Blanco y negro, Madrid, 29 de mayo de 1932, página 88.
POR PRESCRIPCIÓN GUBERNATIVA
MARTIN ANDRAN, EXPONENTE DE LAS JURDES TRAGICAS
Un poco retrasado. Desde el mismo instante en que el perito geógrafo de destierros y confinamientos comenzó a expedir pasaportes ordenando invernadas y veraneos en lugares desconocidos para la mayoría de los españoles, era fatalmente inevitable que mi España desconocida ascendiese a los primeros planos de la actualidad. Era inevitable, y por eso ha llegado. Con un poquitín de retraso, pero ha llegado. Las Jurdes, las Jurdes trágicas, la tierra de jambri y de lobos, la de canchales y pizarras, la de jelechus, brezos y madroñeras, la que ni siembra trigo ni amasa pan con harina propia, la paupérrima comarca de pidiores y pilus, la explotada por menderos y papeleteros, la triste Cenicienta de la Península. Ibérica vuelve a ofrecerse a la atención de todos.
Entrada a Las Jurdes Altas. Vista general de las cuatro cordilleras Jurdanas.
A lo peorcito de Las Jurdes, a la alquería de Martín Andrán (erróneamente llamada Martilandrán), ha sido enviado por prescripción gubernativa el doctor Albiñana.
Indudablemente habrá en España y en todos los países del mundo pueblos pobrísimos y aldeúcas desamparadas que igualen en desvalimiento a Martin Andrán. La ecuación cabe en lo probable; la superación imposible. Porque así como el rasgo característico de Las Jurdes lo constituye la miseria que abarca a los cuarenta y tres pueblos-comarcanos, así el caserío de Martín Andrán se singularizaba por el hecho de que sus cobijos parecían ser y eran invariablemente pocilgas, zahurdas y cochiqueras, aun cuando se utilizasen como refugio de familias humanas continuadoras de Job en la capacidad de sufrimiento y en el buen ánimo para soportar resignadamente las peores adversidades: hambre, frío, incomunicación, degeneraciones fisiológicas por herencia y depauperación por enfermedades endémicas.
Hasta ahora se entró en Las Jurdes por curiosidad y se volvió a ellas por compasión, por santo amor fraterno, por cordial impulso de aliviar las desventuras de seis mil o siete mil desdichados dignos de auxilio.
Para penetrar en Las Jurdes se empleaban preferentemente y continúan empleándose dos caminos: desde Plasencia, por Moheda, Casar del Palomero y el Azabal, hasta Pinofranqueado, donde comienzan Las Jurdes Bajas, en parte redimidas y posiblemente redimibles de su infortunio, y desde Salamanca, por la Fuente de San Esteban, Cabrillas, Tamames, Sequeros, Casas del Conde, Mogarraz y La Alberca. El recorrido, al dejar el ferrocarril en Plasencia o en la Fuente de San Esteban, se efectuaba sucesivamente en carruaje, a lomo y a pie. Hoy se llega en automóvil hasta Casar del Palomero y hasta La Alberca sin molestía y sin peligro alguno. Y ya en tierra albercana, con sólo una caminata hasta el Portillo —donde una cruz de hierro marca el término de la provincia de Salamanca y el principio de la de Cáceres,— se está en la puerta de Las Jurdes Altas.
La región, que debe su nombre al río Jurdán o Jurdano, forma un cuadrilátero irregular, con once leguas de longitud por seis de latitud, y ocupa aproximadamente una extensión de mil novecientos kilómetros cuadrados (cuatro veces superior a la República de Andorra), teniendo por limi: tes el cauce del Alagón y las abruptas sierras de Francia, Gata, Los Angeles, Muño-Garra, Altamira, Castillejo y Las Vaquerizas. Y por si fueran poco estas murallas y defensas naturales, surcan la comarca y se yerguen como baluartes punto menos que inexpugnables los ramales montañosos derivados de la Peña de Francia y de la Peña Jasleala y subderivados de Pico Espinal, Cotorro de las Tiendas y Pico Mingorro: sierras de Lomo Labrado, del Cordón, del Retamar, de la Mula y de Mestas.
Calle en una alquería Jurdana del Concejo de Nuño Moral.
Para llegar a los inverosímiles poblados jurdanos existían caminos de cabras, caminos de lobos y caminos de perdices; todos a través de canchales, pizarras y brava maleza, muchos bordeando precipicios empavorecedores, ninguno fácilmente asequible a planta humana. Por esos caminos, trepando, cayendo y levantándose, han ido los amigos de Las Jurdes: el primero de todos un cordobés, D. Juan de Porras Atienza, obispo de Coria, que en 1684, al siguiente día de posesionarse de su diócesis, salió a socorrer a los jurdanos y fundó para ellos el hospital de Lagunilla. Al “Apóstol de Las Jurdes”, que así fue llamado el Sr. Porras Atienza, siguió el “Padre de Las Jurdes”, el ilustre prelado de Plasencia D. Francisco Jarrín y Moro, que consumió sus caudales y sus energías en fundar y dotar escuelas, en difundir la enseñanza y en allegar alimentos y medicamentos a los rudos jurdanos, teniendo por admirable alférez en esa campaña al actual deán de Toledo D. José Polo Benito.
