Cuenta Julio Llamazares (Vegamián, León, 1955) que cuando su padre, Nemesio Alonso Díez, y su amigo Saturnino Díez Tascón, estudiantes de Magisterio ambos y alistados en el bando sublevado en plena Guerra Civil, llegaron hasta las eras de Caminreal, en la esteparia vega turolense del Jiloca, tenían tanta hambre que de lo primero que echaron mano fue de unos leños para asar la carne que traían congelada en el hatillo. "Los llevaron en vagones de ganado y dormían en parideras. Nada más hacer la hoguera, llegó un sargento con barbas y capotón y le dio una patada a la lumbre. Les hizo apagarla porque las llamas permitían a los republicanos, situados en las trincheras de un cerro cercano, otear la guarnición franquista", explica. "A la mañana siguiente, mi padre vio el primer cadáver en el frente".
Esta anécdota condensa la atmósfera emocional que permea El viaje de mi padre (Alfaguara), un recorrido desde La Mata de la Bérbula, la aldea leonesa de su familia, hasta la Sierra de Espadán, ya en Castellón. Justo el itinerario que padeció su progenitor -junto a su amigo Saturnino, testimonio del que surte gran parte de su relato-, para combatir como voluntario del lado rebelde tras incorporarse al Regimiento de Transmisiones en Carrión de los Condes (Palencia). "Fue a la guerra como voluntario, sí, porque si no habría ido a infantería, a ser carne de cañón", puntualiza desde Teruel, ciudad en la que presentó su libro.
Aunque con una gavilla notable de novelas y poemarios en su bibliografía, si hay un género en el que el autor de La lluvia amarilla se ha convertido en referente indiscutible es el de los libros de viajes. Ya sea surcando el Duero, la ruta del Quijote o Trás-os-Montes, Llamazares exprime sus experiencias personales a través de una receta pegada al suelo: ir, ver, andar y, finalmente, contarlo. En este caso, a través de la espina dorsal de la Península Ibérica y durante los mismos meses de invierno en los que lo hicieron su padre y Saturnino. "He hecho un viaje sentimental, un viaje interior, como todos los viajes", dice.
"El paisaje es memoria, y es un espejo en el que reverbera la historia", confiesa. "Hace 40 años escribí mi novela Luna de lobos y ya entonces nos reprochaban: 'Otra novela de la Guerra Civil'. Han pasado cuatro décadas y una de las obras más leídas es La península de las casas vacías, de David Uclés, que trata de la guerra. La gente, que en general está menos crispada que la clase política, aborda estos asuntos con naturalidad".
En El viaje de mi padre, Llamazares vuelve a ensanchar la mirada sobre el territorio. Con su habitual estilo, trufado de la prosa aparentemente sencilla de los grandes narradores, pespuntea un paisaje que es espejo de una memoria personal y colectiva.
"No he hecho un libro sobre la Guerra Civil, sino de la memoria de mi viaje a la guerra", matiza. De modo que por esas páginas no solo brota un pretérito que aún hoy resulta traumático, sino otros muchos asuntos que están en la esencia de la obra de Llamazares. El desarraigo. El abandono del territorio. La expulsión del campo. La aspereza de la España interior. La soledad. La pérdida de la cultura de montañas y páramos. El declive de las pequeñas y medianas ciudades. El abandono del ferrocarril convencional. Y el deterioro de los viejos apeaderos, hoy abandonados, vandalizados o destartalados. Todo ello planea sobre El viaje de mi padre, aunque su epicentro gira alrededor de la memoria bélica.
"Mi padre se apuntó para la guerra con 18 años. Tenía dos hermanos y cada uno, en un bando diferente. Para él, las historias de la guerra eran las del frío. Hacía tanto que los soldados quemaban las puertas y las vigas de las casetas para calentarse", asegura.
De su experiencia personal, y también del conocimiento acumulado sobre la batalla de Teruel, Llamazares subraya que la Guerra Civil "no fue solo una masacre física, también fue moral. De hecho, persiste una huella moral que aún no ha cicatrizado". Rechaza que exista una nostalgia de la contienda fratricida, aunque admite que sus coletazos, en forma de polémica alrededor de la dificultad que arrastra este país para consensuar un relato cohesionador del pasado, siguen levantando ampollas. "Los pocos que quedan que vivieron aquella pesadilla lo ven con distancia, y los más jóvenes, con más aún. Pero el recuerdo de la contienda sigue planeando nuestro presente, basta con ver lo que pasa en el Congreso de los Diputados a diario. Y hay que recordar que más de 100.000 españoles yacen enterrados fuera de los cementerios".
