Las consecuencias del tratado de Versalles
Acuerdo entre los aliados para la regulación de ciertas cuestiones relativas a la aplicación de los tratados de paz y a los acuerdos complementarios concluidos con Alemania, Austria, Hungría y Bulgaria (Spa 16 de julio de 1920)
Parte I, Artículo 1º
De acuerdo con el artículo 237 del Tratado de Paz de Versalles, las sumas recibidas de Alemania a título de reparaciones serán repartidas siguiendo esta proporción:
Imperio Británico. 22%
Francia. 52%
Italia. 10%
Japón. 0,75%
Bélgica. 8%
Portugal. 0,75%
El 6,5% queda reservado para Grecia, Rumanía y el estado servo-croata-esloveno, así como para las potencias no signatarias de este acuerdo y admitidas como beneficiarias de las reparaciones.
La Primera Guerra Mundial acabó el 3 de octubre de 2010. Ese día, coincidiendo con el vigésimo aniversario de la reunificación alemana, la canciller Angela Merkel abonó el último plazo que restaba de las indemnizaciones acordadas por las potencias aliadas en el Tratado de Versalles (1919). Había pasado casi un siglo. Noventa y un años de pagos, impagos, renegociaciones, condonaciones y cancelaciones, que alargaron las consecuencias económicas de la Gran Guerra hasta casi nuestros días.¿Cuánto debía pagar Alemania?“El asunto de las reparaciones causó más problemas, discusiones, rencores y retrasos que cualquier otro punto del tratado”. Esta frase del banquero Thomas Lamont, que participó en la Conferencia de Paz de París como representante del departamento del Tesoro de Estados Unidos, refleja las dificultades que tuvieron los aliados para poner precio a la guerra.El dilema era el siguiente. Si se fijaba una cifra demasiado alta, la economía germana podría derrumbarse. Esta caída afectaría gravemente a los intereses comerciales británicos en Alemania y, consecuentemente, al pago de la deuda que estos tenían con EE.UU. por su ayuda durante la contienda. Además, la crisis económica podría alentar un nuevo alzamiento bolchevique como el que se había producido en Berlín solo unos meses antes (el levantamiento Espartaquista de enero de 1919).
Si, por el contrario, la cantidad era demasiado baja, Alemania, que apenas había sufrido daños materiales en su territorio y mantenía su industria prácticamente intacta, podría recuperarse rápidamente y convertirse en una nueva amenaza para los países de su entorno, sobre todo para las devastadas Bélgica y Francia, muy perjudicadas por la política de “tierra quemada” perpetrada por las tropas alemanas durante su retirada.
Finalmente, tras dos años de negociaciones, en mayo de 1921 se alcanzó un acuerdo: Alemania debía pagar 132.000 millones de marcos de oro, unos 33 millones de dólares.
¿Cómo fue recibida esta noticia? Una parte de los aliados, sobre todo desde el ámbito angloamericano, consideró que era una suma excesiva. En su influyente ensayo Las consecuencias económicas de la paz (1919), John Maynard Keynes, representante del Tesoro británico, calificó la paz como “cartaginesa”, un acto de “codicia estúpida” que “reducía a Alemania a la servidumbre” y “completaba la destrucción económica que la guerra había causado a Europa”.
Otra parte, principalmente los franceses, estimaban que era una cantidad asumible. El estado germano debía destinar a lo sumo el 8% de sus ingresos anuales. Una suma considerable, pero menos que la que tuvo que emplear Francia –entre el 9 y el 16%– tras la derrota en la guerra contra Prusia (1871). Además, la forma de pago era bastante ventajosa: 50.000 millones a pagar en treinta y seis años, y el resto, dividido en tres bonos, cuando las circunstancias económicas lo permitiesen.
Vuelva usted mañana
Alemania, que no había asumido su derrota en la guerra y mucho menos su responsabilidad de iniciarla, hizo todo lo posible por demorar los pagos. Hay que señalar que los nazis no fueron los únicos que condenaron el Tratado de Versalles. Todos los partidos de la República de Weimar, en mayor o menor medida, lo hicieron.
Durante los dos primeros años, el gobierno alemán incumplió reiteradamente los plazos de las reparaciones. En 1923, a Francia, que había obtenido en Versalles una compensación en especie por haber perdido la mitad de su producción carbonífera por la destrucción de sus minas, se le agotó la paciencia. Amparada por los términos del Tratado, decidió ocupar, junto a Bélgica, la región del Ruhr, el corazón industrial de Alemania.
El gobierno de Weimar reaccionó organizando una campaña de resistencia, sufragando huelgas y actos de sabotaje. Para ello emitió moneda sin respaldo, lo que produjo una fuerte hiperinflación. El marcó se devaluó hasta límites impensables (un dólar se llegó a cambiar a la increíble cifra de 4,2 billones de marcos), provocando un drástico deterioro de las condiciones de vida de la población. Este malestar social se tradujo en varias intentonas revolucionarias, entre ellas el Putsch de Múnich (noviembre de 1923), protagonizado por el partido nazi.
Para intentar revertir esta situación, se formó un comité encabezado por Charles Dawes, director de la Oficina Presupuestaria de EE.UU. y futuro vicepresidente de la nación. El Plan Dawes, firmado en 1924, adaptó los plazos de los pagos a la evolución de la economía alemana y proporcionó fondos para estimularla a través de prestatarios norteamericanos.
Como parte del acuerdo, Francia y Bélgica se comprometieron a retirarse del Ruhr y a no volver a ocuparlo salvo incumplimiento manifiesto por parte de Alemania y previa conformidad de los demás aliados. Un año después, Dawes recibió el Nobel de la Paz por este convenio.
En 1929, fruto de la mejora de las relaciones internacionales de Alemania (en 1925 firmó los Tratados de Locarno que garantizaban las fronteras del Tratado de Versalles, y en 1926 fue admitida en la Sociedad de Naciones), se rubricó un nuevo acuerdo. El Plan Young, impulsado por el banquero y diplomático estadounidense Owen Young, redujo las obligaciones alemanas a 112.000 millones y amplió los plazos de los pagos hasta 1988.
Estos planes consiguieron estimular enormemente la economía alemana, pero a costa de hacerla muy dependiente de las inversiones estadounidenses. La cadena era frágil. EE.UU. prestaba dinero a Alemania. Alemania usaba parte de ese dinero para pagar a Francia y Gran Bretaña. Y Francia y Gran Bretaña lo utilizaban para pagar las deudas contraídas con Washington por su ayuda durante la guerra. Si EE.UU. pasaba por dificultades, la cadena se partiría en pedazos.
El crac del 29
Lo que nadie esperaba que ocurriera, ocurrió. Mientras en La Haya se negociaba el Plan Young, la bolsa de Nueva York caía en picado. Los bancos e inversores estadounidenses empezaron a cortar el grifo del préstamo y a retirar los fondos de Alemania. Su efecto sobre la economía germana fue devastador: los bancos se hundieron, los negocios cerraron y el desempleo se disparó. En 1930, el gobierno socialdemócrata, incapaz de hacer frente a la situación, dimitió. La República de Weimar estaba herida de muerte.
Para intentar aliviar los efectos de la crisis, el presidente estadounidense Herbert Hoover propuso en 1931 una moratoria de un año en el pago de las deudas. Al año siguiente, en la Conferencia de Lausana, las potencias aliadas europeas acordaron reducir considerablemente la deuda alemana si EE.UU. hacía lo mismo con las suyas. El Congreso norteamericano no aceptó. Aun así, el sistema ya se había derrumbado. En 1933 Hitler llegó al poder y canceló la deuda unilateralmente.
Los pagos no se reanudaron hasta después de la creación de la República Federal Alemana. En la Conferencia de Londres (1953), EE.UU., deseoso de incorporar a Alemania Occidental a la OTAN y evitar posibles insurrecciones comunistas, presionó al resto de los países acreedores para reducir la deuda alemana y extender los plazos de pago.
El acuerdo incluía también la deuda contraída en la Segunda Guerra Mundial, aunque gran parte de esta ya se había obtenido mediante la anexión de territorios alemanes, el desmantelamiento de su industria, la eliminación de la propiedad intelectual y el trabajo forzoso de los prisioneros.
Liberada de la presión de la deuda, que solo debía pagar cuando tuviera superávit comercial, y reforzada por la ayuda del Plan Marshall, Alemania lograría en los siguientes años su famoso “milagro económico”. Gracias a este crecimiento, en 1969 reembolsó los préstamos del Plan Dawes, y en 1983 los del Plan Young.
En cuanto al resto de la deuda, constituida por los intereses atrasados, el presidente alemán Konrad Adenauer acordó en Londres que solo se pagarían tras la unificación de Alemania y en un plazo de veinte años. En 1990, cuando la unión se hizo efectiva, empezó a contar el tiempo.
Dos décadas después, justo cuando se cumplía el plazo (¿una forma de protesta por la “injusticia” de la deuda?), Angela Merkel realizó el último pago: 69,9 millones de euros. La Primera Guerra Mundial había concluido.
El problema de las indemnizaciones: el plan Dawes
A principios de 1924, todas las grandes potencias buscaban un acuerdo que permitiera alcanzar la estabilidad monetaria internacional. Gran Bretaña trataba de restablecer el patrón-oro, Estados Unidos necesitaba estabilidad monetaria para colocar en Europa sus excedentes financieros, Alemania necesitaba absolutamente préstamos internacionales para tratar de asentar su nueva moneda, el Rentenmark, que acababa de sustituir a un marco sin valor alguno, y, por último, Francia debía tomar medidas para salvar al franco, muy debilitado tras la invasión del Ruhr.