Por esos caminos se alzaron las deprecaciones y también las imprecaciones de hombres buenos, de artistas, unos desaparecidos ya, otros felizmente vivos: Gabriel y Galán, Venancio Gombau, Julián y Alfredo Mancebo, Alfonso Ciarán, César Real, y con ellos este cronista, que tiene a orgullo haber coadyuvado—con artículos, libros y conferencias—a despertar, fijar y retener la atención del que en justicia merece el nombre de Redentor de Las Jurdes. Por esos caminos fue D. Alfonso de Borbón, en esos caminos ideó la apertura de pistas y de sendas forestales; ante la miseria horrenda de los Jurdanos, con las pupilas veladas por el llanto, se dibujaron las factorías que hoy proporcionan asistencia médico-farmacéutica y alimentos a los indígenas, resurgió el hospital: de Lagunilla, se inició la lucha contra el paludismo, se instituyeron las misiones pedagógicas, se crearon escuelas. Y, asistido por el patrono, el prelado de Coria—de esa Coria que dio a D. Diego de Velázquez un jurdano para modelo del famoso Bobo, — el doctor D. Pedro Segura, continuó la bendita labor jurdanófila de los obispos Porras Atienza y Jarrin.
La jurdana María Iglesias, tipo de enanismo, a los veintitrés años de edad.
La explicación del abandono secular de Las Jurdes era de dos órdenes: de incomunicación y de pobreza irremediable.
La comarca jurdana, circundada por montañas, cuatro veces atravesada por cordones serreños y erizada de picachos, dista dieciocho leguas de Cáceres, capital de la provincia; dieciséis de Salamanca, diez de la frontera portuguesa, ocho de Coria, cabeza de la diócesis, y siete de Plasencia. La incomunicación determinó el olvido, y la España oficial no se cuidó de enviar médicos y maestros a aquella tierra.
EL BOBO DE EL CABEZO, DEFICIENTE FISIOLÓGICO Y MENTAL. SUCESOR EN MISERIAS DE “EL BOBO DE CORIA”
De suplir el déficit resultante entre la crecida mortalidad y la escasa natalidad — en Las Jurdes el número de varones supera extraordinariamente al de mujeres — se encargaron los pilus, los expósitos recogidos en las Casas de Maternidad cacereñas y salmantinas. Y esos niños, con lacras hereditarias, mezclaron su sangre a la de un pueblo insuficientemente alimentado y afligido por estigmas de bocio, paludismo y microcefalia.
Perdóneseme que, excepcionalmente, hable en primera persona. No acierto a hacerlo de otro modo.
Fui a Las Jurdes creyendo que de buena fe, para mover a compasión, se exageraban hasta la hipérbole las desdichas de aquellos miseros. No creía yo, no podía creer, que "los panaderos” de la comarca fuesen los mendigos que llevaban, para venta o cambio, sacos con mendrugos recogidos durante semanas de limosneo; no creía yo, no podía creer, que los jurdanos huyesen despavoridos ante la aproximación de un visitante, ni creía que existiesen familias y dinastías de pidiores o pordioseros, ni que hubiera quien se ganase la vida yendo a los cubiles de los lobos para arrebatar a los lobeznos desafiando a la madre, y luego implorar con las crías un socorro de los ganaderos; antojábaseme increíble que seis mil criaturas se vistiesen con guiñapos, con mendos recogidos a gancho por los menderos o traperos; en una palabra, sin negarle fondo de realidad, parecíame excesiva la negrura que los jurdanófilos ponían en sus relatos... Y en mí primer contacto con Las Jurdes lloré... Lloré como un niño, como un hombre, con dolor de lástima, con rebeldía ante la injusticia, con protesta contra un ultraje de lesa humanidad. Ello fue en la alquería de Las Mestas, que ya tenia casa parroquial, aunque sin párroco, y flamante escuela, con un bien intencionado auxiliar de maestro.
Polo Benito, que me había pintado con sombríos colores el hogar jurdano y me había retratado el tipo indígena, me invitó a entrar en un albergue de Las Mestas, dejándome libertad para la elección. De intento elegí el menos malo: un montón de pizarras con un ventanuco cerrado por canchos y un agujero para salida de humos. Empujé unos tablones apolillados, resbalé y me hundí medio metro en un albañal. Una cabra, un cerdo y un hombre de rostro cadavérico, con un pequeñuelo en brazos, convivían sobre capas de helechos en fermentación, auxiliando con sus deyecciones a la formación de vicio, de abono, que no era posible encontrar de otro modo, ya que no había ganado de labor que lo produjera. Piedras y leños servían de muebles, y para lecho bastaban sacos de jelechitu. Castañeteaba el hombre los dientes, en pleno acceso de paludismo, y mansamente declaraba que tardaría una semana en recibir quinina. El niño, aún de pañales, estaba amodorrado; había cumplido seis meses, y ya lo alimentaban con pan mojado en aceite... La madre estaba lavando en el río y cuidando del patatar.