En su incursión por las tierras que atravesó el convoy que trasladó a su padre y a Saturnino hasta Teruel, el autor leonés no se limita solo a describir la belleza, o la dureza, de las estampas con las que se topa. Hace algo más laborioso: escarba en la estela que aún hoy persiste de un conflicto doloroso. Se vale para ello de su capacidad de observación, pero también de charlas con los parroquianos que encuentra a su paso. Como Alberto, el aguacil de Fuentes de Ebro (Zaragoza), que le explica al escritor por qué los carros de combate soviéticos se estrellaron en este punto. O como Abilio y Bienvenida, un matrimonio de Soria que lamentan que "estas provincias no le interesan a nadie".
Teruel fue la única capital de provincia que conquistó la República durante la Guerra Civil. Lo logró en invierno de 1937 tras un cruento cerco a la ciudad del torico que se llevó por delante, a 20 grados bajo cero, a una cantidad sin determinar de hombres "en un infierno en el que la nieve y la aviación eran los principales enemigos". Hasta 200.000 soldados saldaron sus diferencias a base de bombas y bayonetas en los alrededores de una ciudad que entonces apenas sumaba 13.000 habitantes. Con la defensa de Teruel, los republicanos pretendían aliviar la presión del ejército de Franco sobre Madrid. La victoria sobre los rebeldes, que se materializó a principios de enero de 1938, brindó a las autoridades un altavoz propagandístico, aunque de efecto efímero. Los franquistas reconquistaron la ciudad en febrero, apenas un mes después.
Llamazares rememora este hito histórico rodeado de especialistas locales después de transitar las trincheras de Rubielos de la Cérida, visitar el meritorio centro de interpretación de La batalla de Alfambra y mostrar sus respetos ante los pozos de Caudé, donde fueron asesinados cientos de republicanos en una feroz represión ideológica. Y entonces recuerda la conocida sentencia de Erich Hartmann, piloto durante la Segunda Guerra Mundial: "La guerra es un lugar donde jóvenes que no se conocen y no se odian se matan entre sí por la decisión de viejos que se conocen y se odian, pero no se matan".
La memoria, sostiene Llamazares, se diluye con el tiempo. Pero siempre acaba flotando. "Dicen que una guerra civil tarda 100 años en olvidarse. De la nuestra han pasado 90", agrega. Por eso ha escrito un relato que es una evocación póstuma no solo de su padre, sino de quienes fueron llamados a filas sin estar henchidos de ardor guerrero ni interés ideológico. "Me arrepiento de no haber hecho más caso a las historias que contaba mi padre. Murió pronto, con 76 años, en 1996, y sus recuerdos quedaron en un limbo. Ahora he ido a buscar en el paisaje lo que podría haber aprendido en casa".
Viajar en camiones de ganado. A oscuras, sin ventanas, sin ventilación. Viajar sentados en el suelo, o algo parecido, apiñados; y que esa incomodidad se convierta en tu salvación. Para no congelarte, para sobrevivir. Llegar al destino no es consuelo para nadie, porque lo que espera son veinte grados bajo cero en los que hacer tiempo hasta la contienda. Buscar refugio, un pedazo de pan. Mentalizarte de que habrá que usar las armas, de las horas que pasarás habitando trincheras, siempre al aire libre, siempre con frío. En la piel, en las mentes y en el corazón. Nemesio Alonso fue uno de los miles de jóvenes que viajó a bordo de estos trenes para llegar a Caminreal en 1937, antes de participar en la que pasaría a la historia como una de las batallas más cruentas de la Guerra Civil, la de Teruel, que culminaría con la única toma del ejército republicano de una capital de provincia durante la contienda.
Pero el viaje no terminó ahí. Tanto él como el resto de supervivientes –en su caso, del bando sublevado–, acabarían desplazándose hacia Levante, y, en concreto, Castellón, donde estuvo a punto de perder la vida. Su hijo, el escritor Julio Llamazares (Luna de lobos, La lluvia amarilla) decidió seguir sus pasos más de medio siglo después y repetir el recorrido que su progenitor trazó junto a su inseparable amigo Saturnino. Su historia, que en realidad es la de otros tantos compañeros de armas, la ha contado en la novela El viaje de mi padre (Alfaguara).
Nemesio murió tiempo después y, fruto de una época –que aún se mantiene– en la que “nadie” quería hablar de lo que había sucedido en la guerra, su hijo Julio apenas conversó con él sobre su experiencia. Ese doloroso silencio dejó no solo demasiadas preguntas sin responder, sino demasiadas sin formular. Algo de lo que Julio ahora se arrepiente, por todo lo que ni siquiera intentó que Nemesio le contara. Por eso se lanzó a la carretera a buscar respuestas.
