El líder de Ciudadanos lamenta que Rajoy deje una España "muy tocada" democráticamente26 de diciembre de 2015El presidente de Ciutadans, Albert Rivera, ha vaticinado que el 20D puede supone el inicio de una "segunda transición" en España si el bipartidismo sale derrotado en las urnas. Convencido de que C's tiene serias opciones para ser la primera fuerza, Rivera ha destacado los resultados de su partido el 27S como una demostración de que "las cosas están cambiando" y ha invitado a la mayoría de catalanes a que se sumen "a ese proyecto de reforma español". En este sentido, ha lamentado que el presidente Mariano Rajoy no lleve en el programa electoral del 20D su posible propuesta de reforma constitucional y que, al mismo tiempo, Pedro Sánchez no acabe de definir su plan federalista."Estamos ante un final de etapa, no sólo de legislatura. Delante de una segunda transición que debe tener a los ciudadanos como los principales protagonistas del cambio", ha declarado.Rivera ha avanzado que la reforma constitucional e institucional que Ciudadanos presentará el próximo día siete de noviembre en Cádiz, y en la que están trabajando desde hace meses un grupo de destacados juristas y constitucionalistas, sí que será el eje central de su propuesta del 20D. Si bien ha advertido de que nadie puede esperar que una modificación de la Carta Magna ejerza de "varita mágica" y solucione de un día para otro la cuestión catalana. Por ello ha pedido tanto a PP como al PSOE y al resto de partidos que estén dispuestos al diálogo, el pacto y la negociación después de las elecciones.Sobre la reforma Constitucional Rivera ha lanzado otra advertencia: "Que nadie espere que nuestra reforma servirá separar Catalunya del conjunto de España, nosotros queremos que España y Catalunya funcionen mejor".Pocas horas después de la disolución del Congreso, Rivera ha hecho un análisis negativo de la obra de gobierno de Mariano Rajoy, de quien sí ha reconocido que supo evitar que España fuera intervenida por la troika, cuando se encontró un país en "coma económico", pero le ha reprochado que haya dejado un país con mayores desigualdades sociales con los recortes en sanidad y educación, y "muy tocado democráticamente" por la retahíla de casos de corrupción y una justicia politizada.
28 de diciembre de 2015
Algunas evidencias iniciales
En las últimas elecciones generales celebradas el pasado 20 de diciembre cada diputado de IU ha necesitado más de 400.000 votos frente a los 50.000 con los que obtienen su representación los diputados del PNV. Los grandes beneficiados han sido, como siempre, los grandes partidos y los nacionalistas que podrán seguir chantajeando impunemente. Vivimos en una falsa democracia.
El bipartidismo ha sufrido un duro golpe, aunque no podemos asegurar que definitivo. La volatilidad del voto, que en España se situaba en torno al 10%, ha alcanzado niveles de más del 30%. Los dos grandes partidos apenas superan el 50% de los votos válidos cuando anteriormente se situaban entre el 70 y el 80%. El sistema político formal está cambiando.
El voto al PP y al PSOE es un voto conservador, que prefiere optar por la estabilidad de la gobernabilidad del sistema capitalista. Y corresponde perfectamente a una sociedad envejecida, como la española. En cambio, el voto a Podemos y Ciudadanos, es un voto más joven y urbano. Su lógica tiene mucho que ver con el resentimiento con un sistema político y económico que no ha satisfecho sus expectativas de clase media. Hay una fractura social que puede ser peligrosa para el propio sistema si no se controla.
Esta fractura demográfica y sociológica de la sociedad española supone, objetivamente, una crisis de legitimación del sistema político diseñado por el neocapitalismo internacional en el tardofranquismo para conducir la transición de la dictadura a la democracia en el marco del contexto capitalista europeo. El neocapitalismo está buscando un «recambio», para que lo sustantivo de su dominio económico, político y cultural se mantenga y fortalezca.
El neocapitalismo ha ganado la batalla del siglo XX
Es un evidencia que el final del siglo XX ha supuesto la victoria del capitalismo no solo como sistema económico sino como sistema cultural frente a otras alternativas no menos materialistas como fue el comunismo y la socialdemocracia. La socialdemocracia fue «el taller de reparaciones del neocapitalismo» durante la guerra fría y se ha convertido en social-liberalismo. Desde hace décadas la «izquierda» no existe como alternativa real al imperialismo neocapitalista y esto lo han demostrado en España y en Europa todos los gobiernos «socialistas» y toda la aristocracia obrera sindical que se desentendió de la solidaridad con los más pobres de la Tierra aceptando la complicidad con un sistema que expolia sistemáticamente al Tercer Mundo. Mientras mueren 100.000 personas de hambre cada día en los países empobrecidos , la clase obrera europea, acomodada al estado del bienestar, compartía parte del botín con la clase media burguesa. Los pueblos del Norte, entre ellos España, aceptaron la cultura burguesa capitalista.
Hoy la socialdemocracia está colapsada, ha dejado de cumplir su papel en el contexto neocapitalista. Ha sido superada por la globalización y la crisis del estado-nación. Se impone la renovación. Actualmente el fondo electoral del PSOE refleja este colapso.
