sábado, 17 de octubre de 2015

Carbón francés


El siguiente texto se ha extraído del libro "La biblioteca de las maravillas", Arturo Mangin, Traducción de Manuel Aranda y Sanjuan, Trilla y Serra, Editores, Barcelona, (Hacia 1875), Calle Baja de San Pedro, Núm. 17.

... ellas, empezando por los carbones de mas antigua formación geológica, las antracitas, hullas secas, que arden sin llama como el coke y se componen casi enteramente de carbono: las hullas duras, que apenas contienen mas materias gaseosas que las precedentes, y son, como ellas, buenas para los hornos de cuba, en los que se requiere gran calor y ninguna llama; las hullas aglutinantes, buscadas para las forjas y los talleres de herrador; las hullas crasas, que son las mejores para la fabricación del gas y del coke; las hullas blandas, excelentes para los hornos de parrilla, porque dan una llama larga y no se aglutinan , y por último, los lignitos, algunas de cuyas variedades, las únicas industriales. se parecen á las hullas blandas; y otras a la madera, lígnum, carbonizada ó seca.

Calcinando en un crisol cubierto estas diferentes variedades de combustible, se llega al cuadro siguiente como promedio de los resultados obtenidos:


Así pues, en virtud de un simple experimento, que es posible hacer en todas partes, se puede clasificar inmediatamente un combustible y determinar su empleo.

Por lo demás, el aspecto de cualquier hulla basta para conocer a qué clase pertenece casi al primer golpe de vista.

Las antracitas y las hallas duras tienen apariencia de piedras y no ensucian los dedos.

Las hullas aglutinantes, crasas y blandas, y en especial las dos primeras, manchan los dedos, dan mucho carbón menudo y tienen un marcado aspecto de tierra.

Por último, los lignitos presentan por lo común la estructura fibrosa de la madera.

Las variedades que predominan en nuestras explotaciones son las hullas crasas y blandas, las mas usadas por la industria y que forman los siete décimos de la producción.

En algunas minas, como por ejemplo, en las del Loira, la calidad es igual a la de los mejores carbones ingleses, habiéndose decidido el gobierno, después de las pruebas oficiales hechas al efecto, a admitir nuestras hullas en todos los suministros hechos a la marina militar, con exclusión de las inglesas, que antes eran las únicas adoptadas.

He aquí ahora cómo se distribuye la cifra de nuestra producción bajo el punto de vista de la calidad de los combustibles, y partiendo de una extracción de diez millones de toneladas, que fue la de 1863:


El precio medio de venta de los carbones franceses, en el cuadro mismo de las minas, varia entre 10 y 12 francos la tonelada, habiendo muy poca diferencia por lo que respecta á cada variedad.

En la mayor parte de los puntos de consumo, el precio suele ser triple y cuádruple de lo que es en las minas; tanto es lo que el costo del trasporte aumenta el valor del combustible. En otros puntos adquiere este un valor tal (60 y mas francos la tonelada) que no es posible decidirse a comprarlo.

Esta desagradable circunstancia no ocurre en Bélgica ni en toda la Gran Bretaña, y explica la preeminencia industrial de ambos países, demostrando claramente cuanto mas favorecidos están que el nuestro, no tan solo por lo que hace a la geología carbonífera, sino también respecto de la facilidad de los trasportes.

En Inglaterra y Bélgica los canales, las vías férreas y las carreteras se cruzan en todas direcciones, y cubren el país de una inmensa red que estrecha aun mas sus mallas en las cercanías de las minas y de las fábricas. Inglaterra reúne a tantas ventajas la gran extensión de sus costas, a lo largo de las cuales se hallan los puertos y los yacimientos carboníferos, en tal manera que el mismo vagón que sale de la mina cargado de carbón, lo vacía en la bodega de los buques.

