domingo, 28 de enero de 2024

De periodistas y políticos o viceversa

Gaceta de la prensa española, 15 de junio de 1963, pag. 75

MI VIDA COMPAÑEROS... UN LARGO Y FATIGOSO REPORTAJE

El periodista que nació con el siglo


En 1900, recién cumplidos los doce años, podía yo vanagloriarme con el título de periodista, porque trabajaba, sin otra recompensa que la de ver impresos los humildes frutos de mi pluma, en el Heraldo de los Niños, un semanario infantil creado, con innegable acierto, por don José García Plaza. Enviaba también mis cuartillas a las diversas revistas en que los noveles desahogábamos nuestros ímpetus literarios, sin miedo a las repulsas y palmetazos de que se nos hacía víctimas en la correspondencia particular.


Escribí en Madrid Cómico, dirigido entonces por el famoso «Don Modesto»; en El Cardo, que fundó el marqués de Altavilla; en La Avispa, órgano de un cierto doctor Koch, especialista en males específicos; en Miscelánea, en Los Madriles, en La Gota de Agua, en el Piripitipi y hasta en Flores y Abejas, de Guadalajara, que resurgió hace poco tiempo, aunque ignoro si continúa publicándose. Y tampoco se libraban de mi espontánea colaboración algunos diarios de provincias, como El Cantábrico, de Santander; La Concordia, de Vigo, y La Unión, de Jaén, sobre los cuales caían mis ripios a manta de Dios. Él, en su misericordia, habrá perdonado mi audacia.

Un año más tarde, en 1901, era redactor de El Globo, sin sueldo, a las órdenes del ilustre Francos Rodríguez, Mi padre hacía allí la información política, y mi labor de principiante reducíase a poner títulos a algunos telegramas de la Agencia Fabra, y a pegar cuidadosamente, en vistosas cuartillas multicolores —que no eran sino prospectos de la célebre lotería de Hamburgo—, el sumario de La Gaceta.

Alguna vez la bondad de Francos me permitía divagar en el comentario pueril a cualquier pequeño suceso, y hasta invadir la sección de cuentos, con los que pergeñaba a ratos perdidos, siguiendo las huellas de doña Emilia, «Fernanflor», «Clarín», Palacio Valdés, Eusebio Blasco y José de Roure, mis ídolos de entonces.

Versos no se admitían en El Globo y me era forzoso reservarlos para otras publicaciones; pero dábame por satisfecho con mi labor, y tenía como premio extraordinario los «vales» de teatro y los sorbos de café con leche, a cambio de mis útiles servicios disolviendo los terrones de azúcar en los humeantes líquidos, y mezclando éstos con el mismo arte con que pudiera hacerlo el más hábil cochero de punto de la villa. Añádanse los pantagruélicos hartazgos de obleas, tal cual convite a judías «a la bretona» en casa de «la Concha», a patatas fritas en una taberna de la calle del León, a callos en «La Central», y, los días muy sonados, a tortilla y bisté en el café de Levante o en el de Correos, y se comprenderá que el aprendizaje fuese para mí de lo más divertido y provechoso.



Hotel Inglés; año 1902, Banquete del personal de “El Globo", en honor de don Fernando Merino, conde de Sagasta, inspirador político del diario, y don Emilio Riu

Asisten: 1. Francisco Serrano Anguita. — 2. Pedro de Répide. — 3. Alejandro Pizarroso. — 4. José López Pininos. — 6. José Martínez Ruiz. — 7. Emilio Riu. — 8. Fernando Merino. —  9. Francisco Serrano de la Pedrosa. — 10. Calixto Ballesteros. — 11. Alberto Aguilera y Arjona. — 13. Enrique Jardiel. — 15. Daniel Riu (hermano de don Emilio). — 17. Fernando Serrano Palacios (padre del autor de este artículo). — 18. Camilo Bargiela. — 19. Manuel Carretero. — 21. Manuel Tercero. — 22. Manuel Delgado Barreto. — 24. Jaime Tur y Mary. — 31. Enrique Vázquez, dibujante.

(Faltan algunos nombres: el autor del artículo cree que están realmente todos los escritores y periodistas de aquella Redacción; el resto, o ha olvidado sus nombres, o pertenecían, seguramente, al personal de Administración y Talleres. En la foto no figura Pío Baroja, crítico teatral del diario; aquella noche tuvo que asistir a un estreno.)

