viernes, 11 de abril de 2025

Miguel de Unamuno y el doctor Marañón

La implosión del campo intelectual en 1936: Miguel de Unamuno y el doctor Marañón

Miguel de Unamuno a la vuelta del exilio y Gregorio Marañón retratado por Alfonso en 1933.

Unamuno y el doctor Marañón encarnan parte del esplendor cultural de la Edad de Plata de la cultura española, pero también representan, cada uno a su manera y dentro de una tradición liberal compartida, las fuerzas de la inteligencia colectiva que favorecieron la proclamación de la II República, como asimismo plasman meridianamente el desmadejamiento de una porción del mundo intelectual a causa de la guerra española de 1936.

Eran dos intelectuales modernos, pero que obedecían a diferentes manifestaciones arquetípicas de esa función. En efecto, Unamuno era un intelectual profético mientras que Marañón era una clase de intelectual académico. En casi nada eran parecidos si exceptuamos su común liberalismo primigenio. Sus polémicas actitudes políticas materializan en sus personas los terremotos cognitivos, morales e ideológicos que afectaron una parte considerable del tejido más culto de la sociedad española

“Yo no estoy ni a derecha ni a izquierda. Yo no he cambiado” (M. Unamuno, Salamanca, 18 de agosto de 1936 en el Adelanto).

“Ser fiel al pasado supone muchas veces ser traidor al porvenir” (G. Marañón. “Liberalismo y comunismo”. Revue de Paris, 15 de diciembre de 1937).

Dos generaciones, dos hombres y un destino compartido: la República

Las dos citas de cabecera, que sigue al título de mi artículo son como una apretada síntesis de la autopercepción y autojustificación de las respectivas conductas erráticas de dos prominentes miembros del gremio de los intelectuales ante la guerra española iniciada en julio de 1936. Como complemento, desarrollo y preámbulo remito a dos de sus obras escritas en pleno fragor de las armas: una salida de la trémula mano de Unamuno (El resentimiento trágico de la vida. Notas sobre la revolución y la guerra civil españolas. (Salamanca, septiembre-noviembre, 1936), y otra hija de la encolerizada pluma del doctor Marañón cuando se cumplía el primer año de su estancia en París (Liberalismo y comunismo. Reflexiones sobre la revolución española. París, 15 de diciembre de 1937).

Ambos protagonistas, encarnaciones del esplendor cultural de las generaciones de 1898 y 1914, en el contexto de la magnífica eclosión de la Edad de Plata de la cultura española, también representan, cada uno a su manera y dentro de una genérica horma mental hija del liberalismo hispano, las fuerzas de la inteligencia colectiva que favorecieron la proclamación de la II República (los dos fueron diputados de las Cortes Constituyentes entre 1931 y 1933), pero también plasman meridianamente el desmadejamiento de una porción del mundo intelectual desde los comienzos de la guerra civil. El 31 diciembre de 1936 Unamuno murió en casa salmantina amargado y reconcomido en sus entrañas por su apoyo inicial al golpe militar del 18 de julio (“¡Qué ligero anduve…!”); el día 19 del mismo mes y año Marañón buscó refugio en París y desde allí su voz se pondrá al servicio de la defensa y justificación de los motivos de los sublevados contra la República

Nadie podrá poner en duda, salvando las discrepancias ideológicas que cada uno quiera, la excelencia de ambos personajes como estampas intelectuales que todavía hoy constituyen cerros testigos de lo que fuera la brillante emergencia de un momento literario y científico sin parangón en nuestra historia. Lo que no quita para sostener que se trata de dos personajes que por edad (Unamuno había nacido en 1864 y Marañón en 1887), contextura física y aliño indumentario (el filósofo afilado y recio como una caña y con poco adorno en el vestir; el doctor de indumentaria impecable), temperamento (tempestuoso, paradójico y austero del primero y sereno, comedido y abierto a la buena mesa del segundo), carrera profesional (catedrático de griego uno, médico endocrino el otro), engaste espacial (hogar salmantino de sabor y costumbres ancestrales; hogar madrileño moderno propio del “encanto” de burguesía culta), trayectoria pública (muy temprana en don Miguel; tardía en el doctor), ideas religiosas (poder creer para Unamuno era el gran problema mientras para el galeno ser católico era una confortable costumbre adquirida de muy joven), etc., etc. A modo de sumario taxonómico, se diría que los dos eran intelectuales modernos, pero que obedecían a diferentes manifestaciones arquetípicas de esa función. En efecto, Unamuno era, como ya he aseverado en más de una ocasión, un intelectual profético en el sentido weberiano de esa calificación, esto es, “un portavoz de carisma que nacía de su creación personal y que no debía su legitimidad, como el sacerdote, a una organización regulada”. Por su parte, el doctor Marañón era una clase de intelectual académico movido por una lógica racional-burocrática que buscaba su legitimidad en el beneplácito de sus iguales.

Eran, pues, en casi nada parecidos si exceptuamos su común abolengo de ideas liberales, incluso sus primeros tanteos y cercanías al socialismo y, desde luego, su pertenencia a un campo intelectual en el que, además de normas no escritas de funcionamiento, existía una clara proclividad europeísta y hacia lo que representaban las democracias parlamentarias. Ambos, finalmente, desde los años veinte del siglo pasado confluyeron en su oposición a la dictadura de Primo de Rivera y, por ende, desembocaron en su inequívoco afán republicano, que se vería compensado en el celebérrimo estallido primaveral del 14 de abril de 1931.

No se trata aquí de comparar a griegos con romanos y medir sus méritos, como hiciera Plutarco en su “vidas paralelas”, sino intentar explorar cómo fue posible, qué claves del campo intelectual, de sus respectiva personalidades y experiencias vitales y de otros factores, explican su toma de partido en la trágica coyuntura del verano de 1936. Por mi parte, sostengo, que son ejemplos muy sintomáticos de la implosión y progresiva metamorfosis del campo de la cultura en la España del 36 y de la más genérica y ya latente descomposición del intelectual moderno que ambos, a su manera, habían encarnado y cuya sintomatología a menudo, en los años veinte y treinta, se formulaba acudiendo al ya manido tópico de la “traición de los intelectuales”. Por más que este sintagma no sea de mi gusto, su empleo aludía a una realidad más amplia que trataba de tomar el pulso y dar cuenta de los grandes movimientos sísmicos en el mundo de las ideas y de sus portavoces a consecuencia de lo que se ha llamado la “guerra civil europea” que llega a su cénit durante la Segunda Guerra Mundial. Ahora bien, lo ocurrido en 1936 quebró, no en una sola dirección, las fidelidades políticas del mundo de la inteligencia. Los dos ejemplos que he tomado como muestra poseen los matices y peculiaridades suficientes para que sirvan paradigmáticamente a modo de disección de los terremotos cognitivos, morales e ideológicos que afectaron a la textura del tejido más culto de la sociedad española.

