martes, 18 de febrero de 2020

Informar, tocar la fibra, manipular...


Diez días más tarde de la moción de censura que le llevó al poder, el 11 de junio de 2018, el Presidente del Gobierno Pedro Sánchez dio orden de autorizar la entrada al puerto de Valencia del barco "Aquarius" cargado con 629 inmigrantes irregulares. El barco no había sido autorizado a desembarcar ni en Malta ni en Italia, generando un animado debate entre simpatizantes y detractores, por un lado de los inmigrantes y por otro, de forma simétrica, del ministro del Interior italiano, Matteo Salvini. En España los partidarios de dejar desembarcar a los inmigrantes se alineaban con las tesis del nuevo Gobierno apoyado por una curiosa amalgama de fuerzas de izquierda y los contrarios se agolpaban tras la derecha dolorida.


Sea como fuere, el domingo anterior estaba yo tomando una cerveza con unos amigos, después de una excursión caminada de medio día. En medio del debate, un compañero lanzó aquella típica pregunta trampa: ¿Podrías tu mirarle a la cara a uno de estos inmigrantes y decirle que no pueden desembarcar en un puerto español y que, por tanto, se han de ahogar? Me dejó cortado y no supe bien que contestar. Aun así era consciente de que me habían metido en un atolladero de esos en el que si dices algo, quedas retratado de insensible, insolidario y facha.

Tiempo después encontré la respuesta, ya tanto da, pero lo cierto es que ni él ni yo podíamos mirar a ninguno de aquellos inmigrantes a la cara. Por otra parte, suponiendo que pudiéramos mirarles a la cara no tendríamos ni los medios ni la capacidad de decisión para permitirles la entrada en puerto seguro. Más tarde se me ocurrió que si se podían hacer preguntas como estas contextualizándolas para permitir respuestas posibles: ¿Podríamos alguno de nosotros mirar a la cara a uno de estos africanos pobres, mientras riega sus verduras, y negarle algo de ayuda económica, como por ejemplo los 1.000 euros que nos gastamos cada año en hacer turismo? ¿Podríamos alguno de nosotros mirar a la cara a uno de estos africanos pobres, mientras riega sus verduras, y no manifestarnos en una acampada frente a la embajada de Francia, o Alemania, o Reino Unido, por ejemplo, hasta que estos u otros países dejen de intervenir militarmente en la región?

Toda esta disertación viene a cuento del análisis del siguiente artículo de EL PAIS, interesante en el fondo, pero abonado a esquemas demasiado simplistas.

Para empezar el clima no esta loco, esa es una característica humana. El clima puede ser extremo, brutal en sus efectos, devastador, pero no loco. Los fenómenos climáticos no son ni buenos ni malos, por tanto no pueden ser sólo malos. Los seres humanos hemos conseguido a lo largo de miles de años, adaptar nuestro entorno para sobrevivir a climas árticos, desérticos, tropicales, monzónicos, etc. Es cierto que ciertas condiciones ambientales favorecen el desarrollo de poblaciones numerosas, no hay grandes asentamientos humanos en regiones árticas. Pero ante las adversidades climáticas, y de otro tipo, las sociedades se crecen, bueno, en base a los individuos que sobreviven.

Si el régimen de lluvias cambia y se producen lluvias torrenciales y periodos de sequía, no cabe otra que construir infraestructuras hidráulicas de acumulación y distribución de este agua. Los egipcios se enfrentaron al Nilo, en Mesopotamia se estableció un sistema de canales para el riego, los romanos llevaban agua a sus ciudades desde fuentes lejanas, y todos ellos construyeron embalses.

La otra cuestión es si estos países se pueden permitir, económicamente hablando, la construcción de estas infraestructuras, que podrían incluir desaladoras, etc. Existen países ricos y pobres. Eso es así, pero tiene que ver con las relaciones económicas y comerciales con otros países, muchos de ellos ricos, industrializados, con apoyo militar e influencias.

Aparecen las cifras. 1.000 millones de euros. Cifra demasiado redonda, por cierto, pero no puedo, ni de lejos, cuestionarla, no tengo elementos de juicio para hacer esa valoración. Sea como fuere, no parece tanto dinero para salvar a esos millones de personas. Pero, ¿Quien lo paga?

Como conclusión, cualquier título que empiece por "locura climática" nos conecta con el imaginario de "cambio climático", aquel mal que le provocamos al planeta por nuestra adición a los combustibles fósiles. Resulta que, por ello, el planeta se retuerce en sus entrañas y da coletazos para liberarse de esta plaga de humanos derrochadores, hiriendo a los más pobres en la refriega.


La locura climática provoca una grave hambruna en el sur de África
Sequía, ciclones, lluvias devastadoras y aumento de temperatura amenazan a 14,4 millones de personas

Dice un antiguo proverbio africano que cuando dos elefantes se pelean es la hierba la que sufre. En la actualidad, los gigantes y enfadados paquidermos del refranero africano han adoptado la forma de fenómenos meteorológicos extremos vinculados al cambio climático, como ciclones, devastadoras inundaciones, largos periodos de sequía, estaciones de lluvia infrecuentes e inusual subida de las temperaturas, para provocar una grave hambruna que afecta a 14,4 millones de personas en el sur de África.

