viernes, 14 de octubre de 2022

El crimen del correo de Galicia

Poco antes de finalizar la Primera Guerra Mundial, en los últimos días del mes de octubre de 1918, inmerso el mundo en aquella terrible epidemia de gripe, en la madrugada del día 28, un hombre joven moría degollado en uno de los coches de primera del tren correo de Galicia. 

Su nombre, Remigio Miranda Álvarez, de 26 años, viudo, hipocondríaco, natural de Orzonaga, en la cuenca hullera de Ciñera-Matallana, y de profesión hijo de empresario minero adinerado. 

Su padre, Vicente Miranda Tascón, era el propietario de las minas Manuela y Petra en Orzonaga y alguna otra en la zona de Valderrueda. Estas explotaciones las administraba junto con dos de sus hijos, Bonifacio y Nicanor. 

Viendo que en las empresas familiares le estaba reservado un papel secundario, Remigio comenzó su actividad profesional explotando unas minas en Puente Almuhey, y por la misma razón, posteriormente, se casó con una joven copropietaria de una pequeña empresa minera, Herederos de Balbuena, con minas en Prado de la Guzpeña. Ella era Inés Balbuena. 

De la administración de estas minas pasó a ocuparse el joven Remigio, junto a sus cuñados Alfredo Barthe, casado con una hermana de Inés y Marcelino Balbuena, hermano de ellas.

La epidemia de gripe sorprendió a Inés en León, en casa de su cuñado Bonifacio, en donde enfermó gravemente y acabó muriendo. 

Se dió la circunstancia de que Inés no llegó a hacer testamento, por lo que su parte en el negocio familiar no estaba tan claro que tuviese que disfrutarla el viudo, sobre todo a ojos de sus dos cuñados, porque estos estaban convencidos de que Remigio no había hecho todo lo posible por la difunta e incluso había evitado acercarse a ella para no contagiarse. 

Una vez enterrada la malograda Inés, Remigio consiguió de sus cuñados que le considerasen usufructuario de la parte que en el negocio carbonero tenía su difunta esposa. 

Asuntos pendientes

Francisco Blanco, empresario minero y amigo de la familia Miranda, declaró en el proceso judicial iniciado a raíz del asesinato, que Remigio llegó a La Robla desde Prado de la Guzpeña en un tren mixto, el día 26 de Octubre, acompañado de Adolfo Marosa, Ingeniero Jefe de Minas, Eustaquio Gil, auxiliar de la Jefatura de Minas, y Marcelino Balbuena. 

Todos ellos tuvieron que pernoctar en La Robla porque el tren en el que viajaban no llegó a tiempo y no pudo empalmar con el correo de Asturias del Ferrocarril del Norte. En la fonda en donde se alojaron se presentó poco después un sujeto de regular estatura, afeitado, vestido con una zamarra negra, y cubierto con boina, lo común en los hombres de la época. 

El dueño del establecimiento, a quien no debió de darle buena espina el malencarado sujeto, se negó a servirle en el comedor de la pensión, haciéndole entrar a otra estancia. 

Al día siguiente volvieron a ver al desconocido en el andén de la estación conversando con varios sujetos, y más tarde, le vieron subir al tren que les dirigía a León. Las señas del hombre en cuestión se correspondían con las de un carterista de Valladolid. 

Según parece, cuando llegó a León, Remigio pasó el día en compañía de un amigo agente de seguros con quien estuvo en el hotel Inglés en el que se hospedaba, incluso presenciando cómo hacía la maleta. Luego marcharon a la estación, en donde también se hallaban algunos hermanos para despedirse.

Días después se tuvo noticia de que a las tres de la tarde del día 28, antes de tener conocimiento del asesinato, el susodicho agente de seguros solicitó y obtuvo de Nicanor, el hermano del muerto, un préstamo de 200 pesetas para poder acercarse a Madrid, donde estaba citado con Remigio en un hotel.

La policía llegó a anotar días más tarde las señas de identidad del citado agente de seguros, parece ser que se trataba de un hombre grueso más bien, rubio, de unos treinta y cuatro años, con bigote recortado y algo calvo.

Volviendo de nuevo al día 27, sobre las diez y veintiséis minutos de la noche la locomotora que arrastraba el correo de Galicia, número 22, arrancó lentamente reanudando su camino hacia Madrid. En su interior Remigio viajaba sólo acomodado en un departamento doble de primera clase. 

Como hacía habitualmente en los últimos tiempos, en esta ocasión también vestía de negro llevando luto por su esposa, chaqueta, chaleco y sombrero blando negros y camisa blanca con listas negras, acompañado todo de unas botas. 

Por todo equipaje llevaba un maletín con algo de ropa y documentos y en la cartera 1.300 pesetas en metálico y 4.000 en un cheque contra el Banco de España. 

Se echó a dormir mirando hacia el respaldo del asiento, pensando que de esta forma protegía mejor su billetera si alguien pretendía robarle y se durmió para no volver a despertar nunca más. 

Momentos antes de llegar a la estación de Navalperal de Pinares, el guardafreno, Gregorio Redondo, que recorría el tren caminando por el estribo, observó que de un departamento de primera clase salía sangre en abundancia. 

Miró al interior y vio a un hombre que se hallaba tendido en el suelo con la cabeza casi separada del tronco. Inmediatamente dio aviso al revisor, y éste reclamó la presencia de la pareja de la Guardia Civil de servicio en el tren. 

Conduciendo la locomotora del tren correo de Galicia iba José María Mencos y Rebolledo de Palafox, duque de Zaragoza, que preparaba el viaje del próximo tren Real. Era él el maquinista habitual del tren que llevaba a Alfonso XIII por toda España y también fue el que el 15 de abril de 1931 condujo el rápido en que viajaron de El Escorial a Hendaya la Reina Victoria Eugenia y la Familia Real, camino del exilio.

Parece ser que en Guimorcondo el duque observó que ocurría algo anormal, al ver que el personal del tren le hacía algunas señas. Cuando llegó el tren a Navalperal a las 8 de la mañana, extrañado del tiempo que tardaban en darle la salida, preguntó el porqué y supo que había sido separado del tren un coche, sin saber la causa hasta su llegada a Madrid.

Un muerto en Navalperal 

En Navalperal de Pinares el vagón quedó a disposición del Juzgado. El médico de Navalperal reconoció el cadáver, manifestando que éste lo era desde hacia pocos momentos. También fue avisado el juez municipal, quien por enfermedad no pudo personarse hasta las doce de la mañana, poco después llegó el fiscal de Ávila, Enrique Leyva.

Dada la importancia del caso, se dio aviso a Miguel Pascual, como juez de instrucción, pero este aviso no llegó hasta las cuatro de la tarde.

En el registro del cadáver se encontró en uno de sus bolsillos un reloj de níquel parado en las once y con manchas de sangre, el billete de primera clase de León a Madrid también con manchas de sangre, una tarjeta de Nicanor Miranda, con su dirección en León, una navaja pequeña, cerrada, y una liquidación de una casa comercial por valor de 5.487 pesetas. En la maleta de viaje se encontraron ropas, cartas de familia y documentos que indicaban que el muerto era accionista de algunas empresas mineras y tenia negocios en Vizcaya. 

Junto al cadáver había una navaja de Albacete grande, con cachas de asta de cabra, de dos filos, toda ensangrentada y cerrada. 

Los agentes de Policía de la brigada del comisario Maqueda detuvieron en esos primeros momentos a dos viajeros. Uno de ellos, Miguel Mendiaño Ordóñez, resultó ser natural de Granada, viajaba en el mismo coche que Remigio y se cambió de vagón después del asesinato. Los policías también detuvieron a un individuo que viajaba sin billete. 

En las primeras horas de la mañana del 29 de octubre llegó a Navalperal el personal del Juzgado de Cebreros, a cuyo partido judicial pertenece Navalperal, compuesto por el juez de instrucción Miguel Pascual, el secretario Eladio González, y el médico forense Antonio Muñoz, en la diligencia arrastrada por un tiro de caballos en la que recorrieron los 23 kilómetros de camino accidentado que separaban las dos poblaciones. Una vez examinado el escenario del crimen se ordenó el levantamiento del cadáver. 

A media mañana las autoridades telegrafiaron a Nicanor Miranda, quien confirmó que el muerto era su hermano de veintiséis años y de nombre Remigio.  

A las cinco de la tarde se verificó la autopsia realizada por el forense y el médico de Navalperal de Pinares, Honorio Seco, a la que asistió también el fiscal de la Audiencia, Provincial, Enrique Leyva. Realizada ésta se apreció una herida incisocortantepunzante, de 6 centímetros de profundidad, en la región cervical anterior, con rotura de la laringe. 

Remigio falleció a consecuencia de una sola herida, en forma de estocada, que debió de haberle sido causada hallándose dormido y que le seccionó la tráquea y la yugular. El muerto sufrió una gran hemorragia y no tuvo tiempo ni siquiera de incorporarse. 

La muerte debió ocurrir entre las dos y las cinco de la madrugada. El cadáver no presentaba ninguna otra lesión ni señales de que hubiese habido lucha. 

Tenía las ropas en desorden, desabrochado el chaleco, cuyos botones habían saltado. El bolsillo interior de esta prenda aparecía roto y tenia manchas de sangre. 

Sobre el pecho se le encontró un cabello de mujer, rubio, y varias envolturas de caramelos de un establecimiento de Ponferrada. 

