El Tratado de la Carta de la Energía (TCE) es un acuerdo internacional que establece un esquema multilateral para las inversiones extranjeras en la industria de la energía. El Tratado cubre todos los aspectos de las actividades relativas a la energía incluyendo extracción, refinamiento, almacenamiento, producción, transporte, comercio, tránsito, inversión y venta (artículo 1 del tratado). El Tratado es legalmente vinculante, inclusive las disposiciones sobre resolución de conflictos.
Originalmente, el proceso de la Carta de la Energía buscó incrementar las inversiones en materia de energía de las compañías occidentales en los países de la Unión Soviética y Europa Oriental al final de la Guerra Fría. El Secretariado Internacional de la Carta de la Energía describe que la misión actual de la Carta de la Energía se extiende más allá de la cooperación Oriente-Occidente y busca promover los principios de apertura de los mercados globales de energía y no discriminación comercial a través de instrumentos legales vinculantes para estimular la inversión extranjera directa y el comercio transfronterizo a nivel global.
Los comienzos de la Carta de la Energía se remontan a la iniciativa política emprendida en Europa a principios de la década de 1990. Al final de la Guerra Fría se presentó una oportunidad sin precedentes para asegurar la entrada de inversores energéticos occidentales en las naciones al otro lado del Telón de Acero. El sector energético era el área con mayor posibilidad, dada la demanda creciente de energía en Europa y la abundancia de recursos energéticos en los estados postsoviéticos. Adicionalmente, había una necesidad de establecer una organización común para la gestión energética entre los Estados miembros de Eurasia. La Carta de la Energía nació teniendo estas consideraciones como base.
La Carta de la Energía se firmó en La Haya en diciembre de 1991, a propuesta de la Comisión Europea para establecer los principios básicos de gobierno en el ámbito energético internacional. Tras largas negociaciones, en diciembre de 1994, la cooperación inicial se plasmó en un acuerdo básico jurídicamente vinculante, el Tratado sobre la Carta de la Energía (ECT) y el Protocolo de la Carta de la Energía sobre la Eficiencia Energética y Aspectos Medioambientales Relacionados (PEREEA), cuyo objetivo fundamental es fomentar el potencial energético entre países industrializados de Europa Central y Oriental, en un marco de cooperación industrial, además de, en algunos casos, contribuir a la recuperación económica y, en general, a la mejora en la seguridad del suministro.
El 12 de octubre de 2022 España inició el procedimiento para retirarse del Tratado de la Carta de la Energía. La protección que ofrece ese tratado se había utilizado en los últimos años para litigar contra los firmantes por políticas climáticas diseñadas para ir eliminando los combustibles fósiles. En esos momentos había reclamaciones de fondos de inversión por un valor total de 10.000 millones de euros. El Gobierno trató de que renunciasen voluntariamente a la vía arbitral, ofreciéndoles una nueva senda de rentabilidad, pero la mayoría lo rechazaron. Y es que España, con la Abogacía del Estado al frente, estaba tratando de esquivar las multimillonarias reclamaciones de fondos internacionales que invirtieron en energías renovables y lanzaron arbitrajes tras el recorte de las subvenciones en la década pasada. Mientras algunos tribunales arbitrales les dan la razón, el Tribunal Supremo se alineó con la visión del Gobierno y avaló el hachazo de 2013 a las energías limpias.
Por su parte, fuentes del sector aseguraban en ese momento que la salida de España de este tratado podía provocar reticencias entre inversores internacionales, precisamente en un momento en que la transición energética demandará más de 200.000 millones para este fin, según cálculos del propio Gobierno, durante la próxima década. El hecho de que no se tenga un marco supranacional al que acudir en caso de no estar de acuerdo con determinadas decisiones implica la asunción de mayores riesgos para los inversores. Sobre todo, en un país que ha implementado varios cambios regulatorios de calado en el sector energético en los últimos años, hecho que no pasa desapercibido para los inversores foráneos.
España es, junto con Argentina, Venezuela y Perú, el país que más arbitrajes de inversores extranjeros soporta. Más allá de la cuestión climática, un aspecto clave para España es que la modernización de la Carta de la Energía reconozca la supremacía del derecho de la Unión Europea respecto del propio tratado internacional. La cuestión no es baladí. España y Bruselas están tratando desde hace años de evitar las reclamaciones de las renovables, buscando convencer a los tribunales internacionales de que el derecho europeo prevalece sobre la propia Carta de la Energía, una cuestión que no reconocen la mayoría de tribunales arbitrales.
Varios Estados miembros de la Unión Europea, como España, Países Bajos o Luxemburgo, habían solicitado que la UE abandonara ese marco jurídico, al igual que varias organizaciones ecologistas. La vicepresidenta tercera del Gobierno español y ministra para la Transición Ecológica, Teresa Ribera, había pedido en el pasado "una salida coordinada del ETC" por parte de la UE y sus Estados miembros de ese marco jurídico, y finalmente decidió dar el paso, al igual que hizo Polonia una semana antes.
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