lunes, 8 de enero de 2007

Los inicios de todo

Cruces en el camino

El ovillo de la historia gira y gira entre los dedos del tiempo, y año tras año, aumenta de tamaño con los linos y las lanas de hilos de mil procedencias, en un cruce de caminos situado a 42º 50' y 33'' Norte y 5º 31' y 15'' Oeste, bajo la cordillera Cantábrica.

El primero de estos caminos es el valle del río Torío, que baja las aguas del puerto de Piedrafita de la Mediana hasta León, en donde se las entrega al Bernesga. El mismo río, pero con otras aguas, pues nunca son las mismas, dio de beber a los legionarios de la Legio VII Gemina y a los pastores trashumantes que subían, y aun suben, sus ovejas en busca de los pastos frescos del verano. Unas 135.000 ovejas viajaban cada año entre Extremadura y la montaña leonesa. Parte de estas, junto con sus pastores, los mastines y las mulas cargadas enfilaban el valle para llegar al puerto del Marques, de Sancenas o de valporquero. Allá se echaban medio año, sumidos en la soledad de los montes, bajando a los pueblos para comprar lo imprescindible.

Por otra parte, de Levante a Poniente, siguiendo al sol, corre otro camino que, saliendo desde Aguilar de Campoo, o desde Roma, ya que todos los caminos acaban en ella, lleva hasta Villablino, pasando por Luna y Babia, residencia de verano, esta última, de los reyes leoneses. El camino se tropieza con algunas villas, como Cervera de Pisuerga, Guardo, Cistierna, Boñar o La Robla y algún curioso lugar, como es el caso de Puente Almuhey, de claras raíces árabes. 

Por estos caminos anduvieron carlistas e isabelinos jugando al ratón y al gato, por no disponer ninguno de ellos de superioridad militar suficiente. Según recogía "El Eco del Comercio", diario madrileño e isabelino, durante la Primera Guerra Carlista, el 13 de octubre de 1836, a las dos y media de la tarde, las tropas del brigadier rebelde Manuel Sanz y Pecharromán entraron en La Robla. Hambre llevaban, pues pidieron 140 raciones por los pueblos cercanos y obligaron a los paisanos a acompañarles con picos y palas para proteger sus posiciones. Después de comer y aprovisionarse, se dirigieron a Boñar, camino de Cervera, en donde se sentían más seguros. 

Las tropas isabelinas salieron de León, llegando a Lugan el día 16 al anochecer, momento en que los de Sanz entraban en Boñar, a corta distancia unos de otros. En la mañana del 17 los soldados acuartelados en Boñar, al verse rodeados se dieron a la fuga. Tras ellos se abalanzaron un escuadrón de lanceros portugueses, al mando del barón del Valle y los cincuenta caballos del segundo escuadrón de Voluntarios de Castilla. Tras las cargas, ocho hombres fueron hechos prisioneros, resultando uno muerto. La facción consiguió llegar al Puerto de San Isidro y entrar otra vez en Asturias, Por cierto, la suscripción anual al diario costaba 226 reales de vellón, lo que equivale a unos 34 céntimos de euro.

En tiempos más recientes, los ferrones vascos emigraron al oeste en busca del brillante carbón y, para llevárselo consigo, construyeron el ferrocarril de La Robla a Valmaseda, camino paralelo que se ata al terreno con sus dos hilos de hierro. Sus vías centenarias han visto pasar carbones y patatas, obreros, jóvenes de excursión, estraperlistas y emigrantes. En el tren llegaron la cocina económica, el pescado, los periódicos y las cartas y se fueron los jóvenes con destino a Bilbao, Madrid y Barcelona, en un viaje de ida. De la fiebre del carbón quedan las escombreras y las cicatrices del cielo abierto, cada día que pasa, un poco más desdibujados. El polvo de carbón que antaño todo lo cubría en las minas y cargaderos, hace ya mucho tiempo que se lo llevo la lluvia y el agua de los arroyos.