Los países anglosajones, Gran Bretaña y especialmente la gran potencia estadounidense, van a intervenir forzando a Francia y a Alemania a la negociación. Francia ya no tenía fuerzas para continuar con su política de ejecución de los tratados. Para muchos historiadores nos hallamos en un momento clave: en adelante Francia inicia una política exterior de subordinación a Gran Bretaña, consciente de su debilidad y de que la recuperación económica llevará a Alemania a constituirse de nuevo en una enorme amenaza, el gobierno de París inicia un periodo de subordinación a la política de Londres. Esta nueva postura, como veremos, será clave para entender las políticas aplicadas en los años treinta ante la creciente amenaza hitleriana.
En el verano de 1924 se reunió la Conferencia de Londres con el objetivo de aplicar el denominado Plan Dawes. El plan, redactado por un comité presidido por el financiero norteamericano Charles Dawes, significó esencialmente una notable reducción del volumen total de las deudas alemanas y un importante flujo de inversiones norteamericanas en Alemania con el objetivo de reflotar la economía germana. Se trataba básicamente de poner de nuevo en funcionamiento el sistema financiero mundial: los norteamericanos prestaban e invertían en Alemania, para que su renacida economía fuera capaz de cumplir con la obligación de las reparaciones y, así, los países europeos de la Entente (Francia, Italia, Gran Bretaña) pudieran pagar las deudas adquiridas con EE.UU. durante el conflicto.
La economía europea recibió alborozada el nuevo ambiente de concordia y colaboración. A partir de 1924 se inicia un corto periodo de bonanza económica. La euforia económica tuvo su correspondiente euforia política.
El Tratado de Locarno
La propuesta de Gustav Stresemann en febrero de 1925 de llegar a un reconocimiento legal de las fronteras occidentales establecidas en el Tratado de Versalles, encontró una rápida respuesta de Aristide Briand, recién nombrado ministro de asuntos exteriores en París. Las negociaciones iniciadas culminaron con la reunión de los representantes de las grandes potencias en la ciudad suiza de Locarno durante el mes de octubre de 1925. Gustav Stresemann por Alemania, Aristide Briand por Francia, Austen Chamberlain por Gran Bretaña, Benito Mussolini por Italia y Émile Vandervelde representando a Bélgica debatieron los grandes temas que afectaban a la seguridad europea.
Los Tratados de Locarno fueron finalmente ratificados y firmados en Londres en diciembre de 1925.
El principal de los tratados firmados en Locarno es el pacto de garantía mutua de las fronteras occidentales de Alemania, incluyendo la zona desmilitarizada de Renania. Alemania, por primera vez, aceptaba de iure sus fronteras con Francia y Bélgica aprobadas en Versalles. Los tres países interesados firmaron el tratado, junto al Reino Unido e Italia que harían el papel de garantes del tratado.
La gran debilidad de los Tratados de Locarno fue que Alemania no quiso ni oír hablar de firmar pactos similares con respecto a sus fronteras orientales. Alemania nunca reconoció sus nuevas fronteras con Polonia y Checoslovaquia, y, allí, efectivamente se inició la crisis que llevó a la segunda guerra mundial.
Pese a todo, Locarno marcó el inicio de un nuevo período de distensión, lo que los historiadores han denominado la era Briand-Stresemann, por el papel clave que jugaron los jefes de las diplomacias francesa y alemana en los años subsiguientes. Un nuevo espíritu de concordia, el espíritu de Locarno, dominó la escena internacional hasta la llegada de la depresión económica en 1929.
La era Briand-Stresemann
El primer gran acto de este periodo es el ingreso de Alemania en la Sociedad de Naciones. La emotiva sesión de la Sociedad en Ginebra tuvo una gran resonancia internacional. Briand dio la bienvenida a su colega germano y Stresemann respondió con un discurso en el que exclamó: "¡Abajo los fusiles, las ametralladoras y los cañones! ¡Paso a la conciliación, al arbitraje y a la paz!". El ingreso de Alemania, además de dar mayor credibilidad a la Sociedad de Naciones, significaba el reconocimiento del status de gran potencia al país germano.
En este nuevo ambiente internacional, en 1927 Briand entró en contacto con su colega norteamericano Frank Kellogg, de estos contactos nació el denominado Pacto Briand-Kellogg, firmado solemnemente en agosto de 1927. Este acuerdo, que no tenía importante contenido real, tenía, sin embargo, un importante valor simbólico y ejemplificador: Francia y EE.UU. renunciaban a la guerra como medio para solucionar cualquier diferencia entre ambos países. París y Washington invitaban a los demás estados a adherirse a este pacto que declaraba ilegítima a la guerra. En 1929, más de 60 países, entre ellos Alemania, habían firmado el pacto.
Briand, que había tomado contacto con el conde Coudenhove-Kalergi, líder del movimiento Paneuropa, pronunció en septiembre de 1929 un discurso en la Asamblea General de la Sociedad de Naciones en el que proclamaba la necesidad de constituir una Unión Europea. Este es uno de los últimos momentos del espíritu de Locarno, el estallido de la crisis económica hizo que la propuesta de Briand cayera en el vacío. Al año siguiente, en septiembre de 1930, el ambiente internacional era muy diferente y la propuesta de Briand fue retirada.
Stresemann, mientras tanto, llevaba a cabo una decidida política de revisión del Tratado de Versalles. Fortalecida en su posición internacional, contando con la comprensión de los países anglosajones y con una economía en crecimiento, Alemania tenía cada vez más poder para incidir en las grandes decisiones internacionales. Fruto de la labor diplomática de Stresemann fueron la evacuación de las tropas aliadas que aún quedaban en Renania en 1930 (cinco años antes de lo estipulado en el Tratado de Versalles) y una nueva renegociación del pago de las reparaciones, concretada en llamado Plan Young de 1929. En este nuevo arreglo, en el que se reducía el monto total de las reparaciones, se preveía que Alemania pagara indemnizaciones a los vencedores ¡hasta 1988!
La depresión económica que estaba a punto de estallar al otro lado del Atlántico vino a poner fin no solo a las previsiones del Plan Young sino también al corto periodo de concordia internacional que había disfrutado el mundo.
El mecanismo de la crisis económica mundial
Desde una perspectiva centroeuropea, todo el periodo de posguerra -incluidos los ocho años de milagrosa prosperidad en Estados Unidos, el crecimiento económico sostenido en otros países y las multifacéticas aventuras técnicas, económicas, monetarias y de política comercial de esta sombría época histórica, hasta el colapso de 1929 y la depresión mundial de 1933- es en realidad un solo periodo de crisis económica que se manifiesta de diferentes maneras a medida que atraviesa y transforma el mundo. La crisis económica de los primeros años de posguerra no se resolvió, solo se pospuso. El equilibrio en un lugar se logró trasladando la carga del ajuste, en forma deliberada o de otro modo, a otras regiones y sectores económicos. Cuando llegó el día inevitable del ajuste de cuentas, no solo revivieron los viejos fuegos latentes sino que la crisis asumió profundidades y dimensiones que hicieron palidecer toda experiencia anterior.
Para llevar este argumento más allá de generalizaciones audaces inferidas a partir de conexiones aleatorias de los acontecimientos de los últimos 15 años, el autor está obligado a explicar su metodología, y a respaldarla con pruebas concretas.
¿Por qué es imposible que la crisis se corrija a sí misma?
¿Cuál es la esencia de la crisis económica mundial? ¿Por qué no ha habido una solución autocorrectiva? ¿Cómo podrían lograr repetidamente algunas economías la estabilidad aparente trasladando la carga de los grandes y persistentes déficits económicos en el espacio y el tiempo? Y ante todo: ¿Cómo tal interpretación puede arrojar luz sobre la totalidad del proceso general en el que está inscrita la crisis económica mundial?
Podemos dejar de lado las complejidades de la teoría del ciclo económico relacionadas con las fluctuaciones económicas conocidas que nos visitan de vez en cuando, porque estamos convencidos de que las características decisivas de la crisis actual provienen de un contexto histórico específico. En nuestra opinión, la crisis coyuntural de 1929 a 1933 es solo la fase más dramática de una crisis general que tuvo origen en la Primera Guerra Mundial. Las configuraciones políticas y sociológicas únicas asociadas a la guerra pusieron obstáculos insuperables para una recuperación autogenerada. Los costos económicos de la guerra fueron enormes. La opinión general de que la carga económica de la guerra moderna no podía mantenerse durante más de tres meses no estaba fuera de lo razonable. El hecho de que la guerra durara cuatro años solo fue posible porque se impusieron enormes costos sociales a las sociedades mediante presiones coercitivas de abrumadoras fuerzas político-sociológicas. Únicamente los desequilibrios confinados a la esfera estrictamente económica son susceptibles de corrección autorreguladora. Los costos reales de la guerra superaron de lejos la capacidad económica de las sociedades; la escala de destrucción humana y social fue de tal magnitud que la estructura social no podía sostener las fuerzas del ajuste para un equilibrio de posguerra.
La visión convencional, que veía el problema exclusivamente en términos de la amenaza de revolución social, era unilateral, aunque ese peligro era real. Los factores político-sociológicos que hicieron imposible reconstruir un nuevo y estable orden de posguerra eran casi tan complejos como las fuerzas nacionales, sociales, ideológicas y políticas que participaron en la guerra, y la terminaron con una paz impuesta por los vencedores a los derrotados.