Una clase media despechada
Una vez que el sistema neocapitalista se encontró sin ninguna oposición empezó a actuar como una apisonadora profundizando la intensidad y la extensión de su explotación no solo sobre los pueblos empobrecidos del Tercer Mundo, también sobre las propias clases medias y sobre la clase obrera aburguesada. Con la crisis financiera provocada por el propio capital en 2007, el neocapitalismo ha moldeado, fundamentalmente, a las sociedades enriquecidas imponiendo precariedad laboral y desinflando el estado de bienestar. Actualmente, la globalización digital ha conseguido que el 65% de la mano de obra mundial sea «ejército de reserva», haciendo que todos los trabajadores del mundo, cualificados y no cualificados, compitan entre sí a la baja. Por primera vez en la historia reciente muchos jóvenes europeos y españoles van a vivir peor que sus padres. En España tenemos una tasa de desempleo muy elevada del 24%; más de un 50% de paro juvenil y un tercio de los asalariados perciben como máximo 645 € al mes. Culturalmente esto es un drama porque se hunde la idea, tan arraigada, de progreso constante. Las expectativas de un nivel de vida y bienestar para muchos jóvenes, hijos de la aristocracia obrera o de las clases medias, han sido literalmente pulverizadas generando un gran nivel de ansiedad y resentimiento con un sistema que les había prometido «calidad de vida». Este es nicho electoral de Podemos. Un conjunto de colectivos cada día más excluidos de los beneficios del sistema.
Un sistema sociopolítico diseñado a finales del franquismo que ha caducado. El franquismo sociológico
El ciudadano medio español aceptó dejar en manos de los políticos la gestión de la res pública a cambio de que estos le garantizaran un buen nivel de vida. Los políticos, perfectamente coordinados por las verdaderas elites del poder económico y financiero, trabajarían sirviendo a éstas y garantizando la estabilidad política del sistema. Una estabilidad atravesada por unos niveles crecientes de corrupción sistémica. Corrupción que, mientras había bonanza económica, se toleraba cínicamente por la mayoría del pueblo español. Sin está complicidad del pueblo no hubiera sido posible la burbuja inmobiliaria y toda la cultura de la especulación en la España reciente.
Después de 38 años de dictadura se instaló el franquismo sociológico que todavía perdura. El individualismo y la despolitización del pueblo español han sido una calamidad política en estos 40 años de democracia postfranquista. Sin embargo, cuando se ha impuesto una precariedad estructural, no solo a los hijos de la clase obrera sino también de la clase media, el nivel de desafección generado se ha vuelto crítico y ha puesto en evidencia la necesidad de provocar «un cambio» desde el propio sistema, para que lo sustantivo no cambie. El aparato político español, diseñado por el capitalismo trasnacional en los años 70 necesita transformarse para seguir dando cobertura política a la élites dominantes y para ello es necesario encuadrar toda una masa de gente desapegada que puede poner en peligro la estabilidad y rentabilidad del sistema. Ciudadanos, pero especialmente Podemos están jugando este papel.
Otro factor importante que se ha puesto de manifiesto en los últimos acontecimientos electorales ha sido el cambio en la forma de participación política. Algunos colectivos no se identifican con las formas tradicionales de participación política. Sobre la base de un individualismo despolitizado dominante se han levantado el voluntariado, las redes sociales y el ciberactivismo, más sociales que políticos, donde, lógicamente, la militancia política tradicional no tiene lugar. Aunque esta forma de participación política ha manifestado ya su inconsistencia y su debilidad en muchos movimientos sociales del mundo, el sistema necesita controlarla e instrumentalizarla.
Una disidencia programada desde el poder. Un nuevo encuadramiento de la «izquierda» y de la derecha
Los nuevos partidos Podemos y Ciudadanos emergen inducidos por el poder con la intención de impulsar la renovación aparato político español dentro del marco neocapitalista de la Unión Europea. Cada uno desde un lado del espectro pero sin cuestionar las bases fundamentales del sistema. Los niveles de corrupción y clientelismo han llenado la «taza» y hay que «tirar de la cadena». Nos cabe la duda de cómo se desarrollará este proceso. No sabemos si estas fuerzas políticas se consolidarán, se diluirán o se fusionarán con las antiguas. Lo que sí sabemos es que el cambio del aparato político es necesario para el propio sistema neocapitalista por lo que sin duda ninguna empleará todo su poder financiero y mediático para conseguirlo. Todo cambio genera incertidumbre, miedo y ansiedad en aquellos que están más instalados o que tienen mentalidad más estática. El neocapitalismo y su dinamismo sobre todo ha generado miedo y con el miedo se moldea a la sociedad.
Si bien la renovación es urgente en la derecha y en la izquierda, es en este último sector dónde es más complicada por el nivel de inconcreción tradicional de la socialdemocracia, cada día más semejante al liberalismo dominante. En este sentido, es muy interesante conocer la estrategia política de Podemos que podríamos denominar como «constructivismo político» . En esta estrategia se muestra como lo fundamental no es la ideología y sus rigideces sino la «fabricación» de una identidad como clave de la hegemonía política. Destacamos el carácter eminentemente táctico y ambivalente de esta estrategia capaz de aglutinar elementos muy dispares.
Carácter performativo del discurso político. Frente a una masa despolitizada, el discurso moldea la percepción de la realidad generando conceptos, lenguaje, metáforas, mitos.
