Galileo y el movimiento uniformemente acelerado - 1590
De la grandiosa obra de Galileo, los colegas que han elegido los experimentos de la historia que dan base a este libro escogieron el que estudia la caída libre de los cuerpos. Creo que lo han hecho con todo fundamento, y sería torpe por mi parte no lograr transmitir al lector la importancia del mismo. Se trata del experimento de las bolas dejadas caer desde la torre de Pisa. Se dice que Galileo llevó a cabo esta prueba a los veintiséis años. En realidad, Galileo no se dedicó a poner a prueba su intuición en cuanto al tremendo error de Aristóteles tirando bolas desde ninguna torre, sino utilizando un plano inclinado. La inmensa ventaja de Galileo respecto a Aristóteles fue que el toscano midió, mientras que el estagirita se limitó a aceptar su intuición y, sobre todo, el principio de autoridad de sus antecesores, cosa que sus sucesores siguieron haciendo durante veinte siglos. Aristóteles dijo que los cuerpos caían más o menos rápidamente en virtud de su peso, es decir: existía una relación entre el peso y la velocidad. Por supuesto, también era obvio que la distancia recorrida por un cuerpo en movimiento era siempre proporcional al tiempo que llevaba moviéndose. Galileo lo midió y vio que todo era rotundamente falso. Como dijo el propio Galileo en su época más prudente: «Hay dos clases de imaginación poética, la que inventa fábulas y la que está dispuesta a creérselas».
¿Qué midió Galileo? Aquí viene el primer signo de grandeza: el espacio y el tiempo. Al otorgarles la categoría de sede de los fenómenos físicos del universo, por primera vez se les da a ambas magnitudes la importancia que merecen. ¿Por qué las midió? Porque a partir de ellas se podían definir las magnitudes que describen esos fenómenos físicos, por ejemplo, la velocidad y, sobre todo, la aceleración. ¿Para qué? Para establecer leyes universales, es decir, fórmulas matemáticas que describan y predigan el movimiento en la Toscana, en Roma o en Júpiter.
Vayamos por partes. Empecemos por medir el espacio y el tiempo. Para medir una distancia entre dos puntos utilizamos reglas, es decir, un listón marcado con rayas separadas por longitudes idénticas. Esto no parece difícil. Galileo usaba reglas de latón con marcas separadas entre sí algo menos de un milímetro, en concreto, 0,094 cm. Naturalmente, él no conocía el sistema métrico decimal, por lo que a esa distancia le llamaba, porque sí, «punto». Pasemos al tiempo. Esto sí que es difícil. Galileo medía el tiempo de tres formas. La primera, la menos práctica, aunque parezca mentira, era con el péndulo. No es necesario explicar al lector cómo lo hacía porque lo puede imaginar fácilmente, y además, Galileo apenas utilizó este método, aunque a lo largo de toda su vida hubiese pensado en diferentes ocasiones en cómo construir un reloj basado en el péndulo. Galileo solía medir intervalos de tiempo con un reloj de agua. De un recipiente grande pasaba agua a otro, éste graduado, a un ritmo uniforme a través de un tubo que tenía un grifo. Éste permitía abrir o cortar el flujo de agua. Midiendo y midiendo, graduó sus tubitos y llegó a la conclusión de que el flujo de su «reloj» era de (lo que hoy llamaríamos) 1.440 centímetros cúbicos por segundo: casi litro y medio; tanto volumen por segundo era conveniente porque cuanta más agua pasara de un recipiente a otro más precisa era la medida. El caso real es que Galileo llamaba «grano» a la unidad de cantidad de agua y que la precisión que podía medir era de 16 granos de agua. Al intervalo de tiempo que se necesitaba para pasar esa cantidad de agua de un recipiente a otro lo llamó «tempo». Equivalía a 1/92 segundos: ¡Galileo era capaz de medir el tiempo con una precisión de casi una centésima de segundo!
