Alexander Humboldt nació en el seno de una familia de la pequeña nobleza prusiana imbuida de los valores de la Ilustración. Tuvo preceptores privados y estudió en las grandes universidades de su país geografía, meteorología, botánica, astronomía e ingeniería. Parecía destinado a una carrera como funcionario del Estado y de hecho trabajó de inspector de minas, pero el contacto con personajes como el naturalista del capitán James Cook, el gran Joseph Banks —con el que desarrolló una intensa amistad (luego conocería también al explorador Louis Antoine de Bougainville)—, propulsó su vocación de explorador científico y su pasión por los viajes. En 1798, tras desbaratársele otros planes, se plantó en Madrid y logró que Carlos IV le autorizara a viajar con enorme libertad a las colonias de Sudamérica. Eso marcó su destino. En los cinco años de expediciones (1779-1804) en el continente americano, en las que recolectó 2.000 especies nuevas de plantas para la ciencia y revolucionó la cartografía, Humboldt descubrió cómo todas las fuerzas de la naturaleza están entrelazadas y entretejidas. De camino subió al Teide. Las montañas y los volcanes le llamaban como si fuera un Lérmontov de la ciencia. Le cautivaron en Venezuela los Llanos y el Orinoco —por no hablar de lo que puede entusiasmar a un alemán un papagayo—, aunque su epifanía y su nirvana científico le llegaron sobre todo en los Andes, en la ascensión en 1802 al Chimborazo, un volcán en el actual Ecuador que entonces se creía que era la montaña más alta del mundo (6.400 metros). No llegó a la cumbre, pero aun así subió a más altitud (5.917 metros) de lo que lo había hecho antes nadie. Y, sobre todo, observando la montaña, comparándola con los Alpes que había recorrido, viendo cómo se distribuían la flora y las formaciones rocosas en ella, de la base a la cima, de la vegetación tropical a los líquenes, entendió el entrelazamiento de la naturaleza y su unidad esencial, el secreto de la vida. Plasmó esa idea de totalidad en su Naturgemälde, una representación que incluía junto a la pintura precisa de todas las especies los datos, con tablas y estadísticas, de a qué altura exacta y en qué lugar se encontraban.
Posteriormente viajaría ocho meses por Rusia y Siberia, más de 15.000 kilómetros, hasta la frontera china, escoltado por cosacos. Al final de su vida residía en un apartamento en Berlín con un camaleón y un globo terráqueo, añadiendo volúmenes a su obra magna y en parte póstuma, Cosmos (1845-1862), y tratando de administrar una correspondencia monstruosa que ríete tú de Facebook y Twitter.
La forma más cómoda hoy de acercarse a Humboldt es desde alguno de los magníficos libros recientes que se han escrito sobre él: La invención de la naturaleza, de Andrea Wulf (Taurus, 2016), o Alexander von Humboldt, el anhelo por lo desconocido, de Maren Meinhardt (Turner, 2018). Wulf, gran abanderada de la significación ecologista de Humboldt, destaca la plena actualidad de la idea del naturalista de que las cuestiones sociales, económicas y políticas están estrechamente relacionadas con los problemas medioambientales. En todo caso, para captar a Humboldt no hay nada como zambullirse en sus escritos, escucharle directamente. Cuadros de la naturaleza, por ejemplo (Los Libros de la Catarata, 2003). Era su libro que más amaba y uno de los más leídos. Es difícil describirlo, Humboldt desbordaba los límites de lo establecido cuando exploraba, pero también cuando escribía. En este caso creó un género nuevo en el que se mezclaban los datos e informaciones científicos con una forma de escribir, un estilo, increíblemente vivaz y rebosante de lirismo. “Los bosques y los montes resuenan con el fragor de los saltos de agua, los rugidos del jaguar y los aullidos sordos del mono barbudo, presagio de la lluvia”.
En los Cuadros te das cuenta de la increíble variedad de intereses de Humboldt y su capacidad para interrelacionar cosas y lugares, utilizando el método de la geografía comparada. Aparecen en el libro las estepas y desiertos de todo el mundo, la flora de América y la de Asia, los rebaños, las palmeras, la fosforescencia en el mar, los brezos, los petroglifos, la corriente del Golfo o las tradiciones de Samotracia.
En la sección De la vida nocturna de los animales en las selvas del Nuevo Mundo explica cómo oían en la noche, en la confluencia del Casiquiaro con el Orinoco, el grito de los “abigarrados jaguares”. Cómo se les acercaban los cocodrilos y los delfines de agua dulce que pasaban formando grandes manadas. Y los monos. Mientras, “ceñida la cola al tronco de algún árbol y arrollada sobre sí misma se mantiene la boa tragavenados emboscada en la orilla, segura de su presa”. Humboldt nos mete con él en la selva, nos hace vivir su aventura y la remata así: “Todo anuncia un mundo de fuerzas orgánicas en movimiento. En cada matorral, en la corteza agrietada de los árboles, en la tierra que cavan los himenópteros, la vida se agita y se hace oír como una de las mil voces que envía la naturaleza al alma piadosa y sensible del hombre”. Parece que escuches, dos siglos antes, a Félix Rodríguez de la Fuente o a David Attenborough.
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