De aquellos hilos negruzcos del ovillo, algunos se adentran en el recuerdo de pasadas conversaciones, propias y ajenas, relatos de padres y abuelos sobre tiempos antiguos. Historias como la de aquel hombre joven, natural de Correcillas, que volvía de cumplir el servicio militar un frío día de enero, de hace ya tantos años, que ya nadie se acuerda. Se bajó del tren correo en el apeadero de Aviados a eso de las ocho de la tarde, anduvo hasta el pueblo y entró en el bar. La patrona le ofreció cama para aquella noche, pues no era aconsejable andar en medio de la ventisca, con tres palmos de nieve. Había hecho un largo camino de seis días y era tal su deseo de llegar a casa y ver a sus padres, que no hubo quien le retuviera. Uno de los presentes, temiendo por su vida le prestó una escopeta y una docena de cartuchos, recomendándole que no se detuviese por nada del mundo hasta llegar a su pueblo. Como cabía esperar, lo cierto es que no llegó. Lo encontraron al día siguiente, en unos prados, junto al camino, desorientado. En la noche, andando por el monte le salieron los lobos. Cargó el arma, apuntó y disparó a diestro y siniestro hasta agotar todas las municiones. Para salvar la vida cogió la escopeta y la usó cual garrote ahuyentando a las fieras. Así estaba a la mañana. Un caldo caliente y dos días de sueño le volvieron a la vida, pero nunca más fue ya el mismo. El miedo le volvió loco. Claro está, la historia traía moraleja, se ha de escuchar el consejo de las personas mayores y experimentadas, si no queremos perecer en el peligro.

El resto de los hilos se van estirando de los textos escritos a los que se puede acceder. Boletines oficiales, diarios, revistas, catálogos publicitarios y algún grabado y fotografía. Una visión limitada y parcial de lo ocurrido, pues tan sólo una pequeñísima parte de las vidas de hombres y mujeres se recogió en negro sobre blanco. En su momento los periodistas, cronistas y secretarios cometieron algunos errores al trascribir los nombres de personas y lugares. En otros casos fue una visión intencionadamente parcial para ensalzar a unos y desmerecer a otros. Una vez en el papel, mucho de lo escrito se quemó fortuitamente, o para prender la estufa. Otro tanto desapareció bajo los dientes de las ratas y la pátina del moho. Los ejemplares que se conservan tienen las páginas cuarteadas y la tinta desvaída. Algunos de estos restos, por fin, se han digitalizado con mejor o peor fortuna. Y aun así es mucho lo que se conserva, todo un mar tempestuoso de números, letras y grabados, a la espera de que algún marino se adentre en él y rescate entre esta y aquella ola unos textos, los lea y relacione y lo edulcore todo a su manera, para engrosar unos cuantos ovillos.

Antonio Bello Álvarez, el molinero

No habían dado las seis y ya era tarde. La tenue luz del alba empapaba las casas de Sahelices, colándose a través de las puertas mal cerradas. Justo en aquel momento, el silencio se quebró en mil llantos. Era Antonio que llegaba a este mundo, como todos, llorando.

Sobre la cama, a la luz y las sombras de las velas, su madre reposaba, cubierta de sudor. Dos noches sin dormir y una hora intentando expulsarlo fuera de sí acabaron de hundir sus ojos negros en un marco de cansancio y dolor. Sobre su pecho el recién nacido respiraba ahora sosegado, sin fuerzas para buscar el pezón que le rozaba los labios.

.- ¡Uf! ¡Por fin!

.- ¡Es un niño!

.- Hasta para nacer son vagos.

.- No digas eso mujer. Se parece a su padre.

.- Pues eso, que son vagos.

Sin saberlo, miraba a aquel niño como a un extraño, mientras sonreía a las presentes y a los ausentes, su padre y su marido. Nueve meses fue suyo, incluso era ella misma, pero una vez seccionado el cordón no le reconocía.

Suspiró aliviada, guardando para sí sus pensamientos, a salvo de los reproches de su madre, su suegra, su hermana, la tía Vicenta, la partera y un largo etcétera que se cerraba con su señor esposo.

Sobre la mesita de noche un rosario y una botellita de “Squire’s Extract” envuelta en una hoja del Norte de Castilla. Antes de despedirse unas gotas de ese elixir en un vaso de leche reconfortaron a todas las congregadas. Cada cual se habría de volver después a sus quehaceres y a seguir adelante, otra hora, otro día...

.- Dos para la novata, dos para su madre…

.- Nos lo deberían dejar aquí para cada día.

.- El barbero lo guarda como oro en paño. Es muy difícil y caro de conseguir en Madrid.

.- ¡A la salud de todas las comadres!

