Cuando el Rey Alfonso XIII aceptó la dimisión del dictador Miguel Primo de Rivera, en enero de 1930, nada parecía amenazar seriamente la Monarquía. No eran muchos los españoles que se sentían republicanos y sus grupos organizados no gozaban de buena reputación. Ni el monarca ni el presidente del nuevo Gobierno, el general Dámaso Berenguer, tenían motivos para preocuparse por ese punto y el país tampoco pensaba en una alternativa al régimen. Ni siquiera se evocaba el episodio de la fugaz y caótica Primera República de 1873, que no había dejado un buen recuerdo.
Sin embargo, la opinión pública empezó a cambiar súbitamente, espoleada por las inquietudes expresadas por algunos líderes políticos e intelectuales de prestigio, como el exministro conservador José Sánchez Guerra, que rompió el fuego en una polémica conferencia en el Teatro de la Zarzuela de Madrid.
A las proclamas vertidas por este en contra de la Monarquía se sumaron en poco tiempo las de Miguel Maura, Niceto Alcalá-Zamora y Melquiades Álvarez. Manuel Azaña, por su parte, excitaba sin descanso a los ateneístas de Madrid.
Más importante fue que Indalecio Prieto se incorporase al movimiento, aportando con sus socialistas las masas de seguidores de que carecían las personalidades casi solitarias que hasta entonces se habían limitado a constituir un Comité Revolucionario, el cual no se antojaba peligroso a nadie por más que conspirase intensamente, según apunta Alejandro Nieto en 'Entre la Segunda y la Tercera República' (Comares, 2022). Fue entonces cuando todas estas viejas y nuevas fuerzas republicanas suscribieron, el 17 de agosto de 1930, el llamado Pacto de San Sebastián.
El Casino de San Sebastián
«¿Qué más crisis desean ustedes que la de un país que se acuesta monárquico y se levanta republicano?», se preguntaría el presidente del Consejo de Ministros, Juan Bautista Aznar, nada más conocer los resultados de las elecciones municipales del 12 de agosto de 1931. Si atendemos únicamente a esta expresión de asombro, pudo dar la sensación de que la proclamación de la Segunda República dos días después cogió por sorpresa a todos, pero lo cierto es que en aquel pacto suscrito un año antes, en una reunión privada de apenas una hora en el Casino de San Sebastián, sede local de Unión Republicana, se trazaron todos los pasos de la «conspiración» que llevó a la caída de Alfonso XIII.
«Esta reunión es uno de los fenómenos más curiosos de la historia política de España», asegura Nieto. Fue presidida por el entonces alcalde de la ciudad, Fernando Sasiaín, y en ella se acordó ya, entre otras cosas, convocar cuanto antes unas Cortes constituyentes republicanas, que se acometiera una gran reforma agraria y que se reconociera el derecho de autonomía de todas aquellas regiones que lo solicitasen en las Cortes. En aquella toma de decisiones estuvieron presentes representantes de muchos espectros políticos de izquierdas.
Azaña y Alejandro Lerroux por parte del republicanismo burgués y laico; el futuro presidente Santiago Casares Quiroga del regionalismo moderado; los futuros ministros Marcelino Domingo, Álvaro de Albornoz y Ángel Galarza del socialismo radical; Macià Mallol y Manuel Carrasco Formiguera del federalismo catalán; Jaume Aiguader del independentismo más exacerbado; Francisco Largo Caballero de UGT, y el citado Prieto por parte del PSOE. Había, incluso, algún monárquico renegado.
Huelgas y rebeliones
Aquel día de agosto de 1930, el Rey fue puesto en el punto de mira del Comité Revolucionario que se formó en el Casino de San Sebastián un año antes de la proclamación de la Segunda República. «Fue algo súbito, como súbito es un despertar. España se convirtió en pocos meses en republicana sin que hubiese sucedido algo clamoroso que hubiera que justificarlo y ni siquiera explicarlo. Tanto es así que el comité consideró que ya había llegado el momento y decidió pasar a la acción con los dos poderoso brazos de que creía disponer: la huelga general revolucionaria impulsada por los socialistas y un golpe militar», recuerda Nieto en su obra.