Solo hace poco la investigación estadística reveló los costos reales la guerra. A pesar de una revolución tecnológica y del milagro económico estadounidense, la producción industrial en el punto culminante de 1929 había retrocedido notablemente frente a los logros de las dos generaciones de crecimiento económico ininterrumpido anteriores a 1914. En los veinte años transcurridos desde el estallido de la guerra, la producción industrial debería haber sido casi el doble. En cambio, solo aumentó en un 60%. En 1933 cayó a niveles inferiores a los de 1914. De acuerdo con la dinámica del crecimiento económico de las generaciones anteriores, la capacidad de la economía para proporcionar rendimientos productivos en 1933 debería haber sido dos veces mayor. Ni la febril pero improductiva actividad económica de los años de guerra, ni el aumento continuo de la producción agrícola frente a la caída de los precios compensaron las consecuencias económicas de la guerra: diez años de crecimiento perdido en la agricultura y veinte años en la industria.
Los tres demandantes: tenedores de bonos, trabajadores y campesinos
Es irrelevante si los costos de la guerra fueron mayores o menores de lo que se creía anteriormente. Lo que es claro es que el choque político-sociológico de la guerra implicó la reconstrucción de un nuevo equilibrio económico que tomaría muchos años conseguir. La estructura social solo se podía sostener si la dirigencia política podía satisfacer las expectativas -y evitar la desilusión- de tres grandes demandantes sociales: los tenedores de bonos (rentistas) que financiaron la guerra, y sin cuya confianza en las monedas y sin cuyo crédito las economías capitalistas no se podían reconstruir; los trabajadores que soportaron la carga moral y política de la guerra, y a quienes se prometió la recompensa de más derechos y más pan; y los campesinos, que parecían ser el único baluarte contra la revolución social.
En los países derrotados, las clases rentistas fueron devastadas por la inflación; en los países victoriosos, las políticas diseñadas para proteger sus intereses finalmente fracasaron. En los países derrotados tampoco se protegió a los trabajadores de las consecuencias de la crisis. Abstrayendo los factores sociales, una protección menos inflexible de los intereses económicos de los tenedores de bonos, los trabajadores y los campesinos podría haber arrojado un resultado más favorable en términos puramente económicos. Pero, entre tanto, la estructura social se habría desintegrado.
En los Estados victoriosos tenían prioridad los intereses de los tenedores de bonos. Sus sacrificios financieros ganaron la guerra; su fe en la estabilidad de las monedas y el crédito fue la base de la reconstrucción de la economía de posguerra. La sociedad solo podía continuar si se podía desmantelar total y permanentemente el comando de la economía de guerra, y restaurar el mercado libre.
En los Estados derrotados tenían prioridad los trabajadores. Instalados en la sede del poder político, los trabajadores (y ex soldados) que soportaron la mayor carga de la guerra exigían los derechos y el pan prometidos.
En los Estados victoriosos, la democratización de la vida pública asumió proporciones arrolladoras. En Inglaterra, el número de votantes elegibles aumentó de 8 millones antes de la guerra a 28 millones. Aquí también la máquina de guerra se alimentó con promesas: "hogares dignos de héroes", según el primer ministro Lloyd George. La producción logística de material bélico para el frente de batalla estuvo acompañada de la producción de eslóganes de este maestro galés de la retórica. Cuando la guerra terminó, no había excusas para no cumplir las promesas. En realidad, nadie en Gran Bretaña creía en la necesidad de restringir el nivel de vida después de la guerra. Cuando las realidades de la reducción de la capacidad económica de Gran Bretaña empezaron a aparecer ya era muy tarde. Los sacrificios impuestos a toda la sociedad para defender -y aumentar- el ingreso de los rentistas dictaron políticas que descargaron todo el peso del ajuste sobre las clases trabajadoras.
La tercera parte de esta trilogía eran los campesinos. Después de la guerra, solo ellos -que protegían su parcela de tierra conseguida a duras penas y estaban acostumbrados a una adversa relación de mercado con la ciudad- ofrecían una protección segura contra el bolchevismo. El interés económico y su Weltanschauung general los aliaron con las fuerzas del conservatismo. Pero los campesinos desilusionados podían tener un comportamiento muy diferente, que se manifestó en Bulgaria y en muchos otros países del Este y el Sureste europeo, donde los campesinos no tuvieron problemas para participar en la división de los grandes latifundios. El hecho de que las revoluciones no provengan exclusivamente de la izquierda política es una lección que Europa solo ha aprendido en retrospectiva. Ni los rentistas ni los trabajadores resultaron ser tan socialmente inmanejables como los campesinos al exigir sus demandas.
Cualquier intento de restaurar el equilibrio económico debía tener en cuenta tres direcciones en las que apuntaban las reclamaciones. La existencia de una estructura social viable exigía:
Defender los ingresos de los rentistas estabilizando las monedas.
Proteger los ingresos de los trabajadores estabilizando los salarios reales.
Proteger los ingresos de los campesinos estabilizando los precios de los bienes básicos.
En retrospectiva, es indiscutible que era imposible satisfacer todas estas demandas, dada la capacidad económica gravemente reducida por la guerra. Mantener una estructura social requería algo económicamente imposible. Pero cuando la viabilidad de la sociedad entra en conflicto con lo que es económicamente posible, las posibilidades económicas se estiran de un modo u otro. En el largo plazo esto no es sostenible, por supuesto. La violación de las leyes de la economía tarde o temprano tendrá terribles costos económicos. Pero, entre tanto, la sociedad se ha salvado del desastre.
Además, las presiones nacionales sobre la estructura social estuvieron acompañadas de presiones externas suscitadas por el orden político internacional reconstruido de posguerra. Si bien hacemos mayor énfasis en las políticas que intentaron estabilizar los ingresos nacionales de rentistas, trabajadores y campesinos, no hay duda de que las reparaciones y deudas de guerra y las políticas excesivamente autárquicas agravaron la incapacidad del sistema para recobrar un nuevo equilibrio mediante procesos económicos de autocorrección. Esos dos conjuntos de problemas son interdependientes. Las reparaciones y deudas de guerra determinaron la dirección de los esfuerzos financieros y económicos, que eran tan poco realistas como las políticas nacionales que intentaban mantener el nivel de vida más allá de la capacidad de las economías empobrecidas y de un capital agotado por la guerra. Aunque el colapso final era inevitable, se podía retrasar -y fue retrasado- por un tiempo, mediante intervenciones heroicas.
La gran intervención: la guerra
Es necesario reconocer que prácticamente toda la historia financiera y económica de los últimos quince años consiste en intervenciones, cuyas eventuales consecuencias negativas no dejaron de manifestarse. Pero estas intervenciones no fueron la causa de la crisis. El efecto de las intervenciones -a veces mal concebidas y ejecutadas con miopía- fue posponer la solución a la crisis. Pero esa postergación no carecía de justificación: la madre de todas las intervenciones fue la guerra. Todas las intervenciones de posguerra solo fueron costosos intentos de proteger a la sociedad contra los choques de la brutal destrucción del equilibrio económico y social. Pero crearon nuevos e innecesarios desequilibrios que agravaron las consecuencias de la intervención principal e inicial: la guerra. Es imposible entender la función de las intervenciones de la era de posguerra sin una clara comprensión de sus orígenes en la destrucción causada por la guerra.
Es además incorrecto considerar intervencionistas solo aquellas políticas que pretendían beneficiar a los trabajadores o a los campesinos. La interpretación convencional aquí es que las medidas económicas diseñadas para restaurar el orden de preguerra no requerían mayor justificación. La protección de la moneda, no importa cuán artificial y draconiana, no se considera intervencionista; el efecto distributivo sobre los ingresos de los rentistas no se toma en cuenta de modo explícito. Un enfoque de la estabilización económica que depende exclusivamente de la declaración formal de la santidad de los contratos es de poco valor como instrumento práctico de política económica y financiera. Pues no responde la pregunta decisiva: ¿qué niveles de ingreso son en últimas sostenibles?
El retorno de la libra esterlina a la paridad oro de preguerra diez años atrás pone en evidencia la estupidez del intento de restaurar el orden económico de preguerra sin tener en cuenta hasta qué punto los años de guerra debilitaron la capacidad económica. Pero aquí también era posible posponer las consecuencias de políticas erróneas.
¿Cómo fue posible postergar la crisis?
El exceso de demanda de las tres principales categorías de receptores de ingresos -rentistas, trabajadores y campesinos- solo se podía satisfacer mediante tres fuentes.
En primer lugar, mediante una redistribución nacional del ingreso en favor de las clases privilegiadas. Donde se favoreció a los trabajadores y campesinos, la carga distributiva recayó sobre la clase media y el capital industrial a través de impuestos a la propiedad y del más injusto de todos los impuestos: la destrucción de los ahorros por la inflación. Los ingresos reales de los productores agrícolas se sostuvieron mediante aranceles externos y otras medidas proteccionistas, a costa de los consumidores urbanos.
En segundo lugar, mediante la consunción del capital. El capital doméstico fue devorado por la inflación y por la venta de activos a extranjeros.
En tercer lugar, los déficits y las deudas se financiaron y refinancia-ron mediante la renovación del endeudamiento externo y el aumento de la deuda. Esto sucedió a vasta escala. Los países financiaron sus déficits mediante un endeudamiento externo perpetuo. Las economías nacionales más débiles buscaron ayuda de las más fuertes. Los años de estabilidad aparente, un intervalo de rápido crecimiento y una apariencia engañosa de equilibrio fueron marcados por nuevas dificultades económicas y financieras, hasta que, de repente, en lo más alto del boom estadounidense, la banda elástica se rompió. Las economías deficitarias interdependientes entraron en una caída irreversible, y toda la estructura de estabilización colapsó.
¿Cuáles fueron los mecanismos de la crisis económica mundial que determinaron y facilitaron este curso de los acontecimientos?
El desplazamiento geográfico y la consiguiente postergación de la crisis fueron facilitados por la flexibilidad y la capacidad únicas de los mecanismos de crédito de posguerra.