Cerca de 90 años después de que Nemesio llegara a Caminreal, la estación de tren sigue funcionando, transportando a personas, aunque en infinitamente mejores condiciones. Reencontrarse con estas tierras en un caluroso septiembre dificulta ponerse en la entumecida piel de aquellos miles de soldados, aunque sí permite imaginar la hostilidad de un terreno sin demasiada vegetación, bello pero inabarcable al plantearlo en términos de posibles escondites o cobijos. La montaña se impone. También un horizonte sin demasiadas poblaciones en las que encontrar alimento.
“En estos paisajes desolados murieron 40.000 soldados”, recuerda Llamazares al pie de las vías de tren –ahora en obras–, que reconoce que fue “a buscar en el paisaje lo que podría haber encontrado en casa”, en un viaje organizado por la editorial, con periodistas.
“Mi padre murió pronto y sus recuerdos se quedaron en ese limbo de la memoria en el que se desvanecen las vidas de los que nos precedieron y a los que no escuchamos cuando estaban vivos. Luego nos arrepentimos de ello y, como yo ahora, tratamos de reconstruir sus pequeñas historias con los retazos de lo que se quedó en el aire y aún alcanzamos a recordar”, reconoce Llamazares en un libro que ha escrito con sumo mimo. El autor enmarca su texto dentro del género de viajes, consiguiendo que este se convierta en, por supuesto, uno personal para él mismo, pero también para los numerosísimos españoles herederos de experiencias similares, o incluso habiendo vivido al margen de ellas.
Viajes que, a su vez, se siguen produciendo hoy en día. “La guerra es un acontecimiento en el que se matan jóvenes que no se odian por culpa de viejos que sí. Igual que lo que ahora está ocurriendo en Ucrania y en otros muchos sitios del mundo”, lamenta el escritor.
Quién gana las guerras
“A todos los que perdieron la Guerra Civil española de uno y otro bando. A los que pierden todas las guerras. Y para mis hermanos”, es la dedicatoria con la que Llamazares abre su personalísima novela, a la que sigue un mapa del viaje de su padre. Una de las paradas fue el barranco de Cerro Gordo, donde Nemesio vio al primero de los miles de muertos a los que se acabaría 'acostumbrando' a encontrarse, mientras atravesó con dieciocho años la península ibérica de extremo a extremo.
“La memoria se va diluyendo, pero hay muchos restos físicos en el paisaje y en la memoria heredados de los abuelos”, reconoce al hablar de otro de los pueblos que visitó, Celadas: “La gente mayor te contaba que cuando volvieron al cabo de unos meses después de la batalla, tenían que quitar los cadáveres de los caminos para poder pasar con los carros”. Cuerpos inertes en su amplia mayoría de chicos entre dieciocho y veinte años.
“Imaginad que pasáramos por esta carretera con todo lleno de cadáveres y tuviéramos que pisarlos”, propone Llamazares desde el autobús que nos transporta en un asfaltado 2025 en el que el máximo riesgo es evitar atropellar a algún gato despistado que cruza la carretera. O que el autocar no quepa por las estrechas calles de algunos de los municipios.
Igual de imponente es observar desde un asiento y con la calefacción puesta las pequeñas construcciones que en su momento sirvieron para que los soldados se protegieran. “En una de estas debió de pasar mi padre los días en los que casi muere de una pulmonía”, indica el escritor sobre un episodio en el que Nemesio sí que sobrevivió. Estas construcciones son pequeñas, están aisladas, y, desde luego, no invitan a pensar que fueran el mejor espacio para recuperarse de ninguna enfermedad. Tampoco los espacios que utilizaron como hospitales, en los que comenta que se veían casi más amputaciones por congelación que heridas de guerra.
El municipio de Celadas mantiene el recuerdo de la contienda en las fachadas de varias de sus casas, copadas por imágenes de la guerra que permiten comprobar cómo quedaron tras los bombardeos. Cerca de este se encuentra el Centro de Santa Bárbara, que toma su nombre de una ermita que fue destruida y posteriormente reconstruida; y en el que se conservan unas trincheras. Este punto, situado entre los valles que ocuparon las armadas de ambos bandos, fue clave en el desarrollo de la batalla de Teruel.
