sábado, 29 de junio de 2019

Leo Baekeland


Los historiadores del futuro recordarán al químico de origen belga Leo Baekeland como el hombre que plastificó el mundo. Inventó en 1907 el primer plástico, la baquelita, llamada así en honor a su apellido, y alentó de esta forma la moderna industria del plástico, a la que ahora estamos poniendo bajo los focos racionales del análisis medioambiental. Baekeland nunca predijo, ni podría haberlo hecho, las consecuencias económicas y planetarias de su invención. Pero su trabajo pionero ha terminado por cambiar el mundo, y no siempre en el mejor de los sentidos.


Los plásticos se llaman así porque son moldeables con técnicas tan prehistóricas como el calor y la presión, y luego se vuelven rígidos al enfriarse. Eso te permite fabricar de manera fácil y barata una manguera de jardín o el chasis de tu teléfono móvil, pero también una botella de tereftalato de polietileno (PET) para beber agua y la bandeja de poliestireno (Styrofoam) donde te venden los cogollos de lechuga y los filetes de pollo, una cuchara, un tenedor, un cuchillo, un vaso, un plato, el postre de macedonia y cuatro bolsas desechables para meter todo lo anterior. En el mejor de los casos, todo eso acabará en un sistema de reciclado costoso e imperfecto. En el peor, terminará envenenando con microplásticos los océanos y a sus habitantes, que son algunos de nuestros alimentos más preciados y saludables.

Pero Baekeland no era el típico científico chalado del que siempre ha disfrutado la ficción, desde Mary Shelley hasta Breaking Bad. Era un estupendo químico que, ya en 1899, ocho años antes de inventar los plásticos, había creado el primer papel fotográfico lo bastante versátil (¡se podía revelar con luz artificial!) como para triunfar entre el público, y obligó a George Eastman a palmar un millón de dólares por los derechos de la patente. Lo de cobrar por usar las neuronas no es tan nuevo como creen en Silicon Valley.

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