Algunas “figuras del momento” en un número de 1930 de la revista Nuevo Mundo: Unamuno, Ortega, Fernando de los Ríos, Jiménez de Asúa, Sánchez Román…

Unamuno, un liberal indómito, paradójico y extemporáneo: “El Unamuno de mi leyenda me da vida y muerte, me crea y me destruye…”

Era don Miguel, entre otras muchas cualidades que adornaron su febril existencia, un intelectual público precoz en la historia de España y un liberal vasco de abolengo decimonónico por parte de padre y abuela. Su pronta y frenética comparecencia en los espacios políticos, rara avis para quien no dejó de residir en la pequeña y levítica ciudad de Salamanca, le encumbraron como mascarón de proa de eso que Azorín tildaría de “generación del 98”. Sus primeros afanes se colmataron con el hallazgo del ensayo en su señera obra En torno al casticismo (1895), género literario inherente al oficio de pensadores y artistas con ínfulas de guiar con sus juicios a las opiniones de sus semejantes. Al propio Unamuno se suele atribuir la invención o al menos el uso tempranero en castellano de la sustantivación del adjetivo “intelectual” en los años noventa. Desde luego, sus múltiples intervenciones públicas, contra esto y contra aquello (por ejemplo, en 1896 contra el proceso de Montjuic o luego contra el desastre del 98) constituyeron parte del entramado de su leyenda. Todo un precedente que se iría generalizando en el primer tercio del siglo XX, y eso a pesar de las reservas que suscitó en origen la palabra “intelectual”, que al menos hasta la II República tuvo que ser citada entrecomillada o con rodeos como “los llamados intelectuales”, etc..

Sea como fuere, tanto Unamuno y Ortega, usando artes y registros muy distintos, ejercieron una atracción magnética sobre el campo de los cultivadores de la literatura y la ciencia durante el primer tercio del siglo, utilizando estilos y estrategias de persuasión y compromisos públicos muy distintos. Un liderazgo bifronte que, de alguna manera, se fue rompiendo en el transcurrir de la experiencia republicana, a la que ambos se habían sumado como la inmensa mayoría de sus colegas de oficio, si bien pronto se vieron envueltos en el torbellino de conflictos y desencantos que acontecieron a la hora de materializar una reforma profunda de las estructuras políticas de España.

Desde luego, don Miguel, como buen profeta carismático, nunca tuvo disciplina organizativa que le refrenara o un proyecto estructurado, sistemático, inequívoco y coherente para transformar España. Gustaba decir que estaba por encima de los programas (palabra, aseveraba, malsonante por excelencia de la lengua castellana junto a “pluscuamperfecto”) y que su misión consistía más bien en despertar conciencias y sembrar inquietudes. Tampoco le cuadraba del todo la imagen académica de catedrático y de funcionario público, que denostó en más de una ocasión y que le otorgaba un estipendio, solía decir, para dar de comer a su numerosísima familia, pero… para darles de merendar requería poner su ingenio en otros menesteres por pane lucrando. De ahí que su estilo intelectual fuera el de un brillante galeote de la pluma, infatigable en la tarea de escribir, pero siempre al modo ovíparo, esto es, sin un plan o cartografía previa de ideas, sino más bien como tumultuoso derrame volcánico de sentimientos y creencias. De ahí provenía su acrisolada costumbre de incurrir en paradojas y contradicciones como si sus juveniles lecturas de Hegel en la biblioteca del Ateneo de Madrid (en cuya compañía aprendió la lengua de Goethe) le hubiera dejado un poso dialéctico (tesis/antítesis) que nunca solía llegar a la operación de la síntesis superadora.

Ciertamente, desde la obtención de mando en plaza como catedrático de la que entonces era mortecina y enclenque Universidad de Salamanca en 1891, Unamuno no dejó de comparecer de manera creciente en la vida pública de la ciudad del Tormes y, desde esa modesta atalaya, en la de España. Fuera de su indudable y extraordinaria influencia más allá incluso de su patria, de sus excelentes méritos literarios y filosóficos, cabe subrayar además su dimensión como actor político de la época se inscribiera dentro de la estela del liberalismo político decimonónico de su estirpe familiar, aunque no dejara de mezclar esa ideología con un punto de socialismo inhalado en la contemplación de los conflictos obreros en su Bilbao natal. Incluso Unamuno, como el gustaba confesar, nunca estuvo afiliado a partido alguno, excepto en los años noventa del siglo XIX al socialismo vizcaíno. A partir de 1897 dejó su pertenencia, que había sido muy sui generis, a organización partidaria alguna, aunque en repetidas ocasiones, como gustaba decir, las agrupaciones políticas, dado su temprano prestigio, “le presentaban” (la primera vez como concejal de Salamanca en 1895 y luego, hasta 1933, a concejal y diputado en varias ocasiones y siempre, excepto en 1933, en listas de cariz izquierdista). Así pues, hasta entrada la II República fue un estandarte de la izquierda española, si bien a modo de “verso suelto”, que decía y hacía lo que le venía en gana.

Miguel de Unamuno con la junta directiva del Ateneo de Madrid, del que fue presidente desde el 8 de junio de 1933 hasta el 30 mayo de 1934. Detrás de él, de pie, Manuel Azaña (foto del blog Como un libro)

Por lo demás, su liberalismo de raíz decimonónica no era de cualquier clase y nada tenía que ver con la tradición manchesteriana (algo parecido al neoliberalismo de nuestro tiempo), porque Unamuno estaba al margen del culto al libre mercado como organizador y garante de la armonía social y, por el contrario, preconizaba el uso del Estado para la reforma de la sociedad. Esta es una veta del liberalismo “revolucionario” que a menudo es expulsada de la historia de España como si fuera una entelequia jamás vista. Su pulsión estatista, de la que no excluía en absoluto a la Iglesia española, impregnaba sus “discursos liberalescos” y sus “sermones laicos” con los que en su tiempo de rector de Salamanca (1900-1914) sembró los más variados escenarios hispanos con su mensaje de regeneración y transformación de España. Todo ello adobado con mandobles laicos y anticlericales (era defensor de las creencias religiosas, pero no del clero), con simpatías socialistas (especialmente a la figura de Pablo Iglesias), acentuados tintes nacionalistas castellano-céntricos y una perdurable ambigüedad acerca de la democracia y la forma de gobierno. Todavía en 1917, en plena guerra mundial, con motivo del gigantesco mitin madrileño de carácter aliadófilo, exclamaba: “muchos, repito, de seguir así la situación, tendríamos que hacernos republicanos”. Y ya a finales de 1922, todavía algo dubitativo, afirmaba: “los verdaderos liberales somos republicanos”.