Como vemos, en este suceso, como en otros tantos, empezaba a dibujarse una figura de mujer. Parece ser que era ésta una espléndida rubia, natural de una provincia del Norte, que hasta hacía poco mantenía relaciones amorosas con Remigio Miranda. 

El coche en donde se halló el cadáver fue cerrado y lacrado. En la ventanilla del carruaje y en la correa interior se encontraron manchas de sangre. No había señales de lucha, únicamente unas gotas de sangre en el asiento.

En un examen más detenido se hallaron huellas en el depósito del jabón liquido del lavabo, así como en el picaporte de la portezuela del coche. Otro detalle de interés era la desaparición de la toalla del «water-closet», que fue arrancada por el asesino, y probablemente arrojada a la vía momentos después de cometerse el crimen. 

Un mozo de tren sospechoso

Nicanor Miranda llegó a Navalperal de Pinares el 30 de octubre en el correo de Galicia a eso de las 8 de la mañana, con el objeto de reconocer el cadáver y organizar el entierro. 

Durante la mañana del 31 de octubre llegó a Madrid, acompañado de varios agentes de la brigada móvil de Policía el guardafreno del correo de Galicia, Gregorio Redondo. Se sospechaba su implicación en el suceso. 

Poco después se personaron en la Dirección de Seguridad, en Madrid, Bonifacio Miranda y Alfredo Barthe, conferenciando con el comisario Fernández Luna. 

El hermano del muerto comentó a los periodistas que cuando Remigio iba a Bilbao, se hospedaba en el Hotel de Inglaterra, donde se suponía vivía maritalmente con una dama a quien conoció en Madrid.

En esta ocasión, según parece, la víctima venía a Madrid para tratar de la venta de carbones y resolver unos asuntos en la Sociedad de mineros de Madrid. 

En declaraciones realizadas a la prensa su cuñado, Marcelino Balbuena, manifestó que Remigio salió de León huyendo de la gripe, por ser muy aprensivo y tener mucho miedo a las enfermedades. Según relata, él mismo le recomendó que siguiese la costumbre, ya tradicional en la familia, de tomar para él solo un departamento con dos camas, para mayor seguridad de su persona, y que gratificase con una crecida propina al mozo del tren.

Como Remigio llevaba siempre el dinero en el bolsillo del pantalón, mezclados los billetes con la plata y la calderilla, sospechaba su cuñado que al dar la propina al mozo sacase del bolsillo algunos billetes, a cuya vista surgiese en el presunto asesino la idea del robo. 

Ese mismo día llegó a Madrid el capitán de la Guardia Civil de Navalperal, para dar cuenta al jefe de la Brigada de Investigación de las diligencias practicadas. 

Se sospechaba que en el crimen habían  intervenido por lo menos dos personas. El cadáver apareció tendido en el suelo del coche, tapado con su manta de viaje, de medio cuerpo para abajo.

Los criminales debieron taparle con la manta la cabeza, cuando iba descansando en el asiento, y así cometieron el crimen, forzosamente por la espalda, pues las heridas que tenía estaban en dirección de abajo para arriba.

En la segunda edición del diario La Correspondencia de España, apareció la esquela de Remigio Miranda Álvarez. En ella sus padres Vicente Miranda y Guadalupe Álvarez, sus hermanos Bonifacio, Nicanor, Basilides y Antonia y sus hermanos políticos Alfredo Barthe, María García, Camila Balbuena, Marcelino Balbuena, Herminia Hervey y María Torres rogaban a sus amigos se sirvieran encomendarle a Dios en sus oraciones, informando que se celebrarían misas por el eterno descanso del alma del finado en Navalmoral de Pinares, y funerales en Prado de la Guzpeña y Orzonaga. 

El 1 de noviembre el Juzgado encontró algunas inexactitudes, en las declaraciones del mozo de tren Gregorio Redondo, que descubrió el cadáver. 

Según parece, Redondo venía en el tren correo de Galicia desde la estación de León, ocupando la garita del guardafrenos. 

Gregorio Redondo residía en Madrid, en unión de su esposa. Esta compareció ante el jefe de la brigada de investigación criminal y negó en absoluto, que su marido tuviese ninguna intervención en el crimen. Pero estas protestas no debieron convencer a la Policía, puesto que se dispuso que se verificase un registro en el domicilio del matrimonio. 

Este registro fue bastante provechoso. Asistió a él la esposa de Gregorio, mientras éste permanecía en los calabozos de la Dirección de Seguridad, en concepto de detenido. En un sótano de la casa, donde se guardaban objetos y muebles viejos, encontró la Policía un lío de ropa. Advertida de ello la mujer, pretendió ocultar dicho lío arrojándolo a un rincón. Pero de nada le valió la artimaña, porque los agentes recogieron el paquete, que contenía varias prendas del uniforme de ferroviario que usaba Gregorio Redondo. Algunas de ellas estaban lavadas y planchadas. En otras, sin embargo, parece que advirtieron los agentes huellas de sangre. Dichas prendas eran una chaqueta y un chaleco. 

La mujer del mozo de tren, Francisca Marugán Maestro, interrogada por la Policía, declaró que su marido se había mudado de ropa al regresar de su último viaje, sin que ella advirtiera en él nada anormal. Se dice que también encontró la Policía, durante el registro practicado en la casa de Gregorio Redondo, una navajita pequeña, en cuyas cachas había manchas de sangre. 

Los agentes se incautaron del dinero que el mozo entregó a su esposa al llegar a Madrid. La suma ascendía a 80 pesetas y era el importe del sueldo de Gregorio. Al parecer, en un billete de 50 pesetas había algunos puntitos sanguinolentos. 

Para el entierro de Remigio la familia envió varias coronas a Cebreros. Pasados los cinco años que marcaba la ley, el cadáver, que fue inhumado en el cementerio de Cebreros, sería trasladado al panteón que sus parientes poseían en León.

El 2 de noviembre el juez Miguel Pascual se mostró molesto por la falta de medios policiales para seguir la investigación, ya que aun cuando halló en Navalperal a dos agentes de la brigada móvil, éstos le manifestaron que no habían sido enviados a sus órdenes, sino con objeto de vigilar la línea férrea al paso del tren real, dirigiéndose con este objeto aquella noche a León y Valladolid. 

Durante la mañana el comisario Fernández Luna, acompañado del capitán de la Guardia civil, Alonso y varios agentes, acudió a la estación del Norte, en Navalperal de Pinares, en donde ya estaba el coche donde se desarrolló este drama, para realizar la prueba pericial que demostrase si el guardafrenos había podido ver el interior del coche de primera sin abrir la puerta.

En distintos departamentos fueron colocados objetos y personas tendidas en el suelo, y pudo comprobarse que el mozo de tren, tal como había declarado, podía ver el interior de los departamentos.

La prueba se repitió hasta cuatro veces, sacándose luego el coche fuera de la marquesina para que la luz fuese igual a la del tren en ruta. 

La prueba pericial fue positiva, probando que el guardafrenos pudo ver la escena del crimen sin necesidad de abrir la puerta, a través de la ventana. 

Como también acudió el personal del gabinete de identificación de la Dirección de Seguridad, fueron apreciadas algunas huellas, distinguiéndose a simple vista en la ventanilla las que habían dejado el juez y el capitán de la guardia civil. 

La lluvia y el polvo contribuyeron a hacer desaparecer y confundir las huellas que el criminal dejó en la parte exterior del vagón, aun cuando se podían apreciar en uno de los pasamanos las huellas perfectas de cuatro dedos.

En opinión de algunos periodistas, posiblemente el señor fiscal habría podido evitar el deterioro de estas huellas incriminatorias prohibiendo el acceso al departamento para no borrar las huellas de las pisadas, así como prohibiendo también que fueran borradas con los pulverizadores de desinfección.

Después de todas estas actuaciones, lo cierto es que las pesquisas seguidas para hallar evidencias de la culpabilidad de los dos viajeros detenidos y del guardafrenos no dieron resultado, por lo que todos ellos fueron puestos en libertad. 

Ante la falta de resultados se abrieron nuevas perspectivas, como la posibilidad de que el crimen hubiera sido cometido por un extranjero, por uno de esos criminales conocidos como apaches, nombre con el que se conocían en Francia los pequeños delincuentes y proxenetas parisinos. 

Una navaja sin dueño

Sin sospechosos a los que seguir la pista, el 29 de noviembre la Policía de León continuó las gestiones para encontrar a los dos chicos que llevaron a vaciar la navaja con la que se cometió el crimen. El afilador que realizó el trabajo fue llevado a los colegios de niños, por si reconocía en alguno de ellos a los que se presentaron en su casa, pero la diligencia dio un resultado negativo.

No faltaba quien creía que el miedo a la venganza del criminal, si por el reconocimiento de los pequeños pudiera hacer peligrar su impunidad, pudiera hacer que el afilador no se atreviera a señalar a los chicos que le llevaron la navaja. 

Robando al cura de Lillo

Casi cuatro meses más tarde, el 18 de febrero de 1919, cuando regresaba el jefe de la Comandancia de la Guardia civil de León de revisar los puestos de Crémenes y Riaño, tuvo noticia de la detención de cinco individuos en Camposolillo por sospechas de complicidad en el intento de asesinato y robo de 75.000 pesetas al cura de Lillo, Pedro Mata, estando este en su casa. 

Los detenidos eran Esteban Sánchez Navarro, alias Mellado, Sóstenes Rodríguez, Natalio Colorado Sarabia, Sandalio Villar Zamarreño y Tomás Sarabia y posteriormente fueron trasladados desde Camposolillo a la cárcel de Cistierna. 

