sábado, 9 de noviembre de 2019

En tiempos de Felipe II


Felipe II, gracias a sus servicios de inteligencia, contaba con información más fiable que otros monarcas europeos. Y que llegaba a sus manos con más rapidez. Más de un embajador extranjero comprobó que asuntos sobre su propio país los conocía el soberano español con anterioridad.


Ningún otro país dedicaba tantos recursos, humanos y materiales, a esta actividad. Ni obtuvo resultados tan brillantes, pese a los fracasos, que también los hubo. En la cúspide de aquel entramado se encontraba, naturalmente, el Rey. Tras él, su secretario del Consejo de Estado (institución encargada de la política exterior). Ellos seleccionaban agentes, marcaban sus prioridades y centralizaban la recogida de los “avisos”, como entonces se denominaba a los informes secretos.

Hombre con una legendaria capacidad de trabajo, Felipe II no se limitaba a marcar las grandes directrices de sus agentes. También descendía a pequeños detalles, con su acostumbrada dificultad para delegar. Podía, por ejemplo, entretenerse en corregir el descifrado de unos documentos interceptados al embajador francés, trabajo ya realizado por un especialista. Se originaban así, como no podía ser menos, los inevitables retrasos.

La obsesión del rey por controlarlo todo personalmente hizo que un informe crucial de Bernardino de Mendoza, que advertía del ataque inglés a Cádiz en 1587, quedara en una mesa durante varios días entre otros mensajes menos importantes. Ningún funcionario tenía autorización para leer el documento y alertar al monarca.

La monarquía hispánica era muy consciente de que solo conservaría sus múltiples dominios si impulsaba los servicios secretos. Por eso, el soberano aconsejará a su hijo y sucesor, Felipe III, que procure estar informado “de las fuerzas, rentas, gastos, riquezas, soldados, armas y cosas de este talle de los reyes y reinos extraños”. Así, con datos precisos sobre sus enemigos, sabría sus puntos fuertes y dónde estaban sus debilidades, conocimiento que le permitiría diseñar su política exterior.

Podría responder entonces a preguntas básicas: ¿cuándo atacar?, ¿cómo defenderse? El cuerpo diplomático se ocupaba, entre otras responsabilidades, de organizar la recogida clandestina de información. De un embajador se esperaba que ejerciera de espía, y algunos, como Bernardino de Mendoza, representante español en Inglaterra y más tarde en Francia, ejercieron esta función con especial éxito y audacia.

Lo mismo sobornaban a funcionarios extranjeros que se hacían con documentos fundamentales para las campañas militares. Por ejemplo, el mapa de los asentamientos franceses en Florida, imprescindible para la expedición que los eliminó. Para que esta información resultara útil, antes tenía que llegar al despacho del rey. Según Geoffrey Parker, Felipe II contó con un servicio de correos de una eficacia nunca vista hasta entonces.

Una red de mensajeros enlazaba Madrid con las principales capitales europeas, como Roma, Viena o Bruselas. Tenía que enfrentarse a las rudimentarias comunicaciones de la época, pero aun así transportaba tal cantidad de avisos que los gobernantes españoles se veían desbordados. Como vivían inmersos en montañas de documentos, el rey y sus colaboradores no tenían siempre tiempo para analizar todos los datos de un problema. Era imposible que sus decisiones fueran siempre las más apropiadas.

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