Al anochecer del 4 al 5 de mayo de 1706, comenzaron a sentirse en Tenerife terremotos tan fuertes que “veíanse sepulcros con efectos de querer arrojar los cuerpos muertos, oíanse las campanas que con sentidos golpes parecía que tocaban a agonía”, según narró fray Domingo Josef Cassares. Los temblores precedieron a una erupción que, sin ser de las más grandes del archipiélago en volumen de lava o duración, fue la de mayor huella humana y económica de su historia. “Tuvo un impacto terrible, una repercusión a largo plazo enorme, mucho mayor que ninguna otra en la historia de Canarias”, resume Carmen Romero, geógrafa experta en vulcanismo histórico canario. Hoy, al pasear por la avenida marítima de Garachico, podemos sentarnos a tomar una caña sobre esa colada ya firme a observar cómo los turistas se hacen selfis y saltan al agua en las piscinas naturales que creó la lava.
La erupción de Garachico fue determinante no solo para la propia villa, sino para todo el archipiélago. Su puerto concentraba gran parte del comercio internacional que vinculaba la isla con Europa, África y América. Pero una de las dos principales lenguas de lava que arrollaron la localidad partió por la mitad la ensenada natural que daba abrigo a los barcos, inhabilitando buena parte de ese preciado muelle. La actividad se trasladaría al puerto de Santa Cruz, actual capital, y muchos de los habitantes abandonaron el lugar. “La población no se llega a recuperar hasta bien entrado el siglo XX”, sentencia Romero, de la Universidad de La Laguna (ULL).
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