La comunicación: la TV, las redes sociales son «esenciales». No olvidemos que Podemos ha nacido en un plató de TV. La militancia política es accesoria. Hay una aparente democracia interna, pero es solo apariencia.
Se coge lo particular y se convierte en universal mediante «un partido»: desahucios, ecologismo, feminismo… Se toman los restos de un «naufragio», el de la izquierda tradicional, y se articula una identidad mediante antagonismos: nosotros -ellos; los de arriba- los de abajo.
«Creación» de un colectivo universal. Esencialismo táctico: se vacía a la palabra de su contenido y se le pone otro. El relativismo ideológico es parte esencial de esta estrategia política.
Finalmente, aglutinar el discurso respecto a un líder: un tipo carismático de gran capacidad dialéctica pero sin promocionar una verdadera militancia política.
Una mentalidad eugenésica dominante y transversal a todas las fuerzas políticas
El neocapitalismo, mediante la última crisis que él mismo ha provocado, está haciendo la segunda transición en España y posiblemente en Europa. Una transición mucho más profunda que consolida estructuralmente una mentalidad individualista y utilitarista, contraria a la vida y a la solidaridad. Mentalidad que constituye el substrato profundo sobre el que flota todo debate político y que está transformando los tradicionales conceptos de izquierda y derecha. Afirmamos que todas las opciones políticas dominantes comparten esta mentalidad y que por tanto no son, en ningún caso, alternativas al sistema neocapitalista. Por eso, el FMI no cree que estos nuevos partidos supongan un problema para el sistema. Todo lo contrario, lo regeneran.
Uno de los factores que más condiciona la realidad política de fondo de un país es su mentalidad. La mentalidad es algo estructural. Es algo así como el motor de las actitudes. Está constituida básicamente por la unión de varios elementos: información de todo tipo que se nos proporciona de la realidad; conocimientos elaborados, normalmente transmitidos a través del sistema educativo; formas de vida, estilos de vida; sentido de la vida. En definitiva, formas de sentir, pensar y actuar ante la vida, ante la realidad. Las diferentes ideologías que parecen confrontarse en la arena electoral, en realidad comparten una misma mentalidad. Veamos dos aspectos estructurales de esta mentalidad.
Desde el punto de vista político y económico ninguna fuerza emergente ha cuestionado el marco europeo. La UE es un conglomerado político, económico y cultural netamente neocapitalista en donde España ha alcanzado un nivel de renta per cápita de 25.000 euros anuales. Ya afirmaba el economista José Ramón Lasuén, a principios de los años 80 del s.XX, que entre el 25% y el 40% de la riqueza de la economía española procedía del robo a los países empobrecidos del Tercer Mundo. Cuando la verdad del robo a los pobres se oculta, se niega o se disimula aunque sea con verborrea «progre», «pseudoizquierdosa» o «beata» se es cómplice del expolio.
Pero por otro lado, diremos que si el factor económico es clave para configurar la mentalidad de un pueblo, también lo es su cultura y su religiosidad. Y esto se manifiesta fundamentalmente en el concepto operativo de persona que se tiene. Todas las candidaturas comparten un modelo antropológico de tipo individualista y utilitarista que en un contexto de crisis, desempleo y corrupción se condensa con especial fuerza en el concepto bio-ideológico de «calidad de vida». Ya no solo se trata de tener recursos sino que estos recursos se traduzcan en un estilo de vida que se evada del sufrimiento humano tanto social como natural, de la debilidad, de las tensiones y desequilibrios existenciales. Se busca un estado de alienación hedonista que se manifiesta de formas muy variadas y que abarca todo el espectro político: empoderamiento verbal, desarrollo sostenible y participativo, equilibrio psíquico, happy family, ocio merecido, religiosidad de buena conciencia, sexualidad líquida y descomprometida, muerte digna, procreación a la carta, gastronomía ecosaludable, la obsesión por la seguridad y la tranquilidad. Esta evasión tiene su raíz profunda en la pérdida o perversión de la referencia trascendente que hace posible el adecuado afrontamiento de la existencia humana en general y en especial del sufrimiento humano. Los inmigrantes, los empobrecidos, los no nacidos que alteran nuestro nivel y calidad de vida, los discapacitados, los enfermos, los inadaptados estorban, molestan, incomodan. Por ello, esta mentalidad eugenésica en sentido amplio es una de las características crecientes y predominantes de la sociedad española. Es una mentalidad radicalmente insolidaria que comparten todas las opciones políticas dominantes, tanto la antiguas, como las nuevas.
Conclusión
El cambio político formal en España es una necesidad estratégica del propio sistema neocapitalista y no solo un anhelo de la gente. Este cambio es fundamental para la propia supervivencia del sistema y como tal lo está pilotando generando su propia alternativa renovadora y su propia disidencia que encuadre de nuevo a aquellos sectores de población que se han desapegado. Podemos y Ciudadanos están jugando este papel y por ello no son una alternativa real a un sistema neocapitalista radicalmente injusto e inhumano. Todo lo demás es táctica política y nada más.
