea inspiración. Tenían derecho a ello, porque fueron la avanzada del movimiento republicano en la hora del máximo peligro. Era justo que los demás quedásemos, por de pronto, a la vera, procurando no estorbar; más aún, formando un círculo defensivo, dentro del cual esos hombres, sobre los cuales el Destino había hecho caer la tremenda carga de enseñar a una República recién nacida sus primeros pasos, pudiesen actuar en plena holgura, con plena calma. Lo único que además podía exigírsenos era que si desde el principio juzgábamos algo erróneos esos primeros pasos cuidásemos de expresar nuestra discrepancia en forma mesurada y cordial. Por mi parte creo haber cumplido con todo rigor este complejo deber, porque durante estos meses he evitado estorbar, porgue he defendido desde mi puesto excéntrico a los que gobernaban, y en fin, porque a los quince días de sobrevenida la República comencé yo a hacer señas (que esto venían a ser mis tenues palabras en artículos periodísticos y en discursos parlamentarios), comencé a hacer señas a los de arriba para insinuarles que en mi humildísima opinión tomaban vía muerta. (Muy bien.)

Era. señores, de superior urgencia que, lo antes posible, existiese una ley, una figura de Estado, más o menos imperfecta, que permitiese iniciar la vida política normal, y a esta urgencia convenía supeditar todo lo demás. Pero esa ley, la Constitución, existe ya; hay ya un Estado, y ahora nuestro deber cambia de signo y nos impele precisamente a lo contrario que hasta aquí. Ahora es Preciso que cada cual diga claramente lo que piensa sobre la situación histórica de nuestro país; que declare su opinión sobre el modo como ha sido planteada la vida republicana. Ya no es necesario, y, por lo mismo, no es lícito que sigan más o menos confundidas las actitudes políticas. Es preciso que se deslinden los juicios y los programas, porque es preciso también que se deslinden las responsabilidades. (Muy bien.) 

Cuando la historia de un pueblo marcha ya sobre carriles añejos sólidamente instalados pueden impunemente el individuo o el grupo concederse un margen de distracción, y aún de frivolidad, en la conducta, pensando que sus actos públicos no tendrán consecuencias ni muy importantes ni muy graves; pero en una hora corno ésta. en que nace para España un nuevo destino, cuando lo estatuido es algo tan tierno, tan débil que no podemos apoyarnos en ello, sino que, al revés, el Estado tiene que ser sostenido y alimentado por nuestros propios actos, es preciso que cada uno de estos, los míos como los vuestros, vayan inspirados por un sentido casi patético de responsabilidad. Notad que muestra vida ahora no consiste en repetir una vez más lo que veníamos haciendo ayer o anteayer, que no vamos cómodamente embarcados en usos antiguos, sino que, por el contrario, queramos o no, estamos iniciando nuevas formas y modos de vida pública, nuevas normas y propósitos y hasta vocabulario de convivencia; en suma, señores, que estamos creando historia con cada una de las palabras, gestos y movimientos que hacemos. Es preciso que el pueblo español se dé plena cuenta de esto, que se percate del rango que para los destinos de España tienen estos meses, semanas y días, porque sólo así podrán esas palabras, esos gestos y esos movimientos nacer como rezumando sobre aquel fondo de dignidad, de elevación moral que requiere una tarea tan enorme como ésta en que estamos sumergidos. Por eso el crimen mayor que hoy se puede cometer en España es empequeñecer el momento. (Muy bien.)

Son, pues, instantes de rango sublime, ¿o es que creéis que podemos entrar en tan soberana faena como es organizar una nación, edificar un fuerte Estado, si seguimos los españoles como hasta aquí, con un temple de ánimo chabacano, flojas las mentes y el albedrío sin una formidable tensión de disciplina? ¿De dónde va a venir el tono y calidad a nuestra historia sino del tono y calidad que logren alcanzar nuestras vidas individuales? 

La tensión de ciudadano

Como en el deporte es necesario un especial entrenamiento y hace falta seguir un régimen de vida que mantenga el cuerpo en forma, asegurando la plena elasticidad de sus facultades, para hacer historia es menester que el ciudadano el simple ciudadano, se halle moralmente en forma, tenso como un arco que va a disparar su flecha hacia lo alto. Sin eso no habrá nada. Y uno de los crímenes más insistentes de la Monarquía fue el fomentar continuamente nuestra propensión a la chocarronería, al chiste envilecedor, a las ridículas disputas de casinillo. Bajo atmósfera tal, estad seguros de que las almas no pueden querer lo grande; antes bien, minusculizadas, encanalladas. miopes como ratones, se perderán en el laberinto miserable de las querellas de rincón y no podrán ver las líneas sencillas, pero gigantes. que orientan al pueblo en sus renacimientos. (Aplausos.) 

La ocasión es magnífica para hacer de España un pueblo de vida contenta y plenaria, respetado por todos los extraños. ¿No es una enorme pena que se desvirtúe esta ocasión para dejar que triunfen las pequeñeces, las manías, las palabras hueras, y sobre todo, la angostura de visión histórica?

Y es evidente que algo de esto está aconteciendo. Conviene que yo evite toda exageración en el diagnóstico, y hasta que me oponga a ella. Para exagerar, para desorbitar las cosas, se bastan y se sobran las mesas de café, en torno a las cuales veinte mil tertulias desde hace cincuenta años se complacen en desmesurar todos los hechos y descoyuntar todas las opiniones (Muy bien.) 

Resultado del balance 

Nada grave, por fortuna, ni irremediable ha acontecido; pero es evidente que si se compara nuestra República. en la hora feliz de su natividad con el ambiente que ahora la rodea, el balance arroja una pérdida y no, como debiera, una ganancia. No disputemos sobre la cuantía de la pérdida; no disputemos sobre el más o el menos de esta pérdida. Lo que tenemos que hacer es reconocerla. No se han sumado nuevos quilates al entusiasmo republicano; al contrario, le han sido restados. Y si esto es indiscutible, lo será también extraer la inmediata e inexcusable consecuencia: que es preciso rectificar el perfil de la República. (Muy bien. Grandes aplausos.) 

Nació esta República nuestra en forma tan ejemplar, que produjo la respetuosa sorpresa de todo el mundo. Caso insólito y envidiable; acontecía un cambio de régimen, no por manejos, no por golpes de mano, ni por subversiones parciales, sino de la manera inevitable, exuberante y sencilla, como brota la fruta del frutal. Este modo, diríamos espontáneo, de nacer la República nos garantiza que el grave cambio no era una ligereza, no era un capricho, no era un ataque histérico ni era una anécdota, sino que había sido una necesidad profunda de la nación española, que se sentía forzada a sacudir de sobre sí el cuerpo extraño de la Monarquía.  

Lo que no se comprende es que habiendo sobrevenido la República con tanta plenitud y tan poca discordia, sin apenas herida ni apenas dolores, hayan bastado siete meses para que empiece a cundir por el país desazón y descontento, desánimo; en suma, tristeza. ¿Por qué nos han hecho una República triste y agria bajo la joven constelación de una República naciente? (Muy bien.) 

No voy a acusar a nadie, no sólo porque repugno faena tal, sino porque además sería injusto. Conozco a esos hombres que hoy dirigen la vida pública española —y me refiero no sólo a los gobiernos, sino a muchos que militan próximos a ellos—; conozco a esos hombres y sé que la política peninsular no ha encontrado nunca junto tesoro mayor de buena fe y de prontitud al sacrificio. Lo que pasa es que se han equivocado, que han cometido un amplio error en el modo de plantear la vida republicana. Y aun, si luego tuviera tiempo, me atrevería a demostrar que en buena porción ese error cometido no les es imputable, sino que más bien son de él responsables las clases representantes del antiguo régimen que ahora tan enconadamente combaten a esos hombres. ¿Pues qué? ¿Se quería que después de haberlos mantenido en permanente oposición, más aún, en virtual destierro de los negocios públicos, pudiesen esos hombres, de la noche a la mañana, improvisar la destreza, la soltura de mano y la óptica del gobernante?  

No; hay una porción de error en la actuación de esos hombres, en la de todos nosotros, que no debe avergonzarnos, porque nos viene impuesto por una realidad histórica profunda. No somos culpables de que se haya, roto de modo tan total la continuidad de las fuerzas políticas españolas. 

Hace diecisiete años, en 1914, en una conferencia juvenil, titulada «Vieja y nueva política», anunciaba yo que esa discontinuidad se produciría por el torpe hermetismo del régimen monárquico, que no permitía la convivencia de todas las fuerzas nacionales, sino que establecía una valla más allá de la cual quedaban desterrados de los asuntos de España la mayor parte de los españoles.  

Parecerá extraño, señores, que comience por defender a los mismos que tengo el deber de criticar; pero la República debe hacer usos nuevos, y, sobre todo, nadie espere que por actuar yo ahora políticamente abandone ninguno de los imperativos que han gobernado mi vida ni renuncie a una sola de las facetas de mi verdad. Quien busque, pues, palabras más desaforadas o más simplistas, o más injustas, puede, como en el juego de las cuatro esquinas, ir a buscar candela en otra parte donde reluzca. (Aplausos.)  

Pero digo que, aun restando la dosis de error que, por ser inevitable, no sé puede imputar, queda una porción, la más grave y la más sustancial. 

¿Por qué? ¿Por qué en torno a la República hay hoy menos fervor que siete meses hace? Esto es lo inadmisible. lo injustificable.  

Para ver claro en qué consiste ese enorme error conviene retrotraernos a aquellos días en que se preparaba el movimiento revolucionario. En esas horas de lucha, en esos instantes de batalla, las almas se hacen un poco agudas, porque se hacen un poco espadas; las potencias adquieren máxima tensión, y alerta el oído, alerta la pupila, se percibe con gran exactitud la situación histórica de la realidad política. Por eso, porque se acierta en la visión, se logra la victoria; pero luego viene el triunfo, y el triunfo es a veces un alcohol nocivo que onubila la mente de los triunfadores.  

Cuando preparaban la revolución los hombres que han aparecido al frente de la República veían con plena claridad lo que ésta tenía que ser durante la primera etapa de su historia, durante el tiempo de su consolidación. La República que ahora triunfe, decían —notad bien: lo decían ellos entonces, no lo digo yo ahora—; la República que ahora triunfe tiene que ser una República conservadora, una República burguesa. Algún ministro recordará los atronadores aplausos que estas palabras, pronunciadas por él, disparaban en el auditorio; pero yo aproveché la. primera ocasión que se me ofrecía para hacer notar que ambas expresiones eran poco felices. 

Imposibilidad de la política conservadora 

¿Conservadora? Señores, hablemos un poco en serio, libertándonos de la tiranía que sobre nuestras mentes ejercen las palabras, las denominaciones. ¿Hay hoy en toda la anchura del Mundo movimiento alguno de dimensiones apreciables que pueda calificarse de conservador, de auténticamente conservador? Podrá éste o el otro individuo, en el secreto de su temperamento, allá en la intimidad de sus nostalgias, ser conservador: pero hoy no es posible en parte alguna una política conservadora. Los problemas que encuentra ante sí hoy el Estado son de tal gravedad y profundidad que ningún pretérito puede servir de norma para atacarlos. La sustancia misma del hombre medio se ha hecho hoy tan distinta de lo tradicional, que nos obliga, ni más ni menos, como si dijéramos, a brincar de una época a otra, a abandonar todo el mundo político conocido e ingresar medrosos, atemorizados, en un mundo completamente nuevo y totalmente incógnito.  

No creo que haya hoy en Europa nadie que se haga ilusiones de lo contrario: poco, muy poco y condicionalmente puede conservarse del pasado, y por eso los ingleses, al acudir a unas elecciones recientes jamás sospechadas en sus islas, puestos a conservar no han podido conservar—ya lo veréis— mas que el nombre de conservadores. (Muy bien. Aplausos.)  

No hay mas que un pueblo, maestro en inquietudes, gran doctor en convulsiones. Francia, que por la convergencia de una serie de azares ha podido intentar hasta la fecha el sostenimiento del «stato quo», que es cosa muy distinta de una política conservadora. Se trata de un equilibrio inestable, en cuya perduración nadie confía y que en definitiva se nutre de demorar «sine die» las grandes cuestiones del tiempo. Inexorablemente, en una u otra jornada llegará a ese admirable país la marea viva do los problemas actuales: el «stato quo» zozobrará y se disparará en él un proceso parejo al que sacude a todos los demás países.  

Decir, pues, que la República españoia debía ser una República conservadora equivale a no decir nada. Más aún: equivale a desorientar el porvenir de nuestra República. 

La burguesía, como factor de la decadencia de España  

Pero menos afortunada todavía me parece la otra expresión: ¡República burguesa! ¡Como si no consistiese la máxima peculiaridad de nuestra historia en la relativa inexistencia, por lo menos, en la anormal debilidad de la burguesía en esta península! Cualquiera diría que se trata de una simple anécdota, cuando es el hecho básico causante de la decadencia que ha padecido España durante toda la edad moderna. Porque una edad, una época, es un clima moral que vive del predominio de ciertos principios disueltos en el aire. La época moderna vivió impulsada por el racionalismo y el capitalismo, dos principios emanados de cierto tipo de hombre que ya en el siglo XV se llamaba «el burgués». Y si España se apagó al entrar en ese clima. como una bujía se apaga por sí misma al ser sumergida en el aire denso de una cueva fue sencillamente porque ese tipo de hombre era en nuestra raza escaso y endeble, y el alma racional se ahogaba en la atmósfera de aquellos principios.  