La tercera forma de medir el tiempo que tenía Galileo era la más divertida: tocando el laúd. Recuerde el lector que don Vincenzo Galilei era un virtuoso de ese instrumento y un maestro de la teoría musical. Su hijo también tocaba muy bien el laúd, así que pensaba en una melodía de ritmo vivo y cuando soltaba una bola para que rodara por un plano inclinado se ponía a tocar y paraba cuando la bola pasaba por una marca. Miraba en la partitura hasta dónde había llegado y contaba las notas musicales que había tocado, obteniendo así una medida bastante precisa del intervalo de tiempo transcurrido.
La evolución de los objetos en el espacio y en el tiempo se llama movimiento. Galileo se dio cuenta de que todos los movimientos (o casi) se pueden dividir en tres clases: el uniforme, el acelerado y el periódico, incluido en éste el circular. En el primero, el espacio que recorre el cuerpo en movimiento es directamente proporcional al tiempo. La constante de proporcionalidad se llama velocidad, de tal modo que en esta clase de movimiento la velocidad es el cociente entre el espacio recorrido por el móvil y el tiempo que tarda en recorrerlo. Es tan obvio que no hay que explicarlo. Nosotros la expresamos en metros por segundo (m/s) o kilómetros por hora (km/h) y Galileo en puntos por tempos (p/t). Un ejemplo de este tipo de movimiento es el que lleva a cabo una nave espacial con los motores apagados fuera de toda influencia gravitatoria de planetas y estrellas. Éste, que parece el más simple y en la naturaleza es raro, es el único al que le prestó atención Aristóteles.
El segundo movimiento es el uniformemente acelerado. En este caso, la aceleración es el aumento (o disminución) de la velocidad dividido por el tiempo en que se produce o, dicho de otra manera, el espacio recorrido por el cuerpo es proporcional al tiempo al cuadrado. Un ejemplo de este movimiento es el de una piedra que cae sobre la superficie terrestre. A la aceleración que imprime la gravedad se la suele llamar g, precisamente en honor a Galileo, y de aquí la fórmula e= gt2/2. A muchos lectores les aburren las matemáticas, pero no deben preocuparse, porque a Galileo le pasaba lo mismo.
Galileo leyó el lenguaje en que estaba escrito el libro del universo: las matemáticas. Pero las matemáticas del insigne profesor de la Universidad de Padua eran extraordinariamente rudimentarias: cuatro reglas y poco más. Por ejemplo, no utilizaba decimales, sino sólo los llamados números naturales: los enteros positivos. Por ello, por no preocuparse demasiado por las matemáticas, los textos de Galileo se hacen singularmente farragosos cuando trata de explicar los cálculos que ha hecho. Por ejemplo, todo lo hizo a base de proporciones, o sea, «si un cuerpo se mueve a tal velocidad... y otro a tal otra... la relación de tal y cual entre el primero y el segundo es el doble que si...». Un lío. Hoy día es cosa de niños, o sea, que se aprende en la más tierna infancia, aquello de que e=vt en el movimiento uniforme y e=at2/2 en el acelerado.
Para demostrar los errores de Aristóteles, a Galileo le bastó con tirar bolas desde una torre. Pero recuerde el lector que desmintió a Aristóteles, sí, pero las bolas no llegaban todas a la vez como él decía. Aquello le hizo pensar que tenía que estudiar el movimiento mucho más a fondo. Para Galileo, nunca se insistirá demasiado, estudiar significaba medir. Tenía que medir las distancias recorridas por las bolas y el tiempo que tardaban en hacerlo. Pero ¿cómo se mide exactamente la altura de la torre de Pisa con una regla de latón? ¿Y el tiempo que tarda la bola en caer con dos depósitos de agua o, lo que es peor, tocando el laúd? Entonces se le ocurrió lo del plano inclinado, uno de los experimentos más bellos de la historia.