Las manifestaciones de los detenidos hicieron sospechar al jefe de la Guardia civil que alguno de ellos pudiera estar complicado en el asesinato de Remigio Miranda. 

Uno de los detenidos, Esteban Sánchez Navarro, Mellado, de treinta y dos años, carterista, natural de San Lorenzo de Calatrava, en Ciudad Real, declaró que a causa de encontrarse herido, tuvo que pernoctar varios días en la posada que en León tenía Faustino Rodríguez, y que en ella tuvo de compañero de hospedaje a José Alonso Gómez, alias Feo de Veguellina, de treinta años, natural de Veguellina de Órbigo.

Esteban Sánchez siguió su historia inculpando a José Alonso, sin ninguna duda, para poder alejar las sospechas de si mismo. 

Según esta historia José Alonso tomó el día 25 de octubre el tren hullero de La Robla y continuó por la línea del Norte hasta León. 

Días después, el día uno de noviembre, a altas horas de la madrugada, volvió el Feo a la posada, decentemente vestido, con visibles muestras de azoramiento y diciendo a voces delante del posadero y de su hija que había cometido un crimen en unión de Elías, alias el Rabia de Palencia.

Según lo declarado por el Mellado el supuesto relato de el Feo indicaba que la víctima había sido Remigio Miranda, y por la ejecución del crimen habían recibido 4.000 pesetas de manos de una familia de León que quiso de esta suerte vengar la deshonra de una hermana. Ésta, después del abuso y abandono de Miranda, se suicidó, y de esto hacía ya algún tiempo.

Parece ser que el Feo manifestó igualmente la referida noche del uno de noviembre que deseaba salir de España, como único medio de burlar la persecución de la Justicia. 

Según esta historia, José Alonso fue quien mató a Remigio Miranda, en complicidad con el Rabia de Palencia. Entre Palencia y Valladolid, supuestamente, entraron ambos en el departamento que ocupaba Remigio, y mientras el Rabia le sujetaba, el Feo le daba dos puñaladas en el cuello, apoderándose de su dinero y yendo a refugiarse en un coche de tercera. 

Sorprende que el autor del crimen se atreviese a contar esa historia que le inculpaba, a voces y con tanto detalle, pero así lo declaró el Mellado que añadió que todo este relato lo oyó bajo amenaza de muerte si es que no guardaba silencio. 

Para acabar de redondear la declaración añadió que no sólo no cobró nada por guardar el secreto del crimen, sino que además estando alojado allí le robaron ocho pesetas y una navaja con cachas de asta de venado, que bien podría ser la utilizada en el asesinato. 

En su declaración Esteban Sánchez agregó que días más tarde vio al Feo en la feria de Lillo, y que otro de los detenidos, Sóstenes Rodríguez, le dijo tener noticias de éste por una carta reciente en que le invitaba desde Sevilla a tomar parte en el negocio del robo del cura de Lillo. 

Por su parte, en su declaración, Natalio Colorado Sarabia manifestó que vivió con el Feo en Francia todo el tiempo que éste estuvo huido con motivo de la huelga de ferroviarios. Los supuestos autores del asesinato de Remigio Miranda, habían estado empleados en la Compañía ferroviaria del Norte, en León, y fueron despedidos después de la huelga de agosto de 1917. 

Durante aquella huelga también fue despedido Buenaventura Durruti, que trabajaba en los talleres de la Compañía de los Ferrocarriles del Norte en León, como consecuencia de los sabotajes que llevó a cabo en trenes y vías con motivo de la huelga general revolucionaria, aunque esa es otra historia. 

Detención en Santas Martas

Después de días de vigilancia, el 11 de marzo de 1919, en Santas Martas se detuvo al Feo de Veguellina. Hasta allí se trasladaron en automóvil, el capitán de la Guardia civil, Bustos y el agente de la brigada Móvil, Martínez Guerrero, los cuales inmediatamente se hicieron cargo del detenido. 

Este declaró llamarse José Alonso, conocido vulgarmente por los apodos de el Moreno, y el Feo de Veguellina. A sus veintidós años, estaba ya casado, siendo natural de Posadilla, pueblo cercano a Veguellina. Era un hombre pequeño y fuerte, con la cabeza muy grande y el cabello espesísimo. El rostro, picado de viruelas, presentaba una palidez cadavérica. El bigote, aunque recortado, era abundante. Tenía el Feo el mirar torcido y por su boca vagaba constantemente esa sonrisa astuta que tantas veces da carácter a la expresión de los grandes criminales. 

En el momento de su detención vestía traje color ceniza, zamarra con vueltas de astracán y bufanda. La gorra era a cuadros y las botas de cuero fuerte. Cuando andaba se le notaba una cojera en el píe derecho. 

Interrogado a las doce de la mañana, se comprobó con sorpresa que el detenido llevaba cinco trajes, unos encima de otros, seguramente a fin de cambiar de aspecto con rapidez en caso de necesitarlo para sus fechorías. 

En su declaración el Feo empezó afirmando que salió de Camposolillo de la posada donde convalecía el Mellado y marchó a León, hospedándose en una taberna situada en el barrio de la Vega, en la carretera de Zamora, propiedad de Faustino Rodríguez. 

Allí se avistó con unos sujetos conocidos por Primitivo alias el Valentón, y otros dos conocidos por Bocarrota y Cascabel, quienes le pidieron ayuda para llevar a cabo el asesinato del minero Remigio Miranda, pues Primitivo había recibido de determinada persona el ofrecimiento de 5.000 pesetas por la ejecución de ese crimen. 

Según su historia, el detenido no tuvo inconveniente en prometerles la ayuda pedida, y durante dos días se estuvo planeando el golpe. 

De pronto, el 26 de octubre, informó Primitivo al Feo de que aquella noche había de realizarse el asesinato. Al repartirse luego los papeles del espantoso drama, tocóle al detenido, es decir al Feo, el de ejecutor, pero éste lo rechazó alegando que no tenía valor para ello, prestándose entonces a ello Primitivo el Valentón

Según continúa esta historia de José Alonso, a la caída de la tarde estuvo en los alrededores de la taberna un nuevo personaje, al cual se acercó Primitivo. Mientras éste y el recién llegado hablaban, Bocarrota le dijo al Feo que este era el que daba el dinero para que se matase a Miranda. 

Según el Feo, al nuevo personaje se le conocía entre sus compañeros por don Francisco, y se trataba de un caballero alto, fuerte y de buena presencia, con el color tostado, mirada penetrante y gran bigote. Representaba unos cincuenta años, vestía elegantemente y llevaba sortijas en los dedos. En aquel momento entregó al Valentón 5.000 pesetas por la realización del crimen. 

Los asesinos tomaron billete de tercera clase hasta Palencia, y fueron apeándose en todas las estaciones del trayecto para examinar el coche donde viajaba Remigio Miranda y ver si era el momento propicio de matarle. 

Cerca de Palencia vieron que Remigio se había acostado, y al llegar a esta población, Primitivo y Bocarrota tomaron billete de primera clase con objeto de asegurar mejor el golpe. 

Dijo a continuación el detenido, como colofón de esta detallada historia, que él y Cascabel quedaron en Palencia.

En opinión de José Alonso el crimen debió realizarse en el trayecto de Venta de Baños a Valladolid. Siempre según su declaración, una vez cometido, los asesinos metiéronse en el correo de Santander y se bajaron en Palencia, en donde cenaron y pasaron también la noche en una taberna de la Florida. 

A la cena les acompañaron unos empleados ferroviarios que la Policía, a partir de ese momento, buscaba con interés. 

Desde allí tomaron más tarde un tren mixto, llegando a la estación de León en la siguiente mañana y marchando a la ciudad por diferentes caminos. 

Antes de eso, se habían citado, hacia la caída de la tarde, para repartir el producto del crimen, en un pueblo del arrabal de León, Trobajo, en una taberna de la cual era propietaria una mujer conocida por Concha alias la Coja

En esa taberna estaban reunidos los cuatro a las seis de la tarde del 29 de octubre, Primitivo, después de dar cuenta de que el crimen había salido bien, repartió entre sus compañeros la cantidad recibida, de la cual le tocaron, al Feo, según declaraba ahora, tres mil quinientos reales. 

El resultado del negocio no satisfizo al Feo, por cuanto supuso, según sus declaraciones, que además de que se quedaron con la cantidad que llevaba en metálico Remigio Miranda, en el reparto Primitivo y Bocarrota se quedaron con una parte mayor que la que le entregaron a él.

Inmediatamente el Feo y otro sujeto conocido por Máximo marcharon a la estación de Quintana. Ya allí, Máximo subióse a la garita de un tren de mercancías y el Feo a la máquina, entablando conversación con el maquinista. En Astorga dejó el tren, donde su compañero, según le dijo, seguía hasta Monforte. 

Después relató José Alonso que estuvo en Camposolillo a ver al Mellado, y confesó que le habló a éste de la historia de su intervención en el asesinato de Remigio Miranda. 

También confiesa que dirigióse luego a Reinosa, y logró ser admitido en los talleres de la Constructora Naval. Allí hizo el amor a la dueña de la posada donde se albergaba, diciéndole que era soltero y que tenía el propósito de casarse con ella.

José Alonso había relatado, como vemos, una nueva historia más extensa y detallada, pero de dudosa veracidad. 

El joven que acompañaba al Feo en el momento de su detención y que era hermano de la posadera de Reinosa con quien el detenido trataba de casarse, manifestó que el Feo disponía en todo momento de 5 duros, y que con frecuencia realizaba viajes de tres o cuatro días sin decir nunca adonde iba. 