.- ¡Al que bien come y mejor bebe, la muerte no se le atreve!

.- Tía Vicenta lo dirá usted por el barbero.

.- Por él y por nosotras.

El padre de Antonio, originario de Moreda, en el cercano concejo de Aller, un hombrón de la montaña, estudiado en la Academia de Minas de Almadén y algo leído, llegó a Sabero a caballo, acompañando la caravana de carros de bueyes que trasportaba la maquinaria para la Ferrería de San Blas, desde el puerto de Gijón. Tiempo atrás, en mil ochocientos treinta y tres se había iniciado en el mundo mineral en los afamados yacimientos de la Real Compañía Asturiana de Minas de Carbón.

La maquinaria de la nueva fábrica incluía una máquina de vapor y un tren de laminación, las soplantes para los altos hornos y un conjunto de máquinas herramientas en el que destacaban un martillo de vapor y un gran torno de los afamados talleres Nasmyth Gaskell & Company. Las piezas más voluminosas pesaban más de ciento cincuenta arrobas. Cada día se recorren tres leguas en promedio y se duerme a cubierto en algún pueblo o se acampa al raso bajo los carros. Dos días ha llovido y a veces las ruedas de los carros se hunden en el barro de los baches y hay que enganchar ocho y hasta diez parejas de bueyes para poder arrastrar la carga hasta terreno más firme.

Entró en el pueblo a lomos de un monchino joven de crines negras y trote brioso, acompañado de una mula que cargaba sus maletas Maréchal. En dos de ellas su ropa y objetos personales y en la última los instrumentos de trabajo, entre los que destacaban los libros “Histoire naturele des minéraux”, de Patrin, “Hornaguera y hierro” de Gregorio Gonzalez Azaola, “Nuevos elementos de química” de Francisco Álvarez y “Caminos de hierro” de Thomas Tredgold, una brújula construida por Parkinson & Frodsham de Londres y una cadena Gunter construida por Chesterman de Sheffield, de una longitud de 20 metros.

Erguido como un sargento de Húsares de la Princesa, con su gabán de chamelote verdemar, forrado de picote azul y botonadura de latón recubierta de tafetán color de leche, camisa blanca de cotanza, pantalón de pliegues y chaleco a juego de franela de cuadros escoceses, y para rematar, botines negros con hebilla, se sabía seguro en la tierra que pisaba su rocín.

Corría el año de Nuestro Señor de mil ochocientos cuarenta y siete. Pasaban dos horas del mediodía de un sábado veintitrés de octubre, festividad de San Ignacio de Loyola. Unos rayos de sol deshilachados, al avanzar entre las hojas de los robles del abesedo, dieron por entrar en sus pupilas y enredarse en la barba. Una molestia punzante hizo aflorar las lágrimas, mojando sus mejillas, al tiempo que se mezclaban con el sudor y el polvo del camino. Nueve horas subido a la silla y doce días de viaje hacen mella en un joven, cuanto más en un hombre entrado en años, como él.

Relajó el rostro mirando hacia el cielo y lloró como un niño, sin que nadie, si es que alguien se hubiese percatado, se atreviera a preguntar por qué. No tan solo era el Sol y las largas jornadas, también estaba la añoranza que en días como este le horadaba el ánimo como las larvas al queso Marzu. El recuerdo de su familia le acompañaba siempre que no ocupaba su mente en un quehacer más exigente.

Y es que el quince de septiembre de mil ochocientos treinta y siete lo perdió todo, lo que más quería. Acompañado de su mujer y su hija de quince años se dirigían a Londres, en donde la joven había de empezar a trabajar como “Nursery Maid”. A bordo del vapor correo real RMS Don Juan habían embarcado en Gibraltar junto con otros once pasajeros, veintiuna toneladas de naranjas y otras tantas de lingotes de plomo. La densa niebla desorientó al capitán J.R. Engledue y a las cuatro y media de la tarde el buque de paletas quedó varado en los arrecifes de la isla de Tarifa, en la conocida Punta Marroquí.

La compañía Peninsular Steam Navigation Company pudo recuperar el correo y las veinte mil libras en metálico que transportaba, pero dejaron en el mar las naranjas y la vida de cuatro personas, dos marineros ingleses y dos pasajeras, madre e hija. Él recibió un golpe en la cabeza y a punto estuvo de acompañarlas al más allá.