La naturaleza de estos mecanismos de crédito no se ha investigado lo suficiente. Mientras que la guerra destruyó la economía mundial, resucitó después de la guerra y cayó en un declive ininterrumpido a finales de 1928, el sistema de crédito no dejó de desarrollarse desde que se introdujeron las innovaciones financieras durante la guerra. Este fenómeno paradójico continuó durante todo el periodo de posguerra. La magnitud y la movilidad sorprendentes del crédito internacional estuvieron acompañadas por la contracción y el mal funcionamiento intermitentes de la economía real.
Las guerras dan origen a nuevas maneras de financiarlas. Los Estados victoriosos financiaron casi todos sus gastos en el exterior mediante una serie de acuerdos ad hoc: la venta de bonos extranjeros y acciones en Estados Unidos, una libra esterlina respaldada por Estados Unidos, la titularización de todas las obligaciones pagaderas en moneda extranjera entre las potencias aliadas y una moratoria de pagos hasta el final de la guerra. Unidas en una guerra de vida y muerte, las principales potencias movilizaron las armas del crédito hasta el último momento. Nunca en la historia del capitalismo moderno el crédito fue tan politizado. Una de las consecuencias fue la relación más estrecha entre los bancos comerciales y las autoridades emisoras (los bancos centrales) de Londres, Nueva York y París. La fuente de este ultra moderno canal para distribuir crédito a toda Europa, que llevó oro para irrigar las resecas llanuras de Europa Central, fue la insondable riqueza de Estados Unidos. Las enormes ganancias que Estados Unidos obtuvo en la guerra estaban en busca de inversiones. La reconstrucción de Europa apareció como un excelente negocio que no solo podía revivir las exportaciones estadounidenses a Europa sino que era muestra de un providencial amor a la humanidad. Con una riqueza sin igual -y sin experiencia-, los inversionistas que entonces aparecieron en escena solo pedían que este mecanismo de crédito se alimentara con sus recursos.
Si hoy nos parece increíble que el mundo se haya equivocado tanto sobre el estado real del balance financiero de la guerra, la explicación reside en parte en las reclamaciones financieras que se consideraban "buenas". La suma total de deudas de guerra de los Aliados se estimó en 25 mil millones de dólares. La Conferencia de Génova terminó con una disputa sobre la distribución de cuotas de los intereses petroleros rusos. Lloyd George nunca habría hecho su famosa propuesta de crear una compañía pública de 25 millones de libras esterlinas para la reconstrucción de Rusia si no hubiese habido esperanzas de que las reclamaciones sobre la guerra rusa y las deudas de preguerra eran activos financieros seguros. ¡Con un valor estimado de 35 mil millones de francos oro, no eran cambios pequeños! El valor de todas estas reclamaciones hoy se ha reajustado. Lo llamativo es que antes del reajuste, los propietarios de esos títulos creían que eran ricos. En 1925, después de que Gran Bretaña y Alemania retornaron al patrón oro, se hablaba de un problema de reparaciones de 16 mil millones de marcos oro como si fuese un trato comercial normal. El mecanismo de crédito, al que los contemporáneos atribuían un poder prácticamente mítico, fue durante diez años la principal causa de postergación de la crisis.
El proceso general
El resultado de la guerra determinó el curso geográfico de la crisis: del Este al Oeste. Hubo Estados derrotados, como Rusia, Austria, Hungría, Bulgaria y la sucesión de Estados enclavados en las regiones de la guerra del Este, como Rumania, Yugoslavia, Checoslovaquia, Polonia y Grecia; por último, pero no menos importante, allí estaba Alemania. Y hubo Estados victoriosos: Inglaterra, Francia, Bélgica e Italia. Y en una clase aparte, el súper vencedor: Estados Unidos.
1918-1924: el proceso comienza en el Este, con la reconstrucción de los Estados derrotados, con ayuda de los vencedores y de Estados Unidos. La moneda austriaca (1923) y la moneda húngara (1924) se estabilizaron con ayuda de la Liga de las Naciones. Al mismo tiempo, Grecia, Bulgaria, Finlandia y Estonia se ajustaron estructuralmente (saniert). Rumania, Polonia, Checoslovaquia y Yugoslavia recibieron créditos franceses; incluso Rusia fue candidata para la ayuda económica. El punto culminante fue la restauración del patrón oro en Alemania, originada en el Plan Dawes y financiada por Dawes Loans, cerca de la mitad de cuyos fondos provenían de Estados Unidos. La restauración del patrón oro despojó a los Estados derrotados del recurso clandestino a una financiación inflacionaria. Sus déficits estructurales se cubrieron progresivamente mediante préstamos extranjeros; la carga de estas deudas se transfirió así a los Estados victoriosos, cuyas monedas estaban muy lejos de ser estables o seguras en ese momento.
1925-1928: además de los déficits de los Estados derrotados, los Estados victoriosos tenían sus propios desequilibrios. Desde el momento en que se restableció el patrón oro en los Estados vencedores, la defensa de la moneda tuvo máxima prioridad. Mediante la "cooperación de la banca central", Inglaterra trasladó a Estados Unidos la carga económica de mantener el valor externo de la libra esterlina. El retorno de la libra a la paridad oro de preguerra en abril de 1925 se aseguró mediante créditos estadounidenses de corto plazo. A pesar del aumento de los préstamos que Estados Unidos extendió a Alemania, desde entonces el propósito secreto de la política crediticia estadounidense no fue tanto la ayuda a Europa como el apoyo a Inglaterra. El punto más alto fueron las negociaciones entre Montague Norman (gobernador del Banco de Inglaterra) y Benjamin Strong (gobernador de la Reserva Federal) en Nueva York, en mayo de 1927. En agosto de ese año, Estados Unidos adoptó una "política de crédito barato" que duró hasta febrero de 1928 y abrió el camino para el derrumbe de Wall Street en octubre de 1929. La cripto-inflación estadounidense significó el apoyo efectivo a las monedas europeas que habían retornado al patrón oro (de cambio fijo) mediante la disponibilidad de crédito barato.
1929-1933: los déficits de los Estados europeos victoriosos y derrotados se trasladaron a Estados Unidos y fueron cubiertos mediante el crecimiento continuo de los créditos estadounidenses en los últimos diez años. Estados Unidos financió al Plan Dawes, la renegociación de las deudas de guerra británicas y francesas, los pagos de reparación de los Estados derrotados y el servicio de sus propios préstamos; además de los vanos esfuerzos para apoyar la estabilización inglesa, las malas inversiones alemanas y la acumulación de déficits del sector privado de Europa Oriental en las instituciones financieras de Viena. Acontecimiento principal: la quiebra del Creditanstalt de Viena el 12 de mayo de 1931. El Reichsmark se desplomó y la libra inglesa se devaluó. El 19 de abril de 1933 se dejó flotar el dólar. La contracción de la economía mundial y la caótica inestabilidad de las monedas se asemejan a las condiciones prevalecientes en el periodo inmediatamente posterior a la guerra.
La estabilización de la libra y sus consecuencias
Vistas bajo esta luz, las políticas que los observadores contemporáneos consideran erróneas fueron consecuencia de un curso de acontecimientos con su propia lógica. Las acusaciones de políticas erróneas son inconsistentes y las oportunidades supuestamente perdidas habrían sido simples caminos alternativos al mismo resultado indeseable. El retorno de la libra a la paridad de preguerra hoy parece un ejemplo de texto de una política errónea. Pero la repetida excusa de que Inglaterra no esperaba que Francia y Bélgica estabilizaran sus monedas a tasas devaluadas y que, por tanto, ejercieran presión contra las exportaciones inglesas, sugiere otras políticas alternativas que por fortuna no se ejecutaron. Insistimos en que el principal propósito de la política cambiaria francesa y belga no fue alterar los precios relativos de exportación, sino alejarse de los niveles anteriores de estas monedas. La esencia del asunto era que Francia estaba dispuesta a devaluar los activos de su clase rentista en un 80%. Si después de 1926 las exportaciones se vieron sometidas a una presión competitiva, se debió a que los ingresos de los rentistas ingleses estaban protegidos (por tasas de cambio sobrevaluadas) y a que, por razones políticas, los salarios también eran muy altos.
Otro ejemplo. Durante muchos años, Europa Central se negó a reconocer las dificultades económicas de Inglaterra porque se creía que la tasa bancaria era demasiado baja para mantener el valor de la libra. En realidad, la tasa bancaria nunca cayó por debajo del 4,5%, muy superior a las tasas históricamente prevalecientes. Una reducción legislativa de la tasa de interés de los bonos del gobierno o un impuesto a la riqueza podrían haber compensado los problemas causados por la sobrevaluación de la libra. Un aumento sustancial de la tasa bancaria no solo habría agravado la aguda crisis económica en Inglaterra, sino que habría reducido la exportación de capital que se consideraba esencial para mantener el nivel de exportaciones británico. El hecho de que Inglaterra siguiera exportando capital después de 1925 benefició a las economías recién ajustadas de Europa del Este. Desde 1924, los bonos extranjeros que flotaban en el mercado londinense ascendían a 785 millones de dólares en inversiones de largo plazo en Europa continental. Las crecientes dificultades para mantener el flujo de inversión hacia el exterior hicieron imposible aumentar la tasa bancaria. Los mercados de Londres estaban bajo fuertes pero invisibles presiones. A medida que vencían los préstamos de corto plazo, la City dependía de niveles crecientes de préstamos de corto plazo. Los peligros de esta situación se explicaron claramente en el Informe MacMillan poco antes del colapso de la moneda en 1931.