En esos años en torno a la Primera Guerra Mundial, antes, durante y después, la crisis europea y española era un hecho incontestable. Además, Unamuno había sufrido en julio de 1914 una humillante destitución como rector de su universidad que dio pábulo a un proceso de radicalización imparable contra la monarquía ostentada por Alfonso XIII. Sus críticas implacables al rey y al régimen elevaron su figura a la máxima actualidad de la vida política española. Por entonces se ataron los vínculos de amistad con el doctor Gregorio Marañón, al que conoció personalmente con motivo de una charla que el doctor dio en 1921 en Salamanca. En los años anteriores don Miguel fue procesado y a resultas de ello en 1920 se dictó condena de dieciséis años de cárcel por delito de lesa majestad, lo que desencadenó un extraordinario movimiento de solidaridad y apoyo a cargo de la Liga de Defensa de los Derechos del Hombre y el Ciudadano, de la que el propio Unamuno será presidente en 1922 después de la muerte de su fundador, el doctor Simarro. Por estas fechas, además de la prensa nacional, regional, local y de algunos países de Hispanoamérica, sirvieron de altavoz de sus ideas. Y el Ateneo de Madrid dio generosa cabida a sus desabridas peroratas contra el Rey. Tras la filípica lanzada con motivo del desastre de Annual de 1921, su conferencia de abril de 1922 en el Ateneo de Madrid, verdadero baluarte del republicanismo y parlamento en la sombra, denunciaba con acentos muy agudos la suspensión de las garantías constitucionales, lo que armó un gran revuelo y el propio monarca le solicitó (y aceptó) acudir a Palacio el 12 de abril de ese mismo año. Pero a pesar de algunas sombras de esa consulta regia, nunca bien aclaradas por el interesado, su posición se hizo cada vez más incompatible con la Corona. Inquina que se acrecentó cuando el monarca, a raíz del golpe militar de septiembre de 1923, cedió los trastos de la gobernación del país al “ganso real”, es decir, al general Miguel Primo de Rivera. La suerte estaba echada. Sus críticas encendidas ante la dictadura le conducirán al destierro canario en febrero de 1924. Unamuno se enteró de su cese como catedrático y el ostracismo a Fuerteventura cuando caminaba por la Plaza Mayor de Salamanca. Él desde el principio se había sentido ahogado en el “albañal” de la España rendida a la bota dictatorial de quien consideraba un “botarate sin más sexo que un grillo”. Otros intelectuales tardaron más en comprender el significado del golpe militar. Incluso Gregorio Marañón tuvo unos instantes iniciales de duda mientras Ortega, con su periódico El Sol, mantuvo una comprensiva y tolerancia sibilina y ambigua que duró casi hasta los amenes del directorio. Cinco meses transcurrieron entre la asonada de Primo de Rivera y el destierro de Unamuno que vino acompañado de la clausura del Ateneo de Madrid y el consiguiente cese de las elecciones previstas, a las que Marañón se presentaba como futuro presidente de tan venerable institución.

Unamuno permaneció seis años fuera de España, entre otros motivos porque no aceptó el “generoso” perdón del dictador, que al final terminaría cavando la fosa de la Corona. De Canarias se evadió a Francia en julio de 1924, gracias a muchas complicidades, se estableció en París y pasó a formar parte de la fauna política del círculo de españoles en París (Blasco Ibáñez, Eduardo Ortega y Gasset, Rodrigo Soriano, etc.), que, como muestran los testimonios gráficos, arrastraban sus nostalgias y oposición con el apoyo de la opinión pública democrática europea. No solo participó en tertulias sino también en prensa del exilio (España con honra y Hojas libres) y en todo tipo de declaraciones antidictatoriales y antiborbónicas. Sin duda, él era ya el referente más prestigioso de un futuro republicano para España, aunque la vida parisina y su mundo cerrado le acabaron sofocando (incluso induciendo una de sus terribles crisis personales) y prefirió, desde el verano de 1925, seguir manteniendo enhiesta la bandera de la oposición alojándose en un hotelito de Hendaya, esa ciudad vascofrancesa al borde de su querida España, desde donde regresaría en olor de multitudes el 9 de febrero de 1930.

Manifestación del 1º de Mayo en Madrid en 1931. De izquierda a derecha, el alcalde de Madrid, Pedro Rico, Francisco Largo Caballero, Miguel de Unamuno e Indalecio Prieto. Imagen: exposición “Miguel de Unamuno y la política. De la pluma a la palabra” (Salamanca, 2021)

La valentía, la parresía (el coraje de decir la verdad) se agigantó durante el sexenio del exilio cuando ya el intelectual bilbaíno había dejado muy atrás su juventud (tenía más que cumplidos los sesenta años) y, sin embargo, afrontó el exilio como una denuncia permanente de las insuficiencias de la vida política española. En estos años su leyenda se agigantó y la opinión democrática española apreció en su persona la encarnación de la resistencia del intelectual público ante los abusos del poder. Justamente en esta tesitura fue cuando, mediante el recurso epistolar, se afianzó la sintonía del doctor Marañón con su “maestro” Unamuno, a quien prodigaba su admiración sin límites. Todavía las palabras de Unamuno se escuchaban en España con fruición, como se pone de relieve con el entusiasmo que despertaban sus lapidarios pronunciamientos aun cuando circulaban clandestinamente. En una palabra, se alzó con el liderazgo moral de la lucha intelectual y política contra la una situación dictatorial, contra la que, dentro de España, también sobresalieron, entre otros, Manuel Azaña (Apelación a la República, 1924) y Gregorio Marañón que en 1926 llegaría a sufrir un mes de prisión y una gravosa multa por su supuesta participación en la sanjuanada.

Desde 1929 la Dictadura de Primo de Rivera hizo aguas por diversos flancos (la insumisión intelectual y universitaria fue uno de ellos) y no cesó de desangrarse hasta la dimisión del dictador el 28 de enero de 1930 que pasó así de desterrador a desterrado. Casi inmediatamente a don Miguel le restablecieron sus derechos académicos y ciudadanos. Ni siquiera transcurrió un mes hasta ver la acogida entusiasta que recibió el ilustre pensador en todos los lugares en los que se solicitó su presencia. Por aquel tiempo se trató de meter la dictadura debajo de la alfombra y aparentar que nada había pasado, pergeñando un híbrido político tachado de “dictablanda”, mientras la temperatura republicana iba subiendo. En esa tesitura se sucedieron crecientes muestras de un estado de opinión antimonárquica. Entre ellos, quisiera evocar que el 28 de marzo de 1930 el Ateneo de Madrid, presidido por el doctor Marañón, recibió solemnemente al ilustre adalid contra la dictadura y le homenajeó haciéndole socio de honor e invitándole a impartir una conferencia el 2 de mayo de ese año. Llegado el momento disertó, en un ambiente de máxima exaltación, sobre Como veníamos diciendo, rodeado de insignes oyentes, tales como Manuel Azaña, Gregorio Marañón, Clara Campoamor, Jiménez de Asúa y otros preminentes protagonistas de la historia política de una II República por venir. Su presencia en Madrid durante esos días concitó la excitación ciudadana y algunos “alborotos” que finalmente contribuyeron a realzar su aureola de personaje preminente del momento crucial de transición que vivía su país.

Las actividades públicas de don Miguel fueron frenéticas y multiformes en los meses (poco más de un año) que precedieron a la proclamación de la República el 14 de abril de 1931. En las elecciones municipales del día 12 fue elegido concejal por Salamanca, a los dos días proclamó la República desde el balcón del Ayuntamiento de esa ciudad y en los comicios generales a Cortes constituyentes de 28 de junio de 1931 logró acta de diputado dentro de la conjunción republicano-socialista. En ambos casos, se presentó como “independiente” propuesto por las fuerzas de izquierda en la circunscripción de Salamanca. En junio de 1931 ya reunía en su persona los siguientes cargos: Rector, concejal, presidente del Consejo de Instrucción Pública y diputado. Estos fueron sus años de éxtasis republicano.