El plano inclinado de Galileo no era más que un tablón de unos siete metros a lo largo del cual un carpintero le hizo una muesca a modo de canal. Este canal y sus bordes estaban muy bien pulidos e incluso engrasados para evitar el rozamiento lo máximo posible. El tablón se colocaba formando un cierto ángulo con el suelo. Aunque Galileo cambió este ángulo de inclinación muchas veces, no es del todo necesario. Galileo hacía marcas a distintas distancias y soltaba una bola desde cada una para que cayera rodando a lo largo de la muesca. Mientras tanto, abría el grifo del agua o se ponía a tocar el laúd. (Creo que le hubiera sido más fácil cantar la melodía.) En cuanto la bola llegaba al extremo inferior del tablón, o sea, al suelo, cerraba el grifo o dejaba de tocar. Traducía la cantidad de agua o las notas musicales a tempos y tomaba nota. Después de repetir la operación muchas veces para disminuir el error, cogía todas sus anotaciones y a la vista de ellas meditaba profundamente.
Galileo descubrió que el movimiento de la bola se puede descomponer: el movimiento horizontal por un lado y el vertical por otro. Los dos son uniformemente acelerados. Acababa así, sin saberlo, de poner las bases del concepto de vector.
Segundo descubrimiento. Si la bola se deslizara sin rodar, o sea, si no hubiera rozamiento entre la bola y el tablón, se cumpliría exactamente que la velocidad con que llega al suelo es proporcional al tiempo, v=at; sólo a partir de entonces, o sea, rodando la bola por el suelo, es cuando únicamente se cumple la regla de Aristóteles, porque si no hubiera rozamiento el movimiento sería uniforme y la bola se desplazaría indefinidamente a la misma velocidad. Si la bola no fuese ligeramente frenada por el aire de la habitación, se cumpliría exactamente que e=at2/2. Así, Galileo acababa sin saberlo, de inventar los modelos físicos: condiciones ideales que permiten formular leyes exactas que después se someten a aproximaciones sucesivas para reproducir la realidad. La aceleración que imprime la Tierra a los objetos que caen es siempre la misma, independientemente del peso de los mismos, y es (en nuestras unidades), aproximadamente, de un aumento de la velocidad de 10 m/s cada segundo, o sea, 10 m/s2. Esta es la g de Galileo.
Muchos otros descubrimientos siguieron a este experimento: la expresión matemática de fenómenos, lo fructífera que es una medición precisa, etc., etc. (Pags. 76-81)
"De Árquímedes a Einstein", Manuel Lozano Leyva, Debate 2006
¡Pero si es natural!
La palabra «natural» vende. Bastan algunas frases como «beneficios naturales», «sabor natural» o «vitaminas naturales» sobre una etiqueta para que las ventas se disparen, ya que mucha gente asume que las sustancias naturales son de alguna manera superiores a las sintéticas, y están deseando pagar más por los supuestos beneficios. Los consumidores también tienden a pensar que la creación de sustancias naturales no comporta ningún tipo de proceso industrial. En ambos casos están equivocados.
La equiparación de «natural» con «seguro» y «sintético» con «peligroso» es una de las mayores falacias científicas. Una breve reflexión revela rápidamente que la naturaleza no es benigna. Las toxinas producidas por las bacterias en los alimentos son perfectamente naturales, pero pueden ser mortales. Uno de las sustancias causante de cáncer más poderosa es la aflatoxina, el producto del moho. Ricino, una proteína encontrada en semillas de aceite de ricino es probablemente el mayor veneno químico que jamás haya sido aislado. Un bocado de la seta amanita phalloide puede ser mortal. El cianuro que se genera de forma natural en la yuca puede matar. El virus VIH no fue creado por el hombre. Los simples rayos del sol pueden causar cáncer de piel y las algas tóxicas pueden envenenar a los peces o a las personas que las comen. La hiedra venenosa o el escozor de las ortigas pueden provocar unas «experiencias naturales» sumamente desagradables. Y ni siquiera hemos hablado de las picaduras de abejas y escorpiones o de la mordedura de las serpientes.
Sin embargo, persiste el mito de que determinadas sustancias producidas por la naturaleza son superiores a aquellas fabricadas en el laboratorio. La vitamina C natural extraída del escaramujo, el fruto del rosal silvestre, alcanza un precio mucho más elevado que la vitamina C hecha en el laboratorio a base de glucosa, aunque ambas son idénticas, su estructura molecular es la misma y no hay forma de distinguir una sustancia de la otra. El condimento de vainilla natural extraído de la semilla de vainilla es mucho más caro que su análogo sintético, el cual se puede obtener a partir de residuos de pasta de papel.