Los préstamos extranjeros que flotaban en Londres ascendían a 651 millones de dólares en 1927, en 1928 se redujeron a 525 millones y en 1929 a solo 228 millones, facilitados por el dinero barato que fluía desde Nueva York. Desde el principio, la banda elástica que unía los equilibrios cada vez más frágiles de las economías deficitarias fueron los créditos estadounidenses. Pero la correa de transmisión que trasladó los déficits de las economías europeas, incluso de las más fuertes, a las cuentas de crédito de las entidades financieras estadounidenses fue el restablecimiento del patrón oro. Despojadas del recurso clandestino a la inflación, las economías nacionales europeas se vieron forzadas a ajustar su debilitada capacidad económica cumpliendo las rígidas normas del patrón oro. El creciente aumento resultante de su endeudamiento con acreedores estadounidenses ocurrió silenciosa pero no menos eficazmente que el de los préstamos negociados. Mientras que en Europa Central la estabilización fue sostenida por crédito barato disponible en los mercados de valores londinenses, la restauración de la libra a la paridad de preguerra fue sostenida nada menos que por la silenciosa inflación estadounidense de 1926 a 1929 y, por tanto, con el eventual colapso del conjunto de la estructura mundial del crédito.
Estados Unidos y la doble función de los mecanismos de crédito
Quizá el aspecto más engañoso de la experiencia económica de posguerra fue el fabuloso alto nivel de vida en Estados Unidos durante este periodo. Este solo se debió en parte a la riqueza real de Estados Unidos. Se debió también a dos intervenciones que aislaron a Estados Unidos de los efectos de la crisis en el resto del mundo: los elevados aranceles externos y el cierre de las puertas a la inmigración. Sin estas medidas, la pobreza europea se habría extendido a Estados Unidos, y el nuevo equilibrio resultante se habría establecido en un punto intermedio entre el nivel de vida en los Estados continentales derrotados y el alto nivel en Estados Unidos. Estados Unidos solo se podía liberar de las presiones económicas europeas excluyendo la mano de obra barata y las importaciones baratas. Esta es la razón fundamental del flujo unilateral de oro hacia Estados Unidos. Era el único medio de pago que no reducía el nivel de vida estadounidense.
Se han hecho innumerables acusaciones contra Estados Unidos porque las políticas proteccionistas miopes no solo agravaron sino que en realidad causaron la crisis. Un Estado acreedor debe facilitar el reembolso del principal y de los intereses abriendo sus mercados a las exportaciones de los Estados deudores. El ejemplo aquí fue Inglaterra. Pero Inglaterra fue un caso especial porque los activos externos británicos se acumularon durante generaciones, y los reembolsos se tuvieron en cuenta en los ajustes económicos de largo plazo a las nuevas circunstancias. Las importaciones británicas de materias primas y de bienes semimanufacturados para su procesamiento posterior son compatibles con estructuras económicas desarrolladas durante décadas. El patrón de comercio y de pagos de Gran Bretaña es diversificado, y los deudores están dispersos por todo el mundo. ¿Cómo se pueden hacer las mismas exigencias a un Estado que de la noche a la mañana pasó de ser un gran deudor a ser el principal acreedor del mundo, y cuyos préstamos al extranjero tienen principalmente un origen político? Las exportaciones estadounidenses de 1914 a 1919, con las consiguientes deudas de guerra de los Aliados, implicaban estructuras industriales adaptadas a las exigencias de la guerra en Europa. La aceptación del pago de la deuda en forma de bienes importados, inmediatamente después de la guerra, habría provocado una crisis económica en Estados Unidos. De nuevo, creemos que la responsabilidad atribuida a las políticas intervencionistas de Estados Unidos en los años de posguerra se debería atribuir más apropiadamente a la época de la guerra. La maldición de las intervenciones motivadas políticamente es que los eventuales ajustes implican nuevas y más dolorosas intervenciones.
Estados Unidos habría sido más prudente si hubiese condonado parte del valor nominal de los 11 mil millones de dólares de deudas de guerra de los Estados aliados, aunque esto habría impuesto una carga fiscal de larga duración para financiar los pagos de intereses de los bonos Liberty emitidos domésticamente. Pero el nivel de vida estadounidense aún habría sido más alto que el que prevalecía antes de la guerra. Sin embargo, todo esto es académico, porque Estados Unidos no solo exigió el reembolso del valor total de los créditos de guerra sino que aumentó fuertemente el nivel de créditos a Europa. No obstante, este asunto suscita importantes reflexiones.
En primer lugar, que el nivel de vida estadounidense era más alto que el que se justificaba, y una rebaja del valor de las deudas de guerra lo habría reducido. Esto también habría ocurrido si Estados Unidos hubiese aceptado el reembolso de las deudas de guerra en bienes y mano de obra baratos. En segundo lugar, los niveles de consumo de rentistas, trabajadores y campesinos superiores a la capacidad productiva de Europa contribuyeron a un estándar de vida en Estados Unidos mayor que el que habría alcanzado en ausencia de créditos estadounidenses. El crédito internacional cumplió entonces un doble propósito: mantener niveles de consumo en Europa y también en Estados Unidos superiores a los niveles de equilibrio.
Durante años, la Reserva Federal fue acusada de esterilizar las enormes cantidades de oro que fluían hacia Estados Unidos. Mientras que Europa no podía ampliar el volumen de crédito debido a la salida continua de oro, se decía que Estados Unidos decidió esterilizar las entradas de oro y restringir la expansión de la oferta monetaria. Europa tuvo que estrangular su economía restringiendo créditos, mientras que Estados Unidos se negó a otorgar nuevos créditos a Europa. Pero me parece que la crítica opuesta -que las políticas estadounidenses de inflación desenfrenada y exportaciones de capital desmesuradas fueron responsables de la crisis- tiene más peso. Es claro que estas dos acusaciones son mutuamente excluyentes. Pero hoy sabemos que la esterilización de oro se basó en una mala comprensión de los hechos. El aumento de las reservas de oro de 1921 a 1929 estuvo acompañado de un incremento del exceso de reservas de los bancos comerciales, que promedió 706 millones de dólares (entre septiembre de 1921 y septiembre de 1929). El aumento del volumen efectivo de crédito disponible para la economía era nueve o diez veces mayor.
Si las acusaciones (que Estados Unidos restringía el crédito) probaban algo, era que ninguna cantidad de crédito estadounidense parecía suficiente para satisfacer la demanda europea. La estabilización de una serie de monedas de Europa Central y Oriental, la draconiana restricción de crédito requerida para mantener el valor oro del marco alemán, la creciente presión económica sobre Inglaterra resultante del retorno de la libra esterlina a la paridad, la necesidad de créditos puente políticos en el periodo transcurrido entre los préstamos Dawes y Young, además de los créditos para la reconstrucción de Alemania y otros países, crearon una demanda casi insaciable de ayuda financiera estadounidense.
Esto invita a una mirada crítica del fenómeno de la cripto-inflación estadounidense; sin duda una observación válida. Pero la opinión hoy predominante de que Estados Unidos es por ello responsable del colapso de las monedas del mundo no es convincente. La secuencia real indica lo contrario: las monedas se mantuvieron estables solo en la medida en que fueron respaldadas con créditos estadounidenses, que fueron acompañados de una financiación inflacionaria. Cuando se hizo imposible continuar estas políticas, la estabilidad aparente de las monedas europeas desapareció. Solo quienes han olvidado el clamor europeo por la ayuda estadounidense en los largos años de repetidas crisis financieras, económicas y -no menos importantes- políticas pueden lamentar la posterior negativa estadounidense a conceder crédito. Sin embargo, los estadounidenses no presentaron seria resistencia al entusiasmo europeo por la expansión ilimitada de crédito. Las acusaciones contra Wall Street por los excesivos y derrochadores préstamos a Suramérica también se aplicaban en parte a los créditos a Europa. Igual que Suramérica, Europa sufre las terribles consecuencias económicas de la postergación de la crisis mediante una elevación artificial del consumo, y la excesiva dependencia del crédito, tanto de los deudores como de los acreedores.
El curso de la crisis
La conexión decisiva en la aclaración de causas y consecuencias fue el flujo de oro hacia Estados Unidos. La salida de oro no se manifestó en presiones perceptibles sobre la oferta de crédito en Europa mientras que las monedas estuvieron flotando. Las monedas respaldadas únicamente por papel son insensibles a la pérdida de reservas de oro. Las quejas serias por la mala distribución de las reservas de oro solo surgieron después de que Inglaterra (1925) y Francia (1926) retornaron al oro. Las repetidas restricciones estadounidenses del crédito provocaron la fuga de oro a Estados Unidos y aumentaron la carga sobre los Estados deudores europeos6. Estados Unidos experimentó dos veces con políticas de "dinero barato". En cada caso -una vez en 1925 y otra vez en 1928- el flujo de oro se invirtió. Cuando la estabilización del franco francés en la primavera de 1927 provocó una enorme transferencia de oro del Banco de Inglaterra al Banco de Francia, Norman Montague y el gobernador de la Reserva Federal, Benjamin Strong, se reunieron en Nueva York y acordaron una nueva política de dinero barato para salvar a la asediada economía británica de las dolorosas consecuencias de un aumento de la tasa bancaria.
Desde agosto de 1927 hasta febrero de 1928, la tasa de descuento del Banco de la Reserva Federal de Nueva York fue de solo el 3,5%. El resultado fue un auge económico en Estados Unidos y Europa, ya que el flujo de crédito estadounidense respaldaba las monedas europeas y la inversión extranjera en Alemania superó los 2 mil millones de dólares en 1927-1928. En julio de 1928, la tasa bancaria de Nueva York se elevó al 5% para controlar una burbuja especulativa en el mercado bursátil. La oferta de capital de largo plazo a Europa se secó. En la primera mitad de 1919, el valor de los bonos europeos que flotaban en Nueva York era de apenas 101 millones de dólares, en comparación con los 449 millones de la primera mitad de 1928.