Al llegar a Sabero el ingeniero de minas se acomodó en la fonda de Sahelices, la de “La viuda”, donde se cocinan los dimes y diretes locales y toda suerte de noticias del Reino y hasta del extranjero. La dueña, emparentada de lejos con Santiago Alonso Cordero, trabajó en Madrid en la conocida fonda La Vizcaína. Ella asegura que de cocinera, pero las malas lenguas añaden que le calentaba la cama al maragato en las noches de invierno, en las que el brasero no conseguía mitigar el frío.

En aquel comedor oía las anécdotas de la vida cotidiana en Oviedo y Madrid, con sus fuentes de agua y alumbrado de gas, sus teatros y coches de caballos. Cerraba los ojos y se trasladaba hasta allí, antes de que le despertara la sonrisa de la muchacha que ayudaba en la cocina, al servirle otra cucharada más de potaje.

Aquella sonrisa le devolvió la esperanza y el roce hizo el cariño. La joven escuchaba atenta sus historias, mientras le obsequiaba con una copita de orujo después de cenar. Entre los reproches de la mesonera y los comentarios burlones de los parroquianos la relación se acercó a la primavera y se casaron.

La energía de ella compensaba la madurez y la seguridad económica de él y de su hogar salieron tres retoños en años sucesivos: Vicenta, Antonio y Tomasa.

La madre murió joven en extrañas circunstancias. Al parecer, encontrándose en cama, aquejada de unas cuartanas, fue visitada por el médico del lugar, el cual le dio a beber una fórmula magistral que le provocó una muerte fulminante. Cual fuera el error del galeno nunca se supo, pero los familiares presentes junto a la cama de la moribunda pudieron comprobar los efectos corrosivos de la preparación, al observar como las gotas que cayeron accidentalmente sobre la capa del marido quemaron el paño dejando sendos agujeros.

Nada consiguió hacer olvidar esa ausencia. El ingeniero se volvió aun más taciturno. Sus hijos abandonaron el hogar familiar en cuanto pudieron, para olvidar esa profunda pena que lo inundaba todo.

Vicenta era casi tan alta como su padre, alegre con mesura, tocada entre semana con un pañuelo azul cielo y mirada insondable de ojos negros. Por recomendación de un vecino entró a trabajar limpiando la estación del ferrocarril hullero en Cistierna. Las chimeneas de las locomotoras belgas grandes y pequeñas, en su ir y venir carreteando los vagones de carbón, resoplaban recubriendo de hollín todo a su alrededor desde las seis de la mañana a las diez de la noche. Si no fuese por ella y otra mujer de Olleros no habría ni donde sentarse.

En el taller del ferrocarril, contiguo a la estación, poco más allá del depósito de locomotoras y la rotonda, trabajaba ya hacía años un primo del aludido vecino. Engrasando cilindros y cambiando empaquetaduras pasaba las horas y soldando espigas de tope en la fragua los días. No eran malos ni el trabajo ni el jornal, pero aspiraba a más. Soñaba con viajar, subirse al tren correo y no parar. En la cantina se acercaba a Vicenta y juntos calentaban la fiambrera y comían, cada uno de lo suyo, aunque compartían lo que el otro quisiera aceptar. El vino lo traía el muchacho, pues a ella no le gustaba demasiado o eso decía, quizás por agradar.

El libraba los domingos y ella un día por semana, pero no siempre el mismo, incluso el domingo se había de limpiar y encender la estufa y preparar los caloríferos para el tren correo y lo que hiciese falta y tuviese a bien mandar el jefe de estación o el factor. Por eso su noviazgo no dispuso de muchos paseos a la orilla del río, pero peso a todo fueron suficientes. 

Para San Juan estaban ya casados y esperando, no sabían el que, pero algo, niño o niña. La suerte y sus esfuerzos, a veces placenteros, les recompensaron en pocos años con tres hijos, una familia que venía a enmendar la que ella había perdido.

Lo habían hablado muchas veces cenando, a la luz del candil, una vez que los niños ya se habían acostado. Ella quería ver los tranvías bilbaínos y el espectáculo de luces nocturnas de los altos hornos de los que tanto hablaban los maquinistas del hullero. A él también le gustaría ver eso, pero sobre todo buscaba un futuro algo más fácil para sus hijos. Y lo mejor era que cuando lo comentaban se miraban tiernamente a los ojos y reían en voz baja antes de fregar los platos y disponerse a descansar esperando un nuevo día.

