El 4 de diciembre de 1952 se extendió una densa niebla sobre Londres. No era inusual, así que nadie sospechó que pudiese pasar nada anormal. Pero esa semana murieron en la ciudad 4.000 personas más de lo habitual. La nube mantuvo su efecto durante meses y se le atribuye la muerte de 12.000 personas. Los problemas respiratorios de las víctimas hicieron creer que se trataba de una epidemia de gripe. Cinco décadas más tarde, investigadores en calidad del aire y epidemiólogos lograron reconstruir el caso e identificar al culpable: la contaminación. Las calderas de carbón convirtieron el aire londinense en algo peligroso.
El pasado febrero, Madrid y Barcelona (También Milán, Nápoles, Roma, etc.) sobrepasaron los niveles de contaminación atmosférica que establece la normativa europea. En las últimas semanas, algunas estaciones de control de calidad del aire en Madrid han registrado picos de dióxido de nitrógeno de 300 y hasta casi 400 microgramos por metro cúbico, muy superiores a los considerados nocivos por la Organización Mundial de la Salud (OMS).
Cabía esperar que en las últimas décadas las ciudades del mundo desarrollado, alertadas por la experiencia londinense habrían aprendido a controlar su aire. Los expertos internacionales concentraban sus advertencias sobre todo en las megaciudades que hoy crecen de forma desbocada en Asia y América Latina, y cuyos habitantes viven inmersos en un fluido tóxico cada vez más parecido al veneno londinense. Pero no, la Europa actual tampoco está libre de la contaminación urbana.
Es hora punta en Madrid. Los coches, muchos de motor diésel, arrancan, avanzan unos metros, frenan y vuelta a empezar. A cada minuto, peor humor. También más contaminantes. Cada frenazo expulsa al ambiente un chorro de cobre, antimonio, estaño, manganeso, zinc o bario, metales procedentes del desgaste de frenos, ruedas y firme, el llamado "polvo de rodadura". Cada golpe de motor escupe sobre todo óxidos de nitrógeno y de azufre. En conjunto, una sopa tóxica que acabará en los edificios, en el suelo y en el interior de las personas.
La normativa europea Euro 5, en vigor desde el 2007, establece que los coches de gasoil pueden emitir hasta 180 miligramos de dióxido de nitrógeno por kilómetro recorrido, mientras que a los de gasolina les exige un máximo de 60, lo que significa que los primeros pueden contaminar el triple que los segundos. La propuesta de Euro 6, prevista para el 2014, obligará a que los diésel emitan un máximo de 80 miligramos de NO2. Tanto en motores diésel como de gasolina se puede reducir la cantidad de NO2 emitido mediante el uso de catalizadores situados en sus tubos de escape.
Todas las principales ciudades españolas superaron los niveles permitidos de algunos contaminantes en 2010. Por otra parte, Madrid tiene 2.100 coches por kilómetro cuadrado, Barcelona 6.010, Valencia 2.600, Londres 1.300, Oslo 400 como se puede ver, en eso también somos diferentes.
Xavier Querol, del Instituto de Diagnóstico Ambiental y Estudios del Agua del Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC), lleva más de una década investigando los ingredientes del aire en ciudades de toda España. En Madrid, su equipo detecta de todo, desde el arsénico que emiten las calderas de carbón del barrio de Salamanca hasta las moléculas de cocaína en suspensión. Estas investigaciones muestran que la composición media del aire urbano español lleva un 15% de polvo de rodadura, un 35% de partículas del tipo ultrafinas (de millonésimas de milímetro) procedentes de los motores, un 30% de óxidos de nitrógeno y azufre y un 15% de polvo mineral (producto sobre todo de las obras). Los motores diésel, cada vez más extendidos, emiten más partículas ultrafinas y óxidos de nitrógeno que los motores de gasolina.
