Hace 70 años Stalin moría en Moscú. Aprovechando las circunstancias LA VANGUARDIA ha publicado un artículo que explica los hechos que acompañaron su muerte, aderezado con un video de Radio Liberty.
Stalin despidió a sus invitados de madrugada. Había bebido demasiado, como de costumbre en las largas veladas en su dacha de Kúntsevo, a las afueras de Moscú. Gueorgui Malenkov, el primer ministro, y Lavrenti Beria, antiguo jefe de los servicios de seguridad, se fueron juntos en una limusina, Nikita Jruschov y Nikolái Bulganin lo hicieron en otra. Los cuatro formaban la camarilla de Stalin, su círculo íntimo.
A la mañana siguiente, 1 de marzo, el personal de la dacha se extrañó de que su jefe no hubiera hecho la llamada habitual a través del teléfono interior. A medida que avanzó el día, su silencio inquietó a guardias y sirvientes. Estos tenían prohibido acceder sin permiso a las habitaciones de Stalin, pero a las once de la noche uno de sus guardaespaldas se armó de valor y entró en el dormitorio. El Hombre de Acero yacía en el suelo, en pijama, semiinconsciente y empapado en orines.
Stalin necesitaba un médico con urgencia. Sin embargo, nadie podía atenderlo sin autorización. Desde Kúntsevo las comunicaciones telefónicas fueron escalando en la jerarquía hasta llegar a Malenkov. Aquel pasó la pelota a Beria, quien se limitó a llamar a la dacha para ordenar a todo su personal que mantuviera en secreto lo ocurrido. Bulganin y Jruschov también tuvieron noticia del incidente aquella noche, pero nadie fue de inmediato a socorrer a su jefe.
En la madrugada del 2 de marzo, Beria y Malenkov acudieron a Kúntsevo. Stalin reposaba en un diván y, aunque era obvio que algo serio lo aquejaba, al verlo dormido, ambos jerarcas quitaron hierro al asunto asegurando que descansaba plácidamente y reprendieron al personal por su exceso de celo.
Ante la insistencia de la guardia por la gravedad del enfermo, ya de mañana, volvieron con un equipo de médicos. Entre los reclutados no había judíos, pero todos estaban igualmente bajo sospecha desde que semanas antes la prensa hubiera destapado el “complot de las batas blancas”, una supuesta conjura de médicos, la mayoría de origen judío, acusados de usar sus tratamientos para asesinar a altos funcionarios.
Para reducirla se le aplicaron sanguijuelas, como recordaría Svetlana, la hija de Stalin. Ella y su hermano Vasili habían llegado aquella mañana a la dacha de Kúntsevo, pronto transformada en un pequeño hospital perfectamente equipado, con facultativos escrutando sin descanso al paciente, mientras otros, en cónclave permanente, estudiaban cómo mantenerlo vivo.
Sin embargo, su gravedad extrema se acentuó con las horas. Al día siguiente, cuando Beria y Malenkov exigieron un pronóstico, recibieron la confirmación de que el final era inminente. El 4 de marzo, Radio Moscú informó por primera vez de la situación de Stalin. Para entonces su camarilla había resuelto el reparto del poder.
Tras horas de agonía, Stalin murió poco antes de las diez de la noche del 5 de marzo de 1953, rodeado de sus hijos y la plana mayor soviética. Tenía 73 años. El dolor y la conmoción saltaron de Kúntsevo al resto del país al hacerse pública la noticia. Durante los tres días que el difunto fue expuesto en la Sala de Columnas de la Casa de los Sindicatos, cientos de personas murieron aplastadas por la marea humana que quería rendirle tributo.
Entre tanto, los miembros del Comité Central, el Consejo de Ministros y el Sóviet Supremo habían acatado la dirección colegiada del país pactada por sus nuevos amos.
El equipo que practicó la autopsia certificó que Stalin murió por un derrame cerebral causado por hipertensión y arterioesclerosis. Pronto la versión oficial se puso en duda y surgieron relatos alternativos, muchos con escaso fundamento, como el que afirmaba que un infarto se llevó a Stalin a la tumba tras una violenta discusión con sus lugartenientes, al borde del motín.
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