Félix Arroyo
De la desconfianza política a una segunda transición
El descrédito de los políticos se ha ido acelerando en el último lustro hasta cotas desconocidas en la democracia. Solo la irrupción de nuevas fuerzas ha permitido parar la caída
José Juan Toharia
29 de octubre de 2015
Cuarenta años después del final del franquismo, y coincidiendo con una grave y profunda crisis económica — ya en su octavo año y que ha dañado severamente nuestro tejido social— la confianza ciudadana en nuestra clase política ha ido cayendo gradualmente hasta quedar en niveles mínimos. ¿Cabe temer por ello que la democracia española esté profundamente dañada y en riesgo? Ciertamente no. En realidad, el actual régimen democrático no parece encaminarse hacia el anquilosamiento y la obsolescencia sino más bien hacia su relanzamiento, como lleva años reclamando la propia ciudadanía.
Que nuestra clase política ha experimentado, en estos años últimos, una severa pérdida de imagen y de credibilidad entre la población, parece fuera de duda. Fue el CIS, en su Barómetro de julio de 2010, el primero en dar la voz de alarma: los políticos habían pasado a ser percibidos como el tercer problema más importante de España (lo indicaba así el 22% de los españoles, tras el la situación económica —53%— y el paro —78%—; por entonces, la corrupción no tenía aún, en la conciencia pública, el papel estelar que poco después adquiriría). Sencillamente, para una fracción sustancial de la ciudadanía, los llamados por su función institucional a procurar remedio a los problemas existentes —los políticos— habrían franqueado la línea roja, engrosando la lista de cuanto en la sociedad requiere reparación urgente. Sin duda, en las democracias consolidadas, los políticos rara vez gozan de una imagen establemente positiva. Por lo general, su consideración social tiende a ser ambivalente: fluctúa entre un más o menos respetuoso recelo y un más o menos reticente reconocimiento de su utilidad como gestores de demandas y conflictos sociales. Pero gozar de más o menos simpatía y consideración no es lo mismo que pasarse al lado oscuro, convertidos en uno más de los problemas que lastran la vida del país.
En los meses siguientes y hasta octubre de 2014, la situación no solo no mejoró, sino que, con leves fluctuaciones, el porcentaje de radical descrédito de la clase política se mantuvo estable en torno al 30%. Solo en el año actual, el porcentaje de españoles que percibe a los políticos como parte del problema, y no de la solución, ha empezado gradualmente a decrecer, quedando en el Barómetro del CIS de este pasado octubre en un 21.5%; es decir, en una cifra similar a la que en 2010 disparó la alarma. La mala imagen parece estar refluyendo y cabe pensar que esta evolución guarda alguna relación con la reorientación que se anuncia de nuestra escena política nacional. Porque el descrédito de la clase política no lo originaron los casos de corrupción (por graves, recurrentes y extendidos que hayan ciertamente sido). Estos vinieron más bien a consolidar una desafección preexistente que tenía dos grandes causas: por un lado, la percibida incapacidad en la clase política, en los últimos dos decenios, para ponerse de acuerdo en las adaptaciones, actualizaciones y reformas que el transcurso del tiempo imponía a nuestro ensamblaje constitucional, al que se dejó innecesariamente envejecer; por otro, la impericia que la ciudadanía atribuye, por igual, al último gobierno socialista y al actual gobierno del PP, en la gestión de la crisis económica: al primero, por no haberla visto venir; al segundo, por haberla afrontado con unos costes sociales que mayoritariamente se consideran excesivos.
Conviene, en todo caso, recordar que la existencia de un generalizado e intenso descrédito de la clase política no constituye precisamente una rareza en la vida política democrática. Se ha registrado, y se registra, con parecida intensidad, en varios de nuestros socios de la Unión Europea y es cíclicamente endémica, desde 1958, en Estados Unidos, la democracia más antigua y estable. Allí, el 66% que en 1966 decía confiar en el sistema político pasó al 32% en 1996 y ha quedado, en 2012, en un magro 22%. Estos datos requieren un análisis prudente pues lo que connotan no es necesariamente autoevidente: una cosa es el grado de confianza e identificación ciudadana con el sistema político en su conjunto, y otra muy distinta el grado de confianza y respeto con quienes lo pilotan, es decir, con los políticos. En 1995, un estudio de Hibbing y Theiss-Morse, de título provocativo (Congress as Public Enemy: el Congreso como enemigo público), comparó las evaluaciones ciudadanas emitidas por separado para las instituciones y para quienes las desempeñan, encontrando llamativas diferencias: confiaba en el Tribunal Supremo, como institución, el 94% de los ciudadanos, pero en sus concretos integrantes en el momento de hacer el estudio, el 73%; en la Presidencia del país, el 96%, pero en el Presidente concreto que entonces la ejercía (George Bush) ya solo el 46%; y —sin duda el dato más relevante por ser el más directamente referible a la clase política— mientras que un 88% confiaba en el Congreso como institución, únicamente el 24% lo hacía en los congresistas. La clase política, con su mal hacer, puede ciertamente manchar la imagen de todo el sistema político y desteñirle parte de su descrédito. Pero en una democracia asentada, la ciudadanía suele tener la suficiente perspicacia para uno de otros, y así el remedio a la mala gestión política suele ser el relevo no del sistema, sino de los que lo pilotan.