Al poco, la prometedora situación inicial se fue tornando menos ilusionante y entusiasta. Unamuno durante toda su vida se había caracterizado por una conducta política a veces paradójica, tanto como lo era su estilo de ser y pensar. Ahora, desde el mismo inicio del proceso constituyente del nuevo régimen, esas peculiaridades unamunescas alcanzaron su cota más alta. A menudo esa posición política, a menudo irregular e inconstante, ha sido interpretada en clave de “traición” al mismo ser de la República. No obstante, el mismo solía repetir, como dejara escrito el 18 de agosto de 1936 en El Adelanto, que no era de izquierdas ni de derechas, que él no había cambiado de ideas, que los que cambiaban eran los demás. Lo cierto es que ese trayecto de Unamuno entre el 14 de abril de 1931 (exaltación republicana) y el 18 de julio de 1936 (aceptación del golpe militar) no ofrece dudas que su pensamiento se fue deslizando hacia actitudes y pronunciamientos cada vez más conservadores, fenómeno que no solo aconteció en su persona.

Diputados electos por Salamanca en las Cortes Constituyentes, entre ellos Miguel de Unamuno (foto: congreso.es)

Ciertamente, desde siempre, y más como parlamentario entre 1931 y 1933, acreditó su condición individualista y no sujeto a disciplina alguna de su quehacer. Él tendía a considerar que el escaño no se lo debía a nadie, excepto al pueblo español, es decir, se consideraba parlamentario de España más que de cualquier partido o programa político. De ahí que no tardaría mucho en que las gentes de izquierda que le propusieron como candidato al Parlamento se vieran decepcionadas por sus palabras y gestos, que pronto entraron en contradicción, parcial o totalmente, con las reformas fundamentales de esta fase constituyente. En efecto, a los dos días de la ceremonia de la sesión de apertura de las nueva Cortes, escribía en la prensa un célebre artículo, titulado República española y España republicana, en el que tal vez se venía a ofrecer la llave para abrir e interpretar todo su posterior discurso crítico. Allí sustentaba la tesis de la preeminencia indiscutible de España (los sustantivo) sobre la República (lo adjetivo). Por añadidura, Unamuno pensaba que la República no la habían traído los republicanos, sino una sacudida de las placas tectónicas constitutivas de la entraña del pueblo, en suma, la llegada del nuevo régimen había consistido en un movimiento de la intrahistoria de la nación, que debía ser acatado por encima de opciones partidarias. Claro que, dicho esto, Unamuno se arrogó en estos años la condición de sumo exégeta de las pulsiones telúricas del pueblo. Y con esos presupuestos se enhebró un discurso crítico que, finalmente, desembocó en un furibundo alegato contra el significado profundo de las reformas azañistas, que, en un clima de máxima expectación, tuvo lugar en el Ateneo madrileño el 28 de noviembre de 1932. En tal conferencia, entre agravios subidos de tono, sentenciaba: “He dicho que me dolía España y me sigue doliendo; y, además, me duele su República”. De ello se siguió una incompatibilidad absoluta con la izquierda del momento, lo que terminó por alejar totalmente a Unamuno de la coalición republicano-socialista y acercando sus posiciones cada vez más al centro-derecha republicano. Y así, en las elecciones generales de noviembre de 1933, Unamuno “es presentado” por Alejandro Lerroux, sin alcanzar escaño, como candidato por Madrid. Culminó así su vocación política con un fracaso, que a todas luces resultó muy elocuente.

Tras este fiasco, Unamuno se refugió en su ciudad-hogar y vivió la política desde el lejano balcón de sus colaboraciones de prensa, pero cada vez más como enajenado y “desencantado”. Desencanto que llega a su culminación tras el triunfo del Frente Popular en febrero de 1936. Es entonces cuando, aunque ya antes estaba superado y acongojado a causa de asuntos familiares trágicos (la muerte de su hija Salomé, la preferida, en 1933 y de su mujer en 1934), aparecía como un ser transfigurado, desubicado y muy desinformado de la actualidad política. Él que no era fascista (“fajista”, como solía decir) dio la bienvenida al golpe militar del 18 de julio 1936, porque imaginaba iba a ser una terapia sin contemplaciones para la defensa de los valores de la civilización occidental. Desde esa fecha hasta su muerte, se multiplicaron, bajo la atenta mirada de la censura franquista, un tropel desmesurado y contradictorio sus declaraciones a la prensa nacional e internacional, una de las cuales llevó al Gobierno republicano a destituirle de su honorífico rectorado salmantino. Poco a poco sus juicios se encresparon, al tiempo que se volvieron cada vez más contradictorios al ser testigo de cómo en el verano caliente del 36 la represión y la muerte se cebaban con sus mejores amigos. El 12 de octubre, al celebrarse el día de la Raza, en el Paraninfo de la Universidad de Salamanca estalló ante la plana mayor del bando franquista acusando a los seguidores de la sublevación de estar tratando de vencer sin convencer. Desde esa tumultuosa ocasión, su último gesto público de gallardía, el resto de sus días el viejo profesor vivió como exiliado dentro de sí mismo y mortificado por una guerra que no entendía más que como un brote de locura colectiva de ambos contendientes, hija de las peores pasiones hispanas, la envidia y el resentimiento.

Aquejado de un terremoto cognitivo y emocional, sobrepasado por los acontecimientos y su sentimiento de culpa, escribió a lápiz y en hojas sueltas a vuela pluma, entre septiembre y noviembre de 1936 El resentimiento trágico de la vida. Notas sobre la revolución y la guerra civil españolas. Un manuscrito inédito, del género confesional y al margen de los juegos estratégicos del poder. Allí seguramente rezumaba el sentimiento más verdadero y auténtico de un anciano de setenta y dos años, perplejo, atormentado y desnortado, que no tenía reparos en plasmar lo que sentía, poniendo en solfa el acervo conceptual vertebrador de su obra anterior y así rompiendo con su habitual concepto de “España” ante la conmoción de odio, rencor y represión en ese aciago verano salmantino de 1936. España y el pueblo español pasan a ser un amasijo de vicios, envidias y resentimientos que han alimentado la guerra de los hunos contra los otros. Por lo demás, el mito de las dos Españas entró en colisión con el de una España que se suicida en lucha consigo misma: “No son unos españoles contra otros. No hay anti-España, sino toda España una contra sí misma. Suicidio colectivo”.

Unamuno en la presidencia del acto del 12 de octubre de 1936 en el paraninfo de la Universidad de Salamanca

Si bien el terremoto semántico es un hecho en El resentimiento trágico de la vida, no es menos verdad que tal conmoción coexistió, durante algún tiempo, con intervenciones públicas que se movían, con más o menos énfasis, entre la defensa del nuevo orden y la tolerancia con los máximos responsables de sus excesos. Todavía el 26 de septiembre, cuando se supone que ya abocetaba las ideas del “resentimiento trágico de la vida”, estampó su firma en un infame Mensaje de la Universidad de Salamanca a las Universidades y Academias del mundo, donde se denunciaba y protestaba contra las atrocidades de la España republicana y la acumulación de actos contrarios a la “civilización cristiana de Occidente”, que, según él creía, eran producto de “un ideario oriental aniquilador”.