Y si no ha gozado España de salud durante la edad moderna porque era insuficientemente burguesa, ¿va a dar la casualidad que ahora, cuando la modernidad sucumbe y con ella la burguesía pierde la plenitud de su mando; va a dar la casualidad, digo, que al renacer un Estado, este Estado se edifique como Estado propiamente burgués? No hay, ciertamente, grandes probabilidades de ello.  

Importa, pues, mucho, en materias graves como ésta, cuando se trata nada menos que de empujar a todo un pueblo en cierta dirección hacia la línea azul de su horizonte, que cuidemos el uso de las palabras, porque son los déspotas más duros que la Humanidad padece. El vocablo que se ha apoderado de nosotros, que en nosotros prende, nos lleva ya luego al estricote hasta sus últimas consecuencias, consecuencias que son las suyas, pero no las nuestras.  

La política obrerista 

Se reconocerá no haber grandes probabilidades de que en el mundo actual, al acontecer un cambio de régimen, el nuevo Estado que nazca sea, hablando con propiedad, un Estado burgués. Y como yo voy a hacer luego un llamamiento a todas las fuerzas eficaces del país, entre ellas a las llamadas burguesas, especialmente a las capitalistas, y quiero que este llamamiento mío sea. entusiasta, pero a la vez serio y rigoroso, me interesa que queden claras ciertas cosas elementales. Una de ellas, ésta cualesquiera que sean las diferencias políticas que existen o puedan existir mañana en nuestra vida pública, es preciso que nadie cometa la estupidez de desconocer que, desde hace sesenta años, el mas enérgico factor de la historia universal es el magnífico movimiento ascensional de las clases obreras. Se trata de una corriente tan profunda y sustancial, que tiene la grandeza e incoercibilidad de los hechos geológicos. Toda política, pues, inspírela uno u otro temperamento, tendrá que ir a la postre inscrita dentro de este formidable influjo. Tiene que contar con él y aceptarlo como se acepta el avance de nuestro sistema solar hacia la constelación de Hércules. (Muy bien. Aplausos.)  

No se hable, pues, en ningún rincón planetario de política burguesa; pero, viceversa, no cabe tampoco confundir ese movimiento ascensional de la Humanidad obrera con el laborismo, socialismo, sindicalismo o comunismo, que son meras fórmulas, propagandas, ensayos, todo lo importantes que se quiera, pero que, a la postre, no representan sino interpretaciones transitorias, y relativamente superficiales, de aquella realidad mucho más profunda e inexorable. (Aplausos). 

Un sencillo cambio de régimen  

De modo que no es hoy posible, imaginable, política alguna que en una de sus dimensiones no sea política obrerista, que en su sesgo no acompañe esa tremenda corriente marina que empuja la Historia actual. Pero, al par, ningún credo o partido obrerista puede pretender significar la modulación única, definitiva e infalible de esa realidad sustantiva de nuestro tiempo. Bastará comparar la situación del socialismo o sindicalismo en Europa veinte años hace y hoy para convencerse de ello.  

Para no desorientarnos evitemos, pues, hablar de política conservadora y de política burguesa. Pero si yo rechazo ambas fórmulas en cuanto pretendan tener un significado preciso, reconozco, en cambio, que cuando fueron pronunciadas en la hora de preparar la revolución, los que las emitían querían decir con ellas otra cosa mucho más certera y completamente oportuna ésta, sencillamente ésta: que la República durante su primera etapa debía ser sólo República, radical cambio en la forma del Estado, una liberación del poder público detentado por unos cuantos grupos: en suma, que el triunfo de la República no podía ser el triunfo de ningún determinado partido o combinación de ellos, sino le entrega del poder público a la totalidad cordial de los españoles. (Grandes aplausos.)  

Porque no se ha hecho eso, o para hablar con más cautela y tal vez con más justicia, porque se ha dado la impresión de que no se hacía eso, sino que se aprovechaba ese triunfo espontáneo y nacional de la República para arrojar en él propósitos, preferencias, credos políticos particulares, que no eran coincidencia nacional, es por lo que resulta que al cabo de siete meses ha caído la temperatura del entusiasmo republicano y trota España entristecida por ruta a la deriva. Y eso es lo que hay que rectificar.  

Apenas sobrevenido su triunfo, comienza ya a falsearse. Gentes atropelladas comenzaron a decir: ¿Cómo? ¿No se ha hecho más que cambiar la forma de gobierno? Con lo cual no hacían sino descubrir su inconsciencia y revelar que no tenían una idea clara de lo que era la Monarquía en España, cuando su simple ausencia y su sustitución por un régimen opuesto se les antojaba a esos señores parva mutación. Les parecía poco el cambio de régimen, y en cambio les parecía mucho media docena de reformas verbalistas que habían capturado en los archivos de una vetusta y agotada democracia. (Muy bien.)  

Esta agitación forma un círculo de inquietud en torno los gobernantes, la mayor parte de los cuales — estoy seguro — no simpatizaba con ella; veía perfectamente su inanidad, pero no acertó a resistirla. 

La Monarquía de Sagunto  

Ahí es nada que España haya dejado de vivir bajo la Monarquía de Sagunto y aliente hoy bajo la figura de una República. Es que se sabe, se sabe lo que esa Monarquía significaba más allá de todo detalle, más allá de todos los abusos particulares, por su esencia, misma, lo que significaba para los destinos españoles. 

España es el país, entre todos los conocidos, donde el Poder público una vez afirmado tiene mayor influjo, tiene un influjo incontrastable, porque desgraciadamente nuestra espontaneidad social ha sido siempre, increíblemente débil frente a él. Pues bien; la Monarquía era una especie de sociedad de socorros mutuos que habían formado unos cuantos grupos para usar del Poder público. Esos grupos representaban una porción mínima de la nación; eran los grandes capitales, la alta jerarquía del Ejército, la aristocracia de la sangre, la Iglesia.  

No voy a proferir ninguna palabra enojosa para las personas que integraban estos grupos, dueños hasta hace poco del Poder y hoy en derrota. Digo de ellos aquí lo mismo que no pocas veces les he dicho a ellos mismos, lo propio que me comprometería a decir ante una academia de historiadores y sociólogos, donde mis palabras fuesen con todo rigor científico oídas, interpretadas y juzgadas; en realidad lo he hecho constar hace tiempo en lugares del extranjero muy exigentes por lo que toca a la precisión de las ideas, y donde, por tanto, exponía la seriedad de mi oficio intelectual. Mi idea es ésta: no entro a juzgar ni a suponer intenciones buenas o malas que no importan al caso; pero el hecho es que esa realidad histórica llamada Monarquía de Sagunto, y que llena sesenta años de la existencia española, consistía en la asociación de aquellos mínimos grupos para uso del Poder público. El monarca era el gerente de esa sociedad; nada más. pero tampoco nada menos. Cuando el interés real o aparente del país coincidía con el de esos grupos hacían éstos grandes gesticulaciones de patriotismo; pero si la necesidad nacional entraba en colisión con la conveniencia de algunos de ellos, acudían al socorro todos los demás, y era la nación quien tenía que ceder, padecer y anularse, para que el grupo amenazado no sufriera erosión.  

Dicho en otra forma: los grandes capitales, el alto Ejército, la vieja aristocracia, la Iglesia no se sentían nunca supeditados a la nación, fundidos con ella en radical comunidad de destinos, sino que era la nación quien, en la hora decisiva, tenía, que, concluir por supeditarse a sus intereses particulares. ¡Resultado! Que el pueblo español, el alto, medio o ínfimo, aparte de esos exiguos grupos, no ha podido nunca vivir de sí mismo y por sí mismo, no se le ha dejado franquía a su propio, intransferible destino; no ha podido hacer la historia que germinaba en su interior, sino que era una y otra vez, y siempre, frenado, deformado, paralizado por ese Poder público, no fundido con él, yuxtapuesto constantemente; ha estado sobre él o sobrepuesto a la nación e inspirado por intereses divergentes de los sagrados intereses españoles; y los llamo sagrados porque la historia de un pueblo, su misterioso destino y emigración por el tiempo, señores, es siempre historia sagrada. En ello va tan profundo, tan imprevisible y tan respetable, que trasciende de la voluntad y del criterio de los individuos. Por eso los grandes hechos claros de un pueblo tienen que ser profundamente respetados y nunca desvirtuados; ésta es la tesis principal de mi discurso.  

De un lado, señores, iba; mejor dicho, pugnaba por ir la nación; del otro, marchaba a su ventaja el Poder público. En suma, que la Monarquía era el poder público desnacionalizado, que irremediablemente falsificaba la vida de nuestro pueblo, desviándola sin cesar de su espontánea trayectoria.  

El caso más claro de esta desfiguración a que era sometida la realidad española nos lo ofrece la Iglesia. Colocada por el Estado en situación de superlativo favor, gozando de extemporáneos privilegios, aparecía poseyendo un enorme poder social sobre nuestro pueblo; pero ese poderío no era, en verdad, suyo, suscitado y mantenido exclusivamente por sus fuerzas, que entonces sería absolutamente respetable, sino que le venía del Estado como un regalo que el Poder público le hacía, puesto a su servicio, con lo cual se falsificaba la efectiva ecuación de las fuerzas sociales de España, y de paso, la Iglesia, viviendo en falso, y eso es lo triste, viviendo en falso, se desmoralizaba ella misma gravemente. (Grandes aplausos.)  

No concibo que ningún católico consciente pueda desear la perduración de régimen parejo, en que el uso mismo era ya un abuso, con lo cual no está dicho, ni mucho menos, que la situación recientemente creada me parezca, en su detalle, ni perfecta ni deseable. Mas por lo pronto hay que acatarla sin más. El Estado tiene que ser perfectamente y rigurosamente laico; tal vez ha debido detenerse en esto y no hacer ningún gesto de agresión. Yo no soy católico, y desde mi mocedad he procurado que hasta los humildes detalles oficiales de mi vida privada queden formalizados acatólicamente; pero no estoy dispuesto a dejarme imponer por los mascarones de proa de un arcaico anticlericalismo. (Aplausos.)  

Necesidades del Estado actual 

¡Cómo iban a marchar así bien las cosas! El Estado contemporáneo exige una constante y omnímoda colaboración de todos sus individuos, y esto, no por razones de justicia política, sino por ineludible forzosidad. Las necesidades del Estado actual son de tal cuantía y tan varias, que necesita la permanente prestación de todos sus miembros, y por eso, en la actualidad, gobernar es contar con todos. Por tal necesidad, que inexorablemente imponen las condiciones de la vida moderna. Estado y nación tienen que estar fundidos y en uno: esta fusión se llama democracia. Es decir, que la democracia ha dejado de ser una teoría y un credo político que unos cuantos agitan, para convertirse en la anatomía inevitable de la época actual. Por tanto, es inútil discutir sobre ella; la democracia es el presente; no es que en el presente haya demócratas. (Aplausos.)  

Pues bien, señores: la República significa nada menos que la posibilidad de nacionalizar el Poder público, de fundirlo con la nación, de que nuestro suelo vaque libremente a su destino, de dejarle («fare da se») que se organice a su gusto; que elija su camino sobre el área imprevisible del futuro, que viva a su modo y según su interna inspiración. Yo he venido a la República, como otros muchos, movido por la entusiasta esperanza de que, por fin, al cabo de centurias, se iba a permitir a nuestro pueblo, a la espontaneidad nacional, corregir su propia fortuna, regularse a si mismo, como hace todo organismo sano; rearticular sus impulsos en plena holgura, sin violencia de nadie, de suerte que en nuestra sociedad cada individuo y cada grupo fuese auténticamente lo que es, sin quedar por la presión o el favor deformada su sincera realidad,  

Eso es lo que significaba para mí eso que algunos llaman «simple cambio de forma de gobierno», y que es, a mi juicio, transformación mucho más honda y sustanciosa que todos los aditamentos espectaculares que quieran añadirle los arbitrarios y angostos programas de angostísimos partidos.  

La opción del Comité revolucionario 

Y el error que en estos meses se ha cometido, ignoro por culpa de quién, tal vez sin culpa de nadie, pero que se ha cometido, es que al cabo de ellos, cuando debíamos todos sentirnos embalados en un alegre y ascendente destino común, sea preciso reclamar la nacionalización de la República, que la República cuente con todos y que todos se acojan a la República. Al día siguiente de sobrevenido el triunfo (no se olvide que en unas elecciones, no en una barricada), pudo elegir el Gobierno, en pleno albedrío, entre una de estas dos cosas: o seguir siendo el antiguo Comité revolucionario, o declararse representante de una nueva y rigurosa legalidad que iniciaba su Constitución. Al preferir lo primero, por lo menos al preferirlo más bien que lo otro, quedó ya en su raíz desvirtuada la originalidad del cambio de régimen, de ese hecho histórico, esencial que ha emanado directamente de nuestro pueblo entero como un acto de su colectiva inspiración; ese hecho que no es de ningún grupo, ni grande ni pequeño, sino de la totalidad del pueblo español, hecho al cual debiera volver su atención y debiera atenerse todo el que no quiera equivocarse en el próximo porvenir. Este hecho es la verdad de España, superior a todo capricho y que aplastará cualquier frívola intención de interpretarlo arbitrariamente. Aquella conducta del pueblo español es el texto fundamental de que nuestra política tiene que ser el pulcro y fiel comentario. Y esa conducta significaba un ansia de orden nuevo y un asco del desorden en que había ido cayendo la Monarquía; primero el desorden pícaro de los viejos partidos sin fe en el futuro de España; luego, el desorden petulante y sin unción de la dictadura. (Aplausos.) 

