martes, 14 de diciembre de 2021

Nicolás Chiches

El Fomento, Año VII, Número 1093, 3 de diciembre de 1887, Hoja adicional

ARENAS

Ha llegado por fin el turno al más anciano de los procesados por robo y homicidio, que esperan de un momento a otro la vida o la muerte.

Nosotros, que siempre hemos guardado el más profundo respeto ante la cabeza plateada y la rugosa frente del anciano, no podemos sustraernos a la gran impresión que nos causa el ver un hombre que en el último cuarto de su vida, y cuando no puede estar muy lejos según la ley natural, la descarnada figura de la muerte, siente latir su corazón horrorizado ante la posibilidad de que esa máquina infernal, cuyo recuerdo espanta, apresure una breve existencia, dejando exánime un cuerpo apergaminado por la poderosa acción de los 61 años que cuenta el reo de que vamos a hablar. 61 años y cuatro meses, invertidos la mayor parte en el trabajo, para terminar al fin en el ignominioso y oscuro calabozo, sintiendo por espacio de seis años el peso de hierro con que la Ley le tiene preso, sin otra compañía que su desgracia, y sin ver otros semblantes que los de aquellos infelices cuya tristeza se comunica, cuya pena se trasmite, cuando en el corazón humano no existe otra mayor que le llena de dolor sin dejarle un pequeño hueco donde colocar un sentimiento inspirado.

El hombre lucha por mejorar la vida, y conservarla, por hacerla más llevadera, buscando con ansia un poco de oro que le auxilie en su peregrinación por el mundo; pero, desdichado de él si deja apoderar de su alma ese deseo que poco a poco toma proporciones en ella y allí se aclimata, y allí se desarrolla, y le devora, y le enajena y le mata.

Convertido el afán de conquistar riquezas en el vicio fatal de la ambición, destrúyese en el espíritu la conciencia honrada, mueren cuantos obstáculos opone la virtud y en su ceguera el hombre no ve sino el esplendor del vil metal, no hiere sus oídos sino el argentino ruido del oro, no encuentra su imaginación otros placeres que el de verse en la opulencia, y entonces..... ¡cuántos saludables consejos precisaría para volver de su locura! ¡cuántos recursos tendría que emplear su inteligencia para retroceder!

Pues bien, figuraos un hombre que despierta en el mundo y le contempla por todas partes rodeado de una ignorancia grandísima, que empieza a vivir y a desarrollarse casi a merced de la naturaleza que le concedió una constitución robusta tan capaz de sentir las necesidades como de soportar los rigores de la inclemencia; que crece como una planta silvestre entre maleza, y apenas puede valerse empieza a recorrer las distancias por caminos solitarios, luchando con los rigores y acompañado en sus trabajos de una bestia, cuya fiereza tiene que castigar algunas veces y decidme ¿es él, o el destino, o las circunstancias, o la fatalidad quien ha de encaminar sus acciones en adelante determinando su futura suerte?

¿No veis la predisposición en que se encuentra de abrazar la carrera de la honradez o del crimen, según se vea influido de alguna idea que le presente una u otro? 

Le dejáis a merced de los elementos, pues notareis cuan presto llega la maldad en su ayuda, más diligente que la virtud, cierra a esta el paso y acomete a su presa, quien por un secreto impulso, la repele primero, la recibe, aunque con disgusto, después, y al fin se identifica con ella de tal manera, que le sigue perpetuamente.

Pero basta de digresiones, y empecemos a concretar los pocos datos que nos ha sido posible adquirir de este desgraciado. 

Nació Nicolás Chiches (a) Arenas en el pueblo de Madrigal de la Vera, comprendido en la provincia de Cáceres, en el año de 1826, contando en el día la edad de 61 años y cuatro meses. Se llamaban sus padres Gregorio Chiches y Felipa Fernández y vivían en el mencionado pueblo, dedicándose el padre a la arriería. ocupación que apenas le proporcionaba lo suficiente a los escasos gastos de su familia, de que vivía ausente la mayor parte del tiempo por razón de su oficio. 

Su hijo ocupó los primeros años, es decir aquellos en que no era posible hacerle trabajar, en los juegos de la infancia, pero completamente abandonado, sin que nadie se ocupara en instruirle, ni corregir tantas pequeñas faltas como se cometen a esa edad, que si no revisten gravedad, son al menos precursoras de otras muy lamentables, cuando se deja al niño que impunemente las cometa.

Quizá no tenía Nicolás todavía la edad bastante ni las fuerzas necesarias para el trabajo cuando comenzó a ganarse la vida en el oficio de su padre, yendo de unos pueblos en otros muchas veces solo, visitando posadas y tabernas y relacionándose únicamente con gentes de quien pudo aprender solamente lo que más tarde tanto daño le había de causar.

Cuando mozo, descollaba por su fuerza hercúlea su temerario valor y su carácter alegre, siendo muy atrevido también para pretender amores de las lugareñas a algunas de las cuales no se hizo indiferente; bien es verdad que a juzgar por su fisonomía en actualidad más rejuvenecida de lo que dicen sus años, su color sano, su mirada penetrante y su elevada estatura, fácilmente se deduce que debió ser uno de los buenos mozos de su época. Esta circunstancia y la de viajar mucho por los pueblos, le hicieron múltiples conocimientos e innumerables amigos, contando también algunos en esta capital,

Ignoramos qué circunstancias le llevaron después a Valencia, pues sabemos que a consecuencia de los disturbios políticos del año 1854 fue preso en aquella capital, permaneciendo poco tiempo en la cárcel, por haberle otorgado el indulto Su Majestad la Reina. Después recorrió diversos puntos y más tarde vino a Salamanca, donde renovó antiguas amistades y adquirió otras, estableciéndose por último en Ciudad-Rodrigo, donde se le conocía por el apodo de El Valenciano, sin duda por que se le creía natural de Valencia donde como queda apuntado había residido.

Según a él mismo hemos oído, allí se dedicó a varias ocupaciones propias de un jornalero, visitando con alguna frecuencia la casa de los Arjonas, cuya familia dice conocer mucho. Distrajo algún tiempo en conducir reses vacunas y ganado lanar desde el campo de Ciudad-Rodrigo a Madrid, y volvió a la arriería, trasportando cereales y géneros de comercio con un carromato desde Ciudad-Rodrigo a Valladolid y viceversa.

Otra vez que le visitamos, nos dijo había servido en Ciudad-Rodrigo en una fábrica de jabón allí establecida. Después se trasladó a esta capital, presentándose como domador de caballos, y en efecto, se dedicó a este trabajo. Recuerda haber domado una yegua de buena estampa, que todavía posee el confitero Sr. Calama. Seis o siete años permaneció en esta ciudad conocido por el apodo del Pollero.

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