En aquella redacción —instalada en el desaparecido palacio de Oñate, de la calle Mayor— conocí a Manuel Bueno, a Ramiro de Maeztu, a Francisco Navarro Ledesma, a Andrés Ovejero, a Baldomero Argente —el único que vive aún, y ojalá sea por muchos años— y a otros de menos renombre. Alterné con ellos hasta que se dispersaron, en 1902, al marcharse Francos Rodríguez a dirigir el Heraldo de Madrid, no sin proporcionarme la alegría de escribir el prólogo de mi primer libro: un tomito de cuentecillos ingenuos, que titulé «Primicias» y que me editaron en La Unión, de Jaén, cuyos dueños eran amigos de mi padre. Este se había apartado momentáneamente del periodismo, para llevar la Secretaría de don Juan Montilla, ministro de Gracia y Justicia en el Gobierno de Sagasta. Y, claro está, yo también tuve que suspender mis actividades.

Montilla dejó el cargo a los pocos meses y nosotros volvimos a El Globo, de cuya propiedad habíase desprendido el conde de Romanones, a fin de lanzarse a la aventura del Diario Universal, rotativo cuya dirección se confió a Augusto Suárez de Figueroa. El Globo lo adquirió el experto financiero don Emilio Ríu y Periquet, en torno del cual reunióse un admirable núcleo de escritores y periodistas: unos, ya veteranos, como Francisco Serrano de la Pedrosa, Dionisio Pérez, Calixto Ballesteros y mi padre; otros, más jóvenes y resueltos a abrirse camino a toda prisa: José Martínez Ruiz, quien no había adoptado aún el seudónimo de «Azorín»; Pío Baroja, severo crítico teatral, y su hermano Ricardo, que hacía dibujos a pluma sobre la plancha de cinc, lo mismo que Enrique Vaquer, grabador del Banco de España y discípulo de don Bartolomé Maura; Pedro de Répide, Camilo Bargiela, José López Pinillos —«Pármeno» en los años posteriores—, «Ángel Guerra», los pintores Sánchez Gerona y Mariano
Miguel, y, como redactor-jefe, el insustituible Manuel Delgado Barreto, mártir por Dios y por España bajo las hordas de 1936. No he de olvidar a Manolo Carretero, a Alberto Aguilera y Arjona, a Alejandro Pizarroso, a Carlos Pérez Ortiz, a Manuel Tercero, a Luis de Oteyza, a Carlos Bonet y a Enrique Jardiel, padre de un muchachito que luego sería gran comediógrafo: Jardiel Poncela. Junto a dichos
queridos compañeros, y no hay que decir que sometiéndome a la paternal vigilancia del más abnegado, noble y exigente de mis maestros, fui adquiriendo la práctica profesional que tanto necesitaba. Gracias a ello, y, sobre todo, al bondadoso y comprensivo Emilio Río, pude verme incluido en la nómina, con un sueldecito de cinco duros mensuales.


11 de agosto de 1914. Permiso para que un extranjero —en este caso, el joven periodista español— resida en París.

Empecé, pues, a trabajar en serio. Recuerdo que hice en la Casa de la Moneda la información del sorteo de Navidad, y la completé en el cuartel de la Guardia Civil de la calle del Duque de Alba, donde habían logrado uno de los premios mayores. Asimismo actué de reportero en el entierro del político y militar don Carlos O’Donnell y Abreu, duque de Tetuán, fallecido el 9 de febrero de 1903, luego de una larga agonía que nos trajo al estricote. («POR FIN murió esta madrugada el eminente prohombre...», se
dijo en La Correspondencia de España.) Y para que viese la muerte más de cerca, presencié, en los comienzos de abril, un choque entre los guardias de Seguridad y los manifestantes que protestaban contra los sucesos desarrollados en la Universidad de Salamanca. Consecuencia de éstos fueron unos disturbios en Lavapiés, donde cayó sin vida un mozalbete, vendedor de frutas, apodado «el Hospicia». Yo estaba allí, y aún creo tener ante los ojos la pirueta de aquel infeliz que iba a sus quehaceres y no intervenía en la algarada. ¿Y quién me hubiera dicho que yo, torpón y cachigordete, me encaramaría por un complicadísimo andamiaje hasta el frontón de la fachada principal de la Biblioteca, en el paseo de Recoletos? Pues allá subí, para que no me «pisasen» la visita a la soberbia obra escultórica de Querol, cuyas figuras, modeladas en yeso, fueron sustituidas por las de piedra. Claro es que yo apenas si tenía dieciséis años, y a esa edad se atreve uno a todo. Hoy tendrían que ponerme un ascensor... y es posible que me quedase en tierra.