La vuelta al punto de partida 

A esa unidad de la voluntad nacional que la República tiene que representar es preciso que volvamos, porque hay a la puerta de la República, instalados en hilera, unos hombres que perturban la obra de los gobernantes e impiden el ingreso en la República del buen español, pacífico y mesurado. Hacen ellos grandes aspavientos de revolución. lo cual podrá en alguno ser sentimiento sincero, pero revolución que hoy en España sería, no buena o mala, sino algo más definitivo: históricamente falsa. Exigen esos hombres pruebas de pureza de sangre republicana, y se dedican a recitar sin parar las más decrepitas antífonas de la caduca beatería democrática. Urge salvar a la República de esa vieja democracia que amenaza arrastrarla cien años atrás; urge salvarla en nombre de una nueva democracia más sobria y magra, más constructiva y eficaz; en suma, la democracia de la juventud. Esta tenemos que constituirla. 

La composición del Gobierno provisional era un documento de carne y hueso que acreditaba y simbolizaba el carácter nacional, y no particular o partidista, del cambio de régimen. Era natural que existiesen elementos dispuestos a tergiversar su sentido y pretender que eran ellos quienes habían traído la República, en consecuencia, que la República había venido en beneficio de ellos. El Gobierno no debió tolerar ni un minuto este falseamiento del gran hecho nacional.  

Muy pocas veces acontece, señores que la voluntad prácticamente integral de un pueblo se concentre en unánime decisión para dar una embestida sobre el horizonte, abriendo en él ancho portillo hacia el futuro. Por lo mismo, cuando esto acontece es un radical deber impedir por todos los medios que esa unificación maravillosa de la vida colectiva quede sin fértil aprovechamiento y recaiga demasiado pronto en la habitual disociación. Es menester conservar este tesoro de unidad, y a los quince días del triunfo, dueño de los resortes más imprescindibles del poder público, debió el Gobierno declarar que empezaba a constituirse un Estado integral, superior a todo partidismo, rigoroso frente a toda ambición arbitraria. Hubiera podido hacerlo perfectamente; hubiera podido, aprovechando la mágica ocasión, lanzar al país, en mole, solidaria. hacia un plan de sistemáticas reformas dirigido desde arriba, el cual ofrecería a cada uno la ilusión de un nuevo quehacer. Por ejemplo, para no referirme sino al orden de la vida pública, que es el más agudo en todas partes, pudo crear desde luego un Consejo de Economía que rábidamente dictaminase ante el país sobre la situación de nuestra riqueza, sobre sobre los peligros o dificultades probables, sobre lo que se podía esperar y lo que se debía evitar. De esta suerte, cobrando el país conciencia de su situación material, se evitaban muchos apetitos parciales e inconexos que han deprimido, no diré que gravemente, pero sí en dosis injustificadas, la economía nacional. (Muy bien.)  

En vez de una política unitaria, nacional, dejó el Gobierno que cada ministro saliese por la mañana, la escopeta al brazo, resuelto a cazar al revuelo algún decreto vistoso, como un faisán, con el cual contentar la apetencia de su grupo, de su partido o de su masa cliente. (Muy bien. Grandes aplausos y bravos.) 

Nulidad de los compromisos 

No es razón que abone esta conducta decir que los decretos fulminados por el Gobierno provisional habían sido convenidos de antemano cuando se preparaba la revolución, porque entre el uno y el otro hecho se había intercalado aquella magnífica reacción de nuestro pueblo, que anulaba las previsiones revolucionarias. (Nuevos y prolongados aplausos.)  

De esta suerte quedó la República a merced de demandas particulares y a veces del chantaje que sobre ella quisiera ejercer cualquier grupo díscolo; es decir, que se esfumó la supremacía del Estado, representante de la nación frente y contra todo partidismo.  

Por fortuna el daño no ha sido excesivo, porque existía dentro del Gobierno una calidad intelectual y moral en las personas que condensaba en parte las consecuencias de ese error cometido al plantear la vida republicana. Porque no se hagan ilusiones las fuerzas antirrepublicanas, que acostumbradas a mandar sobre España tascan el freno de su soberbia derrocada... (Muy bien. Grandes aplausos.) No se hagan ilusiones cuando tan acerbamente combaten a esos ministros. Una cosa es que hayan cometido un error genérico en esta hora difícil y otra que no posean muchos de ellos excelentes condiciones de gobernantes, que aun al través de su error, transparecen. La verdad aquí, como muchas veces, tiene dos vertientes, y es verdad que parcialmente se han equivocado; pero es verdad también que no pocos de ellos ofrecen para España, en lo futuro, grandes posibilidades de dotes de hombres de gobierno. (Muy bien. Grandes aplausos.)  

El partido que hace falta 

Mas lo que no queda dudoso, señores, es que es preciso rectificar el perfil y el tono de la República, y para ello es menester que surja un gran movimiento político en el país, un partido gigante que anule, de la manera más expresa, con aquel ejemplar hecho de solidaridad nacional, portador de la República que interprete ésta como un instrumento de todos y de nadie para forjar una nueva nación, haciendo de ella un cuerpo ágil, diestro, solidario, actualísimo, capaz de dar su buen brinco sobre las grupas de la Fortuna histórica, animal fabuloso que pasa ante los pueblos siempre muy a la carrera. En suma, señores, que frente a los particularismos de todo jaez urge suscitar un partido de amplitud nacional; de otro modo, el Estado naciente vivirá en continuo peligro y a merced de que cualquier banda de aventureros que le amedrente e imponga su capricho. ¿Qué puede entenderse por un partido de amplitud nacional? ¿Qué principio puede inspirarlo? Muy sencillo; éste: la nación es el punto de vista en el cual queda integrada la vida colectiva por encima de todos los intereses parciales de clase, de grupo o de individuo; es la afirmación del Estado nacionalizado frente a las tiranías de todo género y frente a las insolencias de toda catadura; es el principio que en todas partes está haciendo triunfar la joven democracia; es la nación, en suma, algo que está más allá de los individuos, de los grupos y de las clases; es la obra gigantesca que tenemos que hacer, que fabricar con nuestras voluntades y con nuestras manos; es, en fin, la unidad de nuestro destino y de nuestro porvenir. Tiene ella sus exigencias, tiene sus imperativos propios, que se imponen al arbitrio privado, frente a todo afán exclusivo de esta o de la otra clase. 

El mejor ejemplo de ese partido de amplitud nacional se dibuja en el orden económico. De ordinario, no se ve de la economía sino una pululación de intereses múltiples que divergen y que se contraponen; se habla de! interés del capitalista, del interés obrero, del industrial, del comerciante; pero no se advierte que todos esos intereses viven espumando una realidad más amplia que hay tras ellos, distinta de cada uno do ellos: la realidad objetiva de la economía nacional; es decir, el sistema de la riqueza efectiva y posible de un país, dado su clima y su suelo, dadas las condiciones de saber técnico de sus habitantes, las virtudes y los vicios de sus habitantes. 

Los partidos socialistas de Alemania o Inglaterra han creído que podrían intentar impunemente y sin límites sangrar en beneficio del obrero ese cuerpo objetivo de la economía nacional. El ensayo ha concluido con la derrota de ambos partidos, cuya política contribuía a disparar la terrible crisis mundial; pero no canten victoria los capitalistas, porque esa crisis mundial no procede sólo —ni mucho menos— de la política obrera, sino que alarga una de sus más gruesas raíces hasta la gran guerra europea. que fue una operación capitalista. Por tanto, la terrible experiencia de Europa marca hoy el fracaso parejo del capitalismo y colectivismo, y se resume en una invitación a evadirnos de todos los «ismos» y a reconocer que la economía nacional tiene su estructura y su ley propia, que todo interés parcial necesita respetar, so pena de ser él mismo el aplastado. (Aplausos.)  

Por eso en mis primeras palabras en el Parlamento pedía yo al partido socialista español, que es, sin duda, un excelente, un admirable educador de multitudes, aunque a veces las excite sin mesura, como, por ejemplo, en la última propaganda electoral; pedía yo al partido socialista español que enseñase a los obreros algo que es perogrullesco, una verdad incontrovertible: que para ser ellos menos pobres tenían que ayudar a hacer una España más rica. (Muy bien.) 

Llamamiento a las clases productoras  

El beneficio del obrero no puede venir de la renta del capitalismo. Así lo proclamaba el socialista Wissel, que fue ministro de Trabajo en Alemania. «La participación de los obreros no puede crecer —decía— sino en la medida en que crezca el rendimiento total de la economía nacional.» (Muy bien.) Por eso añado yo: un partido de amplitud nacional que acepte ese movimiento ascendente de la humanidad jornalera y que cuide de que sus empresas tengan la seriedad que garantiza el cumplimiento llevará en su programa el máximo aventajamiento del obrero; pero sólo el compatible con la integridad de la economía nacional. (Grandes aplausos.) 

Para colaborar en el engrandecimiento de esta economía bajo el régimen republicano se llama desde aquí a las clases productores españolas. Todo el mundo advierte que, habida cuenta de las condiciones de nuestro suelo, del retraso de nuestra técnica, es nuestro país el que en más breve tiempo y con más facilidad puede lograr un progreso relativo mayor. Todo está por hacer en la técnica de la producción y en la técnica de la administración. 

No hace muchos días me refería alguien que en más de una provincia española el modo de recaudar la contribución territorial es éste: tiene que ir el propietario con el recaudador a casa del herrero para que éste haga constar cuántos recalces ha echado al arado del labrador. Es decir, la Administración a ojo de buen cubero más extremada que se puede imaginar, tan ruda, tan primigenia, que a no hablarse en la anécdota de hierro y de agricultura habría que pensar en la época neolítica. 

Está, pues, todo por hacer; la tarea posible es para encender la ilusión de todo el que no sea un inerte, sobre todo si la República consigue contaminar a los españoles de entusiasmo por la técnica. 

Para esa gran obra de enriquecimiento nacional se llama desde aquí a los capitalistas españoles. Pero este llamamiento, que es hecho con toda efusión, tiene que ir perfilado con estricta severidad. Se llama al capitalista para que denodadamente sirva a la nación, y no al revés. 

No se le llama, para poner un partido al servicio del interés particular de la clase capitalista; se le llama, como una forma de trabajo, para trabajar en la plenificación de España. Quede claro, pues, que hoy el capitalista en España tiene que aprender una disciplina de sacrificio; pero bien entendido que también es menester que se le tranquilice sobre el sentido, límites y fertilidad en ese sacrificio. De aquí que sea de extrema urgencia un magno proyecto, un plan íntegro de reformas en la economía nacional. Yo no sé si los capitalistas españoles acudirán a este llamamiento. Confieso sinceramente que a mí mismo me sorprende un poco que tenga que ser hecho. No debía ser necesario llamarlos, sino que debían estar ya ahí desde el primer instante y sin llamamiento alguno, porque no tiene sentido condicional la adhesión a un Estado nacional; otra cosa equivale a moralmente desterrarse, a salirse de la nación, a enajenarse. Si ellos se creían injustamente vejados pudieron, reuniéndose en fuerza política, acometer al Gobierno; pero sin dejar ni durante una fracción de segundo de actuar según su deber y su ser de capitalistas en la vida nacional. impidiendo en lo posible la paralización de la producción y del crédito. 

Lo que pasa es que los capitalistas españoles no están bien acostumbrados. Yo, que ahora los llamo a colaborar, quiero lealmente hacerles esta advertencia. Si se exceptúan los propietarios andaluces y de alguna otra gleba que han sido, preciso es reconocerlo, insoportablemente tratados, los demás capitalistas españoles no tienen derecho a quejarse de la República. Y si dan una vuelta per el planeta traerán algo que contar. (Aplausos.) 

Lo que ocurre es que estaban mal acostumbrados; no estaban hechos a luchar por sí mismos, como acontece a sus parejos en las otras naciones, sino que se habían habituado, como la Iglesia, a vivir bajo el amparo, el mimo del Estado. Esto explica que habiendo padecido tan poco la política social el capitalismo español, sólo con unos cuantos gestos y unos cuantos vocablos ariscos de los gobernantes, ha caído en el pavor. Recuerdo a éste propósito una ingenua anécdota que hace muchos leí en las memorias de una Princesa rusa. Había gran fiesta en la corte y toda ella bajaba la escalinata de palacio. De pronto se oyen gritos, fuego, prodúcese la natural confusión. todo el mundo desaparee, vacando cada cual a su salvación; queda la pobre princesa sola en medio de la escalinata y ante un terrible conflicto: tener que bajar sola la escalera, cosa que no había hecho en su vida, porque siempre había encontrado el oportuno apoyo del brazo de un gentilhombre o de la mano de un chambelán. Es decir, que lo que para cualquiera de nosotros es la operación más sencilla, descender una escalera, era para esta pobre criatura, atrofiada por privilegios, un conflicto casi trágico. (Risas.) 