Después de escuchar las declaraciones de José Alonso el 12 de marzo de 1919, el policía Martínez Guerrero realizó diversas averiguaciones en el entorno de la estación de Palencia y sus bajos fondos, interrogando a alguno de los ferroviarios que coincidieron esos días con los sospechosos. 

Fruto de esas indagaciones se averiguó que en los últimos días de octubre un sujeto cuyas señas coincidían exactamente con las de Bocarrota, presentóse en un comercio de ropas hechas, donde adquirió el traje, la camisa y el sombrero con que después se le había visto. Al parecer, en ese momento estaría escondido en un pueblo asturiano. 

También se comprobó que en Palencia vivían el guardafrenos y el mozo de estación con quienes, según declaraciones de el Feo, los autores del crimen del correo de Galicia estuvieron bebiendo unas copas en el ventorro de La Florida, situado en el paso a nivel de la estación. 

Igualmente se comprobó después de minucioso registro, que en la estación de Palencia el día 27 de octubre se expidieron unos billetes de primera clase hasta Ávila para el tren correo de Galicia, coincidiendo esto con la declaración del Feo, según lo cual, Primitivo el Valentón adquirió un billete de primera a fin de realizar con mayor comodidad su siniestro propósito. 

A primera hora de la mañana del 12 de marzo llegó a Palencia en un tren de mercancías el guardafrenos, de nombre Venancio Paredes Rodríguez, natural de Calzada de Molino. 

En su declaración refirió que en uno de los últimos días de octubre entró de madrugada en el ventorro de la Florida, donde encontró al Feo, conocido suyo por haber sido empleado de la Compañía del Norte, sentado ante una mesa comiendo un trozo de carne y unas patatas fritas. 

Al verle le invitó a otro pedazo de carne y un vaso de vino, y aceptado el obsequio tuvo ocasión de advertir que el Feo se hallaba altamente intranquilo y que miraba con insistencia hacia la puerta del ventorro.

A pesar de la buena temperatura que reinaba dentro del establecimiento, el Feo tenía subido el cuello de la pelliza. El guardafreno le preguntó por qué se abrigaba tanto, y el Feo, visiblemente azorado, dirigióse a la dueña del ventorro pidiéndola permiso para pasar a una habitación inmediata con objeto de mudarse de camisa. 

Autorizado por la dueña se alejó unos minutos, y presentóse a poco con la pelliza desabrochada y ostentando una camisa limpia. Un paquete que traía en la mano, atado con un bramante, debía contener la camisa sucia. Poco después de este episodio el guardafrenos abandonó el ventorro, y desde entonces no ha vuelto a avistarse con el feo de veguellina

De la declaración del guardafrenos se podría deducir que el Feo se cambió de camisa por tenerla manchada de sangre, lo que permitiría imaginar que quien ejecutó el crimen del correo de Galicia fue el Feo de Veguellina. Los otros, Primitivo el Valentón, Bocarrota y Cascabel, no debieron hacer más que prepararlo.

Las investigaciones de la policía llevaron a la declaración de un vecino de Burgos, tratante en garbanzos, que conocía a Bocarrota, cuyo verdadero nombre, según éste, era Antonio Márquez López, nacido en Zamora. Tenía por aquel entonces treinta y cinco años de edad, era alto, fuerte, con los ojos muy azules y el bigote recortado, sería un sujeto que apenas inquietaría la atención de nadie si no fuese por la cicatriz de una cortadura tremenda que tenía en el carrillo derecho y le desfiguraba grandemente la cara. 

Esta cortadura, a la cual debía su apodo, se la produjo en Oviedo un gitano con quien tuvo una riña, y al que Bocarrota hirió gravísimamente, logrando después ser absuelto, todo ello según la declaración del garbancero. Solía merodear por la línea ferroviaria de Palencia a Astorga, donde se le conocía como habilísimo carterista. En fin, si se hacía caso de estos relatos, era un hombre astuto, díscolo y capaz de cometer por dinero toda clase de crímenes

En la cárcel de Reinosa  

Los autores del crimen del correo de Galicia fueron cayendo poco a poco en manos de las autoridades, que les perseguían sin cesar, después de las declaraciones de los que anteriormente habían sido apresados. 

Si hacía diez días había sido detenido el Feo de Veguellina, el 18 de marzo de 1919 lo era el Bocarrota, otro de los criminales descubierto por la Policía, con nombre supuesto en la cárcel de Reinosa. 

Bocarrota se hallaba preso entonces en la cárcel de Reinosa en unión de otro ex presidiario apodado el Comparito, y que, por su amistad con Bocarrota y por sus antecedentes penales, se pensaba en aquel momento que no tendría nada de particular que estuviera complicado en el trágico asesinato.

El descubrimiento se debía, mas que a los trabajos policiales, a la confidencia de un quincallero apodado el Morcilla, a quien Bocarrota prometió llevar en su compañía y dejarle luego en Madrid. Al no hacerlo, despechado el Morcilla por el incumplimiento de la promesa de Bocarrota, dirigió una carta anónima a la Jefatura de investigación denunciando a sus compañeros. 

Parece ser que el Bocarrota, después de perpetrado el crimen en el tren correo de Galicia, y temiendo caer en poder de la Policía, huyó de los campos de León, por los cuales merodeaba, y se fue a Madrid esperanzado de poder aquí burlar la acción de la justicia. 

Pero sus cuentas saliéronle fallidas. A los pocos días de su estancia en la corte fue detenido por los agentes de la Policía, la que le impuso una quincena por faltas a la moral. Bocarrota, una vez cumplido el arresto, salió de la cárcel celular el día 27 de febrero de 1919 en compañía de un ladronzuelo apodado el Comparito, con el que había trabado en la prisión íntima amistad. 

Libres ambos, y temiendo caer de nuevo en las garras policíacas, decidieron ausentarse de Madrid y se dirigieron a Santander, donde fueron nuevamente detenidos y condenados a sufrir otra quincena de arresto. 

Examinados en aquel Gobierno Civil los expedientes de los detenidos, se comprobó que el Bocarrota se hallaba reclamado por el Juzgado de Almería, y en vista de ello el gobernador de Santander dispuso su conducción a aquella población. 

El día 13 de marzo, conducidos por la Guardia civil y por carretera, ambos maleantes emprendieron su marcha, descansando en Torrelavega, y de allí a Reinosa, en cuya cárcel pernoctaron. 

En éste último trayecto, el Bocarrota, deseando no perjudicar a su compañero, le contó su vida, declarándose coautor del crimen del correo de Galicia. 

Según Bocarrota, un señor de porte elegante ajustó el precio del crimen en la cantidad de 5.000 pesetas, proponiendole la comisión del delito a él y a otros compañeros apodados el Valentón y el Moreno. Agregó que quedaron conformes y que siguiendo las indicaciones del inductor, vigilaron a Remigio Miranda, subiendo al tren en que aquél viajaba. 

Bocarrota calló los detalles del crimen, manifestando únicamente que éste fue cometido por el Valentón aprovechando un momento en que Remigio Miranda se hallaba dormido. Añadió que la navaja con que se realizó el asesinato, y que obraba, como se sabe, en poder del Juzgado era de la propiedad del Bocarrota, dándosela él mismo al Valentón por carecer éste de armas. 

Una vez identificados el Bocarrota y el Comparito fueron puestos a disposición del Juzgado de Cebreros.

En este punto, el 6 de agosto de 1919, fue dado por concluso el sumario del crimen del correo de Galicia. Al parecer, de acuerdo con la información recogida por el juzgado, no se trataba de un delito vulgar, sino de un asesinato preparado con sagacidad y premeditación. 

Como procesados figuraban los sujetos José Alonso Gómez, conocido por el Feo de Veguellina, Esteban Sánchez Navarro, alias Mellado, Joaquín Quirós Menéndez, alias Bocarrota, y Sandalio Villar Zamarreño. 

El primero aparecía como autor directo y material del crimen, aunque él negase su participación, y los restantes como participes en el asesinato. Los tres últimos encausados estaban también sujetos a procedimiento criminal por el intento de robo y asesinato del cura de Lillo.

Visto para sentencia

Durante el juicio, el 30 de octubre de 1920, finalmente el fiscal acusó de un delito de asesinato a José Alonso Gómez, alias Feo de Veguellina y de encubrimiento a Esteban Sánchez Navarro, alias Mellado y Sandalio Villar Zamarreño. 

Los abogados defensores Baquero y Represa solicitaron la absolución, pero el Jurado dictó un veredicto de culpabilidad, siendo condenado José a cadena perpetua y dos años, once meses y once días de presidio correccional como autor de un delito de asesinato y robo, y Esteban y Sandalio a seis años y un día de presidio mayor y 125 pesetas de multa. 

Al terminar de leerse la sentencia quiso hablar José, sin duda para hacer nuevas revelaciones, impidiéndoselo su abogado defensor.

José Alonso quiere hablar

Pocos días más tarde de dictarse sentencia, el 5 de noviembre de 1920, el Feo de Veguellina viéndose condenado a cadena perpetua, cambió su historia y acusó a otros supuestos autores e inductores del asesinato en un amplio reportaje que publicó con todo detalle el diario La Libertad

A partir de aquí comenzó un juicio paralelo por parte de este periódico, con el claro propósito de demostrar la inocencia del Feo de Veguellina y la implicación de otros malhechores y de Marcelino Balbuena como inductor del asesinato.