Ello es que seguía mis prácticas, y pienso que me ganaba los cinco durillos de El Globo. Algo mejoré al cambiar de periódico. Nos fuimos a El Nacional, gobernado por Adolfo Suárez de Figueroa, hermano de Augusto, y con el granadino Diego Gálvez de lugarteniente. A la sazón era El Nacional la piedra en que afilaba su pluma tajante e implacable el gran prosista José Cuartero. Félix Lorenzo urdía sus primeras crónicas en aquellas páginas. El magnífico poeta gallego Aureliano J. Pereira hacía la crítica de teatros. Julio Rodríguez Pedre, una sección humorística, firmándola «Chismosillo».. Impacientábase Emilio Daguerre por demostrar desde la escena sus méritos de dramaturgo; Rómulo Muro, informador político, pasaría a serlo de sucesos en el A B C, hasta conseguir el título de administrador. Benigno Varela llevaba a las columnas de primera plana su aire juvenil y su arrogancia de mosquetero. Agustín Retortillo y Macpherson tenía encomendados los «Ecos de Sociedad», y Enrique Cerezo Irizaga cuidábase de los problemas del Municipio...

Ya he dicho que mejoré de fortuna. En El Nacional me pagaban cincuenta pesetas al mes por redactar las reseñas de las sesiones del Congreso, incluso una, permanente, de la que tendría que hablar mucho, si dispusiera de espacio. El Gobierno de don Antonio Maura había resuelto que la Cámara concediese los suplicatorios: esto es, las autorizaciones para que, pese a la inmunidad parlamentaria, se procesase a los diputados que tuvieran cuentas (de carácter político, desde luego) con la Justicia. Los debates se iniciaron antes del interregno veraniego de 1904, y prosiguieron en el otoño. Las minorías de izquierda, las más afectadas por la propuesta, lanzáronse a una tremenda obstrucción, y el 29 de octubre, después de quince jornadas infructuosas, tomóse el acuerdo de prorrogar indefinidamente la sesión, hasta que se aprobasen los dictámenes. La batalla fue pródiga en insultos, amenazas, bastonazos, tinteros por el aire, pupitres hechos astillas y rotura de campanillas y del crucifijo de plata que había sobre la mesa presidencial. 


3 de agosto de 1914. Serrano Anguita, redactor de “España Nueva”, es autorizado por la Dirección General de Seguridad para trasladarse a Francia.

Durante cuarenta horas —las mismas que permanecí en la tribuna de la Prensa—, fueron sucediéndose los discursos, las enmiendas, las votaciones, las bromas, los dicterios y los escándalos. Así estuvimos desde las tres y media de la tarde de un sábado hasta las siete y veinte minutos de la mañana del lunes. Al cabo, como siempre ocurre, se aplacaron los ánimos, firmáronse paces y se encontró esa fórmula maravillosa que surge por arte de magia cuando la situación parece más grave. Los suplicatorios quedaron para momento más oportuno, y con las claritas del día nos marchamos en busca del reposo.

La verdad es que yo hubiese continuado en mi puesto cuarenta horas más, porque la Administración del periódico atendió pródigamente a mis gastos en la cantina, además de costearme las comidas en el «Buffet Italiano». ¡Ay, amigos! El periodismo seguía siendo un alegre juego para mí. Sólo que hubo que interrumpirlo mes y medio más tarde. El 14 de diciembre de aquel año 1904 sobrevino mi primer gran dolor, la más abrumadora desgracia de mi vida, tan abundante en ellas: la muerte de mi padre,