Es preciso, pues, que sin desánimo las fuerzas favorecidas ante por el Estado se acostumbren a vivir bravamente a la intemperie; creedme que la intemperie es cosa sana, tonifica el músculo y aligera la cabeza. (Grandes aplausos.) 

Si vienen a este movimiento político sepan que lo van a hallar previamente constituido por gente del trabajo, trabajadores de la mente y trabajadores de la mano, que con ellos han de colaborar; que a esos trabajadores se llama aquí a concurso antes que a nadie, porque la vida de un pueblo es sustancialmente esas dos cosas: manufactura y mentefactura. Esas dos potencias de humana actividad tienen que dar el tono en el nuevo partido posible. Esas dos y esta tercera: la juventud. 

Pero a este llamamiento puede dirigirse una objeción justísima, fundada en la escasa capacidad de acción política que padece quien lo hace. Sin embargo, pienso que la tarea a emprender es tan integral, que en ella pueden aprovecharse no sólo las virtudes, sino también los vicios, y yo creo que algunos de los míos son explotables, y que ellos precisamente indican que sea yo quien levante ante el país esta bandera. Pero repito que la objeción es justísima. y como quiero cuentas limpias con mis conciudadanos advierto desde ahora que no consideraré como existente el movimiento si no acuden a él hombres dinámicos, políticos en el sentido más estricto, que se hallen ya en la brecha, aptos para todo combate y que compensen con su eficacia lo inválido de mi persona. 

Yo quisiera convencerles de que van a hacer muy poco si extenúan su esfuerzo, como hasta ahora, en pura dispersión. La República nueva necesita un nuevo partido de dimensión enorme, de rigurosa disciplina. que sea capaz de imponerse, de defenderse frente a todo partido partidista. Por eso me da pena ver cómo en este mismo Parlamento actual pierden la mayor parte de su energía viviendo en grupos dislocados, cuando no en singularidad solitaria, atractiva y grácil sin duda, pero inoperante. 

Hay algún grupo compuesto por hombres excelentes, dirigido por personas que han dado ya, pruebas de sus dotes de mando, de su aptitud para la política más difícil, que es la política quirúrgica, y que no podrá dar todo su rendimiento al país si no acude a colaborar en un gran partido de rigurosa disciplina, como el que yo he venido aquí a postular. 

Hay también alguna personalidad, hoy señera, todo brío y nervio, en quien todos ven una admirable vocación de político y a quien tanto debe la República, que sólo con rasparse los residuos de un vocabulario extemporáneamente derechista, incompatible con su temperamento y el estilo actual de su figura, podría destacar sobre el fondo de este partido y cuajar en gran gobernante. 

(Gran ovación que se hace extensiva a D. Miguel Maura, que ocupa uno de los palcos.) Piensen, les digo, que la obra por hacer es ingente y tiene que serlo también el instrumento; se trata de tomar a la República en la mano para que sirva de cincel con el cual labrar la estatua de esta nueva España, para urdir la nueva nación, no sólo en sus líneas e hilos mayores, sino en el amoroso detalle de cada villa y de cada aldea. Se trata, señores, de innumerables cosas egregias, que pudríamos hacer juntos y que se resumen todas ellas en esto: organizar la alegría de la República. (Grande y prolongada ovación.)

RUN - RUN   

La alegría de la república

El eminente Ortega y Gasset, escultor de párrafos y tallista de pensamientos, reunió el domingo a un público fino y numeroso en el cine de la Opera, para hablarle de la necesidad de hacer alegre, cordial y optimista la República. 

La verdad sea dicha; aquel público no sentía la emoción republicana. Había ido a escuchar, a oír un poco de concierto y a ver si el conferenciante daba una orientación cierta para que no perjudicasen a los ricos las audacias del nuevo régimen. El acto empezó con mucha seriedad. 

Como el gran orador no se erigió en crítico de la República, como algunos soñaban, sino en ordenador de aspiraciones, y como hizo una pintura zuloaguesca de la Monarquía, las caras de algunos espectadores llegaban hasta el suelo. 

Los católicos, sin embargo, esperaban el gran momento en que el Sr. Ortega iba a abominar de los acuerdos de las Cortes en materia religiosa, y se frotaban las manos de gusto cuando, sin ni siquiera mover un párpado, declaró el profesor que había que acatar lo acordado y que él empezaba por no ser católico, primera noticia para todos. 

¡Ah; pero el punto capital; el del capital, y no se rían, ya les compensaría a los pobres náufragos del monarquismo de los desengaños sufridos en la conferencia! 

Y Ortega y Gasset se dirigió a los capitalistas y les dijo que se había acabado la Monarquía, por si no estaban enterados, y que tendrían que vivir de los propios recursos de su ingenio y de su voluntad; que el Estado actual era laico y democrático y no ayudaba más que a los trabajadores de todas clases. Y que sólo como trabajadores podían aspirar al concurso de los poderes públicos. Calcúlese el gesto de aquellos curiosos oyentes. Las caras colgaban de la cabeza como mantos nupciales. 

Y después de todo esto, el resumen, la solemne petición de alegría. ¡Una República alegre, optimista, regocijada! El público republicano —claro que lo había— salía del cine satisfecho de las frías, pero mágicas palabras del Sr. Ortega y Gasset. Pero a algunos de los trasquilados —eran muchos, muchos— les oíamos expresar, sobre poco más o menos, en esta forma, jadeantes y con la cara a cuestas: 

— ¡Conque una República alegre! ¿Se habrá burlado de nosotros el muy... filósofo?

La Voz de Cantabria, 8 de diciembre de 1931

AIRE DE LA CALLE

NUEVO MAPA POLÍTICO

Discurso de don José Ortega en el ex Real Cinema, de Madrid. Domingo grande por lo tanto, para extensos sectores de la sociedad española que tienen en el autor de Dios a la vista su oráculo.

Domingo grande, de zozobras y de esperanzas, porque en ese discurso les iba mucho a los que desean para su patria un régimen verdaderamente reconstructor por el que se está en vano clamando desde el tiempo de Costa. Sólo Ortega en los días actuales puede acaudillar e interpretar esta tendencia. ¿Pero querría hacerlo? Esa era la duda y por eso se esperaba ansiosamente ese discurso. Y al fin, Ortega habló. De lo poco que del discurso sabemos aún, se colige, que el filósofo ha alzado la bandera política. Ha tocado llamada y ha pedido la formación de "un partido monstruo".

De modo que por él no queda. El esfuerzo que se le pedía ya le ha realizado. Ahora veremos lo que hacen las masas, los que justificaban su retraimiento en la falta absoluta de hombres. Se trata, nada menos, que de barajar todas las piezas del puzzle político y formar el nuevo mapa moral de España. Porque, aunque tenemos República desde hace ocho meses, todavía no tenemos partidos políticos que puedan gobernar con ella. Ya sabemos que se va a protestar de esta afirmación. Pero al hacerla nos fundamos en el hecho evidente de que ahora, al plantearse la crisis, el jefe del Estado no va a tener un solo partido en condiciones de hacerse cargo del Poder. Es decir, que lo que está representado en el Parlamento son fracciones más o menos numerosas, pero todas ellas sin arraigo suficiente para asumir por cuenta propia las responsabilidades del Gobierno. Y es muy difícil, casi imposible, que una nueva elección modificase este estado de cosas. Pocas serían las fracciones que en una nueva consulta al país mejorasen su situación, y ninguna —puede asegurarse— en la medida suficiente determinar su dominio en la Cámara. Y esto ocurre porque no ha surgido aún el partido verdaderamente nacional que no sea un partido de clase como el socialista y en el que puedan agruparse sectores de opinión hasta ahora ajenos a funciones gubernamentales.

Decidió el cambio de régimen una masa enorme que, después de cumplir sus deberes el 12 de abril y el 11 de junio, se retiró silenciosa a sus casas y no ha vuelto a actuar. Ninguno de los partidos actuales puede ufanarse de haberla recogido en sus filas sino en una mínima parte ni de representarla en su totalidad. Esa gran masa votó a ojos cerraos el 11 de junio la candidatura de coalición, como la había votado el 12 de abril sin interesarse por quién votaba. Quería con su voto afianzar el régimen, pero no pronunciarse por ninguno de los distintos partidos. Y a partir de entonces, la actitud abstencionista de esta masa de opinión ha sido notoria, hasta tal punto que hoy no se siente representada. Las causas son muchas y complejas. Una de las principales es la escasa novedad de los procedimientos puestos en juego. Con muy pocas excepciones los actuales partidos políticos de la República se han limitado a copiar servilmente las prácticas, usos y costumbres de los partidos de la Monarquía. Se sigue cultivando al cacique rural, y a cambio de los votos que agencia por iguales procedimientos que antaño, se pone en sus manos, como entonces, todo el poder. Tan es así, que ni ha habido necesidad en la mayoría de los Ayuntamientos de cambiar las personas. Los partidos tienen, es verdad, unos programas en que no creen la mayor parte de sus afiliados, pues de no ser así la mayoría de ellos tendrían que declararse incompatibles por estar en contradicción con sus sentimientos más acendrados y con las normas de su vida. Pero los programas importan poco. Lo único que interesa es la política menuda y personal: el contar con el apoyo de arriba para tener acorralado a don Fulano; el poder disponer del alcalde, del juez municipal y de otros instrumentos de mando. En una palabra, todo lo que fue costumbre durante la Restauración y que tan tristes resultados ha dado. A los partidos, más que a servir un programa, que muy pocos son los que sienten, se va a buscar apoyos para mejor desenvolver la vida. Así es que el cambio de régimen ha tenido muy poca trascendencia en la renovación de las costumbres. 

Ello ha desilusionado a muchos cientos de miles de españoles que esperaban que el cambio de régimen fuese el principio de una era de fecunda transformación nacional. Porque poco se logrará con que las Cortes hayan elaborado la mejor Constitución del Mundo, suponiendo que la recién aprobada lo sea, que eso no queremos discutirlo ahora; poco se logrará, repetimos, si no se sanea el cuerpo nacional y se le extirpan los viejos tumores. Un buen código con un cuerpo político malo fracasará irremediablemente, como un mal código puede ser útil interpretado por un buen pueblo. En la Historia hay muchos ejemplos de lo que decimos, y juzgamos ocioso recordarlos. 

Lanzar ahora un partido que se diferencie radicalmente de todos los actuales en procedimientos y en acción; que no busque su fuerza en el afán de hallar apoyos oficiales, sino en la adhesión desinteresada; un partido de gentes que no necesiten de la política para vivir y que vayan a ello sólo cuando su colaboración se reclame; en que no se reparta botín después de las victorias y los vencedores tengan por único premio la aprobación de sus conciencias; un partido que no distinga entre el amigo y el adversario a la hora de hacer justicia; que no ampare al prevaricador ni persiga o postergue al ciudadano digno; un partido, en suma, con un programa de reconciliación que asegure el uso y ejercicio de todas las libertades y la profesión y la convivencia de las ideas religiosas; que garantice y estimule el trabajo; que ponga a contribución la ciencia de los técnicos para dotar a España del outillage industrial que permita explotar todas sus riquezas; un partido así, conservador por "el modo y la forma" y liberal avanzadísimo si se quiere en la orientación, que no retroceda ante ninguna reforma necesaria, pero que no destruya inútilmente por el estúpido afán de destruir; un partido como los que señaba Costa, que fue a la vez el más tradicionalista y el más revolucionario de nuestros políticos; lanzar ese partido sería agrupar la mayor fuerza política de la nación, sacando de sus casas a los que en ella están desencantados, y movilizando al servicio de la República y de España una formidable legión de electores.

¿Es así como concibe su "partido monstruo" don José Ortega? El texto íntegro de su discurso nos lo dirá. Por de pronto, ya hay una promesa en toda su anterior labor de publicista y en la actitud de prudente reserva en que se ha mantenido hasta ahora. También esperanza los ánimos su compenetración con don Miguel Maura, temperamento esencialmente político, y que ha traído a la República aquellas esencias del viejo maurismo que se referían concretamente al saneamiento de la vida pública y de la Administración y que no pudieron experimentarse en los tiempos de la Monarquía. 

Si esto es así, y si ese gran partido o "partido monstruo" se forma, el mapa político de España cambiará por completo. Muchas de las actuales organizaciones desaparecerán por desplazamiento de sus componentes más importantes. Se operarán grandes concentraciones, eliminándose las "capillitas" de la actualidad. Y la verdadera masa activa del país —médicos, ingenieros, comerciantes, jefes de industrias, hoy apenas representados en los partidos existentes— participará en las responsabilidades del Gobierno. Que es el fin que perseguía Ortega al fundar su grupo "Al Servicio de la República" y que hasta ahora no ha podido ver realizado. 

PICK

La Libertad, 8 de diciembre de 1931

EL DISCURSO DE DON JOSÉ ORTEGA Y GASSET 
 
Glosas de un oyente

Al escuchar el pasado domingo la palabra magistral de D. José Ortega y Gasset, nuestro espíritu se sintió dominado por un recuerdo (que desde los años juveniles quedó grabado en nosotros con caracteres de perennidad; tan honda fue la impresión que entonces nos produjo la lectura de los famosos discursos pronunciados por Fichte en el Invierno de 1807-1808, en la Academia de Berlín, cuando el redoble de los tambores de las tropas napoleónicas se oían en las calles de la capital de Prusia. 
 