El número de obreros ocupados en nuestras minas de carbón de piedra llega a unos 100.000, y su jornal es por término medio de tres francos. Esta clase de gente es buena, inteligente y subordinada, siendo raro que se declare en huelga. Acostumbrado el minero de las hulleras a la vida subterránea, es por lo común sobrio, sosegado y paciente. Al contrario de lo que generalmente se cree, el trabajo de las minas no tiene nada parecido al del esclavo, pues ejercita a la vez las cualidades morales y físicas del obrero.

En cuanto a la parte moral, el minero se acostumbra a la obediencia y a la exactitud; ha de ejercitar de continuo su inteligencia en la prosecución de la obra en que toma parte, y esta faena cotidiana desarrolla todas sus facultades corporales. Entre los mineros franceses que han empezado muy jóvenes el oficio, hay verdaderos tipos atléticos mas aun que entre los habitantes de nuestras campiñas.

La intemperancia es un vicio muy raro en esta clase de trabajadores; el minero vuelve a su casa cansado y se acuesta. Si concurre al café ó a la taberna, es únicamente los días de paga, es decir, cada quincena ó cada mes, a veces también el domingo, y por último, el gran día de Santa Bárbara, la patrona de los mineros, lo mismo que de los artilleros y marinos.

Las diferentes compañías carboneras velan con paternal solicitud por la suerte de sus obreros. En todas partes se han fundado cajas de socorros, sostenidas por los donativos de las compañías, por un ligero descuento que se hace en el jornal de los obreros y por el producto de las multas impuestas a causa de la infracción de los reglamentos vigentes en cada mina.

Merced a estas cajas de auxilios que funcionan, puede decirse, bajo la vigilancia de los mismos obreros, cuenta el trabajador enfermo con la asistencia gratuita del facultativo y remedios asimismo gratuitos, y además, con una retribución diaria, que suele ser de un franco por término medio. Cuando las heridas exigen una amputación grave que inutiliza al paciente para el trabajo, esta retribución se convierte en pensión vitalicia. Si muere en el ejercicio de su profesión a consecuencia de alguna desgracia ocurrida en la mina, la Compañía se encarga de la educación de sus hijos y asigna también una pensión a su viuda. Por último, los obreros de edad avanzada ó valetudinarios reciben asimismo socorro.

Pero no se ha limitado á esto la solicitud de los explotadores para con unos hombres expuestos sin cesar á peligros de toda clase. En la mayoría de los casos las compañías han atendido igualmente á las necesidades del alma y del espíritu, construyendo a su costa iglesias, fundando escuelas y dotándolas de cursos gratuitos para los niños y los adultos de ambos sexos. Las Compañías han respondido así dignamente a su misión: el trabajo viene de abajo; las luces y los auxilios de arriba. Los socorros distribuidos tan noblemente no tienen nada de degradante para el que los recibe. De este modo, y mas aun en nuestra época, es como se debe ejercer la beneficencia, por una especie de patronato disimulado; poca limosna, pero la mas amplia, la mas liberal protección, y sobre todo mucha instrucción: esto es lo que hay que garantizar al obrero. Si pasamos ahora del lado social y humanitario de la cuestión a las consideraciones económicas, veremos que tanto bajo el punto de vista de la explotación en general como bajo el de los trabajadores, Francia debe de estar contenta y satisfecha de la posición que ocupa en la industria carbonífera.

En 1860, los adversarios del tratado de comercio con Inglaterra nos amenazaron con una completa invasión de los carbones de piedra extranjeros. Sus predicciones no se han realizado. Aunque Francia, por sus fronteras del Norte, esté abierta a los carbones de Bélgica, por las del Este a los de las Provincias rhenanas, y por sus costas a los de las Islas Británicas, se ha visto que nuestras minas han ido proporcionando cada vez mayor cantidad al consumo interior, a la par que la prosperidad industrial del país no ha cesado de crecer. Esta prosperidad, que se puede calcular matemáticamente por el consumo de bulla, ha decuplicado en el espacio de 40 años: en 1857 Francia consumía diez veces más carbón que en 1817. Así es que al paso que nuestra producción se duplica casi cada 15 años, nuestro consumo sigue una marcha mucho más rápida; señal evidente de un impulso industrial de los más notables.