Éste fue el nuevo relato de José Alonso Gómez a los periodistas:

«Era el día 4 de Noviembre del año 1918. Agustín Cabezón, a quien también llaman Vilortas, me propuso que fuésemos a Trobajo. En el camino me ofreció diez pesetas para que yo también pudiese tomar parte en los convites, pero las rechacé porque todavía me restaban diez duros del producto de mi trabajo en las minas de La Robla.

Como usted sabe, Trobajo es un arrabal de la capital de León, donde abundan los caseríos y la gente de dudoso vivir. Una vez allí, Cabezón me invitó a que entrásemos en casa de la Concha. Esta casa es una especie de ventorro, cuya puerta principal se encuentra en la carretera, pero que tiene otra salida al lado opuesto. En el interior del establecimiento hay un cuarto reservado, más próximo a la puerta de escape que a la principal, que prefieren ocupar parroquianos que tienen cuentas con la justicia.

Allí, sentados alrededor de una mesa, estaban tres individuos a quienes conocía hacía algún tiempo. Eran Joaquín Quirós Menéndez, más conocido por el Bocarrota, o el Boina, Francisco el del Berrón y Pedro el Moreno. Nuestra llegada les extrañó un tanto, porque sí bien aquellos individuos esperaban a Cabezón, no contaban con mi presencia, pero pasada la impresión del primer momento, se cruzaron unos convites...

Apenas transcurrieron unos minutos, serían las doce de la mañana, hizo su aparición un nuevo personaje. Un hombre joven, estatura regular, recio, moreno, algo cargado de espaldas y cubierto con un abrigo obscuro, gorra y zapato o bota negro, empujó la puerta y penetró en la estancia. También, como a los otros, le extrañó mi presencia, y dirigiéndose a Cabezón, más con la mirada que con la palabra, le preguntó:

— ¿Quién es éste?

Cabezón contestó en seguida:

— ¡No hay cuidado, es de la cuerda!

Entonces, aquel hombre, a la sazón para mí desconocido, sacó del bolsillo interior de la americana un sobre azul que arrojó sobre la mesa al tiempo que dijo:

— ¡Ahí va el resto de lo convenido! ¡Adiós!

Y desapareció de la misma forma que había llegado.

En el sobre había 15.000 pesetas en billetes del Banco de España de 100 y de 50 pesetas. Cabezón tomó 750 pesetas y me las entregó a mi. Aquellos 3.000 reales eran el precio de mi silencio, peso no muy confiados los reunidos, me hicieron saber la responsabilidad en que incurría, añadiendo que mi vida era la garantía de mi silencio....

Bocarrota, Cabezón alias Vilortas, el del Berrón y el Moreno se repartieron los demás billetes, y tras de unos convites, cada uno salió por un lado. Antes, Cabezón me había dicho que aquel señor les había dado en otra ocasión 3.000 pesetas.

Anteriormente, un día, en Agosto del año de 1918, me encontré con Agustín Cabezón. Hablando de nuestros negocios, que entonces eran de escaso rendimiento, me propuso un buen asunto. La faena prometía unos miles de pesetas, pero renuncié porque había que morabar, o sea que para ganar aquel dinero era necesario matar a una persona. Yo no trabajo más que el cuento del talón y me conformo con las ganancias que me reporta. 

Como el negocio no me convenía, me separé de Cabezón y continué trabajando en la mina hasta el día 27 de Octubre, en que me despedí por un pequeño disgusto. Luego continué en la llamada «Venta de la Lista» hasta las cinco de la tarde del día 28, hora en que me fui a Boñar, donde hice noche, en casa de Modesto Reguera.

El 29 por la mañana fui a Candanedo, allí cené y me compré ropa interior. Desde allí me fui a La Robla y luego a León, a donde llegué el día 1 de Noviembre, y apenas llegado, en la misma estación, compré un periódico y comprobé que en al tren había sido asesinado misteriosamente el minero Remigio Miranda. Digo comprobé, porque ya se rumoreaba la muerte de Remigio Miranda por Camposolillo. Comprendí en seguida que aquella muerte debía tener relación con el negocio que me propuso meses antes Agustín Cabezón, alias Vilortas, y me dediqué a buscarle.

Lo encontré, por fin, el día 4 por la mañana, en el puente de San Marcos, y tomando unas copas confirmó mis sospechas. Le pedí parte en el botín, y me llevó a casa de la Concha, donde ocurrió la escena que le he referido.

En León paraba yo en casa de Nemesio García. Transcurrió algún tiempo. Yo seguía, con el interés que puede suponer, las informaciones que sobre la muerte de Remigio Miranda publicaban los periódicos, y aun cuando llegó un momento en que pensé en la impunidad de aquel delito, pensaba a la vez que un día cualquiera, el menos esperado, alguno de los encartados pediría más dinero, más tarde haría una nueva petición que no vería satisfecha, y que al fin todo quedaría aclarado.

Quise huir, pero al saber que Vilortas y Bocarrota triunfaban y gastaban alegremente el producto de su aventura, desistí de mi idea. Bocarrota y Agustín estuvieron cerca de un mes en un pueblo que llaman Hospital de Órbigo, donde Joaquín pasaba por un rico hacendado. Poco tiempo después supe que el dinero se les había terminado, y que los dos amigos emprendían de nuevo su vida accidentada. Me confié y eso llevo a mi detención, y me tuve que confesar autor del asesinato

Algunos días después llegó hasta mi la noticia del nombramiento de Pablo Callejo como juez especial de la causa, y también de la detención, como presunto autor del asesinato, de Bocarrota. Creí que todo habría terminado y que Joaquín cantaría, mas no fue así, porque el detenido calló, y como usted sabe, al pasar el sumario a la Audiencia, Bocarrota fue puesto en libertad por falta de pruebas. 

En la cárcel, un día de los muchos que hablamos, me recordó lo conveniente que me sería guardar silencio por diversas causas. Me estaba amenazando. Me dijo también que el dinero que le correspondió lo había gastado en absoluto, hasta el extremo de que no tenía ni camisa, por lo que le di una de las mías.

Estaba yo recluido en la cárcel cuando fue puesto en libertad Bocarrota. Si alguien se hubiese fijado en Bocarrota al ser puesto en libertad, hubiera sabido en seguida que él era uno de los autores del asesinato, tal vez el autor material, puesto que al abandonar la prisión exclamó:

— ¡Adiós mis treinta años! 

Sabía él sobradamente la pena que le correspondía, y siempre creyó al verse recluido que sería condenado. 

Nunca quise hablar como ahora lo hago, porque suponía que por falta de pruebas contra mí, y más cuando podía demostrar donde estuve los días en que se desarrolló el crimen, sería absuelto. Si cantaba, como encubridor sería condenado a seis años, pero si callaba, al verse la causa recobraría la libertad, y siempre es preferible un año a seis. 

Pero la vista de la causa se aplazaba, y llegué a creer que no se celebraría nunca, y me decidí a declarar la verdad. Llamé a mi abogado, Salvador Represa, y le dije lo que usted está oyendo. Me aconsejó que esperase la vista y callé de muevo. 

Por fin se celebró el juicio oral y supuse que sería absuelto, pero me vi sorprendido por la sentencia. Noté en el Jurado cierto decidido propósito de condenarme, porque en contestar a diez preguntas que constituían el veredicto y fallar y firmar sólo invirtieron quince minutos. Escuché la lectura de la sentencia condenatoria con toda tranquilidad, nada me importó y nada tampoco me hubiese preocupado que me condenasen a muerte, porque sabía que en cuanto hablase todo se aclararía.

Efectivamente, he declarado ante el juez y ya se ha abierto nuevo sumario. ¡Ahora veremos!

Me da mucha pena de la condena de Sandalio Villar Zamarreño y de Esteban Sánchez Navarro, el Mellado, como encubridores, porque desconocían absolutamente las circunstancias del crimen. Estos, al saber que yo podía aclararlo todo, me han amenazado seriamente si no cantaba. Vea cual es mi situación: por un lado, la amenaza de «Bocarrota» y sus compañeros, si hablo, por otro, la amenaza también de Sandalio y de Esteban, si callo, y, por último, la pena de treinta años, a que no soy acreedor...

¿Iba a seguir callando? Me hubiese conformado con los veinte meses que llevo preso y hubiese callado, pero ahora prefiero los seis años.

Que es cierto que invertí los días que transcurrieron desde el mes de Agosto hasta el 4 de Noviembre en la forma que dije, son testigos el propietario minero Vicente Crescente, el capataz de la mina Barbadillo de Camposolillo, llamado Orencio, otro obrero llamado Virgilio, el posadero Faustino Rodríguez, sus hijas Etelvina y Josefa, y algunas otras personas que cité y comparecieron ante el Jurado para manifestarlo, sin que sus declaraciones hayan servido de nada.

He dicho varias veces que no sé cómo ha ocurrido el asesinato y tampoco quién fue el autor. No reconozco la navaja con que se dio muerte a Remigio Miranda. Solo puedo dar algunos detalles sobre el hecho, que he deducido de conversaciones oídas.

Otro día vi en Trobajo a Bocarrota, en unión de Agustín Cabezón y de dos hijos de éste, a quienes acompañaban tres o cuatro más, también del hampa, a los que solo conozco de vista, y otro que es carterista, apodado el chaval. Por esta conversación pude comprender que el crimen lo cometieron Bocarrota, Vilortas, el Moreno y Francisco el del Berrón pero sin que nada pueda decir quién de ellos fue el que dio muerte a Remigio Miranda. 