No es que haya similitudes políticas que establecer ni analogías doctrinales que registrar entre el contenido de la hermosa oración del Sr. Ortega y la de los «Reden an die deutsche Nation» de Fichte; pero sí hay semejanzas, acaso identidades en el espíritu y finalidad que Inspira la obra de uno y otro pensador, porque en último análisis son a modo de llamamiento generoso y solemne a
todas las tuerzas de sus respectivos países, hecho en momentos de máxima crisis, anunciándoles con acentos de fe esplendorosa la posibilidad de acometer un admirable empeño histórico. Lo que don José Ortega, con ese incomparable acierto retórico que le es peculiar definió al decir: «Proyectemos en grande la arquitectura del porvenir». 
 
El orador, dominado e inspirado por aquel sentido «casi patético de responsabilidad», habló con pulcritud y limpieza a España entera, cumpliendo plenamente el dificilísimo cometido que le incumbía en estas horas solemnes y decisivas, «estos instantes de rango sublime». 
 
La magnitud del empeño la delimitó así: «¿Es que creéis que podemos entrar en esta tan soberana faena como es organizar una nación, edificar un fuerte Estado, si seguimos los españoles como hasta aquí, con un temple de ánimo chabacano, flojas las mentes y el albedrío sin una formidable tensión de disciplina?» 
 
El primer obstáculo —y no es ciertamente el de mínimo volumen con que va a tropezar la interpretación del discurso de don José Ortega y Gasset— es que la chabacanería de las almas, «miopes como ratones», pueden entregarlo a las querellas de rincón, y no ver las líneas sencillas, pero gigantes, que orientan al pueblo en sus sentimientos. 
 
Otra dificultad, también de cuerpo y bulto, ha de nacer de que no todos podrán realizar el esfuerzo de emanciparse de las viejas y rancias preocupaciones partidistas, de los vulgares tópicos al uso, para ver con claridad todo lo que tiene de novedosa y renovadora la doctrina política del señor Ortega y Gasset. 
 
Hay en el discurso un supuesto que tendrá que ser aclarado y explicado para situar en perspectiva exacta el valor y alcance de todas las ideas políticas del orador. Afirmó D. José Ortega y Gasset que la República victoriosa no puede ser «ni conservadora ni burguesa». En frase rotunda mantuvo después que «desde hace sesenta años el más enérgico factor de la Historia universal es el magnifico movimiento ascensional de las clases obreras». Agregando más tarde que no cabe confundir ese movimiento ascensional de la humanidad obrera con el laborismo, socialismo o comunismo, que son meras fórmulas, propagandas que a la postre no representan sino interpretaciones transitorias y relativamente superficiales de aquella realidad más profunda e inexorable». Y luego de proclamar que la crisis universal es el fruto principalmente sazonado en el fracaso del capitalismo, concluyó dando relieve a la riqueza esencial «de esa realidad objetiva que se llama la economía nacional». 
 
Es éste el lugar adecuado y el momento más oportuno para pedir que por conducto autorizado y de manera auténtica se dé la interpretación del supuesto en que descansa toda la construcción doctrinal que en su discurso desenvolvió el Sr. Ortega y Gasset. El Mundo está en plena crisis, tanto más aguda y exacerbada, tanto más profunda y terrible, cuanto que nace del fracaso del capitalismo y del obrerismo; por ser ambas expresiones limitadas y parciales de la realidad profunda e inexorable de la vida misma del Mundo actual. 
 
¿No es éste — habrá quien se pregunte en lo más íntimo— el mismo motor ideal que impulsó a
Ramsay Mac Donald, a Snowden y a Thomson, en ese supremo esfuerzo de crear en Inglaterra un instrumento político, de textura nacional. para ensayar remedios eficaces contra el mal general que afecta tan hondamente al Imperio británico, síntesis prodigiosa, tal como hoy es bajo la forma de la «Commonwealth», de los esfuerzos conjugados del capitalismo y laborismo? ¿No coincide el pensamiento político del Sr. Ortega y Gasset —se interrogarán otros— en lo substancial con el que en definitiva determinó a Paul Boncour a separarse en Francia del partido socialista para poder mantener en el campo de la política internacional aquel concepto nacional de los deberes políticos del país galo en la coyuntura histórica que vivimos? 
 
Es fenómeno coincidente en todo el mundo civilizado —no faltará quien así discurra— el renacimiento de ese fervor nacional, que en algunos países tiene expresiones teratológicas, monstruosas, tal como ocurre en Italia con Mussolini y en Alemania con Hitler. Y esas ansias nacionalistas, esas exaltaciones que se registran en los grandes países —continuarán razonando los suspicaces—, lejos de ser un lenitivo para el sufrimiento, son un excitante que lo agudiza y agrava. Parece inevitable una guerra aduanera; después de la lucha arancelaria llegaremos al choque bélico. 
 
Interpretado así el pensamiento del Sr. Ortega y Gasset, habría que denunciar los peligros que su doctrina envuelve. Pero en el tono espiritual, en el ritmo moral que llevan sus palabras, lo «nacional», significa otra cosa muy distinta. La nación, para D, José Ortega y Gasset en función política, nos parece que vale tanto como el instrumento adecuado para que cada pueblo, como organización geográfica y étnica, con su genio y su temple, su espíritu y su vocación, realice el sublime empeño histórico de resolver las contradicciones en que desembocó el régimen capitalista, del que es parte congrua e inseparable el obrerismo, llámese socialismo, sindicalismo o comunismo. 
 
Esto —insistimos en señalarlo— necesita aclaraciones amplias, suficientes e indispensables por parte del orador o de sus más autorizados exegetas. Los atisbos e insinuaciones que hay en el discurso de D. José Ortega y Gasset, que preparan la mente y sensibilizan la retina espiritual para percibir luces nuevas que alumbran sendas ignoradas hasta hoy, no pueden quedar ocultas por las nubes que la ramplonería de los intérpretes zafios puedan hacer del discurso. Es la parte más profunda y más generosa de toda la exposición que de su pensamiento político hizo el domingo el señor Ortega y Gasset. No puede tolerarse que se la desvalorice y se la degrade. 
 
Interesa muchísimo que este supuesto, piedra angular de toda la construcción política del Sr. Ortega y Gasset. quede explicado de manera que todos conozcamos su verdadero valor y alcance. Porque habiendo otras muchas y por mil modos atrayentes cuestiones que comentar del gran discurso, antes que ninguna otra debe quedar para siempre zanjada esta que previa y primordialmente nosotros sugerimos. 
 

ESPEJO DE LAS HORAS 

Un llamamiento al capital

No podía ser una incógnita para nadie la síntesis del discurso pronunciado en el cine de la Opera, la mañana del último domingo, por D. José Ortega y Gasset, Bastaba conocer el anuncio, no desmentido por ninguna de las dos personas aludidas, de que dirigía su convergencia política hacia D. Miguel Maura. Y, en efecto, al final de la conferencia hubo de brindar directamente su peroración al ex ministro que representaba la tendencia más derechista dentro del primer Gabinete de la República, y que al proclamar su soledad y recabar su independencia parecía manifestar que todavía no le parecía suficientemente conservador el grupo llamado progresista, que representa hasta ahora la zona más templada del régimen actual. 

Impecable de forma, deleite del oyente y del lector, como cumple a la obra de tan gran artífice de la palabra oral y escrita, el discurso de D. José Ortega y Gasset ha merecido la justa atención y el natural comentario en todos los ámbitos de la política, donde la personalidad del orador y su dilatado prestigio señalan toda la importancia que merece a sus palabras. 

Por eso mismo es necesario medir su valor y la trascendencia que puedan tener en todo momento; pero más todavía en este que se cuaja la República, al ser promulgada su Constitución y elegido el jefe del Estado. Es la hora, en efecto, de destacar los partidos, procurando que sean cuanto más grandes y fuertes mejor, de marcar sus límites y de proclamar y cumplir de una manera eficaz su contenido. 

Podríamos decir que la virtud primordial que se exige en estos momentos graves y decisivos es la de la sinceridad. No valen ya ambages ni confusiones. En realidad no caben en el instante que vivimos más que dos grandes partidos. La izquierda y la derecha. Una derecha, desde luego, racional y una izquierda de horizonte infinito, que llegue hasta los campos alumbrados por el nuevo amanecer del Mundo. 

No hace falta decir que hablamos desde ese extenso campo de la izquierda. Don José Ortega y Gasset hizo el domingo el llamamiento para que la República tenga un gran partido de la derecha. 

Su «leit-motiv» de artista fue la tristeza de la República. Es verdad. Donde no hay harina todo es mohína. La culpa no es del régimen republicano. Lo que Ortega y Gasset decía a los capitalistas que se quejan, invitándoles a darse una vuelta por el planeta, puede aplicarse a todos los agonistas del problema económico. 

El hambre de 1921 en Rusia fue un argumento explotado en contra del régimen que el pueblo moscovita se había dado. Y, sin embargo, se trataba del fenómeno periódico de las sequías que de siglo en siglo azotan a Rusia, como secularmente se producen las extraordinarias crecidas e inundaciones del Neva. Quienes habían en tal ocasión agravado la calamidad eran precisamente las potencias imperialistas y capitalistas, que con su guerra de intervención habían hecho ineficaces las reservas de los pósitos y de las alhóndigas con que siempre se había previsto aquel flagelo de la Naturaleza. 

La situación económica de España no es una excepción en el Mundo. Es más, no es de las peores del Mundo. Y si ha tenido una agravación se debe a la actitud capitalista, actitud miserable en todos los conceptos del vocablo, que rehúye el empleo del dinero en pago de obras y retribución de servicios y se esconde y huye para eludir su asistencia al Tesoro público y a la labor nacional. 

El discurso de José Ortega y Gasset es la bandera levantada para que se agrupe en torno de ella un gran partido derechista, el partido conservador de la República. ¿Qué no hay partido que en una de sus dimensiones no haga política obrerista? Eso lo dice también, no ya el socialismo cristiano de Ossorio y Gallardo, sino la opinión eclesiástica que representa «El Debate», y que se cuidó siempre de organizar en su comunión grupos y Círculos obreros. 

Arráncase ahora del fracaso del laborismo inglés y de los socialistas alemanes para proclamar la derrota de esos ideales y, acusando al mismo tiempo al capitalismo de sus torpezas, iniciar una política nueva en la que se le pide al capital propósito de enmienda. 

Pudiéramos decir en primer lugar que los fracasos, que estimamos circunstanciales, del laborismo en Inglaterra y del socialismo en Alemania pudieran tener por origen su deseo de desenvolverse principalmente en Estados burgueses y capitalistas; pero es que además creemos que tanto en uno como en otro país no se trata de derrotas, sino de eclipses, y es el porvenir el que tiene la palabra. 

El discurso de Ortega y Gasset está lleno de buena intención. Pero este llamamiento casi  desesperado que hace al capital, sordo a toda noble y generosa voz, me parece un clamor en el  desierto. A un hombre de clara inteligencia y buena lógica como es ese orador le parece mentira que el capital, por querer agredir a la República, llegue hasta el suicidio. Y, sin embargo, la ceguera plutocrática toca hasta ese extremo. 

La conferencia del domingo trató de organizar do una manera serena y eficiente las filas de la derecha, un partido conservador en la República, libre de estridores reaccionarios y de tinieblas cavernarias. De todos los comentarios que suscitó el discurso entre el auditorio, el que me parece más acertado es el de Albornoz, al afirmar que teme que ese gran partido en proyecto acabe por no constituir más que una aristocrática tertulia literaria. 

En cuanto a nosotros, el efecto que nos hace la oración del ilustre catedrático es el de un desesperado S.O.S. para intentar la salvación de un régimen económico que perece víctima de sus propias y contumaces culpas. 

PEDRO DE REPIDE

El Socialista, 8 de diciembre de 1931

LOS ACTOS POLÍTICOS 

EL DISCURSO DEL SEÑOR ORTEGA Y GASSET EN EL CINE DE LA OPERA

Alegría y tristeza de la República 

Agobios de espacio nos impiden dar íntegramente el texto del discurso que el domingo pronunció el ilustre don José Ortega y Gasset, para el cual tenemos una admiración tan grande como merece su jerarquía intelectual. Esa admiración no nos estorba, sin embargo, para mostrar nuestra disconformidad con lo esencial de su discurso, del cual esperamos poco o ningún resultado práctico. Recta en su intención, la posición del señor Ortega y Gasset se nos antoja excesivamente vaga para que pueda cuajar en realidades concretas. Nos explicamos que un hombre como él, en la sazón de una vida entregada de lleno al puro ejercicio intelectual, no acierte a descender al terreno de la política en su acepción usual y activa y hasta que sienta cierta incompatibilidad con el juego encontrado de los partidos políticos. Pero la política es eso. Son los partidos quienes la animan y le dan vigor a través de sus programas y definiciones ideológicas. Por eso tenemos pocas esperanzas en un partido —suma de partidos y tendencias, mejor dicho — como el que propugna, al parecer, el señor Ortega y Gasset; intento que, por otra parte, y sin que lo inspiraran, ciertamente, la generosidad y el buen propósito, que en esta ocasión son evidentes, ha tenido ya sus antecedentes estériles. 