En fin, esa trémula, febril y nerviosa convulsión de las anotaciones de El resentimiento trágico de la vida… resumía sus zozobras más que ofrecer una rotunda y contrita condena de los causantes de la contienda civil. En cualquier caso, este tramo final de su vida quedó apresado en una lacerante y gravosa conciencia de haber sido culpable de ligereza en su primer aplauso a la insurrección militar. Ese sentimiento, a menudo ambivalente, se mostró en el último texto de su mano antes de morir. Y, de esta suerte, quizá impulsado por un postrer resorte de encontrar justificación ante sí mismo y los demás, en vísperas de su deceso dejó escritas unas cuartillas que, en cierto modo, podrían interpretarse como una especie de lúcido y lastimero testamento político:

“Cómo y por qué me adherí al movimiento. Salvar la civilización occidental cristiana. Ya antes había yo atacado al Frente Popular. Pero pronto me di cuenta que los métodos no eran ni civilizados sino militarizados (ay, la terrible específica dementalidad castrense española), no occidentales sino africanos (África, espiritualmente, no es Occidente) ni menos cristianos, sino del bárbaro y grosero paganismo católico tradicionalista español. Ni el movimiento iba contra el marxismo; era el desquite de la dictadura primo-riverana (…) El odio a la inteligencia, la envidia, el resentimiento, el complejo de inferioridad.

(…) Esta guerra civil, no es civil. Es un ejército de mercenarios-pretorianos-la legión y los regulares; no el pueblo”.

Finalmente, la muerte de Unamuno, sobre la que tanto se ha fabulado recientemente, fue un acontecimiento que, por su importancia y notoriedad, trascendió a la esfera internacional cuando la noticia apareció en la prensa mundial en los primeros amaneceres del año 1937. A la sazón, su discípulo y amigo, el doctor Marañón, que ya totalmente enemistado con el Gobierno de la República, estaba en el exilio parisino desde hacía apenas quince días, con motivo del banquete en su honor ofrecido el 2 de enero de 1937 por el PEN Club en la Ciudad de la Luz, aprovechó para pergeñar una necrológica encomiástica de su “padre” y maestro.

En la conferencia que remató este acto don Gregorio evocó, con admiración sin reservas de ninguna clase, la persona de su añejo maestro don Miguel de Unamuno, un profeta, así lo calificaba: “El Profeta busca la paz y no enciende el odio de los que guerrean en uno y otro bando. Unos y otros dicen que les ha hecho traición; y es cierto porque el Profeta sirve a la verdad y para serle fiel hay que traicionar a los que no la conocen”. Por cierto, la actitud ambidiestra (acusadora de los dos bandos en lucha) que emergió de manera obsesiva durante los últimos meses de la vida del excelente escritor bilbaíno poca o ninguna semejanza guardaba con el compromiso desaforado y sin matices que el buen doctor madrileño ya había adoptado en su exilio parisino, donde atacó una y otra vez inmisericordemente a uno de los bandos ignorando las sevicias del otro. De ahí que resulte grotesco el empeño de algunos de sus hagiógrafos fabricadores de los embelecos de la “leyenda Marañón” de hombre por encima del bien y del mal, señalando incluso sus actitudes y posiciones como las propias de uno de los más connotados representantes de esa banalidad que se ha dado en llamarse la “tercera España”. Lo que unió a maestro, Unamuno, y discípulo, Marañón, fue el hecho verificable en sus escritos de que ambos en 1936 sufrieron un terremoto cognitivo y emocional que trastornó y desarboló las creencias e ideas sedimentadas a lo largo de sus respectivas vidas. Pero…vayamos, pues, al “caso Marañón”.

Miguel de Unamuno fotografíado en El Cigarral, la finca del médico Gregorio Marañón (foto del libro El Cigarral de las altas cumbres)

Marañón, la pasión de pensar y las ironías del vivir: “ser fiel al pasado supone muchas veces ser traidor al porvenir”

Un “caso”, en verdad, muy particular (en cierto modo, contraimagen de lo que fuera Unamuno como intelectual público), pero que también encarnó a su estilo el subyacente código genético del campo común a ambos, dentro, claro está, de las múltiples particularidades individuales de los protagonistas de la Edad de Plata de la cultura española y de su imparable trastorno e implosión a consecuencia de los acontecimientos ocurridos tras el trágico verano de 1936.

Gregorio Marañón (1887-1960), médico madrileño precursor de la endrocrinología en España, miembro y heredero de la más acrisolada y excelsa tradición médica autóctona, católico modernizante atento a la cuestión social, ensayista de temas varios y cultivador de la psicohistoria compareció tardíamente en la arena política como intelectual público, porque antes prefirió labrarse la imagen, ganada a pulso, de eminente galeno y reconocido científico al margen y por encima de banderizas pugnas políticas. A diferencia de su coetáneo Ortega, no fue hasta la eclosión de la Primera Guerra Mundial y, sobre todo, a raíz de las circunstancias que trajeron la dictadura de Primo de Rivera cuando, ya entrado en la treintena, se fue decantando y disparando su comparecencia en la esfera política, que luego prosiguió de manera ascendente con motivo de la proclamación republicana. Sus ámbitos de intervención fueron de naturaleza apartidista, pero de clara inclinación liberal izquierdista, consistieron en la firma de manifiestos (que se prodigaron en el seno del ámbito de los aliadófilos), la escritura de artículos para la prensa, la participación en espacios públicos selectos, como a la sazón lo era de manera destacada el Ateneo de Madrid, etc.

Curiosamente, el doctor madrileño, que pertenecía por años y circunstancias personales, a la generación del 14 acaudillada por Ortega, tardó una buena porción de tiempo en seguir su magisterio, de modo que hasta avanzada la dictadura de Primo de Rivera prefirió, desde una posición siempre autónoma, adoptar como guía espiritual y mostrar un trato más cálido con el que había sido rector de la Universidad de Salamanca. Y de esta suerte, Marañón, como hiciera Unamuno, no se integrará en la Liga Española de Educación Política de 1913 y otras iniciativas y empresas orteguianas.

Por esa época Marañón, que conocía los entresijos de la Corte por su condición de médico de una tía de Alfonso XIII, no dudó en convertir a don Miguel en su mentor y figura paterna (a quien incluso, al parecer, pasaba información “reservada” sobre las miserias del entorno cortesano). Esa sintonía filial, revestida de respeto y cariño, se explayó a menudo en la correspondencia cruzada entre ambos. Como ya indiqué, el conocimiento personal entre ellos se dio con ocasión de la conferencia (Sobre la edad y la emoción) que don Gregorio impartió en la Universidad de Salamanca en abril de 1921. La defensa y admiración de Unamuno, evidente en el intercambio epistolar, llegó al máximo con ocasión de su destierro durante la dictadura. Ciertamente, el talante conciliador del doctor madrileño distaba mucho del ariscado carácter del catedrático del estudio salmantino, pero no es menos verdad que su progresiva implicación política, a la vera unamuniana, fue abriendo la espita de su mente hacia ribetes “extremistas”.

