martes, 27 de julio de 2021

ÁRBOLES Y PÁJAROS en 1871

La crónica de León : revista científico-literaria de intereses morales y...: Año I Número 41 - 1875 diciembre 5

SECCIÓN DOCTRINAL. 

ÁRBOLES Y PÁJAROS.

Recuerdo que me dirigía a la estación de León, en una tarde lluviosa y apacible del mes de Mayo del año dé gracia 1871, y tomé asiento con dos amigos en un compartimiento de un wagon de segunda clase de los que formaban el tren-correo a la destination de Madrid, como dirían los franceses; no era tan larga, sin embargo, nuestra caminata: de los 414 kilómetros que separan la nobilísima ciudad de la coronada villa, solo nos proponíamos recorrer 18, y en vez del humilde Manzanares, buscábamos el caudaloso Esla, como término de nuestro viaje. 

Íbamos a un molino, que todos conocen en aquel país, situado en término del pintoresco pueblo de Villanueva de las Manzanas, y debíamos, por consiguiente, abandonar la vía férrea en la estación de Palanquinos; en efecto, cruzadas a todo vapor las frondosas alamedas que fertilizan los ríos Torío y Bernesga, pasada la estación de Torneros y el magnífico puente que precede a la primeramente nombrada, echamos pié a tierra, y perdido muy pronto en el horizonte el convoy que nos condujera, montamos en los caballos que ya nos esperaban, y nos dirigimos en demanda del pueblo de Villanueva, que habíamos de atravesar para llegar al molino. La lluvia aumentaba por momentos, y densas nubes que se estendían sobre nuestras cabezas, impidiendo cruzar sus masas a los rayos del sol, daban melancólico colorido a aquel paisaje espléndido cuando de lleno le ilumina el astro del día.

Ni la conversación que en el wagon trajéramos, reducida a los sucesos de París, objeto entonces de la ansiedad general, ni el motivo del viaje, podían, ni remotamente, hacerme sospechar que iba a verificar una observación preciosa para el porvenir de la agricultura castellana, y a descubrir una demostración elocuente (como que era práctica) de la inmensa y falaz absurdidad que encierra la preocupación de nuestros campesinos de ambas Castillas contra el arbolado y los pájaros. 

Y no obstante, lo que aquélla tarde observé, lo que entonces vi, ha preocupado constantemente mi ánimo, ha venido después muchas veces a mi imaginación, y por eso creo que debe consignarse en las columnas de esta Revista, para que seriamente lo mediten cuantos lo lean y cuantos se afanen, como todos debemos hacerlo, por buscar la causa y atenuar los efectos de las pertinaces sequías que amenazan convertir nuestras todavía feraces llanuras, en árido desierto de menuda e infecunda arena, así como los medios de evitar que la terrible visita, por fortuna extraordinaria, que la langosta ha hecho este año a comarcas de Castilla la Vieja que nunca la vieran, se convierta en periódica y constante, como sucede por desgracia a otras regiones de la Península. 

Y no se crea que mi descubrimiento fue asombroso, como el que cuenta Julio Verne, ni estupendo y fenomenal, nada de eso; es, por el contrario, una vulgaridad para las personas de cierta instrucción, y solo merece llamarse descubrimiento por lo que hace a nuestros preocupados labriegos. 

Habíamos conseguido llegar, calados ya hasta los huesos, al pueblo que hacia rato divisábamos, no sin obligar muchas veces a nuestras monturas a hacer arriesgados equilibrios sobre el resbaladizo declive de gredosas laderas, y habíamos alcanzado también la deseada meta de muestra correría entrando bajo el hospitalario techo del molino; mis compañeros de viaje se dirigieron a la presa a cumplir la misión que allí llevaban, y yo me asomé al balcón a contemplar la bella vista panorámica de que antes he hecho mención. 

La temperatura era suave, el ambiente era puro y perfumado, como de primavera, y entre frondosos álamos y gigantescos olmos crecían hermosas siembras de trigo y de cebada, sin que fuera obstáculo a su lozanía la sombras de las ramas ni la rumorosa población volátil que entre ellas pululaba, aumentando con sus deliciosos trinos el indefinible encanto de aquella tarde que ha quedado indeleblemente grabada en mi memoria. ¡Los árboles y los pájaros no son enemigos del trigo! He ahí mi observación; y esto lo demuestran los hechos, no en los campos lejanos de Francia o de Inglaterra o en el delta del Nilo, sino a las puertas mismas de las casas de los labradores de Campos! En la provincia de León, que linda con la de Palencia, en que aquella comarca está enclavada en una mayor parte!! He aquí mi descubrimiento. 

Si, agricultores castellanos, los árboles, a cuya falta se deben principalmente las sequías, los pájaros, enemigos de todos los insectos dañinos, principalmente de la langosta, son guardianes cariñosos de las más útiles plantas. Y para observarlo y verlo, y para convenceros del error, ya no recurrirán los sabios a poneros ejemplos de luengas tierras, que acogéis con la sonrisa de la incredulidad porque no hieren vuestros ojos: les bastará conduciros a las márgenes del Esla o del Torio, al pueblo que he citado u a cualquiera otro de aquella parte de la provincia de León, y ojalá que rindiéndoos a la evidencia tomarais la costumbre que el que esto escribe ha visto practicar a los felices habitantes de las pintorescas montañas de Asturias: volver a su aldea todos los domingos, en que acuden al mercado de Oviedo, con media docena de plantones sobre su pollino para aumentar la bienhechora sombra que cubre su modesta vivienda, y facilitar la propagación de los pequeños cantores de los campos, sin soñar siquiera que fomentan (según nosotros) dos enemigos de su riqueza y bienestar.

Eusebio Roldán López.

Orgás y Setiembre de 1875.



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