Trata el señor Ortega y Gasset de organizar lo que está desorganizado. Nos parece bien. Pero una fuerza política sólo se organiza en torno a una finalidad bien acusada y siguiendo una trayectoria trazada de antemano. ¿En torno a qué objeto pretende el señor Ortega y Gasset crear ese partido en perspectivas? De su discurso no lo deducimos. Ni sabemos qué matices ideológicos han de ser los suyos. En este punto es donde apreciamos esa vaguedad a que aludíamos antes. No basta decir —aunque se diga con palabra tan bella como la de nuestro filósofo— que hay que organizar la alegría de la República. Es menester que se nos diga primero qué es la alegría, y después cómo se organiza. Ni basta con que se nos diga que la República española se ha tornado triste, si no se nos aclara al mismo tiempo el como y el porqué de la tristeza. Todo esto echamos de menos en el discurso de don José Ortega y Gasset. 

Fue injusto el señor Ortega —sin proponérselo— al examinar la obra llevada a cabo por los hombres que hasta hoy han gobernado a la República; injusto también con los partidos que hicieron la revolución, los cuales han sabido poner en todo instante por encima de su interés particular ese interés nacional que tiene en don José Ortega y Gasset tan elocuente y sincero defensor. Repase el señor Ortega lo ocurrido en las Cortes, y verá que la intransigencia apenas si ha tenido allí cabida. Nosotros, los socialistas, que pudimos serlo más que nadie, nos sabemos libres de culpa en ese aspecto. Dentro de la República, la intransigencia está, en todo caso, como lo estuvo durante la monarquía, en quienes voluntariamente se han declarado enemigos del régimen nuevo, más o menos encubiertamente. ¿Es a ésos a quienes llama a un lado el señor Ortega y Gasset con la esperanza de una rectificación de conducta? Generoso empeño; mas, por generoso, llamado a naufragar en el vacío. Ya lo verá sin tardar el señor Ortega y Gasset, fórmese o no ese partido nacional, al que trata de dar calor con el prestigio de su figura. Otros argumentos podríamos oponer a los expuestos por don José Ortega y Gasset. Queden, sin embargo, para otra ocasión si hay lugar a ello. No hemos pretendido hacer una crítica minuciosa de su discurso del domingo, sino solamente sentar, en líneas amplias, las discrepancias que nos separan de la actitud que adopta el señor Ortega y Gasset y las dificultades que vemos para el buen logro de su propósito si éste ha de seguir su inspiración. Mucho nos tememos que esa inspiración no ha de dar fruto o lo que sería peor, que los frutos sean tales que el señor Ortega y Gasset se considere obligado, el primero, a rechazarlos.

El domingo pronunció su anunciada conferencia el señor Ortega y Gasset. Como el discurso se consideraba de gran importancia, el local, desde mucho antes de llegar el orador, estaba completamente lleno. Comenzó el señor Ortega y Gasset diciendo que habiéndose quedado establecida jurídicamente España, era menester verificar un balance de lo hecho en siete meses de Gobierno republicano. Van transcurridos siete meses —dijo— de vida republicana y es hora ya de hacer un primer balance y algunas cosas más que un balance. Durante esos siete meses la República ha estado entregada a unos cuantos grupos de personas que han hecho de ella, libérrimamente; lo que les recomendaba su espontánea inspiración. Tenían derecho a ello porque fueron la avanzada del movimiento republicano en la hora de máxima peligro. Era justo que los demás quedásemos por el pronto a la vera procurando no estorbar, más aun formando un circulo defensivo dentro del cual esos hombres, sobre los cuales el destino había hecho caer la tremenda carga de enseñar a una República recién nacida sus primeros pasos, pudiesen actuar con plena holgura, con plena calma. Lo único que además podía exigirles era que si desde el principio juzgábamos algo erróneos ésos primeros pasos, cuidásemos de expresar nuestra discrepancia en forma mesurada y cordial.

Era, señores, de superior urgencia que, lo antes posible, existiese una ley, una figura de Estado, más o menos imperfecto, que permitiese iniciar la vida política normal, y a esta urgencia convenía supeditar toda lo demás. Pero esa ley, la Constitución, existe ya; hay ya un Estado, y ahora nuestro deber cambia de signo y nos impele precisamente a lo contrario que hasta aquí. Ahora es preciso que cada cual diga claramente lo que piensa sobre la situación histórica de nuestro país, que declare su opinión sobre el momento como ha sido planteada la vida republicana.

Cuando la historia de un pueblo marcha ya sobre carriles añejos, sólidamente instalados pueden impunemente el individuo o el grupo concederse un margen de distracción y aún de frivolidad en la conducta, pensando que sus actos públicos no tendrán consecuencias ni muy importantes ni muy graves; pero en una hora como ésta, en que nace para España un nuevo destino, cuando lo estatuido es aún tan tierno, tan débil, que no podemos apoyarnos en ello, sino que, al revés, el Estado tiene, que ser sostenido y alimentado por nuestros propios actos, es preciso que cada uno de éstos, los míos como los vuestros, vayan inspiradas por un sentido casi patético de responsabilidad.

La ocasión es magnífica para hacer de España un pueblo de vida contenta y plenaria, respetado por todos los extraños. ¿No es una enorme pena que se desvirtúe esta ocasión para dejar que triunfen las pequeñeces, las manías, las palabras hueras y, sobre todo, la angostura de visión histórica?

Es evidente que algo de esto está aconteciendo. Si se compara la República en su natalidad con el ambiente que ahora la rodea, el balance arroja una pérdida. Nació esta Republica en forma tan ejemplar, que produjo la respetuosa sorpresa de todo el mundo, por ser un caso insólito y envidiable.

Lo que no se comprende es que habiendo sobrevenido la República con tanta plenitud y tan poca discordia, sin apenas heridas ni apenas dolores, hayan bastado siete meses para que empiece a cundir por el país desazón, descontento, desánimo, en suma, tristeza. ¿Por qué nos han hecho una República triste y agria?, o, mejor dicho, ¿por qué nos han hecho una vida agria y triste bajo la joven constelación de una República naciente?

No voy a acusar a nadie. Conozco a esos hombres que hoy dirigen la vida pública española, y se que la política peninsular no ha encontrado nunca un tesoro mayor de buena fe y de sacrificio. Lo que pasa es que se ha cometido un amplio error en el modo de plantear la vida republicana.

Cuando preparaban la revolución los hombres que han aparecido al frente de la República, veían, con plena claridad, lo que ésta tenía que ser durante la primera etapa de su historia, durante el tiempo de su consolidación. La República que ahora triunfe, decían —notad bien, lo decían ellos entonces, no lo digo yo ahora—, la República que ahora triunfe tiene que ser una República conservadora, una República burguesa. Algún ministro recordará los atronadores aplausos que estas palabras, pronunciadas por él, disparaban en el auditorio; pero yo aproveché la primera ocasión que se me ofrecía para hacer notar que ambas expresiones eran poco felices.

¿Conservadora? Señores, hablemos un poco en serio, libertándonos de la tiranía que sobre nuestras mentes ejercen las palabras, las denominaciones. ¿Hay hoy en toda la anchura del mundo movimiento alguno de dimensiones apreciables que pueda calificarse de conservador, de auténticamente conservador? Podrá este o el otro individuo, en el secreto de su temperamento, allá en la intimidad de sus nostalgias, ser conservador; pero hoy no es posible en parte alguna una política conservadora. Los problemas que encuentra ante si hoy el Estado son de tal gravedad y profundidad, que ningún pretérito puede servir de norma para atacarlos. Pero menos afortunada me parece todavía la otra expresión: ¡República burguesa! ¡Como si no consistiese la máxima peculiaridad de nuestra historia en la relativa inexistencia, por lo menos, en la anormal debilidad de la burguesía en esta península! 

Para no desorientarnos, evitemos, pues, hablar de política conservadora y de política burguesa; pero si yo rechazo ambas fórmulas en cuanto que pretendan tener un significado preciso, reconozco, en cambio, que cuando fueron pronunciadas en la hora de preparar la revolución los que las emitían querían decir con ellas otra cosa mucho más certera y completamente oportuna; ésta, sencillamente ésta: Que la República, durante su primera etapa, debía ser sólo República, radical cambio en la forma del Estado, una liberación del Poder público, detentado por unos cuantos grupos.

Sin embargo, apenas sobrevenido su triunfo, comienza ya a falsearse. A gentes atropelladas les pareció poco el cambio. de régimen, y en cambio les parecía mucho media docena de reformas verbalistas que habían capturado en los archivos de una remota democracia. 

En España, desde el golpe de Sagunto, el Poder estaba detentado por una minoría que representaba una parte increíblemente débil de la nación. Una especie de Sociedad de socorros mutuos formada por los altos capitales, el ejército, la aristocracia y la Iglesia.

¿Cómo iban a marchar así bien las cosas? El Estado contemporáneo exige una constante y, omnímoda colaboración de todos sus individuos, y esto no por razones de justicia política, sino por ineludible forzosidad. Las necesidades del Estado actual son de tal cuantía y tan varias, que necesita la permanente prestación de todos sus miembros, y por eso, en la actualidad, gobernar es contar con todos. Por tal necesidad, que inexorablemente imponen las condiciones de la vida moderna, Estado y nación tienen que estar fundidos y en uno; esta fusión se llama democracia. Es decir, que la democracia ha dejado de ser una teoría y un credo político que unos cuantos agitan para convertirse en la anatomía inevitable de la época actual. Por tanto, es inútil discutir sobre ella; la democracia es el presente, no es que en el presente haya demócratas. (Aplausos.).

Pues bien; señores, la República significa nada menos que la posibilidad.de nacionalizar el Poder público, de fundirlo con la nación, de que nuestro suelo vaque libremente a su destino, de dejarle «fare da se», que se organice a su gusto, que elija su camino sobre el área imprevisible del futuro, que viva a su modo y según su interna inspiración.

La composición del Gobierno provisional era un documento de carne y hueso que acreditaba y simbolizaba el carácter nacional y no particular o partidista del cambio de régimen. Era natural que existiesen elementos dispuestos a tergiversar su sentido y pretender que eran ellos quienes habían traído la República, y en consecuencia, que la República había venido en beneficio de ellos. El Gobierno no debió tolerar ni un minuto este falseamiento del gran hecho nacional. De esta suerte quedó la República a merced de demandas particulares y a veces del chantaje que sobre ella quisiera ejercer cualquier elemento díscolo, es decir, que se esfumó la supremacía del Estado frente a todo partidismo.

Por fortuna, el daño no ha sido excesivo, porque existía dentro del Gobierno una calidad intelectual y moral en las personas que compensaba en parte las consecuencias de ese error cometido al plantear la vida republicana.

No se hagan por tanto ilusiones las fuerzas antirrepublicanas. Es verdad que estos hombres se han equivocado, pero no pocos de ellos ofrecen para España grandes posibilidades de hombres de Gobierno.

Mas lo que no queda dudoso, señores, es que es preciso rectificar el perfil y el tono de la República, y para ello es menester que surja un gran movimiento político en el país, un partido gigante, un partido de amplitud nacional.

Como mejor se dibuja este partido es en el sistema económico. De ordinario no se ve en la economía más que una pululación de intereses: interés del capitalista, del obrero, del comerciante; pero sobre ellos hay una realidad más amplia, un interés nacional.

Yo he pedido siempre al Partido Socialista que enseñase a los obreros que para ser ellos menos pobres es menester que ayuden a hacer una España más rica.

Está, pues, todo por hacer; la tarea posible es para encender la ilusión de todo el que no sea un inerte, sobre todo si la República consigue contaminar a les españoles de entusiasmo por la técnica. Para esa gran obra de enriquecimiento nacional se llama desde aquí a los capitalistas españoles. Pero este llamamiento, que es hecho con toda efusión, tiene que ir perfilado con estricta severidad. Se llama al capitalista para que denodadamente sirva a la nación. No se le llama para poner un partido al servicio del interés particular de la clase capitalista; se le llama como una forma de trabajo, para trabajar en la plenificación de España. Quede claro, pues, que hoy el capitalista en España tiene que aprender una disciplina de sacrificio; pero bien entendido que también es menester que se le tranquilice sobre el sentido, límite y fertilidad en ese su sacrificio. De aquí que sea de extrema urgencia un magno proyecto; un plan íntegro de reformas en la economía nacional.

Yo no sé si los capitalistas españoles acudirán a este llamamiento. Confieso sinceramente que a mí mismo me sorprende un poco que tenga que ser hecho.

No debía ser necesario llamarlos. Lo que pasa es que en España los capitalistas españoles no están bien acostumbrados. Los capitalistas no tienen además queja alguna de la República. Si se dieran una vuelta por el planeta, traerían algo que contar.