Hasta 1925, las políticas proteccionistas y crediticias estadounidenses mantuvieron el nivel de vida en Estados Unidos y en Europa aceptando oro por el pago de importaciones, y extendiendo créditos. Después del restablecimiento del patrón oro en Europa, esencialmente en Inglaterra, los Estados deudores solo podían soportar la presión sobre sus monedas porque las políticas inflacionarias de dinero barato de Estados Unidos facilitaron el enorme aumento de los préstamos externos a Europa. Cuando revirtieron las políticas inflacionarias estadounidenses, la presión financiera sobre los Estados deudores desencadenó la crisis mundial. A mediados de 1928, Estados Unidos y Francia poseían el 58% del oro monetario del mundo. Estados Unidos dejó de prestar al extranjero. No había oro ni nuevos créditos disponibles para financiar los déficits de pagos. Los Estados deudores entonces no tenían más alternativa que aumentar la exportación de bienes. Desde 1928-1929, Europa y los países exportadores de materias primas de ultramar inundaron los mercados mundiales de exportaciones casi a cualquier precio. La tendencia universal a la caída de precios que se manifestó en 1929 fue el preludio de la crisis económica mundial. Luego llegaron la crisis crediticia de 1931, el declive del comercio mundial en 1932 y el desplome de las monedas en 1933. El desplazamiento geográfico y el aplazamiento de los déficits económicos siguieron su curso. Aunque la inflación consiguió preservar la estructura social no podía salvar a la humanidad de un prolongado y doloroso proceso de ajuste económico.
Las deudas que Alemania, el acreedor inflexible, nunca pagó
Si el mundo le hubiera aplicado a Alemania el mismo rasero que esta nación le aplica a Grecia, es bien posible que hubiese demorado mucho más tiempo en la miseria en la que quedó luego de la Segunda Guerra Mundial.
Ese es el argumento traído a colación por el conocido economista francés Thomas Picketty, a propósito de la actual negociación entre Grecia y sus acreedores europeos, encabezados por Alemania.
En declaraciones al diario alemán Die Zeit, Picketty criticó a las autoridades alemanas en su insistencia por negarle alivio de deuda a Grecia.
Especialmente porque Alemania se benefició de un trato mucho más benévolo durante la época de la posguerra, cuando salía de las ruinas del conflicto.
Hasta la reunificación
El polémico académico francés no es el único que ha hecho la comparación.
También lo estudió el historiador Albrecht Ritschl, de la London School of Economics (LSE).
"Ritschl mostró que la cancelación de deudas fue equivalente hasta a cuatro veces el total del producto económico del país en 1950 y estableció los fundamentos para la rápida recuperación económica de la posguerra", aseguró la universidad londinense en un comunicado del año pasado.
La equivalencia entre la situación que enfrentaba Alemania en 1945 y la que encara Grecia hoy no es un argumento aceptado por todo el mundo.
En 2012, Hans Werner-Sinn, el jefe del prestigioso centro de estudio alemán conocido como el Instituto Ifo, escribía para The New York Times un artículo rebatiendo la tesis de Ritschl.
Argumentaba que Grecia ya había recibido mucha más ayuda de los países europeos que la concedida a Alemania durante la época del Plan Marshall.
A lo que otros críticos replican alegando que lo verdaderamente importante para la recuperación alemana no fueron los fondos nuevos que le concedieron, sino la deuda que le perdonaron.
La conferencia de 1953
Nadie duda que Alemania recibió un trato económico benévolo de las potencias occidentales al final de la Segunda Guerra Mundial.
Alemania estaba materialmente devastada y la Guerra Fría apenas comenzaba, por lo que los aliados encabezados por Estados Unidos querían evitar a toda costa la continuación de una crisis económica que pudiese llevar a insurrecciones comunistas en Europa occidental.
Por eso, en 1953, los Aliados llevaron a cabo la Conferencia de Londres, en la cual acordaron perdonar cantidades sustanciales de deuda alemana.
Los orígenes de esa deuda se remontaban a la Primera Guerra Mundial.
Al terminar ese conflicto, el Tratado de Versalles de 1919 le había impuesto al perdedor, Alemania, la obligación de pagar cuantiosas reparaciones a los vencedores.
Las dificultades financieras para pagar esas reparaciones han sido identificadas por muchos de los historiadores como una de las causas que llevaron eventualmente al surgimiento del nazismo en Alemania y su llegada al poder a comienzos de la década de 1930.
En esa misma década, bancos occidentales le prestaron todavía más dinero a Alemania, que a su vez usaba esos fondos para pagar las reparaciones exigidas por los ganadores de la Primera Guerra Mundial, según señala en un estudio académico el investigador de la Universidad de Yale Timothy W. Guinnane.
Deuda nazi
En el transcurso de la década de los 30, los nazis se hicieorn con el poder en Alemania y llevaron al país a la Segunda Guerra Mundial mientras acarreaban consigo una creciente deuda externa de naciones enemigas, la cual se negaron a pagar.
Con la victoria aliada en 1945 empezaron a llegar, de nuevo, fondos frescos de países occidentales a Alemania bajo el Plan Marshall, a veces en forma de préstamos.
En 1951, el entonces canciller de Alemania Occidental, Konrad Adenauer anunció que, pese a la dificil situación, su país buscaría pagar la mayoría de sus deudas.
Pero el acuerdo firmado en Londres el 27 de febrero de 1953 hizo que los Aliados perdonaran grandes cantidades de deuda adquirida por Alemania como resultado de las reparaciones de la Primera Guerra Mundial, después bajo el gobierno nazi y también en los años de reconstrucción después de la Segunda Guerra Mundial.
Guinnane sostiene en su articulo que muchos países han tratado de usar este antecedente cuando piden que se les perdone la deuda externa.
No obstante, sostiene el investigador, la situación de Alemania era particular, por el miedo a la expansión soviética propio de la Guerra Fría y porque dado el tamaño de la nación germana, su recuperación era necesaria para que la economía global se normalizara.
¿Importancia similar?
Pocas naciones hoy tienen esa misma importancia para la estabilidad económica y política del mundo.
La pregunta del millón es si los acreedores encabezados por Berlín decidirán que un colapso griego en 2015 representa un riesgo político similar al que presentaba un default de Alemania después de 1945.
Y por eso, accedan a mostrar con los griegos la misma generosidad que con Alemania tuvieron en su momento los aliados.
¿Ha logrado Alemania pagar la deuda de guerra impuesta en la Primera Guerra Mundial?
Tras la Primera Guerra Mundial (IGM), la firma del Tratado de Versalles dejó sentenciado el endeudamiento de Alemania: el país tendría que pagar las reparaciones correspondientes a los daños causados por el enfrentamiento bélico. Estas ascendían a nada menos que 132.000 millones de marcos de oro —lo que equivalía a 31.500 millones de dólares estadounidenses del momento—. No obstante, esta cantidad de deuda supuso que el país germano interrumpiera los desembolsos. Por ello, Francia y Bélgica ocuparon la región industrial del Ruhr en compensación y Alemania tuvo que emitir más moneda para solucionar el problema. Esto llevó a que la hiperinflación ascendiera hasta límites astronómicos y, a consecuencia de ello, la comunidad internacional pronto se vio en la necesidad de renegociar los acuerdos firmados.
Así se fraguó el plan Dawes en 1924. En este momento, representantes de países aliados remodelaron la deuda germana para facilitar su pago: se otorgarían 1.000 millones de marcos cada año hasta 1929, año en que se volvería a examinar la situación. Además, se garantizó un préstamo a la República de Weimar para que pudiera abonar las reparaciones a aquellos Estados que las cobraban.
En línea con lo estipulado en el plan Dawes, las condiciones de los pagos fueron revisadas en 1929 mediante el plan Young. Este planteó la reducción de la deuda germana a 121.000 millones de marcos de oro —29.000 millones de dólares estadounidenses—, pero se mostró inútil ante la quiebra de 1929 y la ruptura del flujo económico, ya que el dinero de los préstamos que se concedían a Alemania para que hiciera frente a las reparaciones con los aliados procedía de Estados Unidos. El grave impacto del crack del 29 en Alemania obligó incluso a una moratoria del pago de sus deudas en 1931 y una nueva renegociación en la Conferencia de Lausana (1932) con el fin de eliminar sus obligaciones económicas casi por completo.
Sin embargo, lo acordado no llegaría a ejecutarse y, además, caería en saco roto con la llegada de Hitler al poder en 1933: el líder del Partido Nazi suspendió el pago de las reparaciones indefinidamente. No sería hasta finalizada la Segunda Guerra Mundial (IIGM) en 1945 que volverían a pagarse las deudas acordadas en la IGM. Para entonces, la cantidad de dinero que el país germano aún debía ascendía a 30.000 millones de marcos, repartidos entre más de 70 países. Ello sin incluir las reparaciones asociadas a la IIGM, que, a diferencia de la primera vez, fueron cobradas mediante propiedades industriales y navales, y que llegaron a cerca de 76.000 millones de euros pagados entre 1951 y 1990.
Dada la exorbitante cuantía de la deuda aún pendiente desde la Gran Guerra, se decidió reducirla a la mitad —que equivaldría al 22% del PIB alemán en 1952— para que Alemania fuera pagando paulatinamente. Alemania Occidental fue la principal interlocutora en las negociaciones de estos pagos, por lo que la responsabilidad de pagarlos recaía únicamente sobre ella. Al considerar que lo justo era que también la República Democrática Alemana pagara parte de la deuda, la RFA puso como requisito que el país se reunificara para terminar de devolver las reparaciones. Como esto no se logró hasta 1990, la última fase de pagos no se produjo hasta entonces.
