martes, 20 de diciembre de 2022

La colonia penitenciaria de Villa Cisneros

La ley de Defensa de la República, del 21 de octubre de 1931, establecía la posibilidad de deportar fuera de España a aquellos que amenazaran la estabilidad del nuevo régimen. Muchos de los deportados en aplicación de dicha ley, lo fueron a la colonia penitenciaria de Villa Cisneros, en el Sáhara español. Conocidos anarquistas como Buenaventura Durruti o Francisco Ascaso, los golpistas del 30 de agosto de 1932 o posteriormente los republicanos de izquierdas que se opusieron a la sublevación del 18 de julio en las Canarias pasaron por Villa Cisneros.

El 3 de enero de 1933 se evadieron del penal de Villa Cisneros veintinueve monárquicos deportados como consecuencia del fallido golpe de Estado que se produjo el 10 de agosto de 1932

La colonia de Río de Oro en el Sáhara español, que a instancias de Bonelli comenzó a llamarse Villa Cisneros, había sido concebida desde finales de siglo XIX como centro de reclusión. En un principio la colonización se concretó en una caseta de madera que construyó en 1884 el Comisario Regio al desembarcar, junto a la cual se comenzaron a establecer el año siguiente las primeras casas y una factoría por los miembros de la Compañía Mercantil Hispano Africana. Inmediatamente fueron atacados por los saharauis del interior, que causaron la muerte de dos españoles, Feliú y Sánchez, por lo que la reacción del gobierno fue proteger la factoría con un destacamento militar.

Con posterioridad se construyó un fuerte de 60 metros de largo por 44 de ancho, con una débil tapia de tres metros de altura. Todo el conjunto se defendía con cuatro torreones de flanqueo desde los que se dominaba una gran extensión de la península y a corta distancia había un campo alambrado con tres filas de piquetes, cubierto por las armas instaladas en el fuerte y un caballo de frisa frente a la puerta principal. La extensión de la península situada al norte la batía un cañón en batería situado en el ángulo noreste, ante una puerta solitaria y maciza.

A su vez, la configuración peninsular de Río de Oro, la climatología favorable y la posibilidad de utilizar mano de obra indígena fueron confirmando la idea de convertir a Villa Cisneros en un centro penitenciario. Según José Ramón Diego Aguirre, ya en 1897 se había utilizado como lugar de destierro para unos anarquistas catalanes y posteriormente los gobernadores de la colonia, Bens y su antecesor, el teniente de infantería de Marina Ángel Villalobos, formularon también esta posibilidad. Concretamente Bens en 1913 realizó un proyecto de cierre de la península que fue aprobado y que cristalizó en la edificación de una línea de fortines permanentes con el objeto de repeler un posible ataque de los saharauis y de controlar a los futuros reclusos en el fuerte interior. 

El conjunto de las edificaciones de Villa Cisneros era por tanto: un caserón grande y mal construido propiedad de las Pesquerías Canarias y situado muy cerca del puerto; el fuerte, donde se encontraba la residencia del gobernador de la Colonia; el cuartel de la guarnición, con sus dependencias anexas de panadería, víveres y otras; viviendas de familias de oficiales, clases y empleados; oficinas de Correos y gobierno; estación radiotelegráfica, factoría, casino, capilla y algunas otras. Fuera del fuerte y a muy pocos metros estaba instalado el campamento de aviación, formado por un gran barracón de madera. También fuera había otros pabellones de mampostería y el propio campo de aviación, con un gran cobertizo y los servicios de iluminación propios de un aeródromo. 

Junto a él se encontraba la central eléctrica, alguna vivienda de los franceses de la Compañía Aeropostal y la enfermería. A un centenar de pasos del aeródromo había un grupo de casas de un solo piso y el campamento saharaui de «jaimas», formado por bajas tiendas de campaña construidas con lonas y tela azul, su color predilecto. 

El ancladero habitual de los buques correo se situó frente al edificio del fuerte, con una profundidad de 15 ó 17 metros. La barra o entrada a la bahía se encontraba cercana a una zona denominada La Sarga y sólo era asequible a los buques de unas 800 toneladas, que debían entrar en la Bahía de Río de Oro, con 32 kilómetros de longitud por 12 de anchura.

El fuerte definitivo no se construiría hasta 1928 y el primer envío de deportados se realizó cuatro años después, en plena Segunda República y por aplicación de la Ley de Defensa del 21 de octubre de 1931. Según ésta, se permitía la deportación fuera de España de aquellos ciudadanos que pusiesen en peligro la existencia misma del régimen republicano y, con destino a Villa Cisneros, se aplicó polémicamente en dos ocasiones: con motivo de la huelga revolucionaria de la cuenca de Llobregat en enero de 1932 y del intento de golpe de Estado de Sanjurjo el 10 de agosto del mismo año. Finalmente, la última deportación a la colonia saharaui que no fue motivada por la aplicación de la legislación republicana y se realizó sobre un grupo de la izquierda tinerfeña precisamente a raíz del alzamiento del 18 de julio de 1936.

Se generaba así una controvertida historia de deportaciones y fugas de Villa Cisneros por parte de grupos de ambos extremos del espectro político, en un momento en el que se trasladaba al Sáhara la inestabilidad que se estaba provocando en la metrópoli. Las versiones sobre los acontecimientos también varían en función de la bibliografía utilizada y, sobre todo, de la tendencia política de su autor.