Es necesario, además, que a este gran partido acudan hombres dinámicos, políticos que se hallen dispuestos a todo combate. Hay algún grupo compuesto por hombres excelentes, dirigido por persona que ha dado ya prueba de sus dones de mando, de su aptitud para la política más difícil, que es la política quirúrgica, y que no podrá dar todo su rendimiento al país si no acude a colaborar en un gran partido de rigurosa disciplina, como el que yo he venido aquí a postular. Hay también alguna personalidad, hoy señera, todo brío y nervio, en quien todos ven una admirable vocación de político, y a quien tanto debe la República, que sólo con rasparse los residuos de su vocabulario extemporáneamente derechista, incompatible con su temperamento y el estilo actual de su figura, podría destacar sobre el fondo de este partido y cuajar en gran gobernante. (Ovación, que se hace extensiva a don Miguel Maura, que ocupa uno de los palcos.) Piensen, les digo, que la obra por hacer es ingente, y tiene que serlo también el instrumento; se trata de tomar a la República en la mano para que sirva de cincel con el cual labrar la estatua de esta nueva España, para urdir la nueva nación, no sólo en sus líneas e hilos mayores, sino en el amoroso detalle de cada villa y de cada aldea. Se trata, señores, de innumerables cosas egregias que podríamos hacer juntos y que se resumen todas ellas en esto: Organizar la alegría de la República española. (Grande y prolongada ovación.)

Apostilla a un discurso 

Idea de un partido nacional 

Hace unos doce años nuestro compañero Araquistain escribió las líneas que a continuación reproducimos. Primero fueron recogidas en su libro España en el crisol y después en El ocaso de un régimen, del mismo autor. Como puede verse la idea de un partido nacional, lanzarla por don José Ortega y Gasset en su conferencia del domingo, no ha sido ajena al pensamiento de algunos socialistas españoles. Sólo que 'esa' idea de nuestros camaradas es, a nuestro juicio, la única viable, porque en vez de querer un partido nacional, que absorba a todos, incluso al nuestro, como pretende el señor Ortega y Gasset, nosotros sólo lo vemos como complemento del Partido Socialista y en el sentido estricto que expresan las líneas siguientes: 

¿Qué fuerzas son las que se esbozan en el horizonte corno puntos de apoyo para una reorganización de los partidos políticos españoles? No preguntamos, claro es, por programas, casi siempre letra muerta, sino por direcciones ideales. ¿Qué partidos son posibles en España, capaces de un contenido ideológico o emotivo que eleve y una a los hombres por encima de sus enconos y apetencias personales? Uno de estos partidos existe ya: tiene bien echados sus cimientos y su crecimiento y su eficacia son obra del tiempo. Es el Partido Socialista. Los hombres que componen este partido no son mejores ni peores que los demás. Lo que los diferencia de los otros es la común tarea, el propósito colectivo, superior a las discrepancias individuales. El Socialismo, por encima de sus miembros, incluso por encima de sus programas, demasiado limitados en relación con su esencia espiritual, tiene por objeto un problema infinito de justicia: que todo hombre —como quería Kant— sea un fin en sí, como si todo el universo convergiera teleológicamente en él, y no un simple instrumento explotable en provecho de los demás. De ahí su fuerza, su coherencia, sus posibilidades de dominio. El Socialismo es un eje de ideas, y en torno no hay más que intereses egoístas o pequeñas vanidades. 

El Socialismo, sustancialmente, no es sino una continua experiencia del espíritu humano; un retorno a lo elemental por entre la maraña de las desviaciones históricas. Este proceso se da periódicamente en arte, en ciencia, en religión, en justicia social. El hombre se deja llevar de su animalidad, egoísmo o pereza, y pierde su espíritu en construcciones puramente mecánicas o pétreas. Entonces vuelve a buscarlo e inventa el cristianismo y el Renacimiento, la Reforma y el romanticismo, el criticismo filosófico y la Declaración da los Derechos del Hombre, y en la época actual el impresionismo en arte, el intuicionismo era conocimiento y el Socialismo en política. De tiempo en tiempo, el espíritu humano torna a buscarse a sí mismo, que es como buscar le verdad. El Socialismo, en esencia, no hace sino reproducir, modernizándola, completándola con la experiencia adquirida, la teoría cristiana de que todos los hombres nacen iguales, repetida más tarde en 1776 por los puritanos del norte de América en su Declaración de Independencia y transcrita casi literalmente en la Declaración de los Derechos del Hombre por la Asamblea Nacional de Francia. Lo único que varía en el Socialismo Moderno es que la propiedad de los instrumentos de producción y cambió debe ser colectiva en vez de privada, es decir, que no habrá igualdad efectiva de nacimiento ni de posibilidades vitales para el individuo mientras los medios de trabajo —la tierra, las máquinas, el capital— no sean propiedad común. Esta originalidad del Socialismo, este retorno al origen ideal de las sociedades humanas, es su fuerza de creación y organización. Coge cuanto hay de humanidad en d hombre y aspira a realizarlo en cada individuo determinado. El Socialismo como todo gran movimiento espiritual, parte de la idea de humanidad para concluir en al individuo concreto y físico, pasando por la nación étnica y geográfica. Muchos le han reprochado esta dirección de lo universal y genérico en lo particular y específico, en vez de seguir un proceso contrario; pero en eso está justamente su grandeza. 

Pero el Socialismo no excluye el proceso inverso. Hay hombres que no sienten la emoción del hombre, y, en cambio, sienten profundamente la emoción del ciudadano. Hay españoles a quienes no les importa la suerte del español como hombre, como objeto de injusticia y crueldad por parte de los otros españoles, pero sí les importa la suerte del español como categoría nacional. Para estos hombres apenas queda sitio en un Partido Socialista; su situación y función están en un gran partido liberal nacional. Hay hombres a quienes no preocupa que un hombre sea un paria; pero les duele que sea, como el español, un ciudadano de tercera o cuarta clase. Esta emoción nacional podría ser, en España como lo ha sido y lo es en otros países, la base de un gran partido. La emoción religiosa, la emoción militar, la emoción monárquica y la emoción puramente republicana se han desvanecido ya y no pueden ser soplos vivos de partidos. La emoción de humanidad es propia del Partido Socialista. Queda la emoción de una España más grande, más digna y respetada en el consejo de los pueblos. Esta emoción la sienten muchos españoles y sobre ella ha de alzarse todo gran partido futuro que quiera competir y alternar con el socialista en la dirección de España. De un lado, la realidad humana; de otro lado, la realidad nacional.

Si el Socialismo es un eco universal resonando dentro de la nación, cabe un partido que sea el eco de una nación resonando en el mundo. ¿Hay hombres capaces de crear un partido así en España? Son hombres de emoción nacional los que hacen falta, superiores a las pequeñas ambiciones y vanidades personales. Otro gran partido que no se edifique sobre ése fundamento de una justa y humana emoción española no se ve, fuera del socialista. Humanidad y españolidad: un partido que busque el engrandecimiento del hombre, hasta alcanzar al español específico, y otro partido que busque la elevación categórica del español, hasta alcanzar al hombre universal; dos partidos, en suma, que persigan el mismo fin, empezando por extremos opuestos. El partido humanista está allí: es el socialista. El otro, el nacional, ¿dónde está? 

Los viejos partidos españoles se habían dividido, subdividido y pulverizado. No había en ellos ninguna emoción colectiva, ninguna idea general ni siquiera el respeto común a un símbolo. No había más que ambiciones, rencillas y maniobras personales. Nunca un régimen político cayó tan bajo. Pero no es lo peor que se hiciera cenizas, sino que no se vea resurgir de entre ellas, rediviva; en formas de emoción española, el ave fénix de ningún gran partido moderno que sea, en el cuerpo nacional, cómo otra pierna del Partido Socialista. 

LUIS ARAQUISTAIN

Dimes y diretes

El si de Moloch 

Entre los políticos de ahora, tanto entre los que lo son por impulso racial y temperamental como entre los filósofos metidos a políticos, se ha puesto de moda requerir amorosamente al rancio capitalismo español para que coadyuve a dar tono y sentido a la República. 

Hasta hoy, los pretendientes al áspero Moloch no han sido muy afortunados en su empresa. Maura, que fue el primero, a no ser por su brío y juventud, hubiera sacado una impresión pesimista. El domingo, el señor Ortega y Gasset, él mismo, no muy convencido de la eficacia de su llamada, golpeó en el alkázar acantilado. 

La verdad es que lo que se pretende de la burguesía española es algo tan en pugna con su idiosincrasia tradicional, que explica todas las resistencias. Se le pide una convivencia con el trabajo a estilo europeo y moderno, y esto, que no extrañaría a nadie fuera de aquí, se les antoja a ellos como un acontecimiento sísmico que ha dejado en mantillas a la revolución rusa. Eso es lo que puede juzgarse a la vista de su prisa local en ponerse a salvo de no sabemos qué imaginarios peligros. 

Y, sin embargo, hay que resignarse a lo que tenía que venir y ya no tiene remedio. Lo cual no es mucho, en razón de Derecho, y bien poco para lo que debía ser. 

La mayoría del capitalismo español tiene el alma de cacique y el corazón de contrabandista. El núcleo fuerte que hace guerra a la República y ahoga industrias y exporta capitales tiene por motivo directo la simple impregnación de humanismo que ha sufrido el Estado. 

Por lo demás, no tenemos mucha confianza en que tengan éxito excitaciones de la naturaleza de las hechas por el joven político y por el elegante filósofo. 

El capitalismo español es así: un Moloch auténtico y anacrónico, encerrado en torre acantilada, crecido en la complaciente moral monárquica y para el que no cuentan las transformaciones sociales del siglo. Y es claro que si es así, así como a tal hay que tratarlo.

Ricos y pedigüeños 

Ricos y pedigüeños, que lo uno no quita a lo otro, son los profesionales de la religión católica, que en vena de mendicantes salen dominicalmente en sus templos. 

Ante la próxima supresión del presupuesto del clero han organizado a bombo y platillos innumerables colectas para el cielo y los altares, y de paso para sus faltriqueras, que ya comienzan a quebrantarse al anuncio del cese. La Iglesia, la institución más rica y suntuosa del orbe, no siente escrúpulos de esquilar a sus ovejas españolas, ignaras y pobres. 

Ricos y pedigüeños, y váyase el contraste por el otro, tan frecuente aquí, de los trabajadores, pobres de solemnidad, que no piden ni aun lo suyo e irrenunciable. El resultado de las primeras salidas que han hecho los sacerdotes en busca de la caridad de sus fieles no ha podido ser más desastroso. Como per encanto cesan fulminantemente las obras subvencionadas por el Estado y en las colectas no sacan ni para cera. Los que «trabajan» en los altares vendrán pronto a engrosar las filas de los parados, y la burguesía contará con un nuevo y formidable enemigo. Porque la clerecía suele gastarlas así nada más que se le toca a lo que cree suyo. Recordemos que no hace mucho los virtuosos seminaristas de Pontevedra se pusieron los angelitos a dar vivas al comunismo; total, porque era de mala calidad la comida que les echaban. Habrá que oírles cuando la España atea les tenga una temporadita en régimen de dieta rigurosa. La cera bendita, se va a convertir en antorchas ajas. 

El camarada Indalecio Prieto, en su vibrante e inconmensurable discurso del domingo, a propósito de la concesión del voto femenino, dio un grito de guerra contra el clericalismo. Es obvia la razón de que nos parezca siempre oportuno resucitar la frase de Gambetta: «El clericalismo, he ahí el enemigo.» Pero ya no es como antes: una espada con la punta. en las sesenta y cuatro direcciones de la rosa de los vientos. 

Apenas el Estado ha dejado sola a la Iglesia, esta no puede ni tenerse en pie. Y eso que, si las Cortes no lo remedian, aún se llevarán más de cien millones de la República. 

Tenemos fe también en cuanto se refiere a las mujeres españolas. A éstas los curas no les sacan ni dos cuartos. Lo primero, porque no los tienen; y luego, porque si los tuvieran no harían de ellos tan nefasto uso. Y del voto también sabe la mujer que si se lo diera a la Iglesia, precisamente a la postre le costaría mucho más de los dos cuartos.

GLOSAS INGENUAS 

Usted se ha confundido, caballero 

Esta República melancólica que nos describía Ortega y Gasset, esta República apesadumbrada, que suspira todas las mañanas y solloza todas les noches, que palidece y se desmejora con el crecimiento, ¿qué es lo que tiene? 

Parece que, biológicamente, la República creció de un modo anormal. Nació para ser modosita e ingenua y ya se lanza a un ajetreo impropio de sus años. A veces, se le ocurre el disparate de trabajar, ella tan tierna, tan delicada que no es posible que de sus manos salga algo verdaderamente estimable y juicioso. Don José quisiera una República riente, prometedora, un poco descocada, que alternara con todos y que entre todos repartiera sus gracias. Una deliciosa República que jugara al tenis y se fuera al cine. Don José quiere alegrar a la República, quiere que la República sea optimista y ligera, en vaporosidad juvenil y en gracioso devaneo alado. Pero, ¿cómo huir de nuestro matiz trágico? ¿Cómo abandonar el peculiar dramatismo español, que pone en su trayectoria los singulares trofeos del vencido entre los arrestos jactanciosos del triunfador? La República nos la disputamos todos, la queremos todos y todos estarnos enamorados de ella con el típico amor pasional de nuestra raza; es decir, para disfrutarla con el carácter de exclusiva. Los que afirman que la República debe ser para todos loa españoles es porque aspiran, no a poseer a la República y entregarla a todos, sino ganar a todos para la República. 