Sé también que después de cometido el crimen los asesinos siguieron hasta Villalba, desde donde, por la línea de Segovia, volvieron hacia Palencia. Al apearse del tren en marcha, poco antes de llegar a Villalba, se cayó al suelo Bocarrota, rompiéndosele el pantalón azul, de bombacho, que llevaba puesto. Cuando llegaron a Palencia, Bocarrota se compró un traje y regaló el pantalón al del Berrón, quien se lo puso sobre el que ya llevaba. 

También he podido saber que a Remigio Miranda le iban a matar unos días antes en que fue muerto, con ocasión de un viaje a Pola de Gordón. Cabezón recibía, con tiempo sobrado, noticia de los viajes que había de realizar Remigio. Un día tenia proyectado, como digo, uno a Pola de Gordón, donde había, de abonar cierta cantidad que adeudaba a Manuel Abastas, pero la casualidad hizo que Miranda encontrase a Manuel Abastas en la calle Mayor de León, y allí mismo, en plena calle, le satisfizo la deuda y así se hizo innecesario el viaje. Esto lo presenciaron sus perseguidores, y el hecho quedó aplazado hasta el día 28 de Octubre, en que iba a Madrid.

Antes de verse la causa en la Audiencia, cuando el juez especial tramitaba el sumario, se decretó un careo entre el Marcelino Balbuena y yo. Aquella entrevista pudo dar también la clave del misterio, con sólo observar lo que allí ocurrió. Yo no estaba preparado para aquella entrevista, desconocía el careo.

Se abrió la puerta de la estancia en que yo estaba, aquí mismo, en la cárcel de Ávila, y ante mí apareció un hombre elegantemente vestido. Al principio no le conocí. Yo estaba tranquilo, sosegado, nada me sobresaltaba, porque nada temía, pero inmediatamente me encontré frente a frente con Marcelino Balbuena.

Aquel hombre palideció extraordinariamente cuando me reconoció. Se acordó, sin duda, de otra escena ocurrida año y medio antes y temió por su suerte, pero, conforme le dije antes, a mi, tanto como a él, me convenía callar y callé. El juez interrogó, yo negué y aseguré que jamás había visto a aquel señor que ante mi estaba.

Sin embargo, Bocarrota y Cabezón, el día 4 de Noviembre de 1918, en la Casa de la Concha de Trobajo, me identificaron a la persona que les había dado las 15.000 pesetas en el sobre azul, y en quien careaban conmigo, reconocí a aquella persona.

Terminó el careo, Marcelino Balbuena se marchó y nada he vuelto a saber de él, pero ahora solo espero con ansia el momento de la repetición de aquel careo, para acusar concretamente, con la valentía necesaria. Esta acusación ya la he hecho ante el juez de instrucción de Ávila, y espero que pronto quede todo aclarado.» 

Finalmente, el Feo de Veguellina le comentó al periodista donde podían ser capturados los autores materiales del crimen. Según aseguraba Cabezón, Bocarrota, el del Berrón y Pedro el Moreno frecuentaban diversos pueblos y lugares, que ordinariamente eran teatro de sus fechorías. Los martes en Astorga, los miércoles en Hospital de Orbigo, los jueves en Benavente y los sábados en La Bañeza, eran los preferidos. Suponía el Feo de Veguellina que, de estar en libertad todavía, no faltarían el día 11 a la feria de Mansilla.

Al comparecer ante el juez de Avila el condenado a cadena perpetua José Gómez y hacer estas interesantes manifestaciones, se abrió otro sumario para comenzar nuevas diligencias aclaratorias.

¿Aquí quien paga? 

El 24 de septiembre de 1921 el juez especial que incoaba el sumario que se abrió a consecuencia de las declaraciones que hizo ante el Tribunal juzgador José Gómez, un año antes, se desplazó a Ávila de la misma forma que ya lo había hecho en otras tres ocasiones, practicando diversas diligencias. 

Durante ese día también llegaron, procedentes de León, donde residían, Bonifacio y Nicanor Miranda, hermanos de la víctima del crimen Remigio Miranda, y los cuñados de éste, Alfredo Barthé y Marcelino Balbuena. 

El 28 de septiembre de 1921, basándose en una historia de familia, historia que guardaba en si un nido de ambiciones, el Juzgado requirió la presencia de Alfredo Barthe, cuñado del asesinado Remigio Miranda, al mismo tiempo que era llamado Marcelino Balbuena, el otro hermano político de Miranda. 

Lo debió estimar conveniente el juez Bernabé Vicente que ambos familiares, Barthe y Balbuena, se entrevistasen, y a este fin quedó aquél detenido hasta que compareciese el otro, y así fue detenido Barthe durante veinte horas y acto seguido puesto en libertad cuando su cuñado Marcelino Balbuena ingresaba en la cárcel de esta población.  

Una vez detenido, se procedió a carearle con el Feo de Veguellina y con otro personaje que pasó en el proceso anterior como una sombra, como un fantasma. Este individuo era Pedro Ortega el Rabia de Palencia. Las resultantes de estos careos, unidas a los elementos de juicio de que el juez disponía, le impulsaron a procesar a Marcelino Balbuena, procediendo a firmar el auto de prisión sin fianza, quedando el preso, por orden judicial, incomunicado. 

Rodaba una historia familiar por las páginas del que se pudiera llamar sumario viejo que no dejaba de tener interés. En ella se explicaba que Remigio Miranda contrajo matrimonio con una hermana de Marcelino Balbuena. A la muerte de esta señora, sin hacer testamento, quedaba legalmente heredero en usufructo de parte de los bienes de su mujer, en unión de sus cuñados, quedando la fortuna unida por tener la familia negocios comunes, entre otros una mina de carbón, que, dadas las circunstancias de aquel entonces, la guerra, se trataba de vender en tres millones de pesetas.

Solicitó Miranda de sus cuñados la separación de bienes para obrar a su albedrío, en completa independencia, encontrando al principio una gran resistencia, que pudo vencer después de haber dirigido una enérgica carta, que obraba en las páginas sumariales. 

Convinieron, al fin, según parece, en una reunión celebrada en un importante pueblo de la provincia de León, en aceptar la proposición de Miranda y en otorgar a este efecto la oportuna escritura, formalizando este extremo. 

En este intervalo, o sea entre la reunión referida y el día primeramente señalado para la firma de la escritura, Remigio Miranda realizó el viaje a Madrid que hubo de costarle la vida de modo tan trágico, mientras allí en las páginas sumariales quedaban unos consejos paternos, advirtiendo al hijo de unos peligros que él confiado calificó de quiméricos y absurdos. 

Se hablaba con insistencia del silencio mantenido por el Feo de Veguellina durante toda la tramitación del proceso. Este silencio fue tomado por muchos como la prueba evidente de su culpa. Nada más lejos de la realidad, en opinión del periodista, afirmar tal extremo era desconocer la psicología de los personajes del mundo del hampa. 

Preguntado por los periodistas, el Feo de Veguellina sobre todo esto, contestó:

— Yo callé por conveniencia; si yo hablo, habiendo declarado que tenía conocimiento del hecho y que había recibido por mi silencio unas pesetas, me esperaban seis años; si callaba, contra mí no había pruebas capaces para condenarme como autor, y si me iba a la trena por seis años, al salir, tenía yo una viña y no tenía más que vendimiar. ¡Cualquier día me iba a negar a mí la viña lo que le pidiese! 

Pero las cosas no pasaron a su gusto; las uvas estaban verdes, y, en vez de seis años, le salieron treinta, y era mucho esperar la vendimia; se podía secar la cepa o quitársele el gusto al catador, y entonces el Feo cantó, y cantó claro. 

Era 30 de septiembre de 1921 y la exhumación del sensacional proceso del crimen del correo de Galicia esta continuaba apasionando vivamente a la opinión pública . 

En los corrillos bien informados se comentaban los pormenores del hecho probado que Remigio Miranda no se llevaba bien con sus hermanos políticos, Alfredo Barthe y Marcelino Balbuena, lo que le llevó a liquidar el negocio, por lo que sus cuñados le entregaron un documento por valor de millón y medio de pesetas, que se dispuso a depositar en Madrid en casa de un notario. En el viaje perdió la vida, apareciendo, al llegar el correo de Galicia a la estación de Navalperal, con una cuchillada en el cuello. Al registrarse el cadáver, el documento había desaparecido. 

Después de incesantes trabajos policiales, fue detenido, como autor material del crimen, un quincallero conocido como el Feo de Veguellina, aunque él aseguraba que la noche del crimen se encontraba a 150 kilómetros del lugar donde debió ser asesinado el señor Miranda. 

En este nuevo proceso en él que si estaba implicado y complicado, Marcelino Balbuena prometió al juez demostrar que no pudo estar presente en la reunión de la venta de Trobajo, por cuanto el día 4 de Noviembre él estaba en Bilbao. Según lo declarado por Marcelino Balbuena, el día 2 de dicho mes estuvo alojado en uno de los principales hoteles de Bilbao. El día 3 abrió una cuenta corriente en el Banco de Vizcaya de aquella capital, y desde el 4 al 14 permaneció todavía en el mismo hotel. Prometió el declarante ofrecer al juez, dentro de breves días, prueba documental de lo manifestado, añadiendo todavía en qué ocupó el resto de los días de aquel mes.

Pesquisas periodísticas

En la tarde del 29 de septiembre de 1921 los periodistas del diario La LibertadHeliodoro F. Evangelista y Narciso P. Boixader se entrevistaron con el Rabia, dado que, aunque detenido, no estaba incomunicado.

