Día de caza en Cármenes
Desde la atalaya situada en la cima de un artículo periodístico de cuatrocientas cuarenta y ocho palabras, en el original, tres personajes con nombre propio, dos curas acompañantes y unos cuantos perros de caza, se puede divisar un extenso y colorido paisaje que principiando en los picos de la montaña central leonesa nos dirige hacia oriente y occidente hasta perderse en el horizonte de las vidas azarosas de una multitud de cuatrocientos paisanos, sazonadas éstas con la salsa de sus pequeñas historias. Estas mismas personas, que un día fueron, removerán inquietas sus huesos enterrados sobre el duro lecho arcilloso, mientras dejan escapar fantasmagóricos fuegos fatuos, al disponerse a leer esto que sigue, pero sepan en lo más profundo de su ser que el que esto escribe lo ha hecho desde el respeto debido a los años y las canas.
Porque de alguna manera había de ser, hagamos que esta historia eche a andar en el momento en que la trayectoria del alborotado vuelo de una perdiz roja corta el camino que traían unos cuantos perdigones de plomo. Ahogados los ecos de la detonación, el repentino choque produce una ligera deformación de algunos de ellos al impactar contra el cuerpo y las alas del animal que, ensangrentado, cae al suelo malherido, exhalando sus últimos suspiros. Y tras esta perdiz algunas otras perseguidas por los perros. Por la misma razón decidiremos despedir el relato entre vigorosas melodías sinfónicas y efusivos aplausos, que nos ayuden a olvidar las sequías y hambrunas, revoluciones campesinas y promesas republicanas, dulces imperiales y amargas luchas fratricidas.
Viajemos pues a lomos de la imaginación hasta las selvas de la antigua Ceilán, no lejos de las plantaciones de té, y junto a los árboles del caucho y de esa larga lista de especias que tanto anhelaban Marco Polo, Vasco de Gama o Cristóbal Colón, y que aún hoy seguimos utilizando en la cocina, entre las que podemos enumerar la vainilla, pimienta, canela, nuez moscada, clavo, jengibre, cardamomo y cúrcuma, y en donde también crece un árbol que produce las llamadas nueces vómicas de las que se extrae el alcaloide conocido como estricnina. Estos frutos entraron en Europa por el puerto de Londres hacia el año 1640 y desde entonces se utilizaron para exterminar, zorros, perros, roedores y aves rapaces. La utilización de este veneno, que en grandes cantidades produce una sobre activación de todo el sistema nervioso asociada a convulsiones, fallo respiratorio y muerte cerebral, comporta un gran riesgo para las personas que pudieran comer o tan solo manipular carne de animales envenenados con esta sustancia. Teniendo en cuenta esto, y el hecho de que no tan sólo mata al primer animal que se lo come, sino a todos los animales que vayan alimentándose de los despojos de éstos, se ha ido decretando paulatinamente la prohibición de la estricnina, en España en 1994 y en toda la Unión Europea en 2006. Por desgracia, a pesar de la persecución de su uso, en 2020 la estricnina aún era la responsable del cinco por ciento de los envenenamientos de animales salvajes reportados por los servicios de medio ambiente de las comunidades autónomas.
La estricnina también se ha utilizado en abundancia para acabar con vecinos molestos y maridos infieles, incluso en tiempos más recientes en los que ya estaba prohibida su venta. Es el caso del pastor de sesenta y cuatro años de edad del orensano pueblo de Castro de Escuadro, Felisindo González, que perdió la vida el veinticuatro de noviembre de 2009 al beber de una botella de vino abandonada en el campo junto a una bolsa con alimentos, entre lo que parecían ser los restos de una merienda de cazadores. El escenario del crimen lo había preparado su antiguo socio en una explotación ganadera local, José Luis Lamelas Álvarez, a quien el odio que había ido acrecentando en su corazón le llevó a introducir previamente una generosa cantidad de veneno en la botella.