Quizá no suene muy apetecible, pero el componente sintético llamado vainilla es idéntico a la vainilla que se encuentra en la semilla. Está comprobado que la versión artificial no tiene exactamente el mismo sabor que la natural pero esto se debe a que el sabor natural es menos puro, ya que contiene otros compuestos que se generan en la semilla de vainilla junto a la misma vainilla.
Para los fabricantes, el atractivo de la vainilla natural está en la gente que prefiere pagar más dinero por ella. Para muchos consumidores el atractivo radica en los supuestos beneficios para la salud de un producto natural y en que el suministro mundial de vainilla natural no es suficiente para cubrir la demanda. Madagascar, Tahití e Indonesia son las potencias mundiales en producción de vainilla, pero no pueden producir suficientes semillas. La industria de los condimentos ha respondido a esta situación de manera intervencionista produciendo vainilla sintética, aunque el margen de beneficio es considerablemente inferior al que se obtendría si los productores fuesen capaces de crear un condimento que pudiera etiquetarse como «condimento de vainilla natural».
¿Cómo podemos, entonces, crear vainilla natural sin necesidad de cultivar semillas de vainilla? Es posible hacerlo a través de un proceso conocido comúnmente como «biotransformación». Las biotransformaciones son las reacciones que utilizan catalizadores naturales denominados enzimas. De hecho, una de las reacciones químicas más antiguas que se conocen como biotransformación es la conversión del azúcar en alcohol. Al fermentar, las enzimas cumplen muy bien esta función. Llevamos miles de años elaborando vino y cerveza por medio de estas biotransformaciones. Los mohos y los hongos son también grandes generadores de enzimas. El sabor del queso Brie, por ejemplo, es el resultado de varios compuestos producidos cuando las enzimas que están presentes en el moho se aplican a las capas superficiales del queso y reaccionan con la grasa y las proteínas de la leche.
El mundo microbiano nos proporciona muchas enzimas capaces de llevar a cabo gran variedad de biotransformaciones. Asi mismo, hoy en día existe un gran interés por encontrar microbios específicos para realizar el trabajo de las enzimas a fin de que el producto de la reacción pueda etiquetarse como «natural». Proponemos un ejemplo interesante. Uno de los sabores originales de la manzana proviene de un producto químico denominado ácido málico. Esta sustancia es también responsable de la acidez de las manzanas. En teoría, podría extraerse de ellas, concentrarse y etiquetarse como «condimento de manzana natural». Entonces podríamos usarlo en la producción de alimentos con sabor a manzana que, a su vez, se publicitarían como productos que contienen condimentos naturales de manzana. Incluso podríamos usarlo como aditivo para ajustar la acidez de los alimentos previamente procesados y también se anunciaría como natural. Pero la extracción del ácido málico de las manzanas sería poco práctica y muy cara.
Por otra parte, se ha hallado un microbio que es capaz de crear ácido málico desde el ácido fumárico, el cual se encuentra en muchas plantas. Pero no necesitamos el ácido fumárico de las plantas porque un hongo llamado rhizopus nigricans puede generarlo a partir de glucosa, y ésta puede hacerse a base de fécula gracias al moho aspergillus Níger. La fécula es abundante y barata. Así que la cuestión es que podemos generar ácido málico a través de una serie de biotransformaciones que comportan un gran tratamiento tecnológico con equipos complejos, pero el producto aún puede etiquetarse como natural, ya que las transformaciones las realizan microorganismos de manera natural.
