jueves, 13 de febrero de 2020

Transatlántico Wilhelm Gustloff


En el triste ranking de los naufragios con más víctimas de la historia, el del Titanic ocupa solamente el puesto 17. El hundimiento del Wilhelm Gustloff se lleva la palma. Se calcula que más de nueve mil personas perdieron la vida cuando tres torpedos de un submarino soviético enviaron este crucero al fondo del Báltico en la noche del 30 de enero de 1945.


La gran mayoría eran refugiados. Unos cuatro mil eran niños. Entre los no civiles había miembros de la cúpula local del partido nazi, pero también 162 soldados heridos y 373 chicas de entre 17 y 25 años que trabajaban como auxiliares navales, no siempre de manera voluntaria.

A todo trapo

El buque había conocido, ciertamente, tiempos mejores. Salió del astillero en 1937 como la joya de la Kraft durch Freude (“A la fuerza por la alegría”), un programa social orientado a apaciguar los movimientos obreros de protesta mediante actividades de ocio gratuitas o muy baratas. En la Alemania nazi, los proletarios podían jugar al tenis, montar a caballo, asistir a la ópera, tomar el sol en un balneario o incluso, si eran lo bastante fieles al régimen, surcar el Mediterráneo o el Báltico a bordo de un crucero de lujo. Lealtades aseguradas.

Hitler, que jamás desaprovechaba una oportunidad de hacer propaganda antisemita, bautizó el mejor crucero del programa con el nombre de un “mártir” del nazismo, el jefe del partido en Suiza, asesinado por un joven judío croata en 1936. Los humildes viajeros del Wilhelm Gustloff se bronceaban en la cubierta acristalada, nadaban en la piscina, jugaban a las cartas, aplaudían las películas que se proyectaban en el cine de a bordo y cenaban con cubiertos de plata, primorosamente decorados con el águila y la esvástica.

La guerra no tardó en poner fin a la diversión. En 1939, el Gustloff repatrió desde España a los pilotos de la Legión Cóndor, entre vítores de las tropas franquistas. Al cabo de poco tiempo hizo su último crucero por Escandinavia, y después, convenientemente repintado de blanco y verde, se transformó en hospital militar flotante. Un año más tarde, camuflado de gris, el buque dio nuevas muestras de versatilidad, al convertirse en cuartel de entrenamiento para futuros tripulantes de submarinos. Con este propósito lo anclaron durante más de cuatro años en el puerto de Gdynia, ciudad polaca recién conquistada y rebautizada como Gotenhafen por los alemanes.

Alemania, a pique

Antes de la Segunda Guerra Mundial, el mapa de Alemania era muy distinto del actual. En 1919, como consecuencia de la derrota en la Gran Guerra, el Imperio alemán fue partido en dos mediante el llamado “corredor polaco”, que garantizaba a Polonia una salida al mar. Al este de dicho corredor se extendía Prusia Oriental, un territorio que hoy pertenece mayoritariamente a Polonia y Rusia.

La invasión nazi de Polonia en 1939 conectó ambas mitades y restauró parte del orgullo germánico herido en el Tratado de Versalles, pero alteró la vida de cientos de miles de polacos, obligados a abandonar sus casas. El Pacto Ribbentrop-Mólotov con Rusia añadió más desplazamientos forzosos, esta vez de letones, estonios, lituanos o rusos considerados de origen germano, obligados a regresar a su “madre patria” con las únicas pertenencias que pudieran cargar.

Hitler los reasentó en las zonas de las que acababa de expulsar a los polacos y los sometió a un programa de germanización. Por lo demás, Prusia Oriental se mantiene en segundo plano durante casi toda la contienda. Sus habitantes, unos diez millones de personas de habla alemana, llevan una vida relativamente tranquila. Hay algo de escasez, pero no penuria. El frente queda muy lejos.