Para ese momento, quedaban 125 millones de euros por pagar, los cuales empezaron a pagarse una vez el proceso de reunificación se hubo completado, en 1995. El dinero restante correspondía, principalmente, a las deudas contraídas a partir de la venta de bonos para financiar las reparaciones. Así pues, el último pago de estas se produjo el 3 de octubre de 2010, 92 años después de que el conflicto finalizara y se impusieran estas compensaciones tras la Gran Guerra.
La gigantesca deuda que Alemania nunca pagó por los daños provocados en la Primera Guerra Mundial
De lejos y con los ojos entornados parecía una paz, pero en cuanto los soldados volvieron a casa tras la Primera Guerra Mundial se descubrió que, de cerca, el paisaje político, social, económico e ideológico de Europa se parecía a la calma lo que un león africano a un gato doméstico. Cuando se cumplen cien años de que en La Haya (Países Bajos) se clausurara una conferencia sobre las reparaciones de guerra adeudadas por Alemania, el mundo recuerda las palabras del francés Ferdinand Foch como si, más que un mariscal, hubiera sido un oráculo: «Esto no es una paz. Es un armisticio de veinte años». Hitler acabaría dándole la razón.
El 28 de junio de 1919, se firmó el Tratado de Versalles, que recogía las duras condiciones impuestas a Alemania por los ganadores de la guerra.
El conde Ulrich von Brockdorff-Rantzau, quien dirigió la delegación alemana, regresó a casa convencido de que introducir, como hacía el tratado en su Artículo 231, que toda la culpa de la guerra era de su pueblo suponía sembrar el odio del mañana.
Ojo por ojo y todos ciegos. La propia elección del Palacio de Versalles para las negociaciones no fue casual. Allí los franceses habían sufrido la humillación de su derrota en la Guerra Franco prusiana, con la aclamación como Emperador de Guillermo I en el Salón de los Espejos del Palacio. El cronista de ABC en aquellos días reparó en la terrible coincidencia: «El acto de la paz apenas ha durado una hora. El Imperio teatralmente proclamado en la famosa galería se ha convertido en espectro, filtrándose entre los muros del suntuoso edificio, y se ha desvanecido en el espacio...».
La tarea de crear en Versalles y en las conferencias posteriores un nuevo orden mundial corrió a cargo de los cuatro líderes de las potencias ganadoras: el presidente de EE.UU, Woodrow Wilson, el primer ministro británico, David Lloyd George, el primer ministro italiano, Vittorio Orlando, y el presidente francés, Georges Clemenceau. Este último se elevó como el más vehemente defensor de castigar a Alemania debido a las pérdidas humanas y materiales producidas en suelo francés. Clemenceau creía que el militarismo alemán y su fuerza industrial si no eran reprimidas resultaban incompatibles con la paz en Europa.
El pecado original
El otrora poderoso ejército alemán, con capacidad de poner en batalla a 4,5 millones de soldados, fue reducido a una fuerza de 100.000 hombres. Además, cuatro imperios dejaron de existir bajo la batuta de Versalles, mientras nacían hasta diez estados de las ruinas de las potencias derrotadas. La pérdida para Alemania de la soberanía sobre sus colonias y otros territorios, cerca del 13% de su superficie y el 10% de su población, serviría al nazismo para justificar sus ansias expansionistas en las siguientes décadas.
El día después de la aceptación del Tratado fue una jornada de luto en Alemania, que lo consideró el «pecado original» de la recién formada República de Weimar. «Debemos utilizar la monstruosidad del Tratado y la imposibilidad de cumplir muchas de sus estipulaciones para echar por tierra la paz en su totalidad», escribió el diplomático Bernhard von Bülow. Hasta conocer las condiciones de París, la mayoría de alemanes no sentían que su país hubiera sido vencido, pues el territorio patrio no había quedado destruido después de cuatro años de guerras, las tropas aliadas no habían pisado suelo enemigo en el momento del Armisticio y fuerzas imperiales seguían ocupando gran parte de Bélgica y Luxemburgo. Lo que no se había logrado en los campos de batalla se obtuvo, según creían los nacionalistas alemanes, en los salones de Versalles. De ahí que el golpe fuera doble contra aquel gigante herido.
Los 132.000 millones de marcos de oro que Alemania (2,8 veces el PIB alemán de 1913) debía pagar por los costes de la guerra pusieron una alfombra roja a las propuestas más extremistas. No era una cifra imposible de costear, de hecho no se pagó nunca, pero se convirtió en alimento para los populismos y en una patata caliente de las mesas de negociación. Tras duras negociaciones, la cantidad se recortó en un 60 por ciento y el pago anual se redujo a 2.000 millones de marcos. Pero esto solo se pagó un año ante la amenaza de colapso de la economía alemana.
La República de Weimar que reemplazó a la dinastía de los Hohenzollern, con los socialdemócratas en la presidencia, evitó la situación de explosión sufrida en Austria con una rápida desmovilización militar, un aumento de las exportaciones y una inyección agresiva de capital gracias a los bajos tipos de interés. Esto subió aún más la ascendente inflación, pero no fue, sino el pago de las reparaciones de guerra, o más bien, la incapacidad de pagarlas, lo que inició una tormenta sin igual de ascenso de precios.
La mayor parte de los pagos de guerra y las ayudas a empresas se efectuaron emitiendo dinero sin límite. Los billetes puestos en circulación por el Estado llamados Papiermark, sin equivalente en oro, escalaron a niveles disparatados. En enero de 1922 la inflación se propulsó al 70% y el cambio del dólar a siete mil quinientos marcos, lo que significaba que la moneda alemana no valía nada. La consecuencia inmediata es que la gente prefería pagar con cualquier otra cosa que no fuera dinero unos alimentos y artículos de consumo que subían radicalmente de un día para otro.
En julio de 1922, se trató el tema de la deuda en la conferencia de La Haya, con una asistencia de 34 naciones como continuación de la reunión celebrada unos meses antes en Génova. La prensa alemana expresó su «escepticismo» ya que no creían que «la Conferencia tuviese gran éxito, dado el resultado poco satisfactorio de la de Génova».
«Hay pocos delegados que crean en el éxito final de la Conferencia, consecuencias de las enormes necesidades de Rusia y de las divergencias subsistentes entre los Soviets y los Gobiernos representados en la Conferencia», narraba ABC al inicio de un encuentro internacional donde, a parte de la economía mundial, estaba sobre la mesa la nueva relación entre la URSS y el mundo. Finalmente, el nuevo acuerdo caducó en cuestión de meses...
Crisis económica
En 1923 se llegaron a emitir billetes en Alemania con un valor teórico de cientos de millones de marcos. La inflación remitió a partir de ese año, cuando se suprimió la moneda Papiermark por el Rentenmark, o marco seguro, y se estableció un complejo sistema de ingeniería financiera para evitar pagar las deudas. El estadounidense Charles Gates Dawes firmó el llamado Plan Dawes (1924): préstamos a bajo interés, ayudas a fondo perdido, inversiones estadounidenses a gran escala que permitieron reducir el compromiso de pago de 2.000 millones a 800 anuales.
Entre 1924 y 1928, Alemania creció a una tasa media anual del 5% y apenas encaró la deuda, pero el Crac del 29 en EE.UU. resucitó viejos y nuevos fantasmas. En ese contexto de créditos a tipos muy bajos (lo mismo que hoy), la Bolsa de Nueva York no dejó de inflarse desde 1924 hasta multiplicar por tres su valor y, finalmente, estallar en la fatídica fecha del 24 de octubre de 1929.
Ese año hubo de nuevo que renegociar la deuda alemana. Bajo los auspicios de Owen D. Young, la cantidad que había que pagar se redujo de nuevo en un tercio y se escalonó el pago de lo restante a lo largo de cincuenta y nueve años. Paralelamente, Alemania recibió el préstamo Young por un montante de 1.200 millones de marcos a un 5,5 por ciento de interés, con vencimiento a los treinta y cinco años, para reflotar el Banco Central Alemán. Tampoco así se logró que pagara, por lo que se creó el Banco de Pagos Internacionales, dirigido por el francés Pierre Quesney, para presionar sin éxito a una Alemania en erupción. Con la llegada de los nazis al poder, cesó cualquier pago de las obligaciones.
La quita de deuda a Alemania
En 1953 al gobierno de Alemania se le aplicó una quita de mas del 50% de su deuda. Los orígenes de esa deuda constituyen un desgarrador recorrido por el pasado reciente de nuestro continente y las dos sangrías a las que nos sometió la vesánica arrogancia de sus dirigentes.
Por el Acuerdo de Londres de 1953 se concedió a Alemania una quita de su deuda del 50% vinculando su pago a superávits en su balanza por cuenta corriente (mayor valor de las exportaciones frente a importaciones) y abundando en esa política posibilista de luces largas se acordó posponer parte de esos pagos hasta la reunificación de las dos Alemanias. Esto hizo posible que bancos e instituciones financieras alemanas tuvieran acceso a los mercados de capitales que con la ayuda adicional del Plan Marshall permitió reconstruir su industria y ciudades. Frente a cualquier otra consideración primaba socorrer a la población civil pauperizada y hacer frente a un enemigo común: la URSSS.
La Primera Guerra Mundial había dejado a los países que sufrieron la invasión alemana -muy especialmente Bélgica y Francia- con sus ciudades y fábricas devastadas o saqueadas y su maquinaria enviada a Alemania. Ahora los aliados tenían que hacer frente a los colosales costes de la guerra financiados en su mayoría con préstamos de Estados Unidos; a los gastos de reconstrucción y a las prestaciones sanitarias y pensiones de los millares de mutilados, huérfanos y viudas que había dejado tras de sí la guerra en la que con frecuencia se recurrió a la Schrecklichkeit (Tormenta de Horror) para intimidar a la población y acabar con su resistencia. Alemania, sin embargo, aunque había sufrido importantes bajas humanas capituló sin ser invadida dejando a la mayoría de sus ciudades e industria intactas.