Y seguidamente, en excursiones diversas, conocí a Juan Bravo, el cazador de lobeznos; a Pineda, que, como sus padres, abuelos y bisabuelos, tenía el oficio de pidior; al primer contribuyente de Fragosa, que pagaba anualmente cinco pesetas a la Hacienda; a Santiago, el de Rubiaco, que por dos hogazas y unos cigarrillos se contrataba para bailar y cantar un día entero en las fiestas de las alquerías; a la maestra de Rio Malo de Abajo, que, tullida y doliente, no interrumpió un solo día la tarea de roturar cerebros y moldear corazones; a Patricio, de Nuño Moral, que, no teniendo fortuna, jamás negó un pedazo de pan a los que se lo pidieron, y entre esos infelices destacóse como algo inefable la tía Candela, abuelita octogenaria, sostén de su nuera en viudez y de cuatro netezuelos; tía Candela, por precio de una peseta anual pastoreaba veinte cabras de veinte vecinos, ganando así ochenta reales como ochenta soles; hacía calceta, recogía leña menuda, cosechaba madroños, zarzamoras y raíces comestibles, actuaba de recadera entre las alquerías a cambio de lo que buenamente le querían dar, andaba leguas y leguas en busca de limosna, y ya casi ciega, constituía una bendita lección de optimismo. Siempre, al principio o al término de una conversación, exclamaba con tierna gratitud, con efusión bondadosa: “¡Qué suerte tengo... !?
De cuerpo pequeño, color obscuro, cabello crespo, barba rala, cabeza chica, aplanado el occipucio, inclinada la frente hacia adelante, orejas grandes, fisonomía inexpresiva y a veces semiimbécil, así es el tipo jurdano y así lo describió Polo Benito, rematando la pintura con estas pinceladas: se turba ante la presencia de personas extrañas, y al hablarle se nota que sus escasas ideas son producto de la percepción inmediata, y sus juicios resultado de combinaciones de naturaleza primitiva; descalzo siempre, muestra al desnudo las sucias y tostadas carnes de las flacas piernas, que mueve con asombrosa agilidad, saltando como un corzo de peña en peña, mientras carga sobre los hombros un pesado cesto de vicio para el huerto, que siempre labra y que pocas veces cosecha.
Veinte años han pasado desde mi última visita a Las Jurdes. Por entonces los treinta y tantos tugurios que formaban la alquería de Martin Andrán eran iguales y hasta peores que los de Las Mestas. Desde entonces a hoy han mejorado material y moralmente algunos poblados, sobre todo los de la parte baja. En la alta, en los caseríos trágicos de Río Malo, Nuño Moral, Fragosa, El Gasco y Martín Andrán—donde se pensó en obligar al vecindario al traslado colectivo a otras zonas—los beneficios han sido menos apreciables.
Recuerdo que en. Martín Andrán, para cumplir sus deberes religiosos, los vecinos tenían que realizar una dura caminata a Fragosa, donde, hasta que se construyó la escuela, se celebraba la.misa y se administraba la Comunión al aire libre, sirviendo de ara una peña. Naturalmente, no existía médico ni farmacéutico, ni cabía soñar en pedir posada, ni en buscar tienda donde adquirir mantenimientos.
Para que mis palabras acerca de Las Jurdes tuviesen fuerza y valor de autenticidad, la máquina fotográfica actuó con autoridad de notario. Y en el año 1909 la mejor casa de Martín Andrán era la que aparece reproducida en estas páginas.
Deseable—aun cuando, según noticias, el deseo no tiene realidad,— muy deseable es que a estas fechas hayan surgido albergues en que los forasteros encuentren por lo menos el blando.y limpio lecho, la carne sana y el vino abondo que el buen arcipreste Juan Ruiz apetecía y lograba gozar.
De lo contrario, no queda otro remedio que dormir al raso, comer patatas con sebo de cabra y fraternizar con los pidiores.
(FOTOS GOMBAU Y BENÍTEZ CASAUX)
Las Hurdes, tierra sin pan es un documental de 33 minutos, dirigido por el cineasta Luis Buñuel y rodado entre el 23 de abril y el 22 de mayo de 1933.
Aunque originalmente era mudo, en 1935 obtuvo dinero de la embajada de España en París para sonorizarlo (narrado en francés por una voz superpuesta).
Se trata de una obra de referencia en el cine documental, desde que en el prestigioso Festival de Cine de Mannheim en 1964 la incluyeran entre los doce mejores documentales de la historia.
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