En 1941, Hitler rompe el pacto con Stalin e inicia la Operación Barbarroja, la invasión de la URSS, con resultados sumamente sangrientos: más de veinte millones de muertos entre civiles y militares, sin contar con las víctimas del hambre y las enfermedades. Tres años más tarde, Stalin ha dado la vuelta a la tortilla. Alemania se bate en retirada, y el Ejército Rojo avanza hacia Prusia Oriental, arrasando aldeas a su paso, saqueando, violando y masacrando sin piedad.

En la venganza, todo vale: “Mata –exige un panfleto repartido a los soldados–. Nada en Alemania es inocente, ni los vivos ni los que aún están por nacer. Sigue las palabras del camarada Stalin y aplasta para siempre a la bestia fascista en su madriguera. Rompe el orgullo racial de la mujer alemana. Tómala como tu legítimo botín”. A los alemanes no les queda otra salida que huir, pero no pueden. El gobernador Eric Koch se lo impide. La consigna es resistir o morir.

Cualquiera que abandone su hogar será considerado un desertor. Quienes lo intentan reciben un balazo en la cabeza. Adolescentes de doce años y ancianos de sesenta se alistan a la fuerza en la Volkssturm, milicia recién creada por el ministro Joseph Goebbels, pero apenas tienen armas para defenderse. Mujeres y muchachas cavan zanjas o manejan baterías antiaéreas. A las niñas les sugieren arrojar aceite hirviendo a los soviéticos desde las ventanas. En el colmo de la hipocresía, el propio Koch se pone a salvo junto a su esposa y su secretaria tras exigir una muerte heroica a su pueblo.

La propaganda del régimen sigue celebrando victorias ficticias, pero nadie confía ya en la radio o los periódicos. Llegan rumores espantosos de cadáveres mutilados o clavados en graneros. Ante la prohibición de huir, muchos se plantean el suicidio. Otros se arriesgan y sobornan a soldados para que los escondan en vehículos militares. La mayoría prepara una maleta y la oculta bajo la cama, esperando el permiso para fugarse. todos al puerto

La orden de evacuación llega por fin a finales de enero de 1945. Para entonces, la mayor parte de Prusia Oriental está ya en manos soviéticas. La única escapatoria posible es el mar. El almirante Karl Dönitz orquesta la Operación Aníbal, destinada a rescatar a casi dos millones de refugiados y enviarlos a Alemania Occidental o a la Dinamarca ocupada. Se recurre a todas las embarcaciones disponibles, incluyendo pesqueros y buques mercantes.

Durante quince semanas, estos barcos zarpan de los muelles de Pillau (la actual Baltisk rusa), Danzig (Gdansk en la Polonia actual) y Gotenhafen (hoy Gdynia), cargados de refugiados, tropas y suministros. Pero conseguir un billete a la salvación no es tarea fácil. Para llegar a estas ciudades es preciso caminar sobre la nieve durante horas, días o incluso semanas a temperaturas de 20 ºC o 25 ºC bajo cero, cargando con capas y capas de ropa: dos o tres suéteres, varios pares de medias, botas pesadas, abrigos de pelo, bufandas, gorros y chales.

Muchos llegan con síntomas de congelación o se quedan por el camino. Algunas madres abandonan a sus bebés muertos en la cuneta. Además de rodear carreteras cortadas y puentes destruidos, hay que esquivar los disparos de los tanques rusos. Los trenes, repletos, avanzan arrojando cadáveres a las vías. Y si los civiles viven una pesadilla, cómo describir los horrores de la evacuación para los prisioneros de cárceles y campos de concentración, ya extremamente debilitados por el hambre y el maltrato. Una vez en el puerto, la lucha por la supervivencia continúa.

Hay escasez de combustible, comida y medicinas, tanto en los muelles como en las embarcaciones. La espera se vuelve eterna. Hacerse un hueco en un barco es casi misión imposible. Y una vez a bordo, todavía se está a merced de las minas, los submarinos enemigos y los bombardeos de la aviación aliada. A finales de enero, la ciudad de Gotenhafen ha sumado un millón adicional a sus tres millones de habitantes. La mayor parte de los recién llegados malvive en las calles, a la espera de una oportunidad de embarcar.