Es decir, que si para provocar la caída de Alfonso XIII tenían que recurrir a las armas, no dudarían en usarlas. Sin embargo, aquello resultó un fracaso total, malogrado en parte por el fracaso de la sublevación prematura de Jaca, que intentó meter a «la Monarquía en los archivos de la Historia», como declaraba su manifiesto. El golpe de Estado se limitó finalmente a un vuelo simbólico sobre Madrid de Ramón Franco, el hermano republicano del futuro dictador. Y, por si no fuera suficiente, la huelga nunca se celebró.
Sin embargo, el Pacto de San Sebastián siguió adelante con sucesivas reuniones en la vivienda madrileña de Miguel Maura, hijo del ya fallecido presidente, donde se fue perfilando el plan propagandístico y cada uno de los pasos que debían seguir. Se discutió la nacionalización de la Banca, el papel de la Iglesia, el reparto de tierras y hasta los nombres que debían ocupar los cargos del primer Gobierno provisional republicano. Todos coincidieron en que la presidencia debía recaer en Alcalá-Zamora, y el Ministerio de Exteriores, en Lerroux.
El triunfo
En ese momento, las reuniones dejaron de ser privadas y comenzaron a celebrarse en el Ateneo de Madrid. Era el momento de conseguir más adeptos. José Ortega y Gasset dejaba clara las intenciones de este comité en un demoledor artículo publicado el 15 de noviembre de 1930 en el diario 'El Sol'. Su título hacía referencia al sucesor de Primo de Rivera: 'El error Berenguer'. Y en él, el filósofo clamaba: «No existe Estado español. ¡Españoles, vuestro Estado no existe! ¡Reconstruidlo! Delenda est Monarchia». Esta última se traducía como «Hay que destruir la Monarquía».
El Gobierno declaró el estado de guerra en toda España, pero el Comité Revolucionario siguió adelante con su plan. En febrero dimitió Damaso Berenguer y el Rey, sabiendo que se encontraba en serias dificultades, le pidió a José Sánchez Guerra que formara un nuevo gabinete «a su libre juicio». El varias veces ministro de Alfonso XIII fue a la Cárcel Modelo a entrevistarse con los líderes republicanos encarcelados tras los sucesos de Jaca y Cuatro Vientos, pero la respuesta de estos fue tajante. «Nosotros, con la monarquía, nada tenemos que hacer ni que decir», le gritó Miguel Maura al varias veces ministro de Alfonso XIII sin escuchar su proposición.
El último intento desesperado se produjo después de las elecciones municipales del 12 de abril de 1931. Hay unanimidad entre los historiadores de que el número de concejales monárquicos superó al de los republicanos, pero estos últimos triunfaron en muchas capitales de provincia, sobre todo, en Madrid y Barcelona, lo que dio pie a los segundos a pensar que les legitimaba para tumbar la Monarquía. «Nadie lo preguntó, pero con los votos se entendió que el pueblo había rechazado no solo a Alfonso XIII, sino a la Monarquía, y que se había pronunciado a favor de la República. La astuta interpretación impuesta en el momento oportuno pesó más que millones de votos», subraya Nieto.
En la mañana del 14 de abril, el conde de Romanones, exministro de Estado, le pidió al famoso doctor Gregorio Marañón que organizara en su casa un encuentro con Alcalá-Zamora. La reunión se celebró a las 12.30 horas. Una vez sentados a la mesa, comentó: «Amigo, Su Majestad está dispuesto a abdicar y buscar con ustedes un pacto para el cambio de régimen. Don Alfonso solo pide tiempo, el necesario para hacer las cosas bien». La respuesta del presidente del Comité Revolucionario puso punto y final al plan que durante casi un año se había ido gestando paso a paso: «Querido Romanones, el tiempo de los pactos ya pasó. Solo puedo decirle que si el Rey no se ha marchado antes de que se ponga el sol esta tarde, no podemos asegurar lo que le pase a él y a su familia».
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