Quizá me extendí mucho en la evocación de mi aprendizaje. Fue el período gozoso y risueño en que el rapazuelo del Heraldo de los Niños alternaba el escondite y las cuatro esquinas con sus ensayos de poetilla en agraz y de gacetillero en fárfara. Creo, por otra parte, que puede interesar a quien me lea esta descripción de nuestros periódicos al nacer el siglo, cuando ocupaban la vanguardia El Imparcial, El Liberal y el Heraldo de Madrid, seguidos por La Correspondencia y, ya más distantes, por La Epoca, el novísimo Diario Universal, España, fundado por don Manuel Troyano; El País, El Nacional, El Globo, La Correspondencia Militar, El Tiempo, El Español, El Ejército Español... Y así llegaríamos a los pobrecitos «sapos», compuestos en la misma imprenta, sin más cambios entre sí que el del artículo de fondo y el título: El Día, La Iberia, El Siglo, ni más ingresos que los del fondo de reptiles y los anuncios del Banco de España, de la Tabacalera y de la Compañía Trasatlántica.

La transformación de la Prensa arranca desde el ABC, en 1905. Luca de Tena creó un tipo de periódico distinto a todos los anteriores. Un año después vino Nueva España, estruendosa y bullanguera, obra del maestro Cristóbal de Castro, a las órdenes de Rodrigo Soriano, En 1911 Pere Milá y Camps y Cánovas Cervantes llevan a La Tribuna a Enrique López Alarcón, Julio Camba, Tomás Borrás, Gómez de la Serna y Luis Gil Fillol. Juan Pujol, con el marqués de Polavieja, lanza en 1916 La Nación, diario gráfico, y a él van Federico García Sanchiz, Felipe Sassone, Julio Casares, Andrés Revesz, Jacinto Grau, Ortega y Munilla, Pérez Bojart, Astrana Marín y Juan Spottorno, Y en 1917 se publica El Sol, con Mariano de Cavia, Unamuno, Maeztu, Ortega y Gasset, Pérez de Ayala, Madariaga, Américo Castro, Sánchez Mazas, Sánchez Rojas, Diez Canedo, Vázquez Díaz y cuantos formaban lo que llamábamos el «Olimpo» los simples redactores, capitaneados por Félix Lorenzo, al principio, y por Manuel Aznar, diez meses más tarde. Y en el verano de 1920 completa sus planes la empresa —don Nicolás Urgoiti y La Papelera Española— y se apodera del mercado nocturno gracias a La Voz, a la que se incorporan «Fabián Vidal», Roberto Castrovido, Alberto Insúa, Nilo Fabra y Manolo Tovar.
 
Menos en A B C, trabajé asidua y afanosamente en los periódicos citados. No lo hice en El Gráfico, imaginado por Rafael Gasset y Julio Burell en 1904, para anticiparse al A B C, y sin que les acompañara la suerte. Ni en Las Novedades, otro diario de igual estilo que editó Domingo Blanco, al amparo del semanario Los Sucesos, cuyo buen éxito no se repitió en la segunda aventura. No pasaré en silencio mis intervenciones en El Heraldo, El Parlamentario y La Mañana, sin omitir Los Comentarios, pintoresco órgano «aliadófilo» costeado por los alemanes para que Rafael Guerrero ensalzase a Francia, a Inglaterra y a los Estados Unidos... y combatiese ferozmente al Gobierno de Romanones, el de Neutralidades que matan, porque ése era el enemigo. Y vaya mi recuerdo al queridísimo Informaciones de las «Jácaras» y de los «reportajes» sensacionales: la muerte de la Reina María Cristina, la biografía de don Torcuato Luca de Tena, las experiencias del doctor Asuero en San Sebastián y el crimen de «Ricardito» en Barcelona.

Llevo sesenta y tres años remando en la amada galera, salvo un paréntesis que va desde julio de 1931 hasta el final de nuestra guerra. Con la paz que nos trajo Franco volví al oficio. Escribo en Madrid a partir de abril de 1939, y seguiré escribiendo mientras me lo permitan las fuerzas propias y la voluntad ajena. Me asusta, y no me atrevo a detallarla aquí, la intensa y profusa labor realizada en más de media centuria. Supieron de mi esfuerzo no pocas gacetas provincianas, de las que fui corresponsal en la metrópoli, amén de no sé cuántas revistas de todo orden. Y hasta hice una escapada a tierras de América y estuve cerca de dos años en La Habana, como jefe de información del diario Cuba. Allí perfeccioné mis conocimientos, que habían de serme tan útiles al confiárseme el difícil encargo de confeccionar El Sol y La Voz, dándole a cada uno moderna y distinta fisonomía.