Hasta los topes

Al principio, los pases para subir al Wilhelm Gustloff se repartieron con cierto criterio, dando prioridad a soldados heridos y mujeres con niños pequeños. Sin embargo, a medida que pasaban las horas, el caos se fue adueñando de la operación. Unas sesenta mil personas se hacinaban en el muelle, dándose empellones, pugnando por subir. Hubo adultos que se pasaron niños por encima de las cabezas para obtener prioridad de embarque, desertores que se disfrazaron de mujeres y se colaron acunando bebés falsos, madres auténticas que arrojaron a sus hijos al agua desde la pasarela de embarque para salvarlos de morir arrollados por la multitud.

El Gustloff había sido diseñado para un máximo de 500 tripulantes y 1.500 pasajeros. Nadie sabe con exactitud cuántos iban a bordo la noche del hundimiento. A partir de 6.000, la tripulación se rindió y dejó de contarlos. Heinz Schön, un sobrecargo de 19 años que dedicó el resto de su vida a localizar supervivientes y a calcular el número de viajeros, estima que entre todos superaban los diez mil. No quedó un metro cuadrado libre.

Camarotes y pasillos se superpoblaron. Para ganar espacio, se retiraron los asientos del cine y se vació la piscina. La cubierta acristalada se convirtió en enfermería. Incluso los dirigentes locales del partido nazi, que embarcaron a última hora, tuvieron que compartir la suite entre dieciséis. Cuando el barco hubo zarpado y parecía que no cabía una aguja, lo siguió una comitiva de barcazas con refugiados que agitaban los brazos, implorando una plaza a bordo.


Algunos lograron subir. Otros entraron como polizones, escondidos en maletas y baúles de carga. Los aseos no tardaron en embozarse. El hedor a humanidad y a vómitos, según los supervivientes, era insoportable. Aun así, los viajeros se sentían afortunados. Decenas de miles de personas envidiaban su suerte desde los muelles.

Precaria seguridad

Se repartieron chalecos salvavidas, pero no suficientes. Solamente los había para la mitad de los refugiados, y muy pocos siguieron el consejo de dejárselo puesto. No había más de veintidós botes salvavidas, con espacio para cincuenta personas cada uno, poco más del 10% del pasaje. Para compensar, se subieron a bordo unas inestables balsas hinchables con suelo de red, que, apiladas, no tardaron en congelarse en bloque. También las cuerdas y poleas que sujetaban los botes estaban completamente heladas, cosa que habría de dificultar la evacuación de emergencia.

Hacia las ocho de la tarde, los altavoces retransmitieron un discurso radiofónico en el que Hitler conmemoraba el 12 aniversario de su ascenso al poder. Incluso con la Operación Aníbal en marcha, el Führer seguía bramando histéricamente contra la deserción: “Aquel que, por cobardía o falta de carácter, dé la espalda a la nación, morirá inexorablemente de una muerte ignominiosa”.

Mientras tanto, el submarino soviético S13, con Alexandr Marinesko al mando, se acercaba sigiloso. De los tres barcos que debían escoltar el Gustloff, dos regresaron a puerto por problemas técnicos. Esto impidió a la comitiva rastrear los alrededores en busca de submarinos. Para colmo de males, el hielo había inutilizado los radares. Los capitanes no se ponían de acuerdo acerca de la velocidad óptima ni de la ruta más segura. El buque, que viajaba a oscuras por precaución, encendió las luces un instante para no colisionar con otro barco.

Exactamente el tiempo suficiente para que Marinesko, al mando del S13, localizara su posición. Se situó a babor del crucero, a una distancia aproximada de un kilómetro. Hacia las 9 de la noche, poco después del final del discurso de Hitler, Marinesko dio la orden de disparar. Los cuatro torpedos del S13 tenían inscripciones patrióticas: “Por Stalin”, “Por Leningrado”, “Por la madre patria” y “Por el pueblo soviético”. Uno de ellos se atascó y fue desactivado. De los otros tres, el primero impactó en la proa del barco, donde descansaba el personal que no estaba de guardia. Inmediatamente se cerraron las esclusas para ralentizar el hundimiento, condenando a buena parte de la tripulación a una muerte segura.