Y eso es lo que parece ahora estar a punto de pasar en España. Desde hace al menos cinco años, en la serie de sondeos “Pulso de España” que realiza Metroscopia, ocho de cada diez españoles han podido expresar su decepción —y desapego— no con la actual democracia ni con sus instituciones, sino con la forma en que se las está haciendo funcionar; no con los partidos políticos en sí (a los que consideran imprescindibles), sino con el modo en que han venido funcionando sobre todo en los últimos dos decenios. Sencillamente, la ciudadanía no cuestiona el actual régimen democrático: reclama un modo distinto de hacerlo funcionar. Son tres los reproches que, de forma masiva (y, por tanto, por encima de alineamientos ideológicos) la ciudadanía dirige a los partidos que han protagonizado en estos dos últimos decenios la vida política nacional: su desentendimiento del sentir ciudadano (para el 90%, tendrían que reorganizarse de modo que pudieran prestar más atención a lo que piensa el ciudadano medio); su autismo autocomplaciente (para el 88%, los partidos solo han pensado en lo que les beneficia e interesa a corto plazo, no en el interés general); y su endogamia y consiguiente selección negativa (para el 73%, tal y como los partidos están organizados y funcionan es muy difícil que logren atraer y reclutar para la actividad política a las personas más competentes). Y cabría añadir un cuarto, más reciente pero especialmente dañino, reproche: su deplorable reacción ante los casos de corrupción. El profesor Manuel Villoria ha estudiado con meticuloso cuidado las percepciones ciudadanas al respecto: en cuanto a la sensación de que en España exista corrupción, las respuestas de nuestros conciudadanos son equiparables a las de los países europeos más obviamente castigados por esta lacra. Pero en cuanto a las situaciones de corrupción real y personalmente padecidas, los españoles dan respuestas similares a las de los países con niveles más bajos de corrupción. En otras palabras: el escándalo moral que en nuestra sociedad —y por fortuna— siguen produciendo los casos de corrupción que se van conociendo supera de forma sumamente desproporcionada a las experiencias personales, reales y tangibles, de conductas inapropiadas. Sencillamente, España no es un país corrupto, pero nos lo parece. Y lo que los españoles —una vez más, masivamente— no entienden es que su indignación moral no parezca ser compartida (incluso de forma más extremada) por la clase política, que acaba apareciéndosele como objetivamente cómplice de algo de lo que, en realidad, es primera y principal víctima. La ciudadanía no entiende que casos tan graves como los conocidos (a estas alturas, parece innecesaria su detallada enumeración, que —de una forma u otra y con diversa intensidad— alcanza prácticamente a todo el espectro ideológico) hayan podido perdurar tanto en el tiempo (¿cómo fue posible impunidad tan prolongada?); que, una vez conocidos, se reaccionara de forma tan blanda y dubitativa como, a la postre, torpe (¿cómo pudo pensarse que con no hablar más del asunto este dejaría de pesar en la conciencia ciudadana?). Y, para colmo, la desmesurada lentitud de su tramitación judicial, que nadie parece haber tenido interés en remediar proporcionando los recursos precisos para aliviarla ha acabado propiciando la sensación de que, indirectamente, se propiciaba la impunidad.
Por todo ello, los españoles han venido dejando claro en los sondeos desde hace ya tres años, que el problema radica en los partidos y en su modo de organizarse y funcionar. Su advertencia, sondeo tras sondeo, ha sido tan clara como recurrente: o se regeneraban a fondo y de manera creíble, o propiciarían con su voto la aparición de nuevas formaciones capaces de encarnar la ejemplaridad pública reclamada y de reeditar el estilo político que un espectacular 84% dice añorar: el de la Transición. Con esta palabra —que remite a un tiempo que ha quedado mitificado en nuestro imaginario colectivo—, los españoles de cualquier edad u orientación ideológica aluden a una forma de entender y practicar la política basada en el mutuo respeto, en la capacidad negociadora, en la altura de miras en aras del bien común y en la predisposición a reformar y actualizar, en nuestras leyes e instituciones, cuanto requiera ser reformado y actualizado en función del tiempo nuevo que se abre. Y como los partidos existentes no han parecido dispuestos en estos años últimos a encarar decididamente el reclamado proceso de renovación, las miradas de casi media ciudadanía han acabado volviéndose hacia los ahora llamados partidos “emergentes”: Podemos primero y Ciudadanos después. Uno en apenas un año, en solo unos meses el otro, han logrado darle la vuelta al estado de ánimo ciudadano, reorientándolo desde la indignación con la vida pública a la reclamación de su radical oxigenación (por decirlo con términos de Marcos Sanz, en un texto reciente publicado en este mismo diario). Ello ha conllevado, como cabía esperar, una intensa reactivación del interés ciudadano por la política: la predisposición ahora declarada de acudir a votar en las elecciones del próximo diciembre presenta niveles casi históricos. Por otro lado, los alineamientos electorales tradicionales han pasado a experimentar una clara y creciente tendencia a fluidificarse, lo que aumenta las probabilidades de trasvases de voto multidireccionales. Y cada vez parece más verosímil, a la luz de los datos disponibles, que el actual esquema bipartidista ceda el paso, finalmente, a un modelo nuevo de “tres y medio” o, incluso, cuatripartidista: una segunda transición, para revitalizar y readaptar lo mejor de la primera.