Algo de esto se propone también el señor Ortega y Gasset. Por las noches, a altas horas de la madrugada, cuando el señor Ortega a Gasset, en la soledad de su despacho, labora incansablemente, pareció escuchar el desgarro angustioso de un sollozo. Era la República que lloraba. A la puerta de su casa, aterida de frío, apuñalada por inmensos dolores, la República mantuvo entrecortados y amargos diálogos con don José. La República estaba inconsolable. Después de muchos lamentos, después da cierto extraño desvarío, probablemente originado por la escasa alimentación, la República pareció quejarse del desvío capitalista. 

— Me dejan sola, me abandonan entre esta triste gente, demasiado sombría y demasiado amargada por la penuria. 

Si no la hubiera escuchado un hombre de un temple tan extraordinario como el señor Ortega y Gasset, ya sabemos cómo hubiera terminado el diálogo, porque ya sabemos que así comienzan todos los diálogos que preceden a una aventura. Sin embargo, el señor Ortega y Gasset se sintió generoso y salió en busca de los que habían huido. Llama a los capitalistas para que consuelen a esta República desazonada y triste, para que la ayuden y la protejan. 

¿Vendrán? El señor Ortega y Gasset les ha brindado una República hermosa y bella, aunque enlutada y melancólica. Los capitalistas necesitarán saber si, además de hermosa y de bella, es complaciente. Y esto ya es un poco difícil asegurarlo. A lo mejor se sale con la cursilería de ¡Usted se ha confundido, caballero! 

CRUZ SALIDO

UN ACTO HISTÓRICO 

El mitin del domingo constituyó una jornada gloriosa para el Socialismo

Enorme entusiasmo. - Nuestro compañero Cordero, desde un balcón del teatro, tuvo que hablar al público, que pugnaba por entrar, para que se disolviera. - Millares de trabajadores no pudieron escuchar los discursos, por insuficiencia del local. - El público, en pie, aclama a Indalecio Prieto

Impresión 

El Pueblo de Madrid recogió nuestra invitación. Y allí fue, al teatro María Guerrero, en masa, dispuesto a vibrar. El local se hallaba ahíto de hombres y mujeres. Ni un sitio vacío. Al contrario, plenitud en las butacas, en los palcos, arriba, en las localidades últimas. Muchedumbre cívica. Expectación de fiesta. En la calle otra muchedumbre rodeaba el edificio. Pugnaba por entrar. Queda oír los grandes discursos socialistas. Nuestros anales registran una gran jornada. 

Ni una interrupción, ni un incidente, ni una nota que no fuera exponente de la gran sensibilidad de la masa, de su certero sentido político, de su cariño y simpatía por nuestras ideas y de su admiración por nuestros hombres. Un acto histórico, camaradas. 

En todos los discursos —Cordero, Llopis, Sanchis Banús, Prieto— culminó la sinceridad. Las ovaciones se repetían. «¡Vivan los ministros honrados!», gritó, una garganta. Era una voz de desagravio. En aquellos miles de pechos generosos de hombres del pueblo se melló la voz y estalló el entusiasmo. El teatro formaba cuerpo con la muchedumbre. 

Hasta las lámparas —se diría— animaban su luz. Se fue allí para dar cuenta de la actuación de la minoría socialista en las Cortes. Consecuencias: que se ha hecho todo lo que ha sido posible; que en la Cámara estamos, a las veces, solos, solos contra los republicanos coligados; que nadie, en nuestra situación y con nuestro programa, hubiera ido más lejos. 

Otra consecuencia: un ministro se pone en contacto con el pueblo. Rectificación de la historia de España. Otros ministros, es verdad, también se acercan, en la plaza pública, a la muchedumbre. Pero por primera vez en la historia de España. No se ha realizado, según dicen, ningún cambio. Todo sigue igual. Déjennos ustedes en paz. Aquí ha cambiado algo. No cabe duda.

A continuación van los discursos. De ellos se desprenden próceres enseñanzas. No encontrará el lector en la letra, naturalmente, la emoción de la palabra. Pero el pensamiento recogerá lo didáctico. Estamos en una hora de educación socialista. Tenemos que preparar a las inmensas falanges de nuestro Partido y de la Unión General de Trabajadores para el Socialismo. No hay minuto que perder. Los acontecimientos se suceden. Y somos nosotros —ya se está viendo— los que tenemos que dominarlos. En este sentido se pronunciaron todos los oradores del domingo. 

Indalecio Prieto, como siempre, emocionó con su palabra cálida. Se le aplaudió repetidas veces. Y al final escuchó una ovación clamorosa que tuvo todos los caracteres de un homenaje.

¡Brava jornada para el Socialismo la del domingo!

A las ocho de la mañana — el mitin estaba anunciado para las diez y media — había ya público en el teatro María Guerrero. Así se comprende que antes de las diez el local estuviera ya abarrotado. Muy poco después de la hora señalada comenzó el acto, bajo la presidencia del compañero Manuel Cordero, quien pronunció las siguientes palabras: 

Camaradas: Hace unos días, en esta misma tribuna, la minoría municipal socialista daba cuenta de su gestión al pueblo madrileño. Hoy viene aquí a hacerlo la minoría parlamentaria. Cumplimos así con nuestro deber y además rendimos respeto y acatamiento a la tradición de nuestro Partido. 

Estando las Cortes al final de su primera etapa parlamentaria, el acto de hoy, si no hubiese otra justificación, tiene la de que la minoría socialista explique públicamente su intervención y trace al mismo tiempo, aunque sea sobriamente, las líneas de la política futura de nuestro Partido. 

Se ha terminado la discusión constitucional. En ella hemos puesto toda nuestra buena voluntad; compañeros nuestros han trabajado en ella con constancia, con inteligencia y con perseverancia. Varias iniciativas nuestras han prosperado; no han prosperado todas aquellas que hubiéramos deseado. Esta Constitución no es, ni mucho menos, la Constitución que haría una revolución socialista; pero es necesario que nuestros camaradas y la clase trabajadora tengan en cuenta que la revolución en España no se ha hecho exclusivamente por los socialistas, sino en conjunción también con otros elementos de criterio político diferente. La Constitución no ha de ser perfecta, porque no hay ninguna obra perfecta. Mas nosotros, colaboradores de la obra de la Constitución, tenernos fe en el porvenir del país y la esperanza de que será aplicada rectamente —y ya sabéis toda la intención de este concepto—, porque en España ha habido siempre leyes, por lo menos, buenas; pero como, al aplicarlas, ha faltado buena intención, han fracasado las leyes y los hombres, produciendo al país estragos económicos irreparables y daños espirituales también irreparables. Por eso es de desear que el nuevo texto constitucional tenga una serena y recta interpretación, y si tiene este sentido de interpretación, entonces nosotros diremos que hay en ella un amplio margen que nos permitirá a los socialistas trabajar incansablemente para perfeccionar. la conciencia del proletariado español y, en momento oportuno, abrir cauces a la realización de nuestras propias ideas por el camino de la revolución, impulsados por la fuerza consciente de la organización obrera. Y nada más como justificación de esté acto. 

Cada compañero de los designados previamente por el Grupo para tomar parte en él expondrá ideas generales de nuestra intervención. Yo no tengo por qué dudar de la serenidad de espíritu dé los aquí reunidos, ni de su buena fe, ni de su entusiasmo, y creo que no hará falta que intervenga nadie, y menos yo, para conservar el orden, porque vosotros sois hombres acostumbrados a estos actos y con vuestra conducta responderéis a la solemnidad del mismo. 

El compañero Llopis está en el uso de la palabra. (Muy bien. Grandes aplausos.)

Discurso de Rodolfo Llopis 

Como ha dicho el compañero Cordero, unos cuantos camaradas de la minoría parlamentaria socialista tenemos el encargo, en la mañana de hoy, de decir a cuantos compañeros, amigos y ciudadanos han concurrido a este acto, cuál ha sido la gestión, la conducta observada por la minoría parlamentaria socialista en torno a los distintos problemas que la actividad revolucionaria del Gobierno ha planteado, y cuál ha sido también nuestra actitud en las discusiones que la Constitución ha provocado en el Parlamento. 

Para enjuiciar la labor realizada hay que tener en cuenta el carácter del Gobierno 

A cada uno de nosotros se nos ha encargado una misión concreta y se nos ha dicho que aquí expliquemos nuestra actitud, en orden a distintos problemas. A mí me ha correspondido hablar de cuál ha sido nuestra gestión respecto a la cultura nacional o, mejor dicho, respecto a la enseñanza. Hasta ahora la minoría parlamentaria socialista ha intervenido, en orden a este problema, en dos momentos. Uno de ellos, con motivo de tener que enjuiciar la obra ministerial realizada en aquellos meses en que no existiendo Parlamento tenían que obrar como Gobierno revolucionario, gobernando por decreto. 

El otro momento ha sido a lo largo de toda la discusión constitucional en que fatalmente teníamos que recoger aquellos aspectos fundamentales que debíamos inscrustar en la Constitución para que sirviesen de base el día de mañana a fin de poder trazar la ley de Instrucción pública que demanda el país. Vamos a ver cuál ha sido la actitud de la minoría socialista en estos dos momentos históricos de nuestra intervención. Al hablar de la gestión ministerial, todos vosotros sabéis cuán ligado estoy yo a esta obra del ministerio de Instrucción pública, donde he sido, y sigo siendo, colaborador de lo que se ha hecho, y, concretamente, de todo lo que se ha hecho en primera enseñanza, conviene advertir, compañeros, que cuando tengamos que enjuiciar lo que se ha hecho, lo mismo en aquel ministerio que en cualquier otro, debemos pensar en el verdadero carácter del Gobierno, en las dimensiones del compromiso de Gobierno que tenían los hombres que fueron primero Comité revolucionario y después se convirtieron en expresión revolucionaria de Gobierno. Vosotros sabéis lo mismo que yo cómo la revolución española no se ha hecho sino a base de coincidencia, de una inteligencia entre distintos sectores políticos. Por tanto, nadie puede llamarse a engaño al no advertir en cada una de las obras que se hayan hecho por cualquier ministro, y en conjunto por el Gobierno, una tendencia de partido que responda a una dirección política, a un sector político, sino que responde... (La entrada de Indalecio Prieto, saludada con una estruendosa y prolongada ovación, no deja oír el final de la frase.) 

La labor, pues, tiene que responder, y ha respondido, y esa serie de concesiones mutuas que unos y otros se han tenido que hacer y se han hecho para que la obra respondiese al plan que previamente se habían trazado les hombres que constituían el plan revolucionario. Porque existía plan. 

No solo se formó el Comité revolucionario para destruir. Se formó, además, para construir. Y se pusieron de acuerdo en lo que había que destruir y en lo que había que construir. Conviene repetir estas cosas, porque ahora, estamos viendo cómo reprochan a la obra del Gobierno la falta de plan. Eso es falso. Precisamente cuando éstos que hoy nos atacan se dedicaban seguramente a halagar al rey y a la monarquía, los hombres que hoy están en el Gobierno, silenciosamente, en sus reuniones del Ateneo, en la cárcel o en la emigración, trazaban ese plan. Y el plan se trazó. Y a base del plan pudo hacerse la revolución, y en torno al mismo se estableció un compromiso que es el que se ha tratado de cumplir. ¿Qué no se ha terminado todo lo que se convino? Yo no necesito deciros, porque lo sabéis tan bien como yo, que cuando el Comité revolucionario llegó a ser Gobierno, y aun hoy mismo, no encontró en el país un solar para poder edificar desde el primer momento, sino que encontró un edificio en ruinas, una casa que tenía que derruir previamente para poder después edificar, que tenía que acabar con todo lo que significaba el edificio monárquico existente en el país. No ha podido, pues, construir desde el primer momento, y aun hoy le falta no poca libertad de movimientos para esa construcción, porque todavía necesita y necesitará durante mucho tiempo la República española desbrozar el camino a fuerza de destrozar, destruir v derrumbar el edificio carcomido y viejo que nos ha legado la monarquía. Pero con eso, desde luego, ya contábamos.

Antecedentes

En la tarde del 14 de julio de 1931 a las siete menos cinco de la tarde llegaron los miembros del gobierno a la Carrera de San Jerónimo. En esa sesión parlamentaria se eligió la Mesa de la Cámara con la regla de la proporcionalidad y quedó constituida la comisión parlamentaria encargada de redactar el proyecto de Constitución bajo la presidencia de Jiménez de Asúa.

José Ortega y Gasset en los debates de la Comisión, como portavoz del grupo parlamentario de la Agrupación al Servicio de la República, opinaba que la nueva Constitución traía consigo un par de "cartuchos detonantes, introducidos arbitrariamente por el espíritu de propaganda o por la incontinencia del utopismo". Se refería a que la autonomía —prevista en el artículo 12—  sólo respondía a los deseos "de dos o tres regiones ariscas", lo que alentaría el nacionalismo y daría lugar a "dos o tres semiestados frente a España".

El otro "cartucho detonante" era el artículo 26, que legislaba sobre la Iglesia y la desposeía de privilegios ancestrales. Al filósofo le parecía "de gran improcedencia", acusó a las Cortes Constituyentes de radicalismo sectario y llamó "jabalíes" a los anticlericales más exaltados. Tiempo después habló de la Constitución como algo "sin pies ni cabeza, ni el resto de materia orgánica que suele haber entre los pies y la cabeza". Añadió: "Estamos haciendo una Constitución que nadie quiere".






























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