He vivido sin otros ingresos de los que me gané en la Prensa, y me atrevo a incluir en ellos cuantos obtuve como autor dramático, porque también así practiqué mi oficio, y en cualquiera de mis comedias hay una especie de periodismo escénico. Mi pan y el de los míos llevó siempre el sabor áspero de la tinta y el perfume del papel recién impreso por las rotativas trepidantes. En mi hogar, los muebles modestos, adquiridos con tantas dificultades, evocaban un episodio profesional. «Esta cama la compramos a plazos cuando entraste en La Nación... Para el armario te adelantaron sesenta duros en Informaciones... Con una paga extraordinaria de El Sol abonamos la primera mensualidad del despacho...».

Estoy recordando lo más triste y lo más dichoso de mi existencia, doblado ya el cabo de los setenta y cinco años. Es el trabajar sin descanso; la época de fiebre y de lucha, de risa y de miseria, de remplazar la cena imposible con unos sueños más imposibles todavía; el trajín constante en la redacción, en la imprenta, en las tribunas parlamentarias, en el chiscón de Telégrafos, en el vestíbulo de Teléfonos interurbanos, en las covachuelas del Juzgado de Guardia, en las graderías de las plazas de toros, en los saloncillos de los teatros, en las antesalas de los ministerios y en el zaguán del Palacio Real. Es el zumo de mi juventud empapando millares y millares de cuartillas que volaron sabe Dios adónde, que ardieron en no sé qué ignoradas hogueras o hirvieron en no sé qué amplios crisoles para ser nueva pasta, la cual, prensada entre cilindros vertiginosos, volvería a convertirse en papel terso y limpio que habrá recogido el zumo de otras juventudes heroicas. Sufro y gozo al pensar en tantas campañas, tantas informaciones, tantos artículos, tantos versos, tantas correrías y tantos viajes en los que fui dejando lo mejor de mi espíritu. Hablo de ello, y parece que se me funde la nieve grisácea de los cabellos, y que retorno a mi lejana mocedad. Me veo temblando de horror sobre los escombros del Tercer Depósito de las Aguas de Lozoya, sepultura de unos hombres muertos cara al sol de una mañana de primavera: cara al sol, que había de ser declarado el único responsable. Y, a los pocos días, corriendo, estremecido de pánico, entre el tableteo de pistolas de la fuerza pública enfrentada con las turbas en la polvorienta plaza de los Cuatro Caminos. Y envuelto en la humareda que sirvió de siniestra aureola a las víctimas de Mateo Morral, el anarquista que realizó el bárbaro atentado en la calle Mayor. Y galopando por las maniguas cubanas durante una absurda insurrección de negros arrastrados por Estenoz, un mulato inteligente, y por Ivonnet, un cimarrón semisalvaje. Y persiguiendo, por el Madrid galdosiano, el hilo de luz que había de permitirme desentrañar el misterio de aquel drama de la Escuela de Guerra, donde el capitán Sánchez y su bija asesinaron y descuartizaron a don Rodrigo García Jalón. Y en los campos de Bélgica, en agosto de 1914, trémulo de horror y de pena ante los cadáveres de los soldados caídos en la defensa de Lieja y de Namur. Y contemplando, desde el tendedero de ropas de la Cárcel Modelo, en un lívido amanecer de mayo, el trágico espectáculo de la ejecución de los tres reos condenados a muerte como autores del asalto al expreso de Andalucía...

Gaceta de la Prensa Española ha querido, honrándome con ello, que relatara en sus páginas mi historia de periodista. Aquí está, desde el alba risueña de los primeros capítulos hasta los párrafos melancólicos del epílogo, en el que pone sus oros y sus malvas el irremediable ocaso. Queden aparte honores que no merecí, lauros que no busqué, títulos que debo a la bondad generosa de los demás. Ved cuál fue mi vida, compañeros. Un largo y fatigoso «reportaje».













































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