miércoles, 12 de marzo de 2025

De Cistierna a Oseja de Sajambre

La Ilustración Española y Americana, 22 de julio de 1907

I - EL PUERTO DEL PONTÓN

ESTOY seguro de que el nombre del Pontón sólo para muy contados españoles tiene resonancia de lugar conocido; estoy seguro por esta vez de descubrir, para casi todos los que me lean, paisaje nuevo. Puedo decir que de esta seguridad nacen estas líneas, porque después de haber transpuesto el escondido puerto del Pontón, siento un deseo impetuoso de difundir su incomparable grandeza, maravillado de que no la pregonara antes la fama, esa fama harto rutinaria que guía a los expedicionarios rebañiegos invariablemente por las mismas trilladas sendas.

 Puente Bachende (Riaño)

Todos los años, al abrasarse Castilla en los calores estivales, pasan de tierra leonesa a tierra asturiana centenares de viajeros, sin conocer otro camino que el del renombrado puerto de Pajares; la negra portada de la Perruca es para muchos la única practicable desde las cumbres de León a las vertientes de Asturias. Comprendo que los caminos ferrocarrileros, con la facilidad y la baratura, encaucen y envereden; es natural que así sea; pero alguna vez también es grato descarriarse, sacudir esa tiranía férrea que al sentar un par de carriles nos imponen los ingenieros, con despotismo mucho más eficaz que el de las leyes. En otro tiempo eran los caminos carreteros la obligada vereda: ahora éstas ya son sendas relegadas al trajín de la arriería. 
 

 La cordillera

Por la carretera del Pontón, ni con arrieros tropezamos. Salimos de Cistierna al mañanear un día radiante. Puede suceder que el lector, aunque sea un poco geógrafo, no tenga una idea muy exacta de este humilde lugar en que doy comienzo a mi caminata; pero basta una Guía de ferrocarriles para ilustrarle sobre este punto, porque allí hace un alto de dos minutos el tren que corre de La Robla a Valmaseda. En un carricoche saltarín, con tres cuartagos escuálidos, comenzamos a atravesar vegas leonesas.

Puente del Infierno 

Va la carretera emparejada con la corriente del Esla, cuyas aguas, tomadas de un negror denso, delatan la proximidad de minas carboneras. Con la luz matutina aquel caudal negruzco tenía brillantez suave: era una veta de azabache, orlando de luto el oro de las hazas trigueras, ó cortando con raya de tinta el verde de los prados.

Boca de entrada

Los sotos del Esla son escenarios de idilio, y más lo serían si el caudal del río transparentase el fondo aguijeño y viésemos en las riberas aguas claras, en vez del burbujeo viscoso de la corriente negreada. Los álamos forman en las orillas bosquetes de sombra pálida, tenue; los recuadros de pradería se recortan con setos que veíamos florecidos. Cada sebe separa una pradera de una haza; así van alternándose los herbazales con los trigos, en alternación de suave monotonía. Cierran el horizonte a uno y otro lado lomas terreras y pedregosas. Pasamos de valle a valle y todos parecen uno mismo, porque en todos hallamos la misma sencillez de elementos: trigos, pastos, bosquetes de álamos, la corriente del río y las cadenas de cerros blanquecinos, argentados por el claror de la mañana.

Ventana en el túnel de Oseja

Estas mañanas luminosas inundan de placidez estos paisajes sencillos; nos rebosa en el espíritu paz, dulcedumbre virgiliana; nos adormece quietud de égloga. De cuando en cuando una brisa tibia columpia las alamedas haciéndolas sonoras, y pasa rasera sobre la mies que se mece, sobre el prado que ondula y sobre el río que riza la superficie: por todo el valle corre la onda de frescura serrana.