Por supuesto, está por ver en qué quedará finalmente toda esta nueva —e impensable hace solo unos meses— efervescencia política. Por lo pronto, lo que ya cabe constatar es el modo sin duda ejemplarmente democrático escogido por los españoles para dar salida a la profunda desafección que experimentaban respecto de la situación política imperante: no han cedido a tentación alguna anti-sistema, sino que han reclamado la renovación del sistema político actual —no uno distinto—; han reclamado de los partidos su disposición a revitalizar lo ya existente y conseguido —no a demolerlo—; y han dejado clara su preferencia por el retorno al añorado estilo de vida pública que caracterizó a la Transición —no por aventurerismos experimentales—. Y todo ello, recurriendo a las urnas.
Hitos corruptos
Caso Bárcenas, sobre financiación irregular en el PP. El juez instructor considera, tras el análisis de los papeles del extesorero popular, la formación conservadora se había financiado ilegalmente durante 20 años.
Caso Blasco El exconsejero valenciano del PP (aunque también lo fue en el pasado con el PSOE) fue condenado en 2014 a ocho años de cárcel por desviar fondos destinados a proyectos de cooperación al desarrollo en Nicaragua.
Caso BOE (1989-1991). Fraude de 1000 millones de pesetas cometido por la ex directora general del BOE Carmen Salanueva. Murió en 2000 antes de que se celebrara el juicio. El fiscal pedía 14 años.
Caso Casinos (1989). El director financiero de Casinos de Catalunya denunció el desvío de 600 millones de pesetas a CDC, el partido de Jordi Pujol.
Caso de los ERE Fraude en la gestión del fondo creado por la Junta de Andalucía para conceder ayudas sociolaborales a empresas en crisis. De los 746 millones con los que se dotó el fondo, se repartieron irregularmente casi 140, según la investigación. Por este caso están imputados los expresidentes socialistas andaluces Manuel Chaves y José Antonio Griñán.
Caso Fabra. En 2013 el expresidente de la Diputación de Castellón, Carlos Fabra, del PP, fue condenado a cuatro años de cárcel por delito fiscal. No había ninguna explicación lógica para unos ingresos de dos millones de euros.
Caso Filesa. El Tribunal Supremo condenó en 1997 al exdiputado del PSOE Carlos Navarro (11 años), el senador del PSC Josep Maria Sala (tres años) y la responsable económica del partido Aída Álvarez (2 años y 4 meses) por financiación irregular entre 1989 y 1991. La empresa Filesa facturó más 1.000 millones en consultorías fantasma a bancos y empresas con los que se pagaron facturas del PSOE.
Caso Juan Guerra. El hermano del vicepresidente del Gobierno socialista, Alfonso Guerra, fue condenado por tráfico de influencias en 1995
Caso Gürtel. La más extensa trama de corrupción vinculada a un partido político conocida en democracia. En la primera etapa investigada, se juzgarán 12 delitos cometidos entre 1999 y 2005. Los daños causados a las arcas públicas alcanzan los 450 millones de euros.
Caso Hormaechea. El ex presidente cántabro, primero regionalista, luego en el PP, fue condenado en 1994 a seis años de prisión por prevaricación
Caso Nòos. En 2016 se juzgará a Iñaki Urdangarin por corrupción y a la infanta Cristina como cooperadora en dos delitos fiscales.
Caso Malaya. Jesús Gil instauró en Marbella el mayor caso de corrupción municipal de España. En 2013 el asesor urbanístico de Gil, José Antonio Roca, que amasó 100 millones, fue condenado a 11 años.
Caso Naseiro (1989). Presuntas comisiones destinadas al PP a cambio de licencias urbanísticas. El Supremo lo archivó aduciendo irregularidades en la obtención de pruebas mediante escuchas telefónicas.
Caso Palau. Indaga el saqueo del Palau de la Música por parte de su expresidente Fèlix Millet y la mano derecha de este, Jordi Montull. El saqueo está cifrado en más de 20 millones de euros. El caso también sacó a la luz la financiación irregular de Convergència, que presuntamente recibió 6,6 millones de euros de Ferrovial a cambio de la adjudicación de obra pública. Después de seis años, se ha cerrado la instrucción y hay 16 acusados, entre ellos el extesorero de CDC Daniel Osácar, que afronta siete años de prisión.
Caso Pallerols. En 2013 el TSJ de Cataluña condenó a excargos de UDC por el desvío de subvenciones públicas para financiar el partido.
Caso Rato. El exvicepresidente del Gobierno, del PP, está investigado por en las irregularidades fiscales derivadas de los negocios particulares del ex político del PP y ex banquero y en los sobornos supuestamente cobrados por él en su época al frente de Bankia. Y también, dentro del caso Bankia, por el uso de las tarjetas black.
Caso Roldán. El ex director general de la Guardia Civil con el PSOE fue condenado en 1998 a 31 años por apropiarse de dinero delos fondos reservados, recibir comisiones de las constructoras de los cuarteles y por fraude fiscal.
¿Vivimos una segunda Transición?
Observatorio Metropolitano, 20 de octubre de 2015
Emmanuel Rodríguez e Isidro López
Durante el último año o año y medio, las referencias y comparaciones con la Transición se han sucedido sin cesar; así, las recurrentes semejanzas entre Podemos y el PSOE del '82, entre Ciudadanos y el reformismo franquista, e incluso algunas tan atrevidas como para llegar a equiparar Podemos con la mismísima UCD. Pero la historia, aún siendo fuente abundante de evocaciones, se resiste a ser analizada según los patrones de un calco.