Gregorio Marañón, el rey Alfonso XIII y el duque de Miranda durante la visita real a Las Hurdes en 1922. Archivo de la Fundación Ortega-Marañón

Su actividad orbitó entonces en torno a la intelectualidad progresista y rupturista alojada en el Ateneo de Madrid, foco de disidencia intelectual que acabará siendo clausurado por orden gubernativa en 1924 cuando Marañón estaba a punto de ser su presidente. Por añadidura y en paralelo en esos agitados momentos, se agigantó para él la estatura del irreductible exiliado Unamuno, un político apartidista y valeroso, para él símbolo y ejemplo de vida. El pensador vasco no había dudado en oponerse al golpe militar de septiembre de 1923, aunque don Gregorio había albergado ciertos titubeos primerizos, pronto el doctor se incorporaría a las filas de la militancia antidictatorial y, por tanto, a la senda de su maestro y a la de sus amigos ateneístas. Así se reflejó perfectamente en los términos en los que describía los tumultos habidos en el paraninfo de la Universidad de Madrid en 1925 con motivo del homenaje dispensado a Ángel Ganivet en la recepción de sus restos mortales, y que, en realidad, se transformó en un acto de exaltación del propio Unamuno tal como Marañón narraba entusiasmado en una de sus cartas. Antes, en 1924, el ministro Martínez Anido le había destituido de la dirección del Hospital de Enfermedades Infecciosas de Madrid. En ese mismo año se había impedido que fuera presidente del Ateneo. Para más abundamiento, el 23 de junio de 1926 fue encarcelado durante un mes y se le impuso una onerosa multa por su supuesta participación en la sanjuanada. Su íntimo amigo y compañero de fatigas durante la República y el exilio francés de 1936, el novelista asturiano Ramón Pérez de Ayala, consideró que la persecución del directorio militar labró la fama del doctor “como referente ético y político”.

Sea como fuere, la huelga universitaria de 1929 promovida por la Federación Universitaria Española (FUE) acabó ocasionando una poderosa reacción antidictatorial por parte de los intelectuales, entre ellos Ortega que, a modo de protesta, abandonó su cátedra universitaria. Desde luego, Marañón, que ya había sido castigado por el régimen, afianzó su apuesta republicana, pero ahora con una entonación peculiar muy destacable, a saber, sus preferencias se fueron desplazando de Unamuno hacia Ortega. Ciertamente, en 1930 quedó, por fin, apresado, por voluntad propia, en la tela de araña del proyecto orteguiano de encauzar la opinión pública a través de las elites intelectuales de la capital y las provincias. Con el maestro y su íntimo amigo Ramón Pérez de Ayala forjaron a partir de las postrimerías del año 1930 el manifiesto fundacional de la Agrupación al Servicio de la República, que presentaron en febrero de 1931 en el teatro Juan Bravo de Segovia con la colaboración de Antonio Machado.

Lo más llamativo y sustancial de los años republicanos antes de la guerra fue que Marañón, pese a sentarse en la bancada de la Agrupación al Servicio de la República (ASR) junto a una docena de insignes miembros de la “masa encefálica” (Azaña, dixit), no compartió en absoluto la actitud tempranamente hipercrítica de su “jefe” Ortega, pero tampoco tuvo nada que ver con los denuestos muy tempranos de su antiguo mentor Unamuno. Persistió en una actitud autónoma, comprensiva y más que condescendiente con la obra transformadora de la coalición de republicanos de izquierda y el PSOE bajo la batuta de su jefe de Gobierno, Manuel Azaña. Se mostró, amigo de todo el mundo que había traído la República, pero muy cercano al plan de Azaña de lograr “una revolución sin revolución”, esto es, un cambio democrático profundo sin violencia y mediante la combinación de la intelectualidad progresista y el sector de la clase obrera de inspiración socialista. En realidad, ese maridaje entre liberalismo y socialismo venía siendo motivo de sus especulaciones desde las postrimerías del directorio de Primo de Rivera y ahora cobraba nueva vida y concreta morfología en el proyecto regenerador emprendido entre 1931 y 1933.

Antonio Machado, Gregorio Marañón, José Ortega y Gasset y Ramón Pérez de Ayala, en el acto de presentación de la Agrupación al Servicio de la República, el 4 de febrero de 1931. ALFONSO

Al cumplirse el segundo cumpleaños del nuevo sistema político, una muy amplia y variopinta gama de notabilidades del ruedo ibérico (desde Calvo Sotelo a Largo Caballero) fueron entrevistados a fin de componer un libro colectivo, Momentos de España, antología de opiniones que ofrecía una panoplia valorativa variopinta sobre la experiencia del reciente régimen en la vida española. Allí don Gregorio se explayaba a su gusto, remontándose a las fuerzas tectónicas profundas (era costumbre suya incurrir en un punto de organicismo naturalista) que hicieron madurar la situación conducente a la instauración de una nueva forma de Estado.

“De aquí el error de juzgar a los hombres que gobiernan la República como si fueran artífices libres y responsables de la vida española; hacen lo que tienen que Hacer; lo que el Destino les manda que hagan.

(…) Los hombres actuales de la República son, ante todo, buenos e inteligentes. Algunos -por ejemplo, Azaña- dotados de altas y raras virtudes políticas (…). Su mayor acierto es la lealtad y el desinterés con el que cumplen su misión histórica”.

La sintonía con Manuel Azaña no residía tanto en amistad y cercanía personal como en un común denominador interpretativo a propósito del rumbo y significación que habían de marcar la vida del nuevo régimen, y ello pese a participar en organizaciones políticas distintas y dotadas de estrategias muy diferenciadas (como lo eran la azañista Acción Republicana orientada al “hacer” y la Agrupación al Servicio de la República encaminada más bien a “influir”), acerca del significado de lo que podría entenderse como la hora de la “revolución republicana”. En fin, nada que ver con el encono de ruptura sin paliativos que Unamuno demostraría días después, el 28 de noviembre del mismo año, enhebrando el escandaloso y ya aludido discurso del Ateneo de Madrid. Ni tampoco, salvando mucho las distancias, sus agasajos y manera se parecían a las actitudes y relaciones entre Ortega y Azaña que de antiguo (desde la fundación de la revista España en 1915), mantenían una soterrada rivalidad literaria y política, que, en realidad, vestía las incompatibilidades personales de razones políticas. En sus memorias Azaña comentó con motivo de la sesión sobre los sucesos de Casas Viejas: “También [votó a mi favor] Marañón que se me acercó al pasillo y me dio muchos abrazos”.

En los juicios de Marañón sobre Azaña hay algo más que admiración individual hacia la talla del político. Hay también la creencia de que España pasaba por un momento sin precedentes de su arquitectura política, que había un proyecto de Estado capaz de acabar con siglos de mugre material y mental. De ahí que creyera percibir en don Manuel al hombre indicado.

“…Una garantía es que se lo haya propuesto hombre de tan claro sentido histórico y de tan altas condiciones de gobernante como el señor Azaña. Si este propósito fracasa, la cosa es clara: España será toda derecha, la que no sea marxista”.