La boca de salida

Al mediar el día vemos los valles que cruzamos abiertos en llanadas, y las lomas terreras elevándose con crestas de granito. El tartanero, que fue hasta aquí alternando una monótona charla con una canturía más monótona todavía, nos anuncia solemne que entramos en el valle de Riaño; a los cuartagos les hace el mismo anuncio latigueándoles los lomos. Todo el convoy se reanima, se vivifica; los animalejos rompen en un trotecillo; el tartanucho traquetea, cruje con estrépito de herrumbre mohosa y madera resquebrajada; el conductor algarea a las bestias; nosotros —los dos únicos viajeros— nos vemos, con pesar, incapaces de tomar parte en aquel rebullicio jubiloso de ruedas, tralla, cascabeles, herrajes, vozarrones y caballerías, porque nuestra atención y nuestro cuidado tienen que ponerse al servicio de nuestras cabezas para defenderlas de las testaradas. Todos vosotros, lectores, habréis pasado alguna vez en la vida por uno de estos finales de camino en tartana ó diligencia; todos recordaréis en tal recodo, en tal puente, en tal bivio, la arrancada impetuosa, el repentino estrépito, el fragor que os despierta y los encontronazos que os zarandean. Recordaréis que son momentos de mucha incomodidad para el cuerpo, pero de júbilo fresco y candoroso para el alma. Ni uno solo de vosotros habrá dejado de sentir sano regocijo en estos momentos. Es una de esas emociones que va pasando —con tantas otras— a la categoría de patriarcales e inocentonas, y es justo que los últimos en experimentarla tengamos la lealtad de enaltecerla. Y ahora, adelante, a trote largo.

 Desmonte en trompa

La carretera se revuelve en dos curvas; entre una y otra pasa un puente; el Esla, fiel compañero de toda la mañana, nos abandona; ahora que sus aguas son puras y cristalinas, toma rumbo sesgo a través de las praderías. A los pocos minutos hacíamos alto en un hostal de Riaño, tal vez el único, a la entrada del pueblo.

Renuncio a describiros la hostería y la comida aceitosa y pimentada que nos sirvieron; callaré también de la cuenta que por el pimentón y el unto nos presentaron. Todos habréis comido alguna vez en ventas camineras y habréis pagado a los venteros; lo que no se ve en todas las ventas es una cordillera como la que estuvimos admirando desde la solana, mientras arreaban el tiro de repuesto. Es un festón de agudas puntas que corta por el Norte la meseta; hasta ver estas agujas no nos dimos cuenta de lo cimera que se halla la humilde villa de Riaño. Aquellas eminencias podrían pasar por cerrajones sí lo riscoso de las crestas y los profundos tajos no revelasen a las claras altitudes de cumbre. En los collados reverberaba la nieve, no fundida por la solanera de Julio.

 Túnel de Oseja

La vista de la crestería aguijó nuestros deseos; nos acomodamos otra vez en la tartana, y las nuevas caballerías emprenden un trote alegre. A los dos kilómetros de Riaño, ya el paisaje trueca la placidez idílica en gravedad algo ceñuda. Ya no son los valles apacibles, ya no son los sotos, no son colinas, no es la ribera, pero tampoco es risco, ni berrocal, ni tajo: son parajes que por la austeridad, por el silencio, por la finura del aire, hasta por la intensidad de los aromas revelan la vecindad de altas cimas.

Allí la flora recia y brava esparce perfume agreño de frescor muy grato; es una efusión aromosa que nos envuelve en atmósfera balsámica. Parece que allí todas las cosas, aun los peñascales que emergen de las praderas, aun los arroyos que ruedan entre los peñascales, trascienden a retama, a brezo, a menta, e genciana y e manzanilla. Una firme fragancia de monte sube de la tierra y esparce su incienso alrededor de las cumbres fronteras.

No hay en aquellos lugares ni rastro de vivienda; sentimos impresión de soledad ermitaña, de apartamiento, de lejanía. Sólo de cuando en cuando vemos pastar en herbazales duros manadas de ganado campero. Los pastores que las pastorean nos parecieron de la misma Arcadia por su catadura y su vestimenta de zamarro, escarpines y angorras pellejeras; zurrón y cayada completaban el parecido; flautín ó caramillo es lo que, si tenían, no les vimos. Por informes del mayoral sabemos que aquellos pastorcillos no son arcadios, sino extremeños, y que todos los años vienen a estiar en estas tierras frías con los hatos trashumantes. Algo les envidiamos la excelsitud de su estación veraniega, que a sana y fresca se las puede apostar con las más afamadas por la moda.

Una trotada más y llegamos  la raya de la divisoria, verdadera arista de muy escasa anchura entre las dos vertientes. Hacemos alto. El momento es solemne. Yo podré describiros con más ó menos puntualidad la magnificencia que desde el puerto se descubre: la sucesión de montañas, la crestería de cumbres, las neveras, los bosques, los tajos, la profunda, la misteriosa hondonada, la luz que se corta, que se trunca en cada pico y en cada vértice, descomponiéndose en arreboles de escarlata, en resplandor de oro, en fulgencias azules; lo inenarrable es aquel brote de férvido panteísmo, aquel recogimiento de emoción íntima, la suspensión del ánimo, que se entrega, que se rinde al poder avasallador de la excelsitud maravillosa.

Yo ignoro lo que será este puerto a otra hora del día; visto cual lo vi, en más que mediada tarde de Julio, ora una inmensa, una gigantesca gradería de montes azules, envueltos en una luminosa atmósfera azul, recortándose el sinuoso perfil de cada uno sobre la escarpa del siguiente, y destacados con vigor los hondos tajos por resplandores del sol, que oculto tras las cimas de Poniente, iluminaba de soslayo los abismos con lumbradas de incendio. Tal era el fondo, y el primer término una quiebra de pendiente áspera recubierta por el espléndido manto de los hayales. Estos bosques de hayas en estos parajes de huraña salvajez, guardan poesía de misterio, y misterio de leyendas olvidadas. Ni aun el áspero pinar con la quejumbre nocturna de sus copas tiene dejos de tan ensoñadora añoranza; tal vez su expresión, como su perfume, os de blandura cariciosa, de melancolía tierna; el hayal es viril y enérgico.

Recobrados de la emoción, otra vez camino adelante, camino abajo, en el hayal nos metimos. Abriéndose paso a través de la espesura desciendo la carretera, y como el agrio declive de la vertiente la obliga a recodar a cada momento, vemos a nuestros pies, entre el follaje, el blanco culebreo del camino, que baja como a zancajadas hasta el fondo de la hoz, invisible por lo denso del bosque, aunque presentido ya por el rumor de un torrente. En algunos recodos es tan recio el follaje y tan abrupto el terreno, que no hallaríamos fácil salida si la cinta de la carretera no nos guiara.

Después de una hora de caminar emboscados, la selva se ensancha, se abre; comenzamos a ver praderas llanas; los castaños, de retorcida ramazón, comienzan a emparejar con las hayas; vemos de frente una profunda escotadura de riscos, único paso accesible; la carretera salva como puede aquella fragosidad de breñales y barrancadas, hasta que, faltándole un palmo de terreno llano en que asentarse, hiende la roca para hacer repisa bajo el socavón, y cuando ni la socava es suficiente, porque los bastiones de las laderas atajan las quebradas y cierran la salida, no queda ya otro recurso a la ingeniería que perforar la montaña abriendo túnel, y salir de esta manera al alto valle en que se asienta como nido aguilero entre los picos, cercada de cumbres, la deleitosa, la apacible villa de Oseja de Sajambre, término de esta nuestra primer jornada.

 Iglesia de Oseja de Sajambre

Caía ya la tarde al acercarnos a su caserío, que revela vivir holgado y placentero con sus moradas solariegas y sus jardines enverjados. Teníamos ya a la vera del camino la corriente del Sella, río de pura estirpe asturiana. Vimos resplandecer sobre los picos las primeras estrellas; vimos fundirse con la paz del lugar la paz del crepúsculo.

Francisco Acebal.

Concluirá













 

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