Desde hace pocos meses, sin embargo, las comparaciones han cesado. Como si ya se previera que no va a haber cambio de régimen, que lo del '78 va a seguir durante al menos un largo rato, el referente de la Transición ha ido dando pasos atrás, hasta situarnos en un cierto vacío de la imaginación histórica; algo así como la perplejidad provocada por asistir a la primera crisis severa de la II Restauración (el régimen del '78) y, a expensas de lo que suceda en Catalunya, reconocer su enorme capacidad de reacción.
No obstante, la primera gran reforma (o renovación) de la democracia española puede ser todavía referida a los años setenta, aunque sólo sea porque estos abrieron un ciclo histórico que hoy termina. Bajo esta perspectiva, la clave no está en comparar la Transición con la actual crisis del régimen político español, sino en considerar (y esto constituye propiamente un análisis histórico, no comparativo) aquellos elementos que entonces sirvieron de soporte y de estabilización del régimen político, y hoy ya no funcionan. Por no dejar lugar a la intriga, nuestra conclusión es que las vigas del régimen han salido gravemente deterioradas de las turbulencias de estos últimos años. En términos propiamente políticos, no hay cierre previsto del actual ciclo político. Seguirá la época de tormentas. Lo cual no quiere decir que podamos determinar donde se van a producir las próximas descargas eléctricas: si en el campo de la formación de una nueva derecha regeneradora, si en la renovación de un movimiento democrático capaz de imponer una línea constituyente, o dentro de una involución progresiva de todos los elementos del régimen. Algunos argumentos:
El primero y quizás más importante: el ciclo español no es autónomo. España es una provincia: con una legislación subordinada en lo fundamental a las directivas europeas, una economía sometida a los algoritmos de contención del gasto decididos en Maastricht, un gobierno supervisado por la Troika y un modelo económico determinado, de forma seguramente irreversible, por su especialización en el marco continental como proveedor de servicios turísticos, con apenas unas poquitas líneas productivas competitivas, pero convertido en el espacio privilegiado de formas de acumulación intensivas en bienes territoriales financiarizados (como el suelo y la vivienda). En comparación con los años de la Transición: Europa no es pues un horizonte civilizatorio según el modelo de bienestar escandinavo, así como tampoco la vía de salvación del capitalismo hispano que tras una crisis profunda, como la de los años setenta y ochenta encontró en la CEE el modo de tomar una nueva especialización económica. En tanto provincia de la Unión, la suerte de la economía española está en todo ligada a la suerte del bloque continental y a la posición de este bloque en el escenario global, esto es: decadencia, estancamiento y, en términos de onda larga, progresiva pérdida de peso internacional.
Tras la crisis financiera que se desencadenó en 2007, y sobre todo durante el giro de tuerca de la deuda soberana de 2009, el capitalismo europeo se enfrentó a una decisión de carácter estratégico: o la apuesta por un nuevo keynesianismo continental por medio de la integración presupuestaria y fiscal de los estados miembros, o la radicalización —aún a costa del crecimiento económico— del dominio de las grandes agencias financieras, en tanto forma económica prioritaria de la alianza de las élites europeas. La elección ha pasado de forma abrumadora por la segunda opción. Resultado: la evolución económica del continente se asemeja cada vez más al largo estancamiento (ya 25 años) de Japón tras la burbuja del 86-90, pero con el añadido de nuevas rondas de financiarización y desmantelamiento de derechos sociales.
Para España, esto significa un reforzamiento de su especialización económica en los sectores turístico, inmobiliario y financiero, pero con un fuelle menguante de capital doméstico y externo, muy lejos del que alimentara la larga burbuja de 1997-2007. En el cortísimo plazo, la imposición de nuevos controles sobre el gasto público y la llegada de nuevos episodios de crisis financiera global (en los próximos meses quizás por vía china), parecen anunciar una coyuntura de vuelta a las “esencias” de la crisis sin paliativo político posible. En términos regionales, la crisis europea ha reforzado las líneas de especialización económica de sus distintas partes, al tiempo que las brechas norte-sur y oeste-este. El “flanco sur”, parece, volverá a ser el frente caliente europeo.
En segundo lugar, y es casi un resultado de lo primero, en estos años la constitución de las clases medias españolas ha acabado de saltar por los aires. Lejos de recomponerse, la tendencia es a un deterioro cada vez mayor. Se trata de un aspecto al que se le presta escasa atención. La crisis del régimen político español ha tenido su epicentro en una zona social minoritaria y muy específica del arco social: los hijos de la clase media “real”. Lo que hizo del 15M un movimiento hegemónico e irreprimible —tan legítimo como para no ser sometido a la prueba de la represión del Estado— es que estuvo dirigido por este segmento social. De igual modo, lo que hizo patente la crisis de régimen fue la no integración de este segmento en los espacios que le correspondían: la élite profesional, la clase política, el alto funcionariado, la academia, el periodismo, etc. Basta reconocer que la parte mayor del discurso público de este último año ha girado en torno a los nacidos en las décadas de 1970 y 1980 con estudios universitarios y en grave riesgo de descenso social. Pedro Sánchez, Albert Rivera, Villacís o Arrimada —así como Iglesias, Errejón—, responden a esta composición social y se representan en primera instancia como miembros de la misma.