La escasez de alimentos se ceba con países como Zimbabue, Zambia, Mozambique o Malaui y se ha disparado un 140% con respecto al año 2018, cuando las personas en riesgo de morir de hambre eran seis millones, según han asegurado este jueves las organizaciones internacionales Oxfam, CARE, Plan International y World Vision. Según los datos de las agencias de la ONU para la Alimentación, en toda la región hay 45 millones de personas en inseguridad alimentaria temporal, que acaece durante un tiempo limitado por causas excepcionales, de las que 14,4 millones están en riesgo de hambruna según estas ONG. Para que se considere hambruna debe haber carencia extrema de alimentos para un elevado número de personas, tasas de malnutrición aguda superiores al 30% y una tasa de mortalidad bruta superior a dos personas de cada 10.000.

La sequía que sufre África meridional desde hace cinco años está adquiriendo proporciones históricas. La estación de lluvias se retrasa y se acorta cada vez más y, cuando llega, las precipitaciones suelen ser torrenciales o intermitentes. Lo habitual es que fuera entre octubre y mayo, pero en los últimos años comienza a llover en diciembre y acaba en abril. La alteración del patrón supone un serio riesgo para las cosechas, ya que los agricultores no saben cuándo plantar ni en qué zona van a caer las lluvias. Tras un año de estrés hídrico los cultivadores necesitan unas tres temporadas para recuperarse, pero si se encadenan varios años de sequía no tienen la capacidad de afrontarlo.

Zimbabue es el país más afectado con 5,8 millones de personas ante el desafío de la hambruna y el 60% de su población en inseguridad alimentaria. Según estas organizaciones, ya ha agotado sus reservas de cereales y el último año tuvo un déficit de un millón de toneladas. “Las mujeres y las niñas son las que sufren de manera desproporcionada las consecuencias del cambio climático. Ellas asumen la mayor carga de responsabilidad de los hogares, que, además de las tareas domésticas y la crianza de los hijos, incluye asegurar que sus familias dispongan de alimentos y agua. Además, ellas son las últimas en recibir alimentos y las primeras en saltarse las comidas”, asegura Matthew Pickard, director Regional Adjunto de CARE International para el África meridional.

Se calcula que los nueve países de la región necesitan unos 1.000 millones de euros para hacer frente a la crisis

Una consecuencia de la falta de comida es que aumenta el número de chicas que se ven obligadas a casarse para el sostén de sus familias. “Hay un número creciente de adolescentes que están siendo obligadas a ello a cambio de comida", dijo Stuart Katwikirize, jefe Regional de Gestión de Riesgos de Desastres de Plan International. Asimismo, World Vision ha constatado que también crece el número de niñas que recurren al sexo para tener el dinero suficiente que les permita comer cada día. “Estamos preocupados por el impacto a largo plazo de este tipo de violencia hacia los jóvenes”, comentó Maxwell Sibhensana, director de Asuntos Humanitarios y Emergencia de esta organización en el sur de África.

La extraordinaria producción de maíz de 2017, que aumentó un 43% por encima de la media en la subregión según la FAO, pareció amortiguar la situación pero la alteración climática no ha permitido la recuperación esperada. Y es que la sequía ha venido acompañada de una inusual subida de las temperaturas. En África austral estos valores se están disparando el doble de rápido que la media mundial. Por ejemplo, según un estudio de los profesores Dube y Nhamo, la temperatura media en Victoria Falls, en la frontera entre Zambia y Zimbabue, ha subido 1,4 grados en los últimos 40 años, cifra que se eleva hasta 3,8 grados si se toman los registros solo del mes de octubre.

Este calentamiento provoca también una mayor evaporación del agua del mar y un incremento en la frecuencia e intensidad de tormentas tropicales, lo que agrava la fuerza del llamado Dipolo o El Niño del Índico, un fenómeno cíclico de oscilación irregular de las temperaturas superficiales marinas en esta parte del mundo. En marzo de 2019, el ciclón Idai arrasó amplias zonas de Zimbabue, Malaui y Mozambique, provocando más de mil muertos, millones de damnificados y enormes daños en infraestructuras y cosechas. No fue el único.

La española Lola Castro, jefa regional del Programa Mundial de Alimentos (PMA), ya lo advertía hace tres semanas: “Esta crisis de hambre está alcanzando proporciones nunca antes vistas". En Zambia, donde el 70% de los cultivos se perdió debido a la sequía, se calcula que hay unas 2,3 millones de personas afectadas; en Mozambique, unos dos millones, y 1,9 millones en Malaui. Fruto de la escasez, el precio del maíz se ha incrementado en toda la región desde 2019.

"El cambio climático está matando nuestros cultivos porque los que solíamos cultivar se están marchitando. La sequía también está haciendo desaparecer las tierras de pastoreo de las que se alimenta nuestro ganado", aseguró a Oxfam la agricultora Dolly Nleya, del sur de Zimbabue. Se calcula que los nueve países de la región necesitan unos 1.000 millones de euros para hacer frente a la crisis, pero hasta ahora tan solo han recibido la mitad de este dinero procedente de donantes internacionales que han respondido a un llamamiento humanitario de Naciones Unidas.

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