Hace unos pocos días cayó en mis mano el libro “El Tío tungsteno“, escrito por Oliver Sacks. Se trata de un ameno relato que nos acerca a la forma de vida de una familia inglesa de los años 40 del siglo XX, y a la vez, es un bello paseo por la historia de los avances en el mundo de la química.
“Mi madre trabajaba en muchos hospitales, incluyendo el Hospital Marie Curie de Hampstead, un hospital especializado en tratamientos con radio. De niño, yo no estaba seguro de qué era el radio, pero comprendía que poseía poderes curativos y podía utilizarse para tratar diferentes enfermedades. Mi madre decía que el hospital poseía una «bomba» de radio. Yo había visto fotos de bombas y leído acerca de ellas en mi enciclopedia infantil, y me imaginaba esa bomba de radio como una gran cosa con alas que podía explotar en cualquier momento.Menos alarmantes eran las «semillas» de radón que se implantaban en los pacientes -agujitas de oro llenas de un misterioso gas- y en un par de ocasiones trajo a casa alguna ya gastada. Yo sabía que mi madre admiraba enormemente a Marie Curie. La había conocido personalmente, y me contaba, siendo yo muy pequeño, que los Curie habían descubierto el radio, y lo difícil que les había resultado, pues habían tenido que utilizar toneladas y toneladas de pesado mineral para obtener una diminuta pizca del elemento.
La biografía que Eve Curie escribió de su madre —que mi madre me regaló cuando tenía diez años— fue el primer retrato de un científico que leí, y me dejó una profunda impresión. No se trataba de una árida enumeración de los logros de una vida, sino que estaba lleno de imágenes evocativas y conmovedoras: Marie Curie hundiendo las manos en los sacos de residuos de pechblenda, aún mezclado con las agujas de pino de la mina de Joachimsthal; inhalando vapores de ácidos en medio de cubas y crisoles humeantes, agitándolos con una vara de hierro casi tan alta como ella; transformando las grandes masas alquitranadas hasta obtener altos recipientes llenos de soluciones incoloras, más y más radiactivas, y haciendo otras aún más concentradas, en su cobertizo lleno de corrientes de aire, con el polvo y la arenilla colándose en las soluciones y destruyendo su ingente labor. (Estas imágenes adquirían más fuerza en la película Madame Curie, que vi poco después de leer el libro.)“
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