El largo estancamiento previsto anuncia, por tanto, una nueva fase de renuncias para la mayor parte de las degradadas clases medias españolas, todavía modelo y centro de la sociedad española. El resultado no es una “crisis de expectativas”, sino algo mucho más severo: una crisis de la “formación social española” y del principal soporte político del régimen, de su mecanismo fundamental de consenso. La precarización del empleo profesional, la creciente imposibilidad de obtener crédito y rentas financieras como medios de sustitución salarial, las privatizaciones y el debilitamiento del asimétrico Estado de bienestar español (que ha jugado siempre de la mano de las clases medias, antes que de los estratos sociales que quedaban por debajo), afecta severamente al núcleo duro de la clase media. En ese escenario el descolgamiento por abajo de segmentos sociales significativos difícilmente se podrá suplir con un reforzamiento neoliberal de los discursos meritocráticos. Más tarde o más temprano, la hegemonía tranquilizadora de los discursos de clase media acabará por quebrar.
Por último, y a diferencia de la Transición, no va a haber una conclusión “feliz” del ciclo político. Ninguna parada de estabilización parece próxima. La trayectoria más probable es un agotamiento e incluso una implosión de los elementos políticos constitutivos de la Transición, con efectos agónicos e incluso paroxísticos de sus tensiones habituales (la crisis catalana sería el ejemplo paradigmático). En última instancia, el régimen político carece de flexibilidad suficiente, es incapaz de reforma interna más allá de la partidocracia, la incorporación de actores políticos nuevos y el juego en torno a las formas de representación cada vez menos legítimas. Sin perspectivas de un reforzamiento de su base social, la desintegración de los elementos de consenso puede llevar a fenómenos comunes ya en Europa: una derecha racista y antisistema, una izquierda igualmente desafiante y sobre todo una prosecución de la larga marcha de la crisis de representación respecto de las llamadas instituciones democráticas.
El agotamiento de la fase institucional-electoral del movimiento democrático que salió del 15M es, en este sentido, antes el agotamiento de una primera batería de experimentos políticos, que de la propia composición que este movimiento expresa. La recuperación parcial de la representación con todos sus efectos teatrales va a ser seguramente tan temporal como la de la “ilusión democrática” que normalmente le acompaña. La cuestión radical es ¿qué puede seguir abriendo la situación política? ¿Cuál es el reto a partir del 20 de diciembre?
Naturalmente, los “fracasos” políticos tienden a producir “vacío” —confusión, desafección, parálisis—, al tiempo que una serie de tentaciones, que pueden llegar a ser vórtices perversos de energía. La más importante de todas ellas parece apuntar inercialmente a la reconstrucción de lo que ha sido el principal cadáver del ciclo político español, la izquierda. La resurrección de la izquierda —nos referimos a su tradición en España— tiende a tratar de representar la crítica interna dentro del sistema de partidos como único lugar de la crítica. Inevitablemente esto empuja a compartir todos sus elementos litúrgicos: la responsabilidad institucional, la razón de Estado, los límites intrínsecos a las reformas. Por eso la izquierda, es siempre el correlato de su “otro”, también en la Transición: el fantasma del desencanto, o la impotencia circunscrita a los canales democráticos y de la forma partido.
A este respecto, la distancia con la Transición es también radical. A diferencia de los años setenta, en los que el significante izquierda (y todas sus connotaciones partidarias) estaban incólumes y en los que este sirvió para cimentar y dar cobertura ideológica al propio régimen democrático, la crisis política de 2007-2011 parte del presupuesto del agotamiento de la izquierda —insistimos de la formas tradicionales de la izquierda española—. No ha sido casualidad, que el 15M y todos sus post se hayan decantado como un movimiento democrático y por los derechos sociales. O que el único éxito político-electoral significativo del movimiento se haya apoyado en una tradición ajena a la izquierda reciente (el municipalismo democrático), sobre la base de procedimientos no partidarios y sobre constituciones de base movimentista, especialmente en los casos más exitosos.
Excluida la posibilidad de un cierre feliz del ciclo —esto es, de una restauración duradera del actual régimen político—, la fase de crisis que se abre en estos años se puede reconocer como un campo de tensiones de difícil solución. En otras palabras, ningún resultado está claramente decantado, al tiempo que ninguna “bonanza” de la tendencia se puede determinar como intrínsecamente favorable a la ola democrática que abrió el 15M. Como suele ocurrir, la intervención en nuestro tiempo se define en torno a una serie de retos políticos que, encadenados, pueden constituir la tarea del movimiento. Dichos muy esquemáticamente: atención prioritaria al ciclo europeo, persistencia en la radicalidad democrática como motor y horizonte estratégico, superación de los límites políticos de la politización de las clases medias por medio de la alianza con otros segmentos sociales, subordinación de la representación institucional a la propia dinámica de construcción del movimiento, innovación permanente en la superación de las formas tradicionales de la izquierda y especialmente en los mecanismos de delegación-representación bajo la forma partido y los aparatos de Estado. Todo un programa teórico y práctico que nos obliga a situarnos a la altura de los problemas que ha abierto la crisis.
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