Cada vez hay más indicios de que las motas ultrafinas, las más pequeñas, son peligrosas. Las leyes actuales europeas sobre calidad del aire urbano solo tienen en cuenta partículas de más de 2,5 milésimas de milímetro, cien veces más pequeñas que el grosor de un cabello humano, pero muchos científicos opinan que debería legislarse también sobre las que miden apenas millonésimas de milímetro.
Las partículas gruesas, al ser inhaladas, se depositan en los conductos bronquiales y pueden empeorar las patologías respiratorias, según el epidemiólogo Jordi Sunyer, del Centro de Investigación en Epidemiología Ambiental (CREAL) y el Instituto Municipal de Investigación Médica (IMIM), en Barcelona. Pero las partículas más finas se depositan en los alveolos y pueden llegar al torrente sanguíneo. Pueden tener también efectos sobre el sistema cardiovascular. Sunyer dirigirá los próximos años un proyecto de la Unión Europea para investigar si el polvo ultrafino llega incluso al cerebro y dificulta la actividad intelectual.
Por otra parte, el planeta es ahora más oscuro que hace tres décadas. Un grupo de investigadores de Estados Unidos recopilaron datos sobre visibilidad atmosférica obtenidos entre 1973 y 2007 en 3.250 estaciones meteorológicas de todo el mundo, y tras contrastarlos con observaciones de satélites atribuyeron el fenómeno a la contaminación. Su trabajo se publicó el pasado año en la prestigiosa revista Science.
Sucede que muchos de los gases y las partículas que nublan el aire urbano ascienden, se quedan en la atmósfera durante semanas e incluso se alejan de donde nacieron. Entretanto, cambian física y químicamente. Los óxidos de nitrógeno, por ejemplo, se transforman en ozono troposférico (Muy tóxico) al exponerse a la luz solar. Los óxidos de azufre dan ácido sulfúrico, que vuelve al suelo en forma de lluvia ácida. Las famosas partículas ultrafinas, por su parte, tienen carga eléctrica, lo que las hace amalgamarse en una especie de discos microscópicos. En cualquier caso, la contaminación tiene un radio de acción más amplio que el estrictamente urbano, y con el paso del tiempo llega a envolver al planeta en una capa muy tenue capaz de mermar la luz que nos llega del sol.
A estas partículas de contaminación suspendidas en el aire se las conoce como aerosoles. También hay aerosoles naturales, como el polvo del Sáhara, pero sus niveles no han cambiado en las últimas décadas tanto como los generados por la acción humana. No está claro el efecto de los aerosoles, pero se supone que es importante en el comportamiento del clima global. En algunas zonas ayudan a enfríar la superficie porque reflejan al espacio la luz solar, pero en otras su efecto es el contrario, absorben el calor que refleja la superficie terrestre y calientan la atmósfera.
Sergio Rodríguez, del Centro de Investigación Atmosférica de Izaña (Agencia Estatal de Meteorología), investiga sobre aerosoles en Tenerife. Su trabajo consiste en analizar aire limpio, o más bien aire no contaminado con fuentes locales. Lo captura a 2.400 metros de altura en Izaña, un observatorio convertido en centro para meteorólogos de todo el mundo y que alberga una de las 25 estaciones de la Red de Vigilancia Atmosférica Global. El aire ahí es perfecto para estudiar contaminación global. En Canarias, los vientos alisios crean una capa de nubes que aísla las cumbres, así que en El Teide, donde está Izaña, no llega la polución de los coches isleños, sino aire del Atlántico medio, que se desplaza entre 4.000 y 5.000 metros de altura, hasta que baja en Tenerife.
Los instrumentos utilizados para su estudio lo filtran con láminas de microfibra de cuarzo y analizan el tamaño y la composición química de los aerosoles que quedan atrapados. Así los investigadores distinguen entre las partículas originadas por la acción humana y el polvo del Sáhara.
Rodríguez y su grupo han obtenido estos meses un resultado sorprendente. Al contrario de lo que se creía, muchos de los aerosoles de origen humano que llegan a Izaña no vienen de Europa, sino de las refinerías y fábricas de fertilizantes del norte de África. El polvo viene recubierto de sulfatos, nitratos y amonio. Cuando están recubiertos por contaminantes, los aerosoles reflejan todavía más luz solar al espacio, y también cambia la manera en que favorecen, como semillas, la formación de nubes.