Diputados electos por Zamora en las Cortes Constituyentes, entre ellos Marañón, a quien los socialistas cedieron uno de sus puestos de salida en la candidatura de la conjunción (foto: congreso.es)

Ahí el bisturí del doctor tocaba el corazón del problema. O “revolución sin revolución” en concordia de clases, o revolución marxista. La otra opción más verosímil (que es la que acabó triunfando) fue la de que “España será toda de derecha”. Y esta marea indeseable será la que finalmente, como se verá, arrastró al ínclito doctor hacia latitudes ideológicas muy lejanas y opuestas de las que mantuvo hasta 1936 (si bien su entusiasmo inicial se había enfriado entre 1934 y 1936).

Desde luego, el doctor Marañón, que, en la cuarentena de su edad, se encontraba todavía en la carrera ascendente de la fama y el reconocimiento social, no permaneció insensible a la liquidación de esa utópica “revolución sin revolución” que imaginaran personajes políticos como él o como el mismo Azaña. Su retirada de la vida parlamentaria o de otros menesteres públicos no fue originada por una decepción irreversible, ni tampoco obedeció a una ventolera como las que Ortega acostumbraba a obsequiar a sus seguidores y al público en general. La radicalización y aceleración del pulso político en Europa y en España era una realidad evidente. El doctor Marañón estuvo muy al margen de estos devaneos de radicalización autoritaria de derechas o de revolución proletaria, polarización de una realidad que iba alcanzando un sitio cada vez más prominente en la vida pública española. Por el contrario, sus convicciones liberales prosiguieron y sus apelaciones a la concordia y entendimiento entre derechas e izquierdas no dejaron de estar presentes dentro de un cuadro de ideas impregnadas de patriotismo español. Ahora bien, no pudo permanecer del todo inmune a los aires revanchistas y reaccionarios que se respiraban en algunos círculos de la capital de España. Ya en enero de 1934 en un artículo titulado Contrarrevolución en España empezaba preguntándose: “¿Ha terminado la revolución española?”. Hay que recordar que por tal se refería a la obra del bienio reformista que, a estas alturas y frente a su antiguo entusiasmo, consideraba agotada o solo realizada en una pequeña porción, si bien exculpaba y en parte salvaba el quehacer de esa época y sus grandes reformas republicanas al afirmar que “en su fracaso emergen cambios radicales que sin ella no se hubieran hecho jamás”.

Incluso tras el resultado de los comicios generales que auparon a las fuerzas integrantes del Frente Popular al poder gubernamental, con Azaña a la cabeza, Marañón no adoptó una posición de desprecio, rechazo o miedo, tal como fuera común entre algunos notables y viejos liberales como Unamuno, Ortega o Pérez de Ayala. Prosiguió predicando la concordia a pesar de considerar como inevitable el incremento de la confrontación política y social, que juzgaba como afección pasajera. Alguno podría argüir que tal actitud hacia la avenencia y el consenso procedía de su proverbial candidez. En febrero escribió un artículo titulado Comprensión y en junio, poco más de un mes antes del comienzo de la guerra de España, trató en las páginas de la prensa La verdadera situación España, denunciando que los enemigos del país estuvieran exagerando lo que realmente estaba pasando y declarando su fe en la posibilidad de una modernización de España por encima de las querellas “rojos” o “negros”.

Almuerzo en el Cigarral en 1932. En el centro, Édouard Herriot; a su izquierda, Manuel Azaña, Gregorio Marañón y Luis de Zulueta; a su derecha, Fernando de los Ríos (foto: Archivo Histórico Provincial de Toledo)

Por lo que se sabe y colige, los asesinatos el 12 de julio del teniente Castillo y de Calvo Sotelo causaron una grave conmoción en su conciencia política. Pidió, a renglón seguido, explicaciones a su amigo y ministro, Marcelino Domingo, y mostró su aguda consternación por la gravedad de la muerte del parlamentario y la “lenidad insensible” del Gobierno al respecto. No obstante, poco después cuando el golpe del 18 de julio de 1936 le sorprendió en Estoril atendiendo una consulta médica solicitada por una paciente, de inmediato, regresó a Madrid y escribió a Marcelino Domingo estas palabras: “Ahora es solo tiempo de decir ¡Viva la República!, ¡Viva España!”. ¿Exceso retórico? Quizá no lo fuera si se considera su inmediato comportamiento, que fue intachable, pero si se hace caso de su posterior e inmediata mutación, quizá lo fuera. Así pues, su conducta fue en primera instancia de una lealtad republicana inmaculada que, sin embargo, mudó bruscamente en los meses posteriores.

El vuelco meridiano en la actitud y el pensamiento del doctor aconteció a partir de agosto de 1936 y su juicio se tornó todavía más negativo desde que en septiembre el Gobierno del azañista Giral cedió su lugar a otro de coalición de fuerzas políticas obreras y burguesas dirigido por Largo Caballero, el líder del PSOE. Antes de que esto sucediera, sus reparos hacia el Gobierno ya se hicieron muy agudos el 23 de agosto a consecuencia de la matanza de presos políticos derechistas sacados de la cárcel Modelo de Madrid (entre ellos amigos suyos como el médico Fernando Primo de Rivera, su colega de lides políticas, el exsecretario de la ASR Manuel Rico, o Melquíades Álvarez, entre otros). Todo me inclina a pensar que el verano de sangre del 36, que se desencadenó como consecuencia del golpe de Estado y de su fracaso parcial, disparó su inquina contra el Gobierno republicano, aunque dudo en señalar el hecho o momento exacto en el que su transformación cognitiva cobró resolución definitiva, ya que su relato solo se hizo público, notorio y sin matices tras salir de España en diciembre de 1936.

Sea como fuere, trazó un plan de fuga a París bajo el amparo y el pretexto de impartir unas conferencias solicitadas por la Universidad de la Sorbona. Así con esta disculpa, la petición formal del Gobierno de Francia y también con la autorización y credenciales del Gobierno republicano, que ya estaba instalado en Valencia, se cumplieron sus propósitos de huir con toda su familia (mujer, hijas y un hijo) de Madrid. En la misma expedición iba otro automóvil ocupado por la familia de Ramón Menéndez Pidal. Los Marañón llegaron a París el 19 de diciembre de 1936, alojándose provisionalmente en un hotel. Así dio comienzo una nueva etapa, muy decisiva por muchos motivos, de la metamorfosis y reconstrucción ideológica del otrora doctor de vieja estirpe liberal progresista. A orillas del Sena ya se alojaba una colonia de intelectuales españoles huidos del fragor de la guerra. En ese lugar y en tan adversas circunstancias volvieron a coincidir por algún tiempo en suelo francés el ya disuelto triunvirato de la Agrupación al Servicio de la República.