La estación de mercancías de La Casilla, en la linea del Ferrocarril de Santander a Bilbao, era la puerta de entrada a la estación de Bilbao-Concordia a través de un túnel que atravesaba el centro de la ciudad. En unos terrenos adyacentes se encontraban los talleres y el depósito de locomotoras de este ferrocarril. El hullero de La Robla utilizaba la cercana estación de Basurto y su tren correo pasaba cada día por delante de las instalaciones de La Casilla en su camino hacia el destino final de la estación de Concordia. Éste era su destino.

Una soleada mañana de abril el tren correo en su diario recorrido hacia Bilbao se detuvo en el andén entre chirridos de hierros oxidados y nubes de vapor, algo más tarde de las nueve y media. Llegó casi a su hora. Mientras el maquinista aprovechaba parta cambiar el agua al canario en el mingitorio y engrasar las bielas principales, el fogonero picó el fuego, limpiando a continuación las esferas de los manómetros con un trapo que hacía menos de una semana había estado limpio. Se sucedieron los abrazos entre los que bajaban, los que subían y los que despedían o daban la bienvenida a unos y otros. 

Vicenta y su familia se despidieron de amigos y conocidos. Ella posó su pie en el estribo de madera, se sujetó en el pasamanos con la mano izquierda y tomo impulso para subir la maleta al coche de tercera, acomodándola al lado de la pareja de la Guardia Civil que acababa de dar el relevo a los que venían de La Robla. Cogió en brazos a sus hijos y los dejó sentados. Sin pensar, su vista se dirigió hacia donde debía estar su pueblo murmurando un adiós. El marido se apresuró a dejar otra maleta y unos fardos con chorizos y matanza embutidos debajo de los asientos. 

El maquinista produjo un largo silbido en la locomotora que estiró del tren con un golpe seco que lo puso en marcha. Los viajeros se santiguaron ilusionados, algo más los que subieron ahora y no tanto los que llevaban un tiempo dentro. No tardó en pasar el revisor pidiendo los billetes.

.- ¿A que hora llega a Basurto?

.- Le puedo decir la hora a la que tendría que llegar.

.- Esa me vale.

.- A las diecinueve y trece pues.

.- ¿Como dice?

.- Sobre las siete y cuarto de la tarde.

Poco más allá de Prado de la Guzpeña, la vía dibuja una curva cerrada para salvar el barrio minero y el tren quisiera escaparse por la tangente, pero permanece sujeto por las pestañas de las ruedas. En ese momento el movimiento facilita la salida a una gallina que viaja dentro de un capazo y prefiere estirar las patas y cacarear su inesperada libertad. Los niños se lanzan sobre ella animados por el dueño de la gallina, pero Julián, uno de los guardias civiles les aparta y reduce a la bípeda con maestría devolviéndosela al propietario cabeza abajo y aleteando.

En Bilbao se alojan en una casina para empleados del ferrocarril cercana a La Casilla. En la planta baja hace años que funciona una fonda que frecuentan los obreros de vías y obras y algún viajante de comercio. En el primer piso cuatro viviendas y en la parte de atrás un huerto, el gallinero y un tendejón que alberga un taller de bicicletas.

Mientras Vicenta cuida a la familia su marido trabaja de revisor en el tren correo Bilbao La Robla, un día de ida a La Robla, al siguiente de vuelta a Bilbao y el tercero de descanso. Esto es mucho tiempo libre para dedicar a otras cosas. Los primeros meses pesca en la ría y caza topos para vender la piel, toma el vino en la fonda y habla con el propietario que ya mayor quiere dejar el negocio. No tardará en hacerse cargo del establecimiento con la ayuda de toda la familia. Con el paso de los años Vicenta entra a trabajar como taquillera en la estación de Basurto y es su hija mayor quien se encarga de llevar el comedor.

De joven, Antonio anduvo entre brañas y prados de montaña como ayudante porteador a cargo de una mula a las órdenes de un médico alemán estudioso de las plantas medicinales, y con él aprendió sus usos y virtudes. Genciana, cólquico, valeriana, escaramujos, liquen de Islandia y muchas otras recogidas por un ejército de montañeses para enviar a las reboticas madrileñas y bilbainas. El conocimiento de las plantas le proporcionó seguridad y sustento durante un tiempo, pero un otoño se ofreció para trabajar en la harinera de Cistierna. 