No son contaminantes lo único que se pega a los entre 60 y 200 millones de toneladas de polvo que el Sáhara emite cada año. El polvo es de por sí rico en nitrógeno, fósforo y hierro, y tiene un papel importante en la fertilización del plancton oceánico e incluso de las selvas tropicales. Pero el polvo lleva también millones y millones de microorganismos. Louis Pasteur ya demostró a finales del siglo XIX que los gérmenes viajan por vía aérea, pero solo recientemente se ha descubierto que bacterias, hongos y virus se desplazan miles de kilómetros adheridos a las micropartículas suspendidas en el aire. Las imágenes de satélite muestran nubes a veces tan extensas como toda la península Ibérica.
Hasta hace poco se asumía que la atmósfera era un medio hostil. El polvo viaja entre 2.000 y 4.000 metros de altura, donde la sequedad y la esterilizante radiación solar ultravioleta son muy intensas. Pero en los últimos años los investigadores han advertido de que los microorganismos se las arreglan para protegerse y conservan la capacidad de desarrollarse al llegar a su destino.
Isabel Reche, de la Universidad de Granada, y Emilio O. Casamayor, del Centro de Estudios Avanzados de Blanes, han liderado un proyecto internacional financiado por la Fundación BBVA para estudiar el fenómeno. Los investigadores aspiraron aire de zonas sin contaminación local, en concreto de lagos de alta montaña, lo filtraron y extrajeron el ADN de los organismos presentes. Los métodos tradicionales revelaban bastante menos de lo que hay realmente. Por eso se conocía hasta ahora menos del 0,1% de las 500 bacterias presentes por litro de aire. Estos estudios se han hecho analizando las partículas del aire con microchips que detectan ADN.
Los resultados, presentados en varias publicaciones científicas, muestran que las lagunas de Sierra Nevada y Pirineos albergan microorganismos que también se encuentran en el suelo de Mauritania. El proyecto se extiende a lagos de los Alpes (Austria), la Patagonia argentina, las islas Bylot, en el Ártico (Canadá), y el archipiélago de las Shetland del Sur (Antártida). Como sonsecuencias de todo esto algunas poblaciones de corales en el Caribe parecen sufrir ya por una cobertura excesiva de polvo, y se investiga también el posible efecto de las "nubes bacterianas" sobre la salud humana.
Subamos aún más en la atmósfera, entre 10 y 35 kilómetros. En 2010 el agujero de ozono sobre la Antártida estaba disminuyendo. Pero Margarita Yela, del Instituto Nacional de Técnica Aeroespacial (INTA), y una de las principales expertas en física atmosférica, advierte que la magnitud del agujero de ozono ha dependido más de las variaciones en la temperatura y la dinámica atmosférica que de la cantidad de compuestos halogenados. La capa de ozono evita que más del 90% de la radiación solar ultravioleta alcance la superficie terrestre. En los años setenta se predijo, y en los ochenta se confirmó, que compuestos industriales con cloro y bromo sufren en la atmósfera reacciones químicas que destruyen el ozono. En 1987 se adoptó el Protocolo de Montreal para reducir estos compuestos, con resultados positivos, la capa de ozono en la Antártida podría recuperarse hacia 2080.
La investigación del clima se beneficiará esta próxima década de los grandes avances en la capacidad de estudiar la atmósfera con satélites. En concreto, uno de los retos es identificar desde el espacio las fuentes emisoras de gases de efecto invernadero, porque solo así se podrá poner en marcha un mercado internacional de emisiones de CO2 eficaz. Ese era el objetivo del satélite OCO (Observatorio Orbital de Carbono), de la NASA, cuyo lanzamiento falló en 2009. La Agencia Espacial Europea (ESA) prepara ya una alternativa, el Carbonsat, que se lanzará en 2018.
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