Y si nuestra producción jamás ha marchado al nivel del consumo, culpa es ante todo de la geología, porque nuestras minas de bulla distan mucho de estar situadas tan favorablemente y tan ampliamente dotadas por la naturaleza como las minas belgas, prusianas é inglesas; y después también tiene su parte de culpa el gobierno que, por una malísima interpretación de la ley de minas, abruma a los explotadores a fuerza de gabelas y trabas, y quizás no hace tampoco cuanto puede para facilitar los trasportes por la superficie del país.

Sin la conclusión de nuestras vías férreas, y no solamente de las grandes redes, sino de las lineas de segundo y tercer orden, llamadas hoy día caminos de hierro departamentales; sin la mejora de nuestras vías navegables, ya sean ríos, riachuelos o canales, en los cuales deberían suprimirse todos los derechos de peaje; sin la creación de caminos vecinales, que uniesen las minas extraviadas con los centros mas inmediatos de consumo, y finalmente, sin la rebaja de las tarifas en todas las vías de trasporte, y la disminución y hasta la abolición de ciertos derechos fiscales fijados en un tipo crecidisimo, una parte de nuestra riqueza hullera habrá de quedar siempre sin explotar. Mientras sigan las cosas como hoy, nunca verán realizado muchos economistas su sueño dorado de equilibrar nuestro consumo con nuestra producción. Verdad es que hoy se ha modificado mucho el recelo que inspiraba la trascendencia atribuida en otro tiempo a esta clase de balances, porque si Francia recibe carbón del extranjero, en cambio le envía otros muchos artículos de comercio. No olvidemos, sin embargo, que en estos últimos años, la bulla ha sido declarada contrabando de guerra, y que por lo tanto, en un momento dado podemos tener interés en contar con la suficiente cantidad de combustible mineral para atender a todas nuestras necesidades. Si alguna vez llegase a privarnos una guerra europea de la cantidad de combustible que importamos del extranjero, no ya para el repuesto de nuestra flota militar, en la actualidad alimentada en todas partes por los carbones de piedra indígenas, sino para el de la industria privada, confiamos en que Francia, por uno de esos arranques enérgicos de que ha dado ya tantas pruebas sabría desde luego hacer marchar su producción a la par de su consumo hullero.

Así fue como, cuando las grandes guerras de la República, supo sacar del suelo el plomo que ya
no explotaba; el salitre, que jamás había fabricado en grande escala; y la sosa con que el hermoso procedimiento Leblanc dotó al país de una industria nueva, e hizo desaparecer para siempre el monopolio de las barrillas españolas.

Sea cualquiera la escuela económica a que se pertenezca, no es posible dejar de hacer votos por que la producción carbonífera de Francia prosiga en su marcha ascendente, hasta llegar, si es posible, a equilibrar el consumo.

¿Por ventura no es el carbón de piedra el alma de todas nuestras máquinas, de casi todos nuestros buques, de todos nuestros caminos de hierro?

¿No es él el que alumbra nuestras ciudades, el agente reductor de todos nuestros metales, el que suministra el calórico a todos nuestros hogares, lo mismo a los domésticos que a los de las más vastas fábricas?

Por último ¿no se han sacado acaso de la hulla en época reciente los colores mas vivos y permanentes para toda clase de tintes?

El carbón de piedra, a la vez calor, fuerza y luz, ha llegado á ser la base de la propiedad y de la importancia de los Estados.

¿Cuál seria la situación política de Francia en Europa si la naturaleza le hubiese negado el combustible mineral que ha concedido con tanta generosidad á otros muchos países para los que no es tan necesario?


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