Sin la ayuda de estos oficiales, expertos en emergencias, el pánico se adueñó del crucero. El segundo torpedo estalló en la piscina, donde dormían casi todas las chicas de la Fuerza Auxiliar Femenina. El tercero alcanzó la sala de máquinas, dejando a los refugiados a oscuras y a los oficiales incomunicados. Se dio el SOS desde la radio de emergencia, que tenía un alcance de apenas dos kilómetros. Por fortuna, el Lowe, el torpedero de escolta, estaba lo bastante cerca para captar la señal y reenviarla a otras embarcaciones.

Cunde el pánico

De todas las consignas tradicionales en estos casos, el “sálvese quien pueda” fue la única que se respetó. Cientos de pasajeros perecieron mucho antes de que se hundiera el barco, pisoteados por la muchedumbre enloquecida que pugnaba por subir a cubierta. Se propagó el rumor de que los capitanes se habían suicidado. Según otra versión, algo más cercana a la verdad, habrían huido en el primer bote llevando consigo una caja de champán. Se sabe que un oficial disparó a su familia y se descerrajó un tiro en la sien.

Otros dispararon al aire, ya fuera para abrirse paso hacia la salvación o para hacer respetar la máxima de “las mujeres y los niños primero”, abiertamente ignorada por ca si todos. Miles de personas quedaron atrapadas en salas, pasillos y camarotes cada vez más escorados. Muchos de los que lograron salir al puente resbalaron por la cubierta inclinada y cayeron al mar. Otros se lanzaron a él, desesperados por la escasez de barcas de salvamento. Solamente cuatro o seis de los botes se bajaron al agua correctamente.

La inexperiencia, el terror y el hielo dificultaron el descenso de los demás. Varios volcaron antes de llegar abajo, se quedaron encallados o aplastaron a otros náufragos. Algunos soltaron marras medio vacíos. Las balsas hinchables debían arrojarse al mar antes de saltar sobre ellas: atinar era casi misión imposible. Las personas que caían al agua sin salvavidas apenas podían moverse: arrastraban el peso de sus botas y de sus gruesas ropas de abrigo. Niños con chalecos demasiado grandes para su talla cayeron bocabajo y se ahogaron.


Desde los botes ya abarrotados, la gente golpeaba la cabeza y las manos de los nadadores que intentaban subir. Muchos fallecieron de hipotermia. El Báltico engulló lo que quedaba del Wilhelm Gustloff en apenas una hora. Se rescató a menos de un millar de náufragos. La madre de una de ellos, sin comprender el alcance del desastre, reprochó a su hija que hubiera perdido la maleta.

Ley del silencio

Los supervivientes no han hallado más que olvido e incomprensión. Algunos recibieron amenazas de las Juventudes Hitlerianas: la noticia del hundimiento no debía saberse, era un golpe demasiado fuerte para la moral del país. Para los soviéticos, torpedear un símbolo del nazismo representaba un triunfo, pero resultaba incómodo admitir que aquellos refugiados huían del Ejército Rojo en vez de celebrar, alborozados, la llegada de sus supuestos salvadores.

En la mente de los aliados, los millones de muertos del Holocausto eran demasiado apabullantes para compadecer a unos miles de víctimas alemanas, por muy inocentes que fueran. Los propios damnificados, como muchos otros alemanes, callaron por vergüenza y sentimiento de culpa, ya fuera por haber cooperado con el régimen, por no haber podido salvar a sus familiares o por los miles de ahogados que dejaron atrás en su lucha por la vida. Hoy en día, los que aún viven se llaman por teléfono cada 30 de enero, un rito privado de duelo y memoria.

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