Las trincheras se mantienen como si de una recreación para el rodaje de una película se tratara. Atravesarlas impone. Descorazona el imaginar a los soldados hacinados disparando desde sus aberturas. En esta zona hay, además, una leyenda en el suelo, hecha con piedra, en la que se lee: “¡Viva España!”. Las letras se usaban como señal para la aviación, ya que en ocasiones se daba que desde el cielo se bombardeaba por error a los combatientes del ejército propio.
Alfonso Casas Ologaray, abogado y experto en la Guerra Civil española, autor de Teruel. El Stalingrado español y La Guerra Civil a través de los objetos (ambos editados por Renacimiento), fue de gran ayuda para Julio Llamazares durante el viaje. El especialista acompaña al autor en este nuevo recorrido con los periodistas llevando entre sus cuadernos varias fotografías reales de archivo de la zona, con imágenes del grupo de jovencísimos soldados que construyeron las trincheras, y de los posteriores enfrentamientos, con instantáneas en las que aparece hasta Hemingway. Instantáneas que permiten recrear con aún mayor detalle de lo que estos mismos paisajes fueron testigo hace tantos años.
Una herida abierta
Llamazares es generoso en sus descripciones y explicaciones –tanto al escribirlas como al compartirlas a viva voz–, con el valor añadido de estar hablando de su vida, de su padre, de su familia, de los suyos, de tantos nuestros. Y más de medio siglo después, que no por ello ha pasado a la historia como un capítulo cerrado, con final más o menos feliz. Más bien al contrario. “Esto fue una matanza. La población civil sufrió muchísimo, algo que permanece en sangre viva en las siguientes generaciones”, opina Llamazares.
El autor valora que “la huella sigue abierta”, algo que se sustenta en la “resistencia por parte de partidos políticos para condenar la Guerra Civil”. Se evidencia a su vez en las discusiones que hoy en día se mantienen sobre cómo incluirla en la enseñanza, tanto pública como privada: “Está mucho más normalizada la enseñanza de la Guerra Mundial en Alemania, que eran los malos de la película, que aquí”. Aun así, lamenta que la sociedad “es más natural” a la hora de hablar sobre la contienda que por parte de “quienes nos representan, que a veces muestran una crispación mucho mayor que la gente”.
Aunque quizás no. Horas más tarde, en el mismo recorrido, mientras Francisco Sánchez Gómez, presidente de la Asociación de los Pozos de Caudé, explica la historia de su abuelo fusilado frente al monolito que construyeron en 1978 en memoria de los asesinados, un hombre grita desde un camión: “¡Rojos!”. Estamos en 2025, en un pequeño monumento situado en medio de un polígono industrial rodeado de poca edificación, y lo que en un principio parece un berrido y gesto puntual, resulta que es una respuesta habitual.
“Pasa mucho”, lamenta Francisco Sánchez, “esto y que griten 'viva Franco' o los continuos ataques vandálicos” a las placas con las que recuerdan a sus muertos. Las familias acuden a un taller de cerámica cercano donde tallan las baldosas con las que poco a poco están conformando un mural con todos los nombres de los fusilados.
El presidente de la asociación recuerda la época en la que los falangistas llegaban a su pueblo con listas de las personas a las que tenían que disparar. Lo siguiente era acudir por las noches a sus casas y meterles en camiones para llevarles al pozo junto al que ahora se ubica su conmemorativo monolito, para matarles, como pasó con su abuelo. No existe un registro de la cantidad de personas que fueron allí trasladadas, pero sí el testimonio de un vecino que contó todos los disparos que escuchó desde su casa: 1.005. “No fueron fusilados, fueron asesinados. No están enterrados, fueron echados en un pozo”.
Hablar, contar, recordar, unir
Teruel acogerá el Museo de la Guerra Civil, pero ya cuenta en Villarquemado con el Centro de Interpretación de la Batalla del Alfambra, que está conformado por la colección personal del propio Alfonso Casas. Esta incluye utensilios médicos que se usaron durante las batallas, cascos, plumas, alguna publicación, un maletín que usaban como especie de altar para dar misa en el campo de batalla y uno de los objetos más impactantes: una camilla que aún conserva manchas de sangre.
Varios de los objetos expuestos en el Centro de Interpretación de la Batalla del Alfambra (Villarquemado)
Todos ellos permiten completar el imaginario que Llamazares ha plasmado en su novela. Un ejercicio de empatía, porque la historia de su padre es la de tantas familias que merecen ser contadas para ser recordadas, entendidas y unidas. Para que lo que quede de una guerra, si es que realmente tienen fin, sean los resquicios que puedan unirnos, y no los que muchos insisten en seguir usando para separarnos.


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