miércoles, 4 de diciembre de 2019
El comercio con las indias
Hasta 1520 muchos puertos españoles tuvieron libertad de comercio con el Caribe, incluidos los aragoneses, pero posteriormente se creó un monopolio estatal controlado desde Sevilla. El monopolio no fue un privilegio de Castilla frente a la Corona de Aragón, sino de un puerto de la península, Sevilla, elegido por sus condiciones geográficas y sustituido más adelante por el de Cádiz por los mismos motivos. Cientos de catalanes se desplazaron hacia estas ciudades, donde pudieron comerciar libremente desde 1524. Cabe mencionar que el monopolio nunca fue excesivamente restrictivo, ni siquiera para los comerciantes ingleses, holandeses o franceses.
La Monarquía hispánica buscaba con esta medida el traslado seguro de la conocida como Flota de Indias, así como evitar que la dispersión en muchos puertos facilitara los ataques piratas. Entre 1540 y 1650 (periodo de mayor flujo en el transporte de oro y plata), de los 11.000 buques que hicieron el recorrido América-España se perdieron 519 barcos, la mayoría por tormentas u otros motivos de índole natural. Solo 107 lo hicieron por ataques piratas, es decir, menos del 1 %, según los cálculos de Fernando Martínez Laínez en su libro «Tercios de España: Una infantería legendaria». Un daño mínimo que se explica por la gran efectividad de este sistema de convoyes que encontraba su estación final en Sevilla.
El origen del mito sobre la exclusión de los catalanes en el comercio con América nace de las cláusulas restrictivas incluidas en el testamento de Isabel la Católica, que daban preferencia a los comerciantes castellanos en varios asuntos, puesto que la Reina consideraba que el descubrimiento y su explotación pertenecía a Castilla. Sin embargo, en los siguientes años, bajo el reinado de Fernando «el Católico, se revocó la mayoría de las limitaciones sobre los aragoneses y se clarificó que la orden dada por Isabel y Fernando, en 1501, a Nicolás de Ovando de que «no haya extranjeros de nuestros reinos y señoríos» se refería a los flamencos de la corte de Felipe el Hermoso y estaba destinada a prohibir el comercio de las Indias con y desde puertos de Flandes, no a los súbditos de los Reyes Católicos.
La realidad fue que los aragoneses y los catalanes participaron desde el principio en la empresa americana. Prueba de ello es que el jefe militar del segundo viaje de Colón fue el ampurdanés Pedro de Margarit al frente de doscientos soldados catalanes o que el primer vicario apostólico en las nuevas tierras fue Bernardo Boil, benedictino de Montserrat. El historiador catalán Jaume Vicens Vives cita, en años posteriores, el envío de franciscanos catalanes a América en 1508 o la expedición de Juan de Agramonte (Joan d’Agramunt) a Terranova. Además, Jaime Rasqui fue uno de los conquistadores del Río de la Plata. Juan Orpí fundó Nueva Barcelona en Venezuela. Y el leridano Gaspar de Portolá conquistó California.
Gran parte de los comerciantes catalanes, no en vano, estaban poco interesados en América a principios del siglo XVI, ya que estaban ocupados tratando de recuperar su posición en los mercados tradicionales, es decir, en el Mediterráneo y en Europa del norte. Asimismo, Fernando «el Católico» otorgó, en las Cortes de Montsó de 1511, total libertad a los catalanes para negociar con las plazas del norte de África. Las cesiones en los mercados africanos, cuya conquista y defensa corría a cargo de las arcas castellanas, contribuyeron a que Barcelona recuperase poco a poco el pulso económico tras la crisis sufrida en el siglo XV.
En 1522, Carlos I de España rechazó una petición expresa de Barcelona para obtener permiso de comercio directo con América desde sus puertos, y remitió a los comerciantes catalanes –como al resto de habitantes de España– a trasladarse a Sevilla (más tarde a Cádiz) y hacer uso de sus infraestructuras. Desde el punto de vista legal no había ninguna restricción, tan solo las exigencias que cualquier castellano también debía obedecer.
Entre 1509 y 1534, el número total de comerciantes procedentes del Reino de Aragón se elevó a la cifra de 121, contando a aragoneses (46), valencianos (26), mallorquines (11) y catalanes (38). Número exiguo en relación a los 2.245 andaluces embarcados entre las mismas fechas, pero superior a los 48 naturales del reino de Murcia o a los 23 de Navarra, según las estimaciones del historiador Pérez Bustamante.
A principios del siglo XVIII, coincidiendo con la expansión económica de Cataluña tras la Guerra de Sucesión, el comercio de este territorio incrementó de forma acelerada su presencia en las rutas transatlánticas. La Real Compañía de Barcelona –«una empresa privilegiada» financiada por la burguesía mercantil del Principado con el objetivo de dar salida a la producción catalana hacia los mercados ultramarinos– dominaba la mayor parte del comercio de Cádiz a mediados de siglo. Y, por presión de esta compañía, se publicaron los decretos de 1765 y 1778 que terminaban con el monopolio andaluz y permitieron la participación directa de los distintos reinos de la Monarquía en el tráfico colonial, siendo Barcelona uno de los puertos habilitados para el libre comercio.
Tampoco es cierto el mito de que la población aragonesa tenía restringida la migración al nuevo continente. Carlos I estipuló la igualdad de derechos entre los súbditos de Castilla y los de Aragón en las Leyes de Indias. Una célula real en tiempos de Felipe II evidencia que los catalanes contaban con la misma consideración legal que el resto de españoles para circular por las posesiones hispánicas en América, donde los extranjeros tenían prohibida su presencia: «No residan en las lndias y salgan luego de ellas todos los extranjeros, que no fueren naturales de los reinos de Castilla y Aragón». Sin embargo, y aunque el goteo migratorio fue constante, los problemas demográficos que sufría Cataluña y su escasa población en el siglo XVI hicieron que el mayor número de españoles que colonizó América procediera de Castilla.
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