En palabras de los periodistas, su presencia les recordaba a los ejemplares catalogales de Cesare Lombroso. Fiero aspecto, mirada incierta y escrutadora,con su triste traje de penado. Esta causa le estaba perjudicando en su libertad, pues, condenado por hurto, estaba a punto de coger la condicional. Era un hombre del patio, hablaba el argot y sabía de la vida. Hablaron, bueno más bien divagaron, pero el Rabia era difícil, aunque pudieron comprobar que le tenía un gran pánico al juez, tanto que, después de haber sufrido el primer interrogatorio, se negó a subir a la presencia judicial.

— No voy, no voy; a mí no me lía, hace que diga lo que él quiere, no, no declaro más. 

Pero claro subió y declaró.

— Yo vengo aquí para salvar al Mellao. Él no sabe nada de todo esto —agrega—, y aunque yo me pierda con esto, no me importa. El Mellao está inocente de este crimen, pues siquiera yo iba en el tren... 

Mientras hablaba se mordía los labios, vacilaba sin atreverse a mirar a la cara a su interlocutor. 

— El Mellao cuando esto ocurría estaba herido en la mina. Un tablón desprendido en una galería le rompió el labio y los dientes. De entonces le viene el apodo.

A continuación se va hacia otros temas y procura desvirtuar la versión más aceptada de lo sucedido en el tren.

— Yo subí en Palencia. En el mismo coche venían Vilortas y Bocarrota, que traían trajes nuevos y enseñaron billetes. En León se bajaron. Volvían ya de aquello.

A continuación refiere la escena de la taberna de la Concha.

— Yo estaba junto al mostrador tomando un vaso, cuando llegó Balbuena y se entró para el cuarto. A lo que fue no lo sé. Yo me quedé fuera y nada vi.

— ¿Pero era Balbuena? 

— Si, si; seguro.

— Y lo del pañuelo, ¿es cierto? 

— Si señor, es verdad. 

— Yo no se nada del crimen ni del dinero. Yo sólo he venido para salvar a un inocente. 

Como dato curioso, y al mismo tiempo con objeto de que sí Joaquín Ginés, alias Bocarrota, se encontrara en alguna prisión, bien sometido a un procedimiento o sufriendo quincena, y de este modo ser reconocido, el juzgado comunicó la fórmula de la expresión dactilar del reclamado.

Esta era: V — 3333 = V — 2222.

Además se comunicaron sus otros posibles nombres, José Amor González, alias el Charo.

La esposa del procesado

Para poder avanzar en la investigación de los hechos el juez dictó una providencia el primero de octubre disponiendo fueran trasladados desde el Penal de Burgos los condenados Sandalio Villar Zamarreño, Esteban Sánchez y los penados Jesús Grabulosa y Felipe Diez Muñoz el Mosca, a quienes el Rabia les confesó haber intervenido en este asesinato y la inocencia de Sandalio y Esteban.

Mientras esto ocurría, por el paseo que cruzaba el jardín de la prisión apareció una mujer joven enlutada absolutamente. Su rostro bello dejaba adivinar gran amargura. Sus ojos, de mirada inquieta y penetrante, acusaban inteligencia. Al llegar al interior preguntó por el juez a un empleado. Se trataba de la esposa de Marcelino Balbuena.

Jesús Grabulosa, era celador en el Penal de Burgos, hombre alto, afeitado, de aspecto simpático. Vestía el uniforme de penado y lucía galones de cabo. Rodeaba su cuello con un pañuelo negro y calzaba alpargatas. Se presentó en correcto saludo al tiempo que inclinaba la cabeza, sacudiendo su melena. Solícito comenzó su relato, hablando correctamente, pero con un acento catalán muy cerrado.

— Al llegar al Penal de Burgos, donde ejerzo el cargo de celador, los dos penados, Sandalio y Esteban, se enteró el Rabia y con gran interés preguntó sus nombres. Pasados unos días, el Rabia vio a estos dos y exclamó: 

— ¡ Pobrecillos !, son unos inocentes.

— Me llamó la atención esta frase y quise enterarme. Entonces me refirió que como ya la causa estaba sentenciada y nada le podía ocurrir, no tenía inconveniente en propalar que el sabía quienes eran los matadores del minero de León. Afirmó que el crimen lo había pagado un cuñado de la víctima, y que el Feo no era el autor material.

— Cuando esto decía el Rabia, estaba presente el dicho Felipe Díaz Muñoz, alias el Mosca. Este relato y muchos más detalles se los refirió también a Sandalio, Esteban y a cuantos quisieron oírlo. Dijo, asimismo, que al regresar a León, ganó en el tren una saña con tres libras, o sea una cartera con 300 pesetas. Con esto, y con lo que le correspondió por el asesinato, pasó buena vida durante una temporada.

— Como sé sobradamente, porque de ello tengo muchas pruebas, que el Rabia, al verse encerrado y no libre, según creía, había de hacer lo que ha hecho, o sea negar, apunté el día, hora, lugar y demás circunstancias para demostrarlo ahora, señalándole los testigos.

Un hombre de mal carácter

A propuesta de la acusación particular llevada por el abogado de la familia Miranda, para el día 6 de octubre de 1921 por la mañana estaba citado por el juez para prestar declaración Ángel Alonso de la Riva, vecino de Boñar, quien ya había comparecido en un sumario anterior el día 22 de Abril de 1919. En el folio 1.182 constaba su declaración. En ella enumeraba diversas anécdotas que sin duda mostraban el carácter rencoroso y vengativo de Marcelino Balbuena. 

Refería Alonso de la Riva que un día, en el café Universal de Madrid, ante el abogado Cristino Vega, Pelayo Bernaldo de Quirós y otros que no recordaba, Marcelino Balbuena le ofreció de 100 a 500 pesetas si apaleaba o mataba a un individuo en el baile de la Zarzuela, que no dijo quién fuese, y el cual la noche anterior le había faltado a él.

Este señor declaró que lo tomó como una broma y si se lo dijo al hermano de la víctima fue porque, dada la vida de crápula de don Marcelino, en un momento de embriaguez hubiera podido hacer lo que se le imputaba, sin que pudiese concretar si había ocurrido o no.

Aseguró el declarante que en cierta casa de mala reputación de León dos pupilas dijeron que Marcelino Balbuena, en un ataque de los que sufría, había dicho embozadamente algo de lo que se le acusa. 

Terminó diciendo el declarante que en el mes de Marzo de 1919, en el restaurante del café Inglés, de León, ante el alcalde de Riaño, Francisco Cossio, éste le dijo a Marcelino que corrían rumores que le acusaban de inductor de la muerte de Remigio, y que si tal rumor era una calumnia, debía hacer lo posible por desvirtuarla, y si no, como hombre debía tener voluntad de enérgico carácter para hacerse justicia pegándose un tiro, a lo cual Marcelino no respondió, quedando como turbado y con pesadumbre, contestando que él desconocía tal rumor, pues a nadie se lo había oído.

Luego afirmó Alonso de la Riva que oyó decir a unos mineros que el Feo llegó a Boñar bien trajeado días después del crimen, amenazando al vigilante y al listero de la mina Barbadillo si no alteraban la fecha en que había dejado de trabajar.

En aquellos días el Feo de Veguellina se planteó personarse como acusación particular en la causa a través del letrado y criminalista José Serrano Batanero, según informaba La Libertad del 6 de octubre. 

Mal carácter pero buen corazón 

Por su parte, el detenido Marcelino Balbuena, al levantársele la incomunicación contestó a las preguntas de los periodistas, para tratar de establecer un relato coherente en que basar su defensa.

Después de lamentar, como es natural, hallarse envuelto en una acusación tan grave, refirió que al morir su hermana Inés, la esposa de Remigio Miranda, en casa de su hermano Bonifacio, en León, el día 16 de septiembre de aquel año, Remigio se entrevistó con su abogado para redactar, en vista de que aquélla había muerto sin querer testar, un documento en el que por todos los parientes se le reconociera el usufructo de los bienes que correspondían a Inés.

Prosiguió su relato de esta manera:

— Marchó luego Remigio a Bilbao, donde montó un depósito de carbón de las minas que poseían sus hermanos, llevando el negocio con tanta inteligencia y habilidad que nos dejó muy satisfechos a sus consocios y hermanos.

— A mediados de octubre de 1918 nos escribió a Barthe y a mi desde León, proponiéndonos que elevaramos a escritura pública el documento otorgándole el usufructo de los bienes de Ines, legalizándola en forma ante notario, y proponiendo recibir una determinada cantidad para dejar definitivamente resuelta la cuestión de sus intereses.

— Para tratar de este asunto se le llamó por telégrafo a Prado, pero al llegar, una enfermedad grave de mi hijo me impidió reunirme con él para aclarar los detalles.

— En vista de ello, y para ultimar un negocio de carbones urgente en Madrid y Zaragoza, acordamos que Remigio saliera inmediatamente con el acuerdo mutuo de que a su regreso resolveríamos el asunto de la escritura.

— Salió Remigio de Prado el día 26, y consta que pernoctó en La Robla, marchando el 28 por la mañana con dirección a León, sitio del cual salió, como todo el mundo sabe, el 28 por la noche, en el correo de Galicia, donde fue asesinado.

Después añadió el Sr. Balbuena:

— A esta misma hora marchaba yo por el ferrocarril de La Robla a Bilbao. En Mataporquera quedé aterrado al leer en la Prensa que a un minero de León, llamado Miranda, le habían asesinado en las inmediaciones de Navalperal de Pinares. 