En ese contexto se firmó el Tratado de Versalles que fijó el montante de la destrucción en 132.000 millones de marcos oro. Para no hundir la economía alemana con el peso de las reparaciones se limitaron las indemnizaciones a un primer tramo de 50.000 millones con los restantes 83.000 diferidos a un futuro sin fecha condicionado al desarrollo de la economía alemana. Al final solo se pagaron 23.000 millones en reparaciones financiadas -ironías del destino- en gran parte por préstamos americanos.
La ineficaz gestión de la república de Weimar en su política de recaudación de impuestos con los consiguientes déficits, unida a la capacidad de los Landers de emitir deuda para financiar sus gastos corrientes fue suplida recurriendo a prestamos internacionales. La Depresión de 1929-33 desbarató el sistema financiero internacional y los flujos de capital extranjero que hasta entonces habían sostenido su economía. Alemania se declaró en bancarrota y quedó debiendo a América un importe superior al montante pagado en reparaciones, un hecho que el historiador S. A. Schuker reflejo en su libro sobre la época titulado irónicamente Reparaciones Americanas a Alemania 1919 -1933.
Mas tarde el régimen nazi del III Reich introdujo toda una serie de medidas para entorpecer los pagos pendientes: la mas efectiva, restringir la convertibilidad del marco lo que equivalía a todos los efectos a un impago parcial de la deuda. Al no poder convertir el marco a otras divisas el único recurso posible que tenían los acreedores era destinarlos forzosamente, quisieran o no, a la compra de productos alemanes a precios no negociables.
La capitulación de Alemania tras II Guerra Mundial, volvió a poner sobre el tapete la indemnización a los Aliados y las debidas al estado de Israel -en representación de la comunidad judía- por la devastación y genocidio desencadenado por la barbarie nazi.
Pero en un contexto de la incipiente Guerra Fría, las exigencias de realpolitik se impusieron sobre cualquier otra consideración o deseos de una justa retribución. El primer paso ineludible fue el reconocimiento por el Canciller Adenauer de la deuda remanente correspondiente al periodo de entreguerras suscrita por el Gobierno Federal, estados y municipalidades. Reconocimiento sobre el que se aplicó una quita del 55,2% a los 13. 500 millones de marcos correspondiente a la deuda impagada previa a la II Guerra Mundial y un 56,8% a los 15.874 millones de marcos del programa GARIOA -ayuda en alimentos medicinas a la población civil- mas el llamado Plan Marshall destinado a reconstruir su industria según recoge el estudio: "The London Agreement" T.W. Guinnane. Yale University.
LA DEUDA ALEMANA Y EUROPA: UNA LARGA Y CURIOSA HISTORIA
Sin remontarse a todas las guerras que han hecho estragos en Europa a lo largo de los siglos, las posteriores al inicio de la segunda era industrial ilustran bien los retos económicos y financieros, y tangencialmente, la gestión de la deuda pública externa. Así, la guerra de 1870 surgió de la voluntad de Bismarck (Reino de Prusia) de dominar toda Alemania, que entonces era un mosaico de Estados independientes, empezando por proponer la candidatura del Príncipe alemán Leopoldo al trono de España, vacante desde la revolución de 1868, y provocar así a París.
Francia perdió la guerra, volvió a sus fronteras de 1681, es decir perdió Alsacia y Lorena, que representaban en torno a un 4% de la población francesa y algo más en términos del PIB, y pagó una indemnización de guerra de 5.000 millones de francos de oro, equivalente al 20% del PIB francés (que entonces era igual al alemán). Los alemanes ocuparon una parte de Francia hasta que dicha deuda fue totalmente pagada en 1873. La Alemania de Bismark dominó así la Europa continental durante unos 30 años, alimentando el nacionalismo francés y el espíritu de revancha, que se fue amplificando hasta 1914.
1914 - 1918, donde la Historia contemporánea empieza a escribirse
Francia, dominada en Europa por Alemania, desarrolló su imperio colonial para acceder a las materias primas que su vecino del este, más industrial, estaba obligada a adquirir a un precio elevado. Los nacionalismos fueron en aumento. Alemania trató de apropiarse de materias primas conquistando los Balcanes, Francia seguía humillada por el Tratado de 1871, el juego de las alianzas, consecuencia de las guerras del siglo XIX, provocó el resto. El pago de las reparaciones (la «gran» guerra había tenido lugar únicamente en territorio francés, y el aparato productivo alemán seguía intacto), que, como es de todos sabido, sería una de las causas del aumento del nacionalismo alemán y de la II Guerra Mundial, se fijó en 1921 en 132.000 millones de marcos, es decir, 2,8 veces el PIB alemán de 1913 (47.000 millones de marcos) y cinco veces el francés, un importe totalmente irrealista.
Y, como para Grecia en 2012, la deuda alemana rápidamente se recortó en un 60% y su pago anual se redujo a 2.000 millones de marcos, equivalente a algo más del 4% del PIB, un monto que solo se pagó un año, pues a partir de 1923 se declaró una moratoria. La ingeniería financiera puesta en marcha entonces para salvar a Alemania no deja de recordar el plan griego (al que, sin embargo, Alemania se ha opuesto ferozmente durante los últimos dos años).
Charles Dawes (en el que Nicholas Brady debió inspirarse en la década de los 90 para la restructuración de las deudas soberanas de América Latina, Europa del Este, África, etc.) propuso reducir las anualidades y asegurar los pagos anuales mediante una serie de «préstamos Dawes» emitidos por Alemania a 25 años con un tipo de interés del 7%. Alemania pagó así una pequeña parte de sus obligaciones emitiendo nueva deuda (pasándose de 132.000 millones a 50.000, de los que 2.000, y luego 800 millones de marcos anuales se pagaron efectivamente). Este importe pronto volvió a resultar demasiado costoso para Alemania cuando la crisis de 1929 se propagó a Europa.
Una nueva restructuración, bajo los auspicios de Owen Young (CEO de General Electric) fue necesaria, y la cantidad se redujo de nuevo en un tercio, escalonándose el pago a lo largo de 59 años; a la vez que estas nuevas obligaciones, se emitió el préstamo Young, por un total de 1.200 millones de marcos al 5,5% con un vencimiento a 35 años, para reflotar las arcas del Banco Central Alemán.
Finalmente, el primer equivalente del «banco central europeo», dirigido por el francés Pierre Quesnay, el precursor de Jean-Claude Trichet, fue creado para seguir estas problemáticas: el Banco de Pagos Internacionales. Esta nueva restructuración de las reparaciones volvió a resultar fallida y Francia renunció en 1932 a todo pago en concepto de indemnizaciones. Había recibido un 17% de la suma prevista, equivalente a aproximadamente un año del PIB francés (siete meses del PIB alemán) escalonado en 10 años. ¡lo que permitió a Francia tener un superávit presupuestario de 1926 a 1929!
Sin embargo, la historia de la deuda alemana y, por ende, de la ayuda –también involuntaria– de sus acreedores no termina ahí. Los préstamos Dawes y Young seguían vigentes y a partir de 1934, con la llegada al poder de Hitler, sumada a las verdaderas dificultades económicas, cesaron los pagos de las obligaciones. Diecinueve años más tarde, en 1953, se firmó un nuevo tratado con los alemanes y se canjearon los préstamos Dawes y Young por otros nuevos con una quita del 40%, que se reembolsaron en 1969 y 1980, respectivamente, 50 años después de su emisión y con un tipo de interés reducido (en torno al 5% frente a una inflación del 10%) sobre un principal amputado en un 40%.
Nueva ironía de la historia alemana y su deuda
Aunque los acuerdos de 1953 preveían, el pago de los importes debidos hasta 1945, la RFA rechazó abonar los intereses impagados sobre estas obligaciones debidas por Alemania en el periodo 1945-1952. El argumento era que la RFA no iba a pagar sola unas cantidades que también correspondían en parte a la RDA. Por consiguiente, una cláusula preveía que solo se pagarían en caso de reunificación alemana. Así, en 1990 Alemania reanudó los pagos, emitiéndose unos nuevos certificados representativos de los intereses impagados a un tipo del 3% (cabe recordar que los tipos eran de más del 10% en la época), cuyo importe principal se reembolsó el 3 de octubre de 2010, casi 100 años después de la guerra y en un momento en que los malos deudores ya no eran la Alemania virtuosa (que pagaba 90 años más tarde una parte exigua de su deuda), sino algunos de sus antiguos acreedores, que mientras tanto se habían endeudado fuertemente.
Para complicar un poco más este cuadro histórico, las relaciones greco-germanas tampoco han sido de las más fáciles. La conferencia internacional de 1946 condenó a Alemania a una indemnización de 7.000 millones de dólares en concepto de los perjuicios causados a Grecia por la ocupación alemana de 1941 a 1944. Alemania nunca pagó este importe por tres motivos oficiales: la creación de la RFA en 1949, y por consiguiente, la discontinuación del Estado; la reunificación alemana de 1990, que fue reconocida por Grecia y equivalió a un «tratado de paz»; y por el hecho de que Atenas recibió después de la guerra unos pagos en especie en forma de «máquinas y materiales retenidos a la Alemania nazi.
¡Grecia debería proponer pagar a los alemanes en forma de estancias en las islas y en aceite de oliva! A ello se añade otra razón: la guerra civil griega y la lucha contra el comunismo tras la II Guerra Mundial, que eran unas preocupaciones mucho más apremiantes que reclamar indemnizaciones a un país que había destacado por no respetar este tipo de compromisos en la guerra anterior. Solo incrementándolos por la tasa de inflación, 7.000 millones de dólares de 1946 equivaldrían a 80.000 millones de dólares en nuestros días.
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