Suele decirse que la extraordinaria expansión de China a partir de 1978, gracias a las reformas impulsadas por Deng Xiaoping, se explica por la progresiva implantación del capitalismo.
Ciertamente, el modelo socialista de planificación centralizada ha fracasado. En el caso de China, la larga época de Mao Zedong (fallecido en 1975) dejó como resultado un país paupérrimo, irrelevante a nivel global y absolutamente incapaz de proporcionar prosperidad a sus ciudadanos.
Occidente saludó las reformas, asumiendo que el progreso económico y la creación de amplias clases medias, así como el incremento de la movilidad interna y la apertura hacia el exterior, iban a propiciar una democratización del régimen y su plena inserción en los organismos multilaterales creados al final de la Segunda Guerra Mundial. Un momento clave fue la incorporación de China a la Organización Mundial del Comercio (OMC) a finales del 2001, con el claro apoyo de Estados Unidos.
Pero China se ha aprovechado de la OMC para aumentar geométricamente sus exportaciones y sus inversiones en el exterior (en busca de materias primas de las que carece) y, en cambio, no ha cumplido con algunas de sus normas básicas. El control político de las grandes empresas, la obligación de determinados requisitos para las inversiones extranjeras (contar siempre con un socio chino, acceder forzosamente a la tecnología occidental o prohibir la repatriación de beneficios) han desvirtuado completamente el espíritu inicial.
Las esperanzas de democratización murieron en Tiananmen, en 1989, cuando se reprimió implacablemente el atisbo de demandas democratizadoras. Hoy el poder político es indiscutiblemente autoritario, cuando no totalitario. Pero Occidente miró hacia otro lado ante las oportunidades que se estaban abriendo (mercado insaciable, mano de obra barata...) y asumió que la contrapartida a la apertura económica era que el Partido Comunista siguiera gobernando con mano férrea el país, asegurando la estabilidad que, en cambio, faltó en la Unión Soviética y que aceleró su hundimiento.
Todo ello ha propiciado que Occidente vea con creciente desconfianza y temor el ascenso de China, que, después de años insistiendo en el “ascenso pacífico”, se ha ido mostrando cada vez más agresivo. Una consecuencia de ello son las restricciones a las exportaciones tecnológicas, incluyendo los microprocesadores, que están lastrando el potencial de crecimiento chino.
Las reivindicaciones territoriales en el mar de China Meridional, el acoso cada vez más insistente a Taiwán, incluida la amenaza de una intervención militar, o la anulación práctica de los acuerdos con Londres sobre Hong Kong de “un país, dos sistemas”, son clara muestra de la ambición de China de ser una auténtica superpotencia global que cuestione la hegemonía norteamericana y aleje a EE.UU. del Indo-Pacífico.
Una palanca clave en ese movimiento es el desarrollo tecnológico endógeno, más allá de la absorción de tecnología occidental. La Academia de Ciencias china, con más de 70.000 científicos, básicamente centrados en las nuevas tecnologías digitales, o la reciente creación de un poderoso Ministerio de Ciencia y Tecnología, además de las trascendentales aportaciones de las grandes tecnológicas (Huawei, Xiaomi, Tencent, Alibaba...), están permitiendo que China aventaje a Estados Unidos en diversas disciplinas, como en muchos ámbitos de la inteligencia artificial.
La idea clave detrás de ese esfuerzo es volver a recuperar su superioridad tecnológica, que perdió al no incorporarse a la revolución industrial y que provocó el llamado “siglo de la humillación” y la subordinación a las potencias occidentales y a Japón.
China está, pues, en una nueva fase que, superando la de Deng, está encabezada por un todopoderoso Xi Jinping, que se ha asegurado ya (en contra de las normas impuestas por Deng) un tercer mandato, como secretario general del partido y como presidente del país, acumulando un poder que solo tiene precedente en el que tenían los antiguos emperadores o el propio Mao.
Xi tiene una visión nacionalista del papel de China en el mundo y está cambiando las instituciones para poderla llevar a cabo. Tanto el reciente congreso del partido como en la Asamblea General Popular (remedo de un Parlamento), la idea clave es fusionar Estado y partido, bajo la hegemonía de este último. Asimismo, la sustitución del primer ministro, Li Keqiang, por un afín como Li Qiang, o la creación de nuevas estructuras destinadas a controlar las grandes empresas, todo va en la dirección de una economía dirigida en la que apenas queda espacio para la libre iniciativa privada.
La desaparición de líderes empresariales como Jack Ma, presidente de Alibaba, después de criticar al Gobierno por su intervencionismo y defender su independencia del poder, es un ejemplo paradigmático, aunque no único.
China no es una economía de libre mercado. Y su capitalismo es cada vez más un capitalismo de Estado, muy diferente al modelo occidental. La gran incógnita es si todo ello no lastrará el potencial innovador de su economía al subordinarlo a los objetivos políticos, sin la flexibilidad propia de la libre iniciativa privada.
China tiene ya enormes problemas estructurales (ingente deuda de las administraciones locales, fragilidad del sistema bancario, burbuja inmobiliaria o, no precisamente menor, el espectacular declive demográfico). Hasta ahora existía un contrato social implícito: progreso material a cambio de libertades políticas. Si no puede garantizarse la continuidad del primero, pueden resurgir las reivindicaciones democráticas. Y el fomento del orgullo nacionalista puede no ser suficiente. El fracaso y la rectificación de la política de covid cero así lo muestra.
No hay comentarios:
Publicar un comentario