— En cuanto llegué a Bilbao telegrafié con urgencia a los hermanos de Remigio, y por ellos supe el trágico asesinato de mi cuñado. Seguí mi viaje interrumpido y con varios amigos hice noche en Valladolid, donde adquirimos una corona y marchamos a Navalperal de Pinares para colocar aquélla en la tumba de mi desgraciado cuñado. Al día siguiente regresamos a Valladolid. 

— Ahora le diré a usted que nosotros nos portamos lealmente con ocasión de la muerte de Remigio. Sus deudas, que ascendían a 15 o 16.000 pesetas, fueron por nosotros pagadas, de la misma manera nosotros abonamos los gastos del entierro en Navalperal de Pinares, y hasta yo aboné 999 pesetas, importe de una factura que Remigio Miranda me envió por las ropas que la enfermedad de mi hermana había obligado a destruir.

— Más tarde, y reunidos en casa del abogado de los hermanos de Remigio, éstos, su padre, Barthe y yo, aquéllos formularon la proposición de que se les entregaran 25.000 duros a cambio de anular el documento del usufructo.

— Por fin se convino en entregar a los Miranda 500 toneladas de carbón, todas las alhajas de Remigio, que por cierto habían sido adquiridas por Inés, con dinero propio, y los muebles y objetos que en la casa de Remigio había.

Balbuena terminó diciendo: 

— La acusación de que yo he estado en Trobajo en casa de Concha la Tabernera, a pagar con 15.000 pesetas el asesinato de mi pobre cuñado, es falsa a todas luces.

— Yo, desde Navalperal, marché directamente a Bilbao, y allí, en el hotel de Inglaterra, estuve hasta el 1 de diciembre. A mediados de noviembre llegó mi mujer para darme cuenta de la noticia de la muerte de mi hijo, y en Bilbao continuamos, repito, hasta diciembre, mes en el cual regresamos a León.

— Señalan la fecha del 4 de noviembre como día en que yo fui a Trobajo a entregar el dinero como premio del asesinato de Remigio, y ese mismo día estaba yo en Bilbao, donde abría una cuenta corriente en uno de los establecimientos bancarios de dicha población.

— Todo eso son acusaciones ruines de gente del hampa, que al fin se han de quedar desvanecidas, Dios mediante.

Por si eso ayuda

La defensa de Marcelino Balbuena hizo comparecer a diversos testigos entre los que destacaba Víctor García, hombre despejado y desenvuelto, caracterizado por el hecho de que calzaba en el pie izquierdo una zapatilla y cojeaba apoyándose en un bastón. Quien conocía su vida aseguraba que Víctor era hombre llano y simpático, precavido y reservado, y que que gozaba del cariño fraternal y protección decidida de persona muy influyente en León.

Fue muchos años agente de Policía gubernativa, y después también desempeñó el cargo de juez municipal de Matallana. Se daba el caso de que conocía desde niño a Marcelino Balbuena porque el padre de éste sentía hacia Victor verdadero cariño. También conocía a Alfredo Barthé, porque en diversas ocasiones acudió a su casa para hacerle consultas en su condición de abogado. 

Todas estas circunstancias hacían esperar que la declaración de Victor García, el 25 de octubre de 1921, diese alguna prueba concluyente, llevando con ello a los folios sumariales una orientación, de la que estaban tan necesitados. 

Al fin libre

El 21 de mayo de 1922, después de ocho meses de reclusión en la cárcel de Ávila, por lo que fue considerado como un error judicial, fue puesto en libertad, y sobreseída la causa instruida contra el distinguido joven leonés Marcelino Balbuena, a quien acusó el presidiario conocido como el Feo de Veguellina de haber tenido participación, como inductor, en el crimen del correo de Galicia.

Cae Vilortas 

Uno de los primeros días de Noviembre de 1923 fue detenido en Valladolid un hombre, que ingresó en la cárcel provincial para cumplir un arresto gubernativo. El detenido dijo llamarse Ángel San José Expósito, pero a la perspicacia de Lacalle, Jefe de Vigilancia de aquella capital, no pudo escapar el hecho de que éste era un nombre supuesto, y no tardó mucho en identificar al detenido como Agustín Cabezón, alias Vilortas, reclamado por el Juzgado de Cebreros. 

El jefe de Policía puso el caso en conocimiento del gobernador de la provincia, y pronto el detenido pasó a disposición del juez, que le tenía reclamado, ingresando en la cárcel de Cebreros uno de los últimos días del mismo mes de Noviembre. 

Son muchas las historias que se contaban relacionadas con esta saga de malhechores conocidos como los Vilortas. Una de ellas ocurrió en Tierra de Campos, en los confines de los partidos judiciales de Río Seco y Villalón, en un pueblecillo que pertenecía al primero y que hacía entonces unos diez o doce años había sido teatro de un hecho que llamó poderosamente lo atención. 

Este hecho, con gran elocuencia y mímica, algún tanto cómica, lo relataba un viejecillo posadero, casado con una mujer de bastante menos edad, a todo el que se acercaba y se detenía en su posada, por muy breves que fueran los momentos. Comenzaba mostrandole un arma vieja y homicida y los dos agujeros que en la puerta de su habitación y la del mesón hicieron las balas de su viejo rifle, que, al cruzar o después de cruzar, produjeron la muerte de un individuo qué, con otros tres asaltaron su casa una noche, pretendiendo robarles. Los forajidos entraron y haciendo hablar a la criada para que, oyéndola el dueño no disparara, y mientras tanto ellos poder forzar la puerta y llegar hasta la habitación donde él y su mujer se defendían.

Él, no obstante, y viéndose ya muy comprometido, hizo varios disparos, cuyas balas perforaron las tablas de la puerta y una de ellas fue tan certera que atravesó el pecho de uno de los salteadores que sintiéndose morir, se desplomó y fue recogido por los otros dos y sacado a las eras del pueblo, donde en las primeras horas de la mañana siguiente, se encontró su cadáver sin ningún documento de identificación, al estar expuesto durante las horas reglamentarias.

Ya no se recordaba en 1924 con claridad si el muerto fue reconocido como un Vilortas o si lo fue por un Vilortas, que desapareció y del que no había vuelto a saberse, pero lo incuestionable era que uno de los actores principales de la historia del viejo castellano era un Vilortas.

¿Fue este el muerto, o era alguno de los que con él trataron de dar el golpe? ¿Podría tener o de hecho tendría alguna relación el Vilortas del crimen del correo de Galicia con aquellos salteadores? ¿Era el muerto hermano de aquel vivo y fue el mismo el que reconoció a aquél y con él tomó parte activa en el hecho? 

Los que conocían la vida y milagros de los Vilortas acaso podrían comprobar que se trataba de una dinastía de algo más que carteristas, y en ella encontrarían ya dos que habían purgado sus delitos, pereciendo uno de ellos ahogado en el río de un pueblecillo de León, al huir de la persecución de los mozos de un pueblo, otro en el asalto de la historia, y el otro, era el Cabezón del caso del tren.

Atado y bien atado

Tres veces la tramitación del sumario adquirió verdadero interés. Una, a raíz del crimen, cometido en la madrugada del 28 de Octubre de 1918, otra, en la fecha del juicio oral, verificado dos años después, en el que José Alonso Gómez fue considerado como autor y condenado, en consecuencia, a cadena perpetua, la tercera, once meses después, o sea en Septiembre del 1921, con ocasión de haber sido detenido el acusado por el José Alonso de autor por inducción, don Marcelino Balbuena, quien fue procesado, en unión de dos personas más, por el digno y activo juez de Cebreros, entonces especial para esta causa, D. Manuel Bernabé Vicente, hoy abogado fiscal de la Audiencia de Avila. 

El 25 de enero de 1924 volvió este ya célebre y complicadísimo sumario a tener actualidad e interés, porque al cabo de los cinco años y pico se logró capturar al último de los acusados por el repetido José Alonso como autor material del crimen, aún en libertad. Se trataba del acusado en rebeldía Agustín Cabezón Vilortas

El juez de Cebreros encargado de este nuevo sumario fue Lorenzo del Fresno Pinel, nuevo juez de este partido. En aquellos días su mesa de despacho estaba cubierta por un gran número de expedientes y sumarios de bastante volumen. Su secretario habilitado, Sánchez Diez, tenía, como el juez, retratada en el semblante la fatiga que producía el trabajo continuo. Junto a la mesa de despacho del juez, y a su derecha, otra mesa tenía sobre sí una montaña de folios en rollos diversos. 

Esta situación y el hecho de que ya habían pasado más de cuatro años desde el asesinato, hicieron que el proceso se diluyera con el tiempo, dejando las cosas como estaban. En palabras del juez, a preguntas de los periodistas, está era la situacion:

—Mi sagrado ministerio me impide, como es sabido, quebrantar el secreto sumarial. Es cierto que este caso, por el proceso seguido, esta divulgado con exceso, pero por mi parte nada puedo decir. Hasta ahora no pude hacer otra cosa que comunicar al nuevo detenido y acusado como autor material su procesamiento y rebeldía, acordado con anterioridad. Asuntos más urgentes, en los que entiende este Juzgado, hoy a mi cargo, y que reclaman mi inmediata atención, me han impedido estudiar lo actuado, que, como puede verse dice, señalando a la mesa de su mano derecha—, es muchísimo.

— Así pues, no sé todavía lo que haré. Supongo que poco o nada podré hacer, toda vez que otros compañeros de reconocida competencia han actuado ya, incluso con la condición de especiales para esta causa. 

La azarosa vida de Alfredo Barthe


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