El ácido málico puede fabricarse a bajo costo utilizando técnicas químicas corrientes, pero aunque el ácido málico creado de esta manera es exactamente como la sustancia natural, por ley no podría etiquetarse así, de modo que sólo alcanzaría una fracción de su precio. Ahora podemos ver por qué los fabricantes de condimentos buscan microbios capaces de producir vainilla a partir de una materia prima común como la fécula. Si los encuentran serán capaces de vender sus productos como naturales aunque su sabor no sea el mismo que el de la vainilla natural (ya que, como se ha explicado anteriormente, la vainilla natural contiene otras sustancias que contribuyen a formar su sabor definitivo). Nos encontramos por tanto, finalmente, en esta situación: una sustancia, por ejemplo la vainilla, podrá etiquetarse como natural o artificial en función del proceso utilizado para su producción. Al consumidor se le cobrará más por la versión natural aumentando así el beneficio de los fabricantes. Es obvio que se paga por conocer la química, tanto el fabricante como el consumidor.
Mientras que las biotransformaciones tienen un gran interés económico puesto que permiten fabricar productos mucho más comerciales, también poseen un gran interés científico, ya que permiten la fabricación de compuestos que serían muy difíciles de sintetizar mediante técnicas de la química tradicional, reduciendo además sus costes. Observemos el siguiente ejemplo. Unos de los principales componentes del sabor de los pomelos es la notcatona, el cual se encuentra en la fruta en cantidades muy pequeñas y es muy difícil de extraer. Por esta razón este componente natural se vende a diez mil dólares el kilo. Se puede disponer por menos dinero de una versión sintética hecha a partir de valenceno, sustancia que se encuentra en el aceite de naranja, pero sería muy costoso de producir a gran escala, y una producción a gran escala de notcatona tiene un verdadero interés comercial. Estudios recientes han demostrado que el jugo de pomelo tiene la capacidad de incrementar la potencia de algunos medicamentos —como la ciclosporina (usada para reducir los casos de rechazo en los transplantes de órganos); o la lovastatina, (usada para bajar los niveles de colesterol)—. La notcatona es la sustancia que con mayor probabilidad es responsable de estos efectos. En el futuro será posible prescribir menores dosis de estos medicamentos si la notcatona se añade a los mismos. Los efectos secundarios también se reducirían y como la ciclosporina se extrae de un hongo y la notcatona se obtiene mediante biotransformaciones, esta pildora de alta tecnología podría etiquetarse legalmente como «completamente natural».
El término «natural» con frecuencia se utiliza sin demasiado sentido o de una manera engañosa, pero hay que admirar la ingenuidad de algunos comerciantes cuando lo utilizan para describir sus productos. Un acondicionador de cabello llevaba una etiqueta que rezaba «todos los ingredientes naturales», incluyendo dentro de estos ingredientes la dimeticona. Este compuesto es más conocido como una silicona. Sin duda un excelente acondicionador, pero difícilmente natural. Cuando preguntaron al fabricante, explicó que este tipo de siliconas podían considerarse como naturales ya que están fabricadas a partir de arena, una sustancia genuinamente natural. Entonces, si se necesita alta tecnología y algunos productos químicos para llevar a cabo las transformaciones, ¿quién autoriza pequeñas licencias como la que acabamos de ver, en aras de mejorar la estrategia comercial?
O también, ¿qué ocurre con el «pastel de crema de limón natural» que contiene propionato de sodio, benzoato sódico y color artificial? La presencia de estos conservantes y del colorante no es una causa de preocupación pero seguramente si es suficiente para excluir la designación de «natural».
Sin embargo, un portavoz del fabricante sostiene que la etiqueta está justificada. «Natural», dice, «no describe la tarta, sino el sabor a limón». Supongo que podrían haber hecho la tarta con condimentos artificiales de limón, pero debido al interés que parece tener para el consumidor, la empresa decidió usar extractos de limón natural. Asimismo un anuncio televisivo sobre un laxante decía de él que actuaba de manera natural y no química. Y también se dice que el agua de botella carbonatada contiene «dióxido carbónico natural». Realmente nadie querría que ese peligroso sintético de CO2 contaminase su organismo, pero tal sin sentido es suficiente para que alguien lo beba. Entonces, ¿qué debería beber esa persona? Por supuesto agua natural de manantial ¿Qué importa si contiene hidrógeno sulfúrico o arsénico? Pueden ser toxinas... ¿Y qué?, si son naturales... (Pags. 67-71)
"Radares, Hula Hops y cerdos juguetones", Joe Schwarcz, Robinbook 2007