Cargar sacos, carros y vagones era trabajo duro y lo aprovechó para observar el funcionamiento de toda aquella maquinaria y aprender el oficio. El molinero trabajaba menos y ganaba más, hasta ahí quería llegar él. 

Los sacos de grano se vaciaban en unos silos desde donde una cadena de elevación de cangilones lo lleva hacia las diferentes máquinas. Comienzan a trabajar las tararas, desarvejadoras y despuntadoras, que eliminan el germen, que por contener una pequeña cantidad de aceite haría enranciar la harina con el tiempo. Antes de pasar a los molinos de cuatro rodillos importados desde Zurich el grano pasa por una deschinadora y un rociador que lo humidifica. Pasados sucesivamente los tres molinos, el resultado se lleva a la sección de cernido en donde se utilizan el planchister, el sasor y la cepilladora de salvados.

Antonio es un hombre devoto y asiste a cuentas romerías puede. El 1 de mayo, la de San Froilán en Valdorria, el segundo domingo de mayo, la de la Virgen de Soelcastillo en Montuerto, el segundo domingo de junio la de la virgen de Camposagrado, cercana a carrocera, el 12 de agosto la de la Virgen de la Velilla, junto al pueblo de La Mata de Monteagudo, el 15 de agosto la de la virgen de Boínas, en Robles de La Valcueva, el lunes siguiente al 15 de septiembre la de "Las Manzanedas", en el pueblo del mismo nombre.

Tomasa, la más pequeña, se tuvo que encargar de cuidar a su padre y al morir éste no le quedaron ganas para aguantar a ningún otro hombre. Emigró a Cuba, para trabajar en una plantación que regentaban unos parientes lejanos y ya de mayor volvió a la tierra que la vio nacer, y hasta su muerte vivió en Cistierna, en una casina alquilada a los abuelos de Eloy, el carrero del barrio de La Estación de Robles de la Valcueva. 

Ildefonso Barrón Emperaile, guardia civil

Ildefonso Barrón Emperaile nació en 1837 en Moraleja del vino, provincia de Zamora. Sus padres eran Alonso Barrón y Gumersinda Emperaile y vivían del fruto de su trabajo en una zapatería de su propiedad. 

Ildefonso ingresó en la Benemérita y recorrió mundo, yendo de puesto en puesto. Quizás por esto, o por pereza, o vergüenza, nunca más volvió a Moraleja. 

Ya entrado en años, se casó con Isabel (o Isabela) Llorente Gómez, nacida en 1840 y vecina de Espeja de San Marcelino, provincia de Soria. La familia tuvo tres hijos, Sotero, Juan y José. Al parecer, este último, fue echado de casa por su madre, por una desavenencia mal llevada, y nunca más supieron de él. 

Al final de su carrera en el cuerpo, Ildefonso fue ascendido a sargento de la Guardia Civil.

El sobrino de Ildefonso Barrón, Eduardo Barrón González, hijo de su hermano Vicente, llegó a ser un escultor reconocido en toda España. Nació en Moraleja del Vino el 4 de abril de 1858. 

Juan Barrón Llorente, empresario minero

Juan Barrón Llorente nació en el pueblo soriano de Villasayas, partido judicial de Almazán, el 22 de diciembre de 1879. 

Cuando se jubiló su padre Ildefonso, Juan que había hecho el bachillerato en Burgo de Osma, tuvo que dejar los estudios, y entró también en la Guardia Civil. Su último destino fue el cuartel viejo de Matallana, junto al edificio de la dirección técnica de la empresa minera. Anteriormente había estado destinado en Ciñera. 

El 23 de enero de 1906 se casó en Buiza (La Pola de Gordón) con su primera mujer, Jesusa Suarez Alvarez (1878-1913), con la que tuvo cuatro hijos, Isaias (Fonso), Cipriano, Araceli (Casada con Angel Murciego) y Aurora (Maria Aurora Barrón Suarez, nació en Matallana de Torío 1912-2001, casada con Felix Guerra Garcia (1916-1995) el 18 de enero de 1946). 

