El guano es conocido como uno de los mejores fertilizantes orgánicos del mundo, pero pocos saben que obtenerlo es lo más parecido a un infierno. Los “campañeros” son los trabajadores golondrinas que llegan al archipiélago peruano para, de forma manual, recolectar el excremento de los pájaros que se venderá como abono.
Son las cinco de la tarde; el sol poco a poco desaparece en el horizonte de la isla Asia y Alexandre observa el mar sentado desde el viejo helipuerto. En la misma plataforma, sobre el Pacífico peruano, se levantan dos tiendas de lona, refugio de un grupo de “campañeros”. Todos llegaron para trabajar en la temporada de guano.
El guano peruano es reconocido a nivel internacional como uno de los mejores fertilizantes orgánicos del mundo. Rico en nitrógeno, fósforo y potasio, el guano –wuanu es el término quechua para “abono”- fue un tesoro para Perú. Tanto que en el siglo XIX el país era reconocido como “la república del guano”. El tiempo sucedido desde esa época hasta ahora no ha modificado el método de extracción. La extracción manual “salvaguarda” el carácter cien por ciento orgánico del fertilizante y, al mismo tiempo, evita la contaminación de las reservas naturales. Pero esta forma de extracción se olvida de lo más importante: los hombres.
Este año la campaña de extracción de guano tocó en la Isla de Asia y está siendo mejor de lo esperado. Hasta la fecha se ha extraido 17 mil toneladas y se calcula que se obtendrán unos 5.4 millones de dólares de beneficio. En total han trabajado unas 700 personas en forma directa e indirecta.
En Perú, los planes de extracción de guano se hacen año a año y los establece Agrorural, la única institución autorizada por ley. Anteriormente, en la época de la Compañía Administradora del Guano y -antes- con la Compañía de Fertilizantes, los planes se hacían a largo plazo y eran ejecutados por empresas concesionarias del Estado. Hubo una época de oro en esta industria que terminó con la guerra con Chile (1879-1883). Entonces casi toda la nación vivía de esta industria.
De lejos, el acantilado parece ocupado por una colonia de hormigas que trabaja sin descanso desde las cinco de la madrugada hasta el mediodía. Unos cepillan el suelo para extraer el guano mientras que otros lo meten en bolsones negros de cincuenta kilos y que son transportadas por estas especies de las llamadas “mulas humanas”, que hace equilibrio entre los riscos del acantilado. Varias cuadrillas se ocupan del “tamizado”, un proceso en el que manualmente se separa las impurezas para luego embolsar en unos sacos amarillos lo que llegará al mercado.
El fuerte olor del guano mezclado con el sudor de los “campañeros” hace al aire casi irrespirable. Felipe Chuquilla carga un bolsón de 50 kilos sobre su espalda. Camina entre rocas. Es consciente de que un error le podría costar la muerte. Un precipicio con una caída de más de cien metros al mar se lo recuerda con cada paso que da sobre el suelo resbaladizo. “ No sé cuantas cargas llevo, más de cien”, dice. Felipe Chuquilla es un hombre adulto, corpulento, de unos cuarenta años, proveniente del departamento de Cajamarca, al norte del Perú.
“Aquí nos hacen trabajar como esclavos, no les importamos nada, nos tratan como animales. Yo nunca pensé que esto sería así”. Felipe al igual que el resto de 400 hombres que componen el equipo que trabaja en la isla vinieron libremente. Todos ellos con un “contrato de locación de servicios”, una fórmula jurídica con más sombras que luces. Desde Agrorural aclaran que “por lo peculiar del trabajo de los “campañeros” la empresa añade en los contratos en beneficio de los trabajadores un seguro de accidente, seguro médico, y seguro de vida. Además, se les brinda la alimentación y la ropa de trabajo. Nada de esto está establecido en la ley para casos similares de contratación, pero nosotros lo hacemos”.
Muchas voces críticas ponen en evidencia las complicadas condiciones de trabajo y la dureza del sistema de extracción del guano para los “campañeros”. Pero el caso del guano no es un hecho aislado dentro de la realidad peruana. Perú es uno de los países latinoamericanos en el que la brecha de las diferencias sociales es cada vez más evidente. La Ong Oxfam, en su informe “ Brechas latentes: Índice de avances contra la desigualdad”, publicado en 2017, resalta que la reducción de la desigualdad en el Perú se encuentra en un período de estancamiento desde el año 2014. El boom económico del país -tan publicitado a nivel internacional- se extendió desde 2003 a 2013, pero no fue aprovechado para impulsar políticas sociales o mejorar la recaudación fiscal que está en sus niveles más bajos desde 2010.
“El grueso de la recaudación proviene no de impuestos a la renta que grava directamente la riqueza, sino de impuestos indirectos como el IGV y el ISC, que son aquellos que gravan indiscriminadamente a los ciudadanos”, señala Oxfam. En los países desarrollados ocurre todo lo contrario. De hecho, según Oxfam, la presión tributaria en el Perú apenas llega al 14% del PBI, por debajo del estándar de los países de la OCDE, que es de un 25,1%. Armando Mendoza, investigador de Oxfam, apunta que hay grandes empresas que deben miles de millones de soles al Estado y hace 10 o 15 años no pagan. “No es posible que haya empresas que eludan sus obligaciones, mientras que a los pequeños contribuyentes los persigan y los ahoguen”. El mismo informe también señala la presencia de un “estancamiento laboral”, ya que solo 1 de cada 23 trabajadores tiene protección gremial, mientras que el salario mínimo vital apenas supera el 50% del que se tenía en 1980, hace casi 40 años.
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