El primer grupo que llegó a Villa Cisneros en 1932 estaba compuesto por Buenaventura Durruti y Francisco Ascaso, junto a otros 150 militantes libertarios y un grupo de mineros, todos ellos participantes en la insurrección anarquista del Alto de Llobregat que había tenido lugar en enero de ese año. La oposición que había mantenido desde un principio la FAI hacia la incipiente II República legitimó el 19 de enero de 1932 una huelga revolucionaria que a los dos días controlaba toda la cuenca del Llobregat. Se cortaron teléfonos, telégrafos, incluso raíles de ferrocarril y en toda la zona se declaró abolido el dinero. La reacción del Gobierno republicano fue el envío en el acto de fuerzas del Ejército y de la Guardia Civil, que terminaron con la insurrección el día 22 de enero. Durruti y los hermanos Ascaso fueron detenidos ya el día 21 y junto a otros 119 mineros y militantes, a los que se aplicó la ley de Defensa de la República, fueron embarcados en el Buenos Aires, un barco de la Compañía Trasatlántica que estaba vigilado a su vez por el acorazado Canovas. En la Península hizo escala en Valencia y en Cádiz, y su destino no estaba en principio definido: o Bata en Guinea o Villa Cisneros en el Sáhara. Se dirigió después a las Canarias, Dakar, Fernando Poo y de allí a Río de Oro, que se perfiló en aquel momento como destino final.

Con respecto a la composición de este grupo inicial y a las condiciones de su estancia en Villa Cisneros, existen ya diferentes versiones. Según Mariano Fernández Aceytuno y Javier Morillas, Durruti y sus compañeros permanecieron en el centro hasta el final de su deportación y a su disposición puso el capitán y gobernador Ramón Regueral Jové tres construcciones, dos de fábrica y una de madera, e «hizo todo lo posible para que no les faltaran a los mineros y anarquistas las más elementales necesidades». Sin embargo, según los biógrafos del legendario anarquista Durruti, fue precisamente el gobernador Regueral quien se negó a custodiarle a él y a algunos de sus compañeros, puesto que su padre había sido asesinado en los años veinte por militantes anarquistas.

De ahí que Buenaventura y siete detenidos más no permanecieran en Villa Cisneros y fueran trasladados a la isla de Fuerteventura como destino definitivo.

Según otra versión menos creíble, sostenida por Ramón Franco Bahamonde, quien por entonces había realizado una visita de apoyo a los deportados, Regueral no habría tenido nada que ver con el traslado de Durruti y precisamente, el alférez de navío Ramírez habría aconsejado al gobernador que éstos fueran directamente asesinados. A ello, según sus indagaciones, se opuso el capitán Regueral, quien afirmaría que era «un jefe del Ejército y no un verdugo».

Sin embargo, el propio Durruti ratifica la versión de sus biógrafos en una carta su familia del 18 de abril de 1932:

«El hecho de encontrarme separado del resto de los deportados ha sido cuestión del Gobierno. Pues resulta que el gobernador militar de Río de Oro es el hijo de Regueral, y éste, al enterarse de que yo iba a bordo del Buenos Aires comunicó al gobierno que si yo desembarcaba, él presentaba la dimisión. Ésta es la razón por la que yo me encuentro en Fuerteventura. Conmigo se encuentran siete compañeros más».

De un modo u otro, este grupo fue trasladados a Fuerteventura, donde permanecieron hasta septiembre de 1932. A bordo del Villa de Madrid, Durruti, Ascaso y Cano Ruiz regresaron a España gracias a la magnanimidad del gobierno republicano, crecido en su confianza tras el fracaso del intento de golpe de Estado de Sanjurjo el 10 de agosto.

El resto de deportados que sí permanecieron en el centro de Villa Cisneros vivían en unos barracones en la explanada exterior al fuerte, donde antes habitaban las familias de los militares y empleados españoles. Éstos últimos, al parecer, se trasladaron al interior por el «pánico que se produjo a la llegada de los terribles bandidos con carnet». En mayo fueron visitados, por Ramón Franco Bahamonde, en un «gesto de solidaridad universal», «para que acabasen de una vez para siempre los métodos represivos, crueles e inhumanos empleados por la Segunda República y exigir el regreso a sus hogares de los hermanos alejados de la sociedad».

En realidad, según Abel Paz, «Ramón Franco, que no descansaba en sus propósitos conspirativos, se desplazó a Villa Cisneros para visitarlos y les propuso la organización de una evasión en un velero que había preparado al efecto». Nada más llegar, el gobernador Regueral le advirtió de haber recibido un telegrama de Azaña que le impedía visitar o comunicarse con los confinados. Sin embargo, puesto que éstos salían a una explanada a la que no le podían impedir el acceso, logró una visión de la vida en el fuerte muy diferente a la que nos ofrecía Mariano Fernández Aceytuno:

«Su aspecto exterior (de los deportados) no podía ser más deprimente. Ropas en jirones, descalzos, alguno cubría sus desnudeces con una manta, mal afeitados o con barbas largas, mostraban el abandono en que los tenía sumidos el Estado republicano, que los había arrancado de sus hogares y de sus trabajos, de la civilización».


















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