En 1913 murió Jesusa Suarez Alvarez a la edad de 35 años, haciendo necesaria la ayuda de alguien en la casa, para el cuidado de los cuatro pequeños huérfanos de madre, todos ellos menores de siete años. A este cometido se dedicó Aurora Bello Santos, que por aquel entonces tenía 16 años, había trabajado en una fonda en La Casilla, en Bilbao, y en ese momento trabajaba en los comedores de la Compañía Minera Anglo-Hispana, en la que también trabajaba su hermano Angel Bello Santos, en la lampistería. Dicen que el roce hace el cariño, no sabemos que fue primero si el roce, el cariño o la necesidad, lo cierto es que Juan, que para entonces tenía 34 años, y Aurora se casaron y trajeron al mundo a otros seis hijos. Es probable que en ese 1913 ya no viviesen en el cuartel y quizás ocupasen la casa enfrente de la estación del Ferrocarril de La Robla, en Matallana. En ese año Juan Barrón tenía licencia de caza y probablemente ya no era Guardia Civil (1).

De este segundo matrimonio nacieron Herminio Barrón Bello, Juan, Concepción, Julio, Mª Pilar e Isabel.

Por esos años, Juan Barrón dejó la Guardia Civil, al mismo tiempo que otro compañero, y comenzó a trabajar primero como lampistero y después en las oficinas de la Compañía Minera Anglo Hispana, más conocida como "La Hispana". Esta empresa estaba dirigida por ingenieros franceses, a los que a veces acompañó a caballo, por los montes, cargados de teodolitos y brújulas. El conocimiento del mundo de las minas le llevó a arrendar una mina, en los años 20, en Orzonaga, con otros dos socios (Uno de ellos "Manolín"). Esta mina era la conocida como San José, que explotó con sus socios durante cinco años en los que se extrajo mucho carbón. En esta primera mina trabajaba como vigilante el hermano de su segunda esposa, Marceliano. En total eran unos 30 mineros. Surgieron diferencias con el resto de socios y Juan dejó la sociedad, que pasó a manos de Manolín, Rueda y Tascón, comprando estos la concesión a sus propietarios vascos. Rueda era un ingeniero que había trabajado anteriormente para los propietarios vascos de estas minas.

Una vez fuera de la sociedad de la mina San José, en los años 30, entró en sociedad con otros mineros de la zona para explotar unas minas cerca del pueblo de Orzonaga, arrendando las minas de Larrinaga. Los contratos de arrendamiento se hicieron en Bilbao.

Aurora Bello Santos

Mientras en tierras africanas los cañones del fuerte de Cabrerizas disparan sus granadas sobre las alturas de Mariguari y Sidi-Guariax, repeliendo el ataque de los riffeños, Antonio Bello deja su trabajo en la harinera "La Moderna"de Cistierna, estableciéndose por su cuenta en el más modesto molino de La Vecilla. Un pequeño canal conduce las aguas del río Curueño hasta un par de rodeznos metálicos que proporcionan movimiento a dos muelas francesas en el interior. 

No lejos del molino se encuentra el palacio de los Álvarez-Acevedo, en el pueblo de Otero de Curueño. El caserón tiene cuadras y huertas y una fachada blasonada, que muestra la historia familiar. Aquí nació, entre otros señoritos, Mariano Álvarez Acevedo que siendo joven luchó en la Primera Guerra Carlista, a las órdenes del general Espartero, y más tarde participó en la revolución de julio de 1854, llegando a ser presidente de la junta revolucionaria leonesa. Cuenta la leyenda que el que fuera diputado liberal cuando iba a las Cortes a Madrid dormía siempre en su casa, pues tenía una cada veinte o treinta leguas.

Esta proximidad hizo que Antonio trabase amistad con la joven Feliciana Santos Tascón, que había sido recogida siendo niña en el caserón de los Álvarez-Acevedo, a la muerte de su madre. Allí encontró cobijo y comida a cambio del trabajo en la cocina y en la casa. El señorito fue muy generoso con ella, pues le pagó la boda con Antonio.

La joven pareja se estableció en el pueblo de Otero en una casa de dos plantas y huerta con árboles frutales. Mientras Antonio pasa las horas en el molino Feliciana teje en casa lienzos de lino y mantas traperas. El matrimonio trajo al mundo a nueve hijos: Froilana, Ángel, Paulino, Secundino, Aurora, Mariana, Laureano, Elisa y Marceliano.  

