No hay datos oficiales sobre la cantidad de ciudadanos chinos instalados en el continente africano. Yoon Jung Park, directora de la principal red de investigación sobre asuntos chinoafricanos, estima que la cifra ronda actualmente el millón, con números significativos en Sudáfrica, Etiopía, Angola, Kenia o Zambia. Eric Olander, cofundador de la ONG China Global South Project, apunta que a finales de la pasada década se pudo llegar a los dos millones. Desde entonces, afirma, “coincidiendo con el desplome de la actividad económica de China en África, debido a la mayor cautela de la superpotencia a la hora de invertir en el Sur global, las cifras han disminuido”. Calcula que hoy son no más de 700.000, un porcentaje “marginal” en un continente con más de 1.200 millones de habitantes.
Un mensaje repetido por grupos de presión y medios de comunicacion, principalmente de Estados Unidos, es el de que “los chinos están yendo a África con un afán colonizador”, pero según explica Roos Visser, investigadora de la Universidad Vrije de Ámsterdam que en abril publicó un análisis titulado Racializando las relaciones China-África, este cliché “no es ni mucho menos toda la verdad”. Y esto es así, porque las interacciones entre chinos y africanos tienen infinitos matices, imposibles de resumiri y uniformizar. Y con respecto a las supuestas tendencias racistas de parte de la comunidad china, Visser señala que en sus investigaciones no halló “una tendencia racista tan extendida como se da a entender desde Occidente”. En su opinión, existe un interés estratégico en sobredimensionar algunos casos concretos, cayendo con frecuencia en la “exageración hipócrita”.
Yoon Jung Park, por su parte, añade que el relato del “peligro amarillo”, que pinta a los asiáticos como una amenaza para Occidente, tiene mucho público en un contexto de rivalidad geopolítica. Y que este tópico puede nutrir acusaciones de racismo (de chinos contra africanos) paradójicamente germinadas en otro racismo subyacente (el de occidentales contra chinos). Para ella, el supuesto prejuicio sistemático de las comunidades chinas en África no es más que un mito similar al de la trampa de la deuda. Una leyenda, descartada hace tiempo por los estudios académicos, aunque persistente en artículos de algunos medios, según la cual China presta dinero en grandes cantidades a Estados africanos con la intención de comprometer su soberanía.
Poniendo el foco en la versión china del asunto, tanto Visser como Park son críticas con el relato idílico que emana del aparato propagandístico chino. Una dialéctica de terciopelo con su gran altavoz en el Foro de Cooperación China-África. No es del todo cierto, como no podía ser de otra manera, que las relaciones económicas y humanas entre China y África se estén construyendo de igual a igual, sobre nobles motivaciones y una franca amistad entre países del Sur Global.
Los ciudadanos chinos en África se dividen en dos grandes grupos. De una parte, los empleados con cargos de responsabilidad que trabajan allí, especialmente en minería e infraestructuras, durante un tiempo limitado. Por otra, migrantes que van a África en busca de oportunidades, en principio, indefinidamente. Visser explica que algunos estudiosos consideran que los segundos nunca podrán ser racistas. Al menos no en sentido estricto. “Según este enfoque, quizá lo sean en sus cabezas, pero no activamente”, asevera.
En el trasfondo del debate sobre el racismo chino aparece el nivel de integración de las comunidades chinas en África. “Más allá del ámbito laboral, resulta casi inexistente”, opina Adams Bodomo, lingüista y profesor de Estudios Africanos en la Universidad de Viena. El factor idiomático levanta muros ante los tímidos intentos de intercambio cultural. En una investigación publicada el pasado enero, Bodomo y Jocelyne Kenne demostraron que la gran mayoría de chinos que habitan en un país como Camerún llega (y con frecuencia permanece) monolingüe. En una muestra de 432 individuos, solo el 10% se defendía en francés o inglés al desembarcar en el país. Ninguno tenía nociones de alguna lengua autóctona. Tras años instalados, incluso profesionales como los médicos seguían recurriendo a intérpretes.
“En general no se están integrando”, confirma Park, quien aventura otro motivo poco estudiado que está inhibiendo la mezcla. Se trata del ocio digital (redes sociales chinas, videollamadas con familiares y amigos...), que frena la búsqueda de contactos más cercanos con los habitantes locales. En cualquier caso, Park matiza que esta brecha no impide la cercanía física: “Muchos africanos me comentan que los chinos son diferentes a otros extranjeros, que viven en sus mismos barrios y suelen utilizar el transporte público”. Olander, de la ONG China Global South Project, distingue entre los empleados de grandes proyectos (que duermen y comen en barracones, trabajan intensamente y vuelven a China lo antes posible) y quienes han ido a África para quedarse: “Estos abren negocios, trabajan en la agricultura o en el sector textil. En varios aspectos, su actividad implica relaciones mucho más estrechas con los africanos que las del grueso de extranjeros”.
Un estudio de 2019 liderado por Hairong Yan desmontó la idea de que las comunidades chinas en África tienden especialmente a la “autosegregación” por su marcado “etnocentrismo”. Yan detectó patrones residenciales y de sociabilidad muy diversos. Y “no más tendentes al aislamiento que los que muestran los blancos”. De nuevo, la alerta sobre el peligro amarillo figuraba en el análisis de Yan como causa principal del estigma que, espoleado desde fuera, arrastran los chinos en África que los hace parecer excluyentes, hoscos y altivos.
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