Ya he comentado su discurso de 2 de enero de 1937 en el banquete ofrecido por el PEN Club en París y sus hondos pesares por la muerte de su antiguo maestro intelectual, un profeta incomprendido por las dos partes en guerra, y las alusiones de rendida admiración hacia su figura. Ese año de 1937 dio cumplida y escandalosa salida, en Francia y en sus conferencias latinoamericanas, mediante artículos, entrevistas y opúsculos, a la faz más sorprendente de la rápida transfiguración reaccionaria de su morfología mental y psicológica, que pasó del templado y amable doctor liberal madrileño al severísimo e injusto acusador del Gobierno de la República, al que juzgaba totalmente entregado a una supuesta revolución bolchevique que, según él, se había ido apoderando de España. Su texto más acabado y pulido en esta dirección data del 15 de diciembre de 1937, casi un año después de haber puesto sus pies en París, cuando la prensa parisina dio a la luz su pequeño ensayo Liberalismo y comunismo (Reflexiones sobre la revolución española), un conato de lanzar a los cuatro vientos las razones y la justificación teórica completa del cambio radical de rumbo de su pensamiento y conducta. En un difícil ejercicio de equilibrismo y supuesta mesura, se presentaba a sí mismo como un “naturalista”, que, no exento de pasión, examinaba “científicamente” cómo a pesar de reconocer y condenar sus ideas anteriores como errores podía decir que su conducta, siempre basada en la búsqueda de la verdad, permaneció incólume. Más allá de este argumento pro domo sua, el contenido del panfleto se rezumaba un anticomunismo visceral que comportaba también, como buen católico que siempre fue, un acto público de contrición perfecta mediante la que se renegaba de sus pasados pecados liberales, a modo de una grotesca confesión pública, acto de fe, de sus errores doctrinales y de sus actitudes políticas izquierdista reformadoras. Al tiempo no se privaba de lanzar despropósitos como que “la España roja es espiritualmente comunista rusa”.

Marañón sale de Palacio de Oriente, rodeado de periodistas, después de que Alcalá­ Zamora le ofreciera formar gobierno, en 1933. LIBRO ‘EL CIGARRAL DE LAS ALTAS CUMBRES’

Su exilio parisino duró hasta noviembre de 1942. Gracias al ejercicio de su profesión médica, vivió holgadamente, a diferencia de muchos de sus compañeros que malvivieron e incluso tuvieron que buscar nuevo lugar de destierro tras la ocupación en 1940 de Francia por el ejército alemán. En esos años el doctor se refugió en estudios historiográficos de distinta entidad y no dejó de aparecer y hacer gestiones al lado de las autoridades francesas siempre a favor de la causa del Caudillo de España. Él que nunca fue fascista, al igual que su maestro Ortega, estimó que Franco sería un mal menor, una terapia de choque para arrancar a España de las garras del comunismo, después de lo que volvería a reinar un sistema liberal como Dios manda. Solo que uno y otro se equivocaron respecto a las intenciones del renacido cirujano de hierro y hubieron de conformarse, por si las moscas, con profesar un liberalismo tenue y silencioso, de salón. Por lo demás, frente a la imagen que se ha proyectado por los encargados de santificar su memoria como un precursor del espíritu del “régimen del 78” eludiendo las páginas menos gratas de su existencia, el doctor no era ni pacifista ni neutralista. Así lo ponía de manifiesto su correspondencia con Salvador de Madariaga, a quien escribía, en enero de 1938 que los españoles “no admiten dudas ni conversación sobre otro fin que el guerrero, cuando sea. Ya sabe Vd. mi pesimismo de siempre sobre arreglos…”. En efecto, el doctor, pese a mantener un correcto trato epistolar entre 1938 y 1939 con su compatriota exiliado en Londres y a despecho de su proverbial panglosiano en toda clase de asuntos, en lo tocante a estos menesteres no cedía un ápice ni veía factible, de ningún modo, “arreglos”, o sea, un arbitraje internacional que buscara una vía pactista entre ambos extremos beligerantes. Al menos desde 1937 él tenía muy claro que toda consideración sobre el silencio de las armas tenía como premisa la derrota, sin contemplaciones, de los causantes de la revolución comunista emprendida, que ineluctablemente llevaría interinamente al establecimiento subsiguiente de dictadura, a la espera de que en un futuro se abriera la espita hacia otro más liberal. Nadie reconocería en estas actitudes a los que algunos de sus biógrafos suelen adscribir a ese rubro mágico de la tercera España.

No obstante, erre que erre, sus biógrafos y parientes no han cejado en conceder a don Gregorio, a toro pasado, la vitola de que fuera siempre un hombre liberal cultivador de la virtud de la ambivalencia, la tolerancia y la reconciliación nacional. A veces, a tal fin, se esgrime un texto publicado en la prensa mejicana en junio de 1940.

“…Mas cuando en la hora grave hay que elegir entre uno y otro lado en la barricada, el liberal, el pobre liberal, no sabe qué hacer, porque sabe que tiene que hacer algo y no sabe cómo decidirlo. No porque ignore, como hombre que duda, dónde está la razón, sino porque no alcanza a quitarle la razón del todo a nadie, ni a dársela a nadie por entero”.

¿Dónde quedó la ambivalencia del doctor en 1937? ¿Cuándo realmente pasó a ser creyente de esa religión de la verdad relativa? En diciembre 1937, desde el exilio de París, casi un año y medio después de comenzada la contienda, en el ya aludido libelo Liberalismo y comunismo en absoluto hablaba de ambivalencia y, por el contrario, sostenía con vigor que era preciso elegir entre “o comunista o no comunista”, o sea, entre “un régimen antidemocrático, comunista y oriental y “otro régimen antidemocrático, anticomunista y europeo”. Él, desde luego, optaba por este último y no era hombre que anduviera dudando sobre las posibles razones de unos y otros (“La España rusa es espiritualmente comunista rusa”). ¿Cuándo recobró el sentido de la mesura y el equilibrio? Sencillamente, con la información disponible, pienso, que cuando la guerra estaba ya ganada por los ejércitos de Franco. Y, sobre todo, cuando sus previsiones de un mandato breve de Franco (el mal menor) se vieron defraudadas.

En fin, en 1936 Unamuno acabó muriendo amargado y con una comezón que le roía los ultimas días de su vida salmantina. Marañón, en cambio, puso rumbo a París, evitó la confrontación con la República en sus días de Madrid, pero sufrió también un radical vuelco cognitivo y emotivo, que le condujo a convertirse en propagandista de una causa que nadie habría imaginado que algún día podría enaltecer. Vuelto a España en noviembre de 1942, ya aplastada la hidra revolucionaria, se refugió, quizá con un punto de conciencia culpable, en una biempensante resistencia silenciosa dentro de una cultura liberal hibernada. Eso que se llamó criptoliberalismo compartido con algunos de los que hicieron las maletas en 1936. Otros intelectuales, como Antonio Machado o María Zambrano, las hicieron en 1939, uno sin billete de vuelta y la otra con regreso largamente diferido hasta 1984. Un desastre individual y una pesada herencia colectiva de destrucción, devastación y exilio de la espléndida cultura de las elites españolas del primer tercio del siglo XX.

Gregorio Marañón, de frente, y Sebastián Miranda, de espaldas, cuando las tropas alemanas ocupan París el 14 de junio de 1940 (foto del libro ‘El Cigarral de las Altas Cumbres’).


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