Aurora Bello Santos vio la luz en 1896. En casa había para comer pero no para una cena abundante. Ella y sus hermanos pequeños, al igual que los otros niños, ayudaban a todo tipo de tareas para echar adelante a la familia. Entre estas limpiar los campos, sembrar, regar, escavar, recoger el fruto y rehacer las sebes, los cierres vegetales que protegen las huertas, praderas y sembrados, formadas por ramas verdes cortadas de chopo, olmo o fresno, clavadas en el suelo como plantones y entrelazadas con tres haces de largas ramas de avellano. Las, o los, sebes se utilizan también desde muy antiguo como unidad de tiempo, para referirse á la duración de la vida, de esta forma se entiende que una sebe dura tres años, un perro tres sebes, un caballo tres perros y un hombre, tres caballos.

En los meses de invierno, cuando había escuela y no había faenas del campo, los chicos iban a clase y, a falta de algo mejor para escribir, utilizaban los huesos de las paletillas de la vaca, totalmente limpios y blanqueados, a modo de pizarra. Aurora nunca fue a la escuela.

Al cumplir siete años, para quitar una boca que alimentar, sus padres la enviaron a la montaña, al pueblo de Rucayo, para cuidar de un niño más pequeño que ella. A la mañana siguiente del día de su llegada al pueblo, el niño pequeño se convirtió en un rebaño de cabras pastando en lo más aislado del monte. Sin pensarlo dos veces, se volvió sola andando, monte a través, hasta su casa en Otero donde relató los detalles del engaño a sus padres.

Después de la experiencia de Rucayo, con ocho años cumplidos, sus padres la enviaron sola, en el tren de La Robla a Bilbao, a casa de su tía Vicenta, hermana de su padre, esperando, que tal como habían acordado, iría a la escuela junto con sus primos. Pero esto nunca ocurrió, pues nada más llegar, con las piernas aún entumecidas por el largo viaje de diez horas, hubo de comenzar a fregar los platos de la fonda que regentaban sus tíos. A lo que parece, cuando sus padres la subieron al tren le insistieron tanto en que no debía levantarse hasta llegar a su destino, que cuando llegó, después de tantas horas sin moverse, no podía caminar pues no le obedecían las piernas. Su tía no sólo no la llevó a la escuela, sino que la tenía de sol a sol fregando platos, subida en un taburete porque no llegaba al fregadero. Tan cansada acababa el día que por la mañana cuando la llamaban para levantarse, a menudo, se encontraba todavía vestida encima de la cama, de tan rendida que había caído la jornada anterior. 

La fonda, cercana a la estación del ferrocarril, debió de ser de lo poco que conoció en Bilbao, salvo alguna tienda a la que la enviaban a comprar. Ella siempre recordaba con pesar que muchas veces, a sabiendas, los parroquianos le hablaban en eusquera para hacerle pasar un mal rato, sabiendo que ella sólo conocía el castellano. También recordaba los comentarios que le hacía un cliente, que viéndola fregar y fregar le decía, que en Estados Unidos había máquinas que fregaban los platos y máquinas que lavaban la ropa y claro, ella no podía más que pensar que se trataba de otra tomadura de pelo. Con el tiempo descubrió que esas máquinas existían.

Pese a todas las penurias, Aurora consiguió convertirse en una gran cocinera. Cuando, a sus veinte años, volvió de Bilbao, al cerrar la fonda, aunque parezca mentira, tuvo que echar de menos cosas tan maravillosas como la luz eléctrica y el agua corriente, que aun no había en los pueblos de la montaña leonesa. Las penas de aquellos tiempos le llevaban a decir a sus hijas que “vale más un mendrugo en la propia casa que cualquier manjar en casa del amo”.

Su tío, murió a causa de una pulmonía, después de una nevada. En aquellos días los revisores habían de pasar de vagón en vagón, por el exterior, expuestos al frío y la ventisca. Este desgraciado accidente llevó la ruina a la familia que se vio obligada a dejar la fonda, ya que no podían atenderla convenientemente.

Al volver de Bilbao Aurora se instaló en Serrilla. En este pueblo su padre trabajaba el molino de La Ropería. Se llevó consigo a Ángel y Paulino que entraron a trabajar en las minas de carbón. Su experiencia bilbaina le llevó a trabajar en el comedor de la Minera Anglo Hispana.


Eloy García


Luciano García Álvarez


Pilar Barrón Bello


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