Según podemos leer en el libro "Máquinas" de Robert O'Brien, en 1762, Jean-Rodolphe Perronet, el ingeniero que construyó el puente de la Concordia de París, escribió un fascinante análisis de una fábrica en l'Aigle, Francia, donde se fabricaban alfileres corrientes de metal. Al detallar la división del trabajo, Perronet también hizo algunas observaciones, notables por la forma en que anticipaban los estudios modernos de tiempo y movimiento de los obreros: «Un hombre puede estampar en un minuto 20 cabezas de alfiler, entre gruesos y delgados; y como golpea cada cabeza 5 ó 6 veces, el yunque recibe de 100 a 120 golpes por minuto. Un estampador prepara usualmente 1.000 alfileres en una hora y de 10 a 12.000 en un día».
La fabricación de alfileres, aunque muy antigua, no constituyó artículo de verdadera importancia hasta el siglo XV. Los alfileres primitivos, de hierro o de bronce, eran de manufactura muy sencilla: sus cabezas estaban formadas por breves retorcimientos de la varilla metálica. Con el invento del estirado de alambre y sus aplicaciones en los siglos XIII y XIV, la fabricación de los alfileres entró en un nuevo periodo de desarrollo. En 1483, la corona inglesa prohibió la importación de alfileres y en 1543 un Acta del Parlamento reguló su venta y manufactura. En el siglo XVI aparecieron los alfileres como los conocemos hoy en día, con cabeza pequeña y sólida, y de forma esférica. Francia fue la primera en construir los alfileres industrialmente, dominando el mercado europeo hasta 1626, año en que un tal Tilsby comenzó a fabricarlos en Stroud, Inglaterra. La industria floreció y se extendió hasta Londres (1636) y más tarde a Dublín, que muy pronto aventajó a la francesa por sus mejores procedimientos y resultados. Hacia 1680 se inventó el denominado “estampador basculante” y la “aplanadora”, que permitía a un solo operario unir diariamente más de diez mil cabezas de alfileres. La aparición de maquinaria automática y la división del conjunto de la fabricación simplificó de manera exponencial su producción.
En el siglo XVIII Adam Smith se dedicó a observar a los obreros de una fábrica de alfileres en Kirkaldy, su aldea natal, y de ahí obtuvo la idea que le permitió afirmar que la división del trabajo incrementaba la productividad. En "La riqueza de las naciones", obra publicada por primera vez en 1776, señala lo siguiente:
¡Si queremos ser más ricos, debemos ser más productivos!
La división del trabajo es clave en el aumento de la productividad.
“Tomemos como ejemplo una manufactura de poca importancia, pero a cuya división del trabajo se ha hecho muchas veces referencia: la de fabricar alfileres. Un obrero que no haya sido adiestrado en esa clase de tarea (convertida por virtud de la división del trabajo en un oficio nuevo) y que no esté acostumbrado a manejar la maquinaria que en él se utiliza (cuya invención ha derivado, probablemente, de la división del trabajo), por más que trabaje, apenas podría hacer un alfiler al día, y desde luego no podría confeccionar más de veinte.
Pero dada la manera como se practica hoy día la fabricación de alfileres, no sólo la fabricación misma constituye un oficio aparte, sino que está dividida en varios ramos, la mayor parte de los cuales también constituyen otros tantos oficios distintos. Un obrero estira el alambre, otro lo endereza, un tercero lo va cortando en trozos iguales, un cuarto hace la punta, un quinto obrero está ocupado en limar el extremo donde se va a colocar la cabeza: a su vez la confección de la cabeza requiere dos o tres operaciones distintas: fijarla es un trabajo especial, esmaltar los alfileres, otro, y todavía es un oficio distinto colocarlos en el papel.
En fin, el importante trabajo de hacer un alfiler queda dividido de esta manera en unas dieciocho operaciones distintas, las cuales son desempeñadas en algunas fábricas por otros tantos obreros diferentes, aunque en otras un solo hombre desempeñe a veces dos o tres operaciones. He visto. una pequeña fábrica de esta especie que no empleaba más que diez obreros, donde, por consiguiente, algunos de ellos tenían a su cargo dos o tres operaciones. Pero a pesar de que eran pobres y, -por lo tanto, no estaban bien provistos de la maquinaria debida, podían, cuando se esforzaban, hacer entre todos, diariamente, unas doce libras de alfileres. En cada libra había más de cuatro mil alfileres de tamaño mediano. Por consiguiente, estas diez personas podían hacer cada día, en conjunto, más de cuarenta y ocho mil alfileres, cuya cantidad, dividida entre diez, correspondería a cuatro mil ochocientas por persona.
En cambio si cada uno hubiera trabajado separada e independientemente, y ninguno hubiera sido adiestrado en esa clase de tarea, es seguro que no hubiera podido hacer veinte, o, tal vez, ni un solo alfiler al día; es decir, seguramente no hubiera podido hacer la doscientas cuarentava parte, tal vez ni la cuatro-mil-ochocientos-ava parte de lo que son capaces de confeccionar en la actualidad gracias a la división